La filosofía persigue cortarle las alas a un ángel, conquistar todos los misterios con argumentos exactos, vaciar el aire hechizado y la mina donde habitan los gnomos…
John Keats
A poco de llegar Lincoln Warner y Byron Cody al CBA, el tiempo empeoró. Cuando la luz crepuscular envolvió por segunda vez al reducido grupo que estaba acampado en el valle del glaciar, la visibilidad se hizo prácticamente nula y el viento sopló con tal furia que sus aullidos lo convertían casi en un ser vivo.
Byron Cody, al salir del pozo que conducía al refugio Tierra Blanca, sintió que el vendaval le cortaba literalmente la respiración. Su barba de nada le protegía, su cara recibió el impacto del viento como si le hubieran arrojado un chorro de arena, y se alegró de que alguien previsor hubiera colocado una cuerda a modo de barandilla entre el refugio y la concha.
– Vaya noche -murmuró iluminando con la linterna los diversos depósitos en los que estaban almacenadas las provisiones y el resto del material y que habían cubierto con lonas fijadas en el suelo que el viento agitaba como si la tierra tuviera un violento acceso de fiebre. Después enfocó la concha.
Un ruido como de pisadas le hizo pararse en seco y, agarrado a la cuerda, proyectó el potente haz de luz por la zona del campamento. Escudriñó las tinieblas que lo envolvían por si aquel ruido misterioso volvía a repetirse.
– ¿Hay alguien ahí? -gritó.
Pero no obtuvo respuesta. Agarrándose otra vez a la cuerda y encogiéndose de espaldas para protegerse del viento, se encaminó hacia la concha. Aunque ésta estaba a menos de veinte metros de distancia, cuando llegó, a pesar de llevar un anorak Berghaus y unos gruesos pantalones de esquiador, Cody estaba aterido.
La primera persona con la que habló al cruzar la compuerta hermética fue Jack.
– Me ha parecido oír algo ahí fuera -comentó frotándose las manos y tiritando de frío.
– ¿Ah, sí? ¿Quieres que vayamos a echar una ojeada?
Cody se encogió de hombros. No le apetecía lo más mínimo volver a salir en busca de algo desconocido en medio de la tempestad.
– No, me imagino que no habrá sido nada -repuso con una mueca nerviosa en los labios-. Nada de nada. Sólo el viento y mi imaginación. ¡Qué fácil es mirar un arbusto y creer que estás viendo un oso! O un yeti. Desde que aprendí a leer, me da miedo la oscuridad, y empecé a leer a una edad muy temprana, puedes creerme. De noche este lugar es fantasmal y horripilante. Me tiene asustado.
– Aquí, a esta altitud, el viento arrastra de todo -afirmó Jack-. Y la cabeza también se resiente y queda azotada a su paso.
– Vaya noche de perros -exclamó Cody, sacudido por un escalofrío-. Si el tiempo es aquí tan espeluznante, cómo será más arriba, en la vertiente sur del Annapurna.
Jack hizo una mueca.
– Muy lejos de ser agradable.
– Ya intentaste escalar la hija de puta esa, ¿verdad?
– Sí, lo intenté pero fracasé, Byron. No tiene nada de hija, es sólo una gran puta. Annapurna significa diosa de las cosechas abundantes. Debe de responder a la idea que alguien tiene de una diosa, pero te aseguro que no es la mía.
Cody husmeó fuerte como si fuera un perro hambriento.
– ¿Qué hay de cena?
Jack sonrió y señaló con el pulgar a su espalda por encima del hombro.
– El microondas está allí atrás. Si quieres, caliéntate un plato de comida precocinada.
Mientras los porteadores, que se habían acostado pronto, dormían en el refugio del Santuario del Annapurna, metidos en sus sacos de dormir, tras un día de trabajo agotador, los miembros de la expedición y los dos jefes de los sherpas estaban reunidos en la concha, cenando; escuchaban la radio y conversaban. Habían traído las sillas y las mesas de los refugios, y la temperatura en el interior del edificio hinchable era de doce grados centígrados, una temperatura agradable, teniendo en cuenta el frío que hacía fuera. Sentados, comiendo sus platos de comida preparada, intentaban todos olvidar la tempestad que azotaba el glaciar. De vez en cuando oían ráfagas fuertes, de la intensidad de un obús, y alguno de ellos dejaba escapar un silbido, con la mano en la pared de la concha, perplejo de que pudiera resistir aquella tormenta.
Como si quisieran de alguna manera compensar la aspereza del tiempo inhóspito, todos se esforzaban en ser amables con los demás, aunque estaba claro que la altitud ya había hecho estragos en dos de los miembros del equipo, que se mostraban irritables y nerviosos. Boyd sacó una botella de bourbon y al poco rato se pusieron a discutir sobre el objetivo de la expedición.
– No creo que con este tiempo salga esta noche -comentó Cody, y se quitó las gafas sin montura, que le daban un cierto parecido con Karl Marx en los tiempos en que éste iba con asiduidad a la Biblioteca Británica, y empezó a limpiarlas vigorosamente.
– ¿De quién hablas? -preguntó Jutta.
– Del yeti, de quién va a ser.
Boyd se rió, burlón, y apuró su vaso.
– No creo que salga ni ahora ni nunca -sentenció sirviéndose una abundante cantidad de whisky.
El equipo se dividió rápidamente en tres grupos: Swift, Jack, Byron Cody, Dougal MacDougall, Hurké Gurung y Ang Tsering creían en la existencia del yeti; Jutta Henze, Miles Jameson y Lincoln Warner eran agnósticos los tres; y Boyd sostenía que era una leyenda que contaban los viajeros o, en el mejor de los casos, un fenómeno local que debía de tener una explicación perfectamente racional.
