VEINTICUATRO

En mi comienzo está mi final.

T. S. Eliot


RESUMEN DE LOS DATOS EXTRAÍDOS DEL EXAMEN DE LOS DOS YETIS

Rebeca

Hembra antropoide adulta de edad incierta, examinada en el Santuario del Annapurna, el Nepal, por el profesor Byron J. Cody y la doctora Stella A. Swift de la Universidad de California, de Berkeley, después del alumbramiento de una cría, Esaú; asistieron en el parto el doctor Miles Jameson y la doctora Jutta Henze.

Examen externo:

Peso aproximado: 140 kg. Altura aproximada: 186 cm. Se adjunta un dibujo que muestra las dimensiones del cuerpo. Aunque su circunferencia es menor que la de un gorila medio (78-89 cm), la cabeza de la yeti, de 71 cm de alto, es aproximadamente 1,5 veces más alta por encima de la oreja, más de 17 cm. Sin duda alguna, la altura de esta cabeza es necesaria, dada la fuerza de los músculos masticatorios, que mueven el enorme maxilar inferior. Sin embargo, la posición de las suturas craneales confirma la primera observación de que la criatura mantiene la cabeza erguida; esto hay que interpretarlo como una prueba física indiscutible de bipedación. Nariz muy pronunciada, con cartílago pequeño. No se ha observado presencia de parásitos externos. Las glándulas mamarias en fase activa; al presionarlas, han segregado gran cantidad de leche. Síntomas leves de anemia, detectable en el color rosa pálido de las encías; no presenta caries dental. En la palma derecha se han observado grandes callosidades, que parecen indicar que Rebeca utiliza preferentemente esta mano. Antigua cicatriz en la parte izquierda del cuello, de unos catorce centímetros de largo, posiblemente consecuencia de una herida recibida en una pelea. En el fémur derecho hay cicatrices más recientes. El estado general es aparentemente bueno. La musculatura de la parte superior e inferior del cuerpo llaman la atención, sobre todo las piernas, que son extraordinariamente gruesas y grandes, como es de esperar en el caso de un simio que habita las montañas. El cuerpo está cubierto de un espeso pelaje de color marrón rojizo, de unos seis centímetros de largo, bastante grasiento al tacto, y es totalmente impermeable. Lo que más llama la atención son los pies del espécimen, 1,5 veces más largos que los del más grande de los gorilas. El talón es notablemente grande, como también el hallux, o dedo gordo, que es un dedo típicamente prensil y sin duda bien adaptado para proporcionar apoyo y para agarrarse a la roca lisa.

Examen interno:

Los genitales guardan una estrecha similitud con los de un gorila. La placenta (1140 gramos de peso) es de un color azulado brillante cuya porción materna está dividida en una docena de segmentos de color marrón y cuyo aspecto general es sano.

Histología:

Grupo sanguíneo 0, Rh negativo.


Esaú

Recién nacido de yeti, antropoide macho, examinado inmediatamente después de su nacimiento por el mismo personal y en las mismas condiciones.

Examen externo:

Esaú pesaba 6,8 kg y medía aproximadamente 68,5 cm. Se adjunta dibujo que muestra las dimensiones corporales. El tono muscular después del parto era extremadamente bueno. La temperatura corporal era de aproximadamente 36,6 grados centígrados. El pulso iba a más de 100 pulsaciones por minuto. La respiración, fuerte y regular. Los reflejos, excelentes. El color, oscuro. Cuando, a poco de nacer, se le puso en el pecho de la madre, los reflejos de succión de Esaú eran excelentes y rápidos.

Histología:

Grupo sanguíneo P, Rh negativo.


