… un mono convertido al budismo vivía como un ermitaño en las montañas; lo amaba una diablesa, que se casó con él. Sus descendientes eran también velludos y tenían largas colas, y éstos eran los miteh kangmi, los hombres de las nieves: los yetis.
Peter Matthiessen
Lincoln Warner lanzó una mirada, malhumorado, a todos los ordenadores y el equipo del laboratorio que habían instalado en la concha. Pensó en la infinidad de medios que tenía al alcance de la mano en aquel lugar apartado del mundo (mapas, enlaces, expresiones genéticas, secuencias de ADN, espectroscopias obtenidas a distancia, micro fotometrías, visualizaciones cuantitativas de fluorescencia y muchísimos más) y dejó escapar un suspiro. Estaba harto. En las tres semanas que llevaba en el santuario había instalado el programa Gel Analysis y había comprobado las concentraciones de los reagentes de aislamiento de ADN y de ARN. El resto del tiempo se había distraído jugando al ajedrez con el ordenador, escuchando música con el walkman de discos compactos, leyendo libros, paseando por el glaciar y, más que nada, esperando que el resto de sus colegas consiguieran realizar el hallazgo zoológico del siglo, que le facilitaría material para seguir trabajando. Pero estaba empezando a pensar que las posibilidades de tener éxito en aquella empresa tan extraordinaria eran nulas. Probablemente, lo único que conseguirían serían unos Cuantos minutos de película rodada a una distancia de varios centenares de metros que quizá mostraría algún antropoide del Himalaya o quizá no. Ya se estaba arrepintiendo de haber cedido a la insistencia con que finalmente le habían convencido de que se uniera a la expedición. En realidad, fuera de mejorar su juego de ajedrez, no iba a sacar nada de ese viaje. Hasta aquel momento había logrado dominar el programa de análisis filogenético y de simulación, y poca cosa más.
Escrito por uno de sus colegas de la Universidad de Georgetown de la ciudad de Washington, este programa era un método que servía para predecir cómo, a partir de los cromosomas de las mitocondrias, los árboles evolutivos se unían entre sí y cómo los cambios ambientales afectaban estos enlaces de ADN. En 1987, los bioquímicos de Berkeley habían anunciado a la comunidad científica internacional los resultados de sus investigaciones sobre el ADN, que venían a demostrar que todos los seres humanos compartían un antepasado común, una hembra africana que había vivido hacía unos doscientos mil años y a la que llamaban Eva mitocondrial. Pero Lincoln Warner sospechaba que los humanos poseyeron en el pasado más de un tipo de ADN y que había pocas pruebas reales que justificaran la suposición de que Eva hubiera sido africana. Su escepticismo lo llevaba hasta el extremo de dudar de uno de los dogmas fundamentales de la antropología: que la especie humana tuviera un único origen. La evolución, se afirmaba siempre, no funcionaba de ninguna otra manera: las especies nuevas lograban establecerse únicamente gracias a ciertos hechos muy concretos. Lincoln Warner lo ponía en duda y, cuanto más jugaba con las innumerables posibilidades teóricas evolutivas que le facilitaba su programa de análisis filogenético y de simulación, más inclinado estaba a sostener un concepto de la evolución multirregional.
El programa que utilizaba Warner planteaba la posibilidad de carácter ambiental de una mutación provocada por un holocausto. ¿Quedaría para siempre afectada la estructura genética básica de la especie humana por la aparición de nuevas y sucesivas mutaciones nocivas a consecuencia de una catástrofe nuclear? Warner esperaba que ni él ni su amigo de Washington llegaran a saberlo jamás.
Al ver de pronto su cara reflejada en la pantalla negra del ordenador personal, movió la cabeza con tristeza. Decidió que la barba que se había dejado crecer desde su llegada al Santuario no le sentaba nada bien. Tal vez en la intemperie le protegiera del frío, pero le picaba horrores. Tendría que afeitársela.
Warner miró su reloj y vio que era hora de llamar a los grupos que habían salido. Por ser el único miembro del equipo que se encontraba en el campamento base del Annapurna, era responsabilidad suya echarle un vistazo a la estación meteorológica y asegurarse de que todos estuvieran al corriente de cualquier cambio.