Jameson dijo que la temperatura de la concha era tan cálida como la de cualquier incubadora y que, en el caso de que Esaú fuera una cría prematura, le proporcionaría la mejor oportunidad de sobrevivir antes de ser devuelto a su medio natural. Así, mientras Swift y Cody examinaban a Rebeca y a su recién nacido, Jameson y Ang Tsering salieron de la tienda, desmontaron la jaula y volvieron a montarla en la concha. De poderosos barrotes de acero y placas galvanizadas, con las junturas soldadas para evitar que un animal pudiera arrancarlas al meter las garras debajo de ellas, la jaula había sido originariamente construida para encerrar en ella a un oso. Era lo bastante grande como para que Rebeca pudiera levantarse y tumbarse cuan larga era, y también le permitía a Jameson, gracias a una pared de barrotes que, mediante un sencillo mecanismo giratorio, podía abrirse y cerrarse, inmovilizarla a fin de ponerle una inyección sin dificultad. En cuanto la jaula estuvo a punto, cuatro sherpas levantaron a Rebeca de la mesa de parto y la metieron dentro de ella. La hembra de yeti, que estaba recuperándose ya de los efectos de la ketamina, se dio la vuelta, se quedó boca abajo e intentó sentarse.

Jameson, que sostenía a Esaú en brazos, se agachó frente a la jaula y esperó hasta que juzgó oportuno juntar a la cría con su madre. Si lo hacía demasiado pronto, corría el peligro de que Rebeca, bajo los efectos del narcótico, aplastara a su hijo hasta matarlo. Byron Cody dijo que entre los gorilas salvajes que vivían en las montañas eso ocurría con muchísima frecuencia. Pero si por el contrario metía a la cría dentro de la jaula demasiado tarde, Jameson se arriesgaba a que Rebeca la rechazara. Fue la propia hembra quien le solucionó el problema: chasqueó sus dientes afilados e, inclinándose hacia adelante, tendió las manos con mucha educación como pidiendo que le entregaran a su hijo.

– Obsérvala -apuntó Cody-. Estos animales pueden ser muy listos. Podría ser un truco para hacerte creer que quiere a su hijo cuando en realidad lo que quiere es matarte.

Con mucho cuidado, Jameson le entregó a Esaú, se apartó de la jaula y cerró la puerta de barrotes de acero con suavidad. Rebeca se llevó de inmediato a Esaú al pecho y lo amamantó.

– Menos mal -dijo.

Cody lanzó una mirada a Swift y vio en sus ojos una expresión crítica.

– De acuerdo, de acuerdo. Soy demasiado prudente -admitió-. Pero son cosas que ocurren. No sirve de nada infravalorar a una criatura como ésta.

Observaron cómo Esaú acababa de comer y Rebeca le hacía mimos extremando todos los cuidados.

– Quién sabe -intervino Cody-. A lo mejor dentro de unos días estará mejor con nosotros que con sus congéneres.

– ¿Ah, sí? -preguntó Jameson.

– Entre los grandes primates el infanticidio es muy frecuente. En el caso de algunos adultos es en realidad una estrategia de reproducción. Matar a un recién nacido engendrado por un macho competidor hace que la madre vuelva a ser fértil. Así, el asesino tiene la oportunidad de engendrar un hijo suyo.

– Machos machistas -resopló Swift-. Sois iguales en todas partes.

– No tengo ni idea de cómo la especie humana ha conseguido sobrevivir -dijo Boyd-. Me sorprende que no seamos tan escasos como el panda gigante. Yo me comería a un hijo mío en cuestión de segundos. Espero que nadie me ponga objeciones si me fumo ahora un pitillo. ¿Qué me contesta, doctora?

– No, ya puedes fumártelo. Siento haberte chillado.

– Tenías razón al hacerlo. -Boyd encendió un cigarrillo para él y otro para Jack, pero Jack estaba dormido, de modo que se lo dio a Cody.

Rebeca empezó a vocalizar una serie de gemidos graves.

– ¿Qué le sucede? -preguntó Boyd.

– Me imagino que tendrá hambre -repuso Jameson-, Hace mucho que no come nada.

– De eso quería hablar -comentó Swift-. ¿Qué vamos a darle de comer? ¿De qué se alimentan exactamente los yetis?

– Yo, a los primates que cuidaba, siempre les daba muesli -explicó Cody-. He traído varias bolsas bien grandes por si teníamos suerte.

Salió de la concha un par de minutos y, cuando regresó, llevaba una bolsa de cinco kilos de trigo entero, frutos secos y frutos deshidratados sin endulzar. Metió la bolsa por los intersticios de los barrotes de la jaula, la abrió y arrojó un puñado al vientre de Rebeca.

Ésta, a modo de respuesta, emitió un grito, casi como si hubiera puesto a prueba a Jameson. Cogió una de las semillas, la escudriñó como un pordiosero escudriña una moneda, y se la llevó a la boca.

Al cabo de un minuto Rebeca se acercó la bolsa de muesli, cogió un buen puñado de semillas y poco a poco se las fue dejando caer en la boca abierta, con el labio inferior extendido. Después de estar un rato masticando, empezó a emitir un sonido suave, como un ronroneo, que parecía el ruido que hacen las tripas.

Jameson sonrió, feliz.

– Parece que le gusta, ¿verdad?

– Ahora sí que ya no me queda nada por ver -gruñó Boyd acercándose a la puerta de la concha-. ¿Cómo puede gustarle a alguien esta porquería?


Castorp. ¡Felicidades por el yeti! No creo que seamos escépticos pero agradeceríamos que nos aclararas un poquito cómo crees tú que el abominable hombre de las nieves puede ayudarte a cumplir tu misión. Tampoco estaría de más que echaras una ojeada a «reuters on line». Según las noticias, la situación en la zona en la que te encuentras ha empeorado. Hustler.


Jack, que estaba durmiendo empapado de sudor en la cama de campaña, se despertó con un sobresalto. Tenía la sensación de que había dormido una eternidad. El cuerpo le dolía de la cabeza a los pies, pero se dijo a sí mismo que aquello era una buena señal. Al menos, había recuperado la sensibilidad en los dedos de los pies. Al menos, se había ahorrado padecer congelación. Y había también otra cosa que, según los indicios, se habían ahorrado todos.

El hombre que trabajaba para la CIA no se había delatado. ¿Había supuesto, quienquiera que fuese, un auténtico peligro para el grupo? Parecía improbable. Ahora se preguntaba por qué esta idea le había preocupado tanto. Después de la experiencia vivida en el bosque de los yetis, que podía haberle acarreado la muerte, esto casi carecía de importancia.

Jack se acercó la muñeca a los ojos porque quería saber qué hora era y entonces se acordó de que Jutta le había quitado el Rolex para tomarle el pulso y la presión. ¿Era de día o de noche? Era difícil decirlo en el interior de la concha. Tendría que esperar a que entrara alguien por la compuerta hermética, pero no apareció nadie. Estaban todos sentados en un rincón, apiñados alrededor de la radio, como si el aparato fuera un cuadro de Norman Rockwell. La familia entera estaba escuchando algo. Qué extraño que no le prestaran ninguna atención a Rebeca y a su hijo Esaú. Estuvo un momento escuchando en silencio; sus compañeros hablaban y el aparato emitía un ruido crepitante.

– ¿No oyes nada? -le preguntó Cody a Boyd-. ¿Nada de nada?

Jack detectó desasosiego en la voz de Cody.

– Nada, sólo interferencias -repuso Boyd con monotonía, y lanzó un suspiro-. No, ya no se oye. Voy a ver si en el correo electrónico hay algún mensaje que nos pueda aclarar algo.

– ¿No puede haber sido un error? -preguntó Jutta.

– No lo creo -contestó Swift-. Si lo ha dicho «Voice of America», no puede serlo.

– Mierda -soltó Warner-. En el Punjab la situación no parecía tan desastrosa. Me refiero a que está a cientos de kilómetros de aquí. Pero ahora estamos cogidos de lleno.

– Una opinión egoísta pero no por ello menos certera en cuanto a la realidad de nuestra situación -observó Cody tirando con ambas manos de su larga barba con nerviosismo, como si tirara de una cuerda-. Confiemos en que prevalezca la sensatez.

Siguió un largo silencio.

Jack tosió.

– ¿Me podéis dar un vaso de agua, por favor?

Swift cogió la botella y un vaso de plástico y se acercó a la cama de campaña. Se sentó en una silla, le llenó el vaso y le ayudó a bebérselo.

– Gracias.

– ¿Quieres más?

– Sí.

– ¿Cómo te encuentras?

– Mejor. ¿He dormido mucho?

– Bastante, casi cuatro horas. -Esta vez le dio el vaso y él se lo bebió solo-. Jutta te dio algo para dormir.

– Ya me lo he imaginado. ¿Es de día o de noche?

Swift echó una ojeada al reloj.

– Son las siete de la tarde.

Jack advirtió la expresión ceñuda de ella.