Se puso su parka carísima forrada de piel y salió afuera, donde soplaba un viento casi constante y el anemómetro daba vueltas como si fuera la hélice de un helicóptero diminuto. Pulsó unas cuantas teclas del teclado hecho de un material a prueba de la intemperie y anotó las indicaciones que aparecieron digitalmente en la pantalla, que era del tamaño de una cajetilla de tabaco. Debido a las altas presiones, por encima de las montañas del Himalaya se extendía un cielo azul y límpido, que por lo visto iba a durar algún tiempo; esta vez, y para variar, podría dar buenas noticias.
Warner volvió a la concha y, después de quitarse la parka, se sentó frente al centro de comunicaciones que Boyd y Jack habían montado en un rincón.
Sin reparar en el efecto que su llamada de rutina tendría en el Machhapuchhare, cogió el aparato microtelefónico.
– CBA llamando a Hurké Gurung. CBA llamando a Hurké Gurung. ¿Me recibes? Cambio.
Al igual que un martillo al golpear un cristal, el ruido de la radio de Hurké hizo añicos el silencio petrificado del glaciar y asustó a los dos yetis, que adoptaron un comportamiento absolutamente defensivo. Enseñando los dientes y dando unos chillidos ensordecedores, bajaron a la carga por la ladera; caminaban sobre sus dos pies hacia donde estaba el sirdar como si fueran a embestirlo. Hurké, que pensó que le había llegado la hora y que iban a descuartizarlo vivo, juntó las manos, como se juntan al saludar y decir namaste, agachó la cabeza y lentamente se dejó caer de rodillas.
Esta postura sumisa le salvó la vida.
El más grande de los dos yetis, cuyo pelo rojizo era casi blanco por la espalda, se paró en seco justo a medio metro de la figura arrodillada del sherpa.
Hurké notó cómo le arrancaban algo del anorak y con los ojos cerrados se preparó para recibir el golpe que iba a asestarle un brazo inmensamente poderoso. Pero, cuando al cabo de varios minutos los dos yetis cesaron de chillar y él vio que estaba ileso, se sintió con fuerzas para arriesgarse a abrir primero un ojo y luego el otro.
Las dos criaturas estaban agachadas delante de él a cuatro patas, como dos voluminosos jugadores de fútbol americano, con el pelo de sus cabezas puntiagudas completamente erizado y enseñando sus dientes largos y amarillos en actitud agresiva al máximo. El ojo del sirdar se cruzó con el iris rojo y enfurecido del yeti más pequeño y la criatura soltó un rugido, expresando así su desaprobación.
El sirdar volvió a cerrar los ojos y susurró una plegaria corta; entonces advirtió que había sido tanto su terror que se había ensuciado.
Poco a poco le llegó el mal olor producto del efecto de su acto reflejo. Pero aquello no era nada comparado con el hedor de los yetis. En cuanto los tuvo cerca, reparó en la pestilencia atroz que corrompía el aire fresco de la montaña y que recordaba un lugar en el que hay muchos gatos. Era tan fuerte que casi tuvo arcadas, y se preguntó si no sería un olor que segregarían los yetis aterrorizados. Estaba convencido de que el miedo de ellos no era nada comparado con el suyo propio.
En un momento dado le llegó una fuerte vaharada mucho más intensa, y al volver a entreabrir un ojo vio que la criatura defecaba. Su asco dio paso al horror al contemplar cómo el yeti se metía la mano debajo del trasero, cogía sus excrementos antes de que cayeran en la nieve y se comía aquella materia fecal como si fuera el más exquisito de los manjares.
Hurké no pudo reprimir una arcada, que sonó tan fuerte que los dos yetis se pusieron a chillarle histéricamente en la cara, esta vez, sin embargo, tan cerca de él que podía sentir su aliento cálido y sus salivazos en las pálidas mejillas. Pero seguían sin golpearle ni morderle y poco a poco el sirdar empezó a pensar que sólo querían intimidarle. Durante los treinta minutos que siguieron, el más mínimo movimiento del sirdar provocaba rugidos que no cesaban hasta que las dos criaturas estaban absolutamente seguras de haberle amedrentado y de que ya no era ninguna amenaza para ellas.
Fueron los treinta minutos más largos de la vida de Hurké Gurung.
Cuando finalmente los dos yetis se alejaron por la montaña en dirección al riñón de donde habían venido, el sirdar le ofreció una plegaria en acción de gracias a Siva por haberle salvado la vida.
Estaba todavía arrodillado rezando cuando Jack y sus compañeros le encontraron.