– ¿Qué ocurre? ¿Ha sucedido algo? ¿Le ha pasado algo a la yeti?

– Hemos escuchado malas noticias por la radio.

– ¿Malas noticias? ¿Qué clase de malas noticias?

– Relacionadas con los hindúes y los pakistaníes.

– ¿No habrán…?

– De momento no -dijo, sombría-. Por si las cosas no estuvieran lo bastante feas, acabamos de oír que China y Rusia apoyan a los dos protagonistas. Por lo visto China ha declarado que intervendrá militarmente a favor de Pakistán si la India les ataca. Los rusos han respondido que, si China ataca a la India, ellos atacarán a China. Y lo que es más, según parece unos u otros han lanzado ya misiles. No se ha confirmado de momento, pero puede que nos encontremos justo en el centro de la zona en la que está a punto de estallar una guerra nuclear.

– No tiene la menor gracia -dijo Jack-. Nos han dejado sin tiempo para poder acabar nuestra expedición.

Swift asintió, compungida.

– No lo entiendo -dijo Jutta-. ¿Por qué ha decidido China apoyar a Pakistán y Rusia a la India?

– China y la India han sido siempre rivales -explicó Boyd-. La India quiso tener la bomba atómica sólo después de que China hiciera explotar en 1964 la primera que había construido. Después de dos años de guerra por una cuestión fronteriza ganaron los chinos. Mientras, la antigua Unión Soviética suministraba armamento a los hindúes, porque estaban muy contentos de contar con un aliado que era enemigo de China. Los rusos estaban también entretenidos en una guerra contra los chinos en Manchuria. Pakistán es un país islámico que siempre ha ayudado a muchas repúblicas islámicas de la antigua Unión Soviética y que ha luchado por liberarse del control de los rusos. Es muy natural que los rusos apoyen a la India para luchar contra Pakistán. Y así sucesivamente.

– Lo siento -dijo Swift en voz queda-. Ha sido todo culpa mía. No tenía que haberos pedido que vinierais. Si no hubiera sido tan…

– Calla -la atajó Cody-. Todos sabíamos a lo que nos exponíamos cuando nos apuntamos a la expedición. -Le lanzó una mirada significativa a Lincoln Warner, como desafiándole a que le contradijera-. Además, hemos encontrado lo que buscábamos.

– Tal vez -dijo Warner-. Pero ahora en lo que tendríamos que pensar es en salir de aquí. Quiero decir que no hacemos nada, estamos perdiendo el tiempo. ¿A qué esperamos? ¿A que ocurra algo?

– ¿Y adónde sugieres que vayamos? -preguntó Boyd-. Tú mismo has dicho que estamos cogidos. Puede que aquí arriba estemos mucho más a salvo que en cualquier otro sitio. Delhi, Calcuta, Dacca o quizá incluso Hong Kong. De momento, al menos, éste es el lugar más seguro.

– Boyd tiene razón -dijo Jack en voz áspera-. Tenemos que quedarnos aquí y esperar a que pase la tormenta.

– ¿No es éste justamente el problema? -intervino Warner-. La lluvia radiactiva. Puede que descargue sobre nosotros. Puede que haya ocurrido ya y que no lo sepamos.

– Sí, tu visión es otra vez egoísta pero certera -dijo Cody-. ¿Has pensado alguna vez en trabajar para el Departamento de Estado norteamericano, Link?

– A estas alturas, probablemente no nos ocurrirá nada -dijo Boyd-. Si hubiera estallado la guerra, nos habríamos enterado.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué? -preguntó Warner.

– Si hubiera habido un intercambio de misiles nucleares en esta zona, nos habríamos enterado -explicó Boyd-, porque una pulsación electromagnética hubiera generado descargas que habrían afectado todos los aparatos semiconductores. Las radios, los ordenadores, las telecomunicaciones, lo que queráis. Es como una especie de descarga de relámpagos, sólo que mucho más rápida. La radio quizá se ha puesto ahora un poco de malhumor, pero seguramente es porque viene mal tiempo. Seguimos recibiendo mensajes por el correo electrónico. Acabo de recibir uno de mi novia. El mundo exterior aún existe, chicos. -Soltó una risotada desagradable-. Al menos, de momento.

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