– No veo que tenga nada de irracional creer que en estas montañas pueda habitar un gran simio del que nadie sabe nada todavía -opinó Cody-. Tengo que confesar que ésta es una explicación que me parece muchísimo más probable que algunas de las que he oído sobre el yeti, como extrañas condiciones atmosféricas, perezosos o lémures gigantes y otras cosas por el estilo.
– Me tenéis un poquitín desconcertado -les hizo saber Boyd, que se pasaba, abstraído, el índice por el bigotito-. Yo creía que erais científicos. Pero esto…
Dejó en paz su bigote y empezó a pasarse la mano por la cabeza, que tenía forma de bala, visiblemente exasperado.
– En Khat, cuando me explicasteis que no teníais intención de rastrear unos cuantos huesos viejos sino otra cosa, no dije nada. Pero francamente, creo que estáis persiguiendo una quimera.
– ¿Qué sabrás tú de quimeras? -le preguntó Lincoln Warner, cuya voz, muy grave, al resonar en el interior de la concha, parecía la de Darth Vader.
»-Pues, para que lo sepas, lo que tú llamas una quimera no es nada fantástico, ni ninguna ilusión. En realidad es algo más fácil de cazar que el más esquivo de los animales.
Swift estaba callada. En Washington había sentido una gran simpatía por Boyd, pero en Katmandu, una noche que él estuvo bebiendo una cerveza detrás de otra, intentó ligársela y Swift, que también había bebido lo suyo, le dijo que antes se acostaría con un yak que con él. Ahora, en la concha, el escepticismo de aquel hombre le pareció simple y llanamente mala educación, además de ser peligroso porque estaba sembrando la desmoralización en el equipo. Se preguntó si no era el rencor personal lo que explicaba su postura. Quién sabe si lo que estaba haciendo era sólo vengarse mezquinamente, con todo su sarcasmo, porque ella le había rechazado con brusquedad.
– ¿Sabes?, hace mucho que vengo coleccionando viejos huesos, para decirlo con tus palabras -dijo Swift con mucha calma-. Desde que era una niña. Nunca me interesó coleccionar sellos, ni monedas, ni nada. Para mí este tipo de colecciones no tenía ningún sentido. En cambio, coleccionar fósiles, en especial fósiles de humanos, era algo que sí lo tenía. Mira, Jon, creo que la posibilidad de hallar una colección viviente, por decirlo así, existe. Puede que encontremos un espécimen vivo. Muchas veces se ha llegado a descubrir una nueva verdad partiendo de proposiciones improbables. Pero no veo por qué nuestro empeño debe tildarse de quimera.
Boyd se encogió de hombros afirmando con la cabeza como si no estuviera muy satisfecho de su manera de expresarse.
– Retiro lo de quimera. Me parece que perseguís a un ser muy concreto pero que no existe. No sé. En cualquier caso, es una locura.
Estaba claro que no había escuchado nada de lo que Swift acababa de decir, y Swift decidió que tal vez Boyd había bebido demasiado bourbon.
– ¿Qué les dirías, pues, a estas dos personas que están aquí sentadas y que han visto un yeti? -le preguntó ella-. ¿Qué les dirías a Jack y al sirdar?
– Señor, pues no lo sé -contestó Boyd riéndose-. Que padecían mal de altura, seguramente.
– Perdone, sahib -intervino Gurung-, pero yo nací en estas montañas.
– Los sherpas también necesitan oxígeno -soltó Boyd.
– Pero menos que nosotros -le aclaró Jack.
– Muy bien, pues contéstame a esta pregunta, Hurké -insistió Boyd-. Cuando subiste a la cumbre del Everest, ¿lo hiciste con o sin oxígeno?
– Sí, tiene razón, sahib. La primera vez ascendí con oxígeno. La segunda vez, con Jack sahib, ascendimos sin oxígeno. Pero se ha formulado bien la cuestión. Hasta los sherpas pueden ver cosas extrañas. Y aunque estoy horriblemente seguro de que vi lo que vi, quizá Boyd sahib es demasiado educado y no dice lo que es evidente: que muchos sherpas son gente muy supersticiosa.
Boyd asintió, satisfecho.
– Bien dicho, Hurké -dijo llenándole el vaso.
Se quedaron todos en silencio un momento. De pronto se oyó el ruido sordo que hizo algo al golpear el exterior de la concha. Incluso Jack se sobresaltó un poco y, andelantándose a la pregunta, negó con la cabeza y dijo:
– Seguramente habrá sido un trozo de hielo. El viento arrastra de todo aquí arriba. En cuanto traigan la tela metálica de Chomrong, colocaremos una cerca, por si acaso.
– ¿Por si acaso qué? -se rió Boyd-. ¿Por si viene a vernos un yeti?
Jack sonrió, paciente.
– Por si acaso se producen aludes. Ésta es otra de las razones por las que no quise acampar en el CBM. La nieve que había en la vertiente del Machhapuchhare me pareció traicionera.
A Jack no le faltaban razones para temer los aludes en el Machhapuchhare, pero tampoco tenía por qué dar más explicaciones sobre las precauciones que debía tomar.
– Mal de altura -resopló MacDougall, furioso-. Todo eso no es más que una gilipollez, y voy a decirte por qué. Porque estoy más que convencido de que no vas a poder decirme que lo que vi fue una alucinación, tío, por la sencilla razón de que no vi nada de nada. Pero oí un ruido. Sí, estoy más que seguro de haberlo oído, estoy absolutamente convencido.
– Fue en el Nuptse, ¿verdad, Mac? -le preguntó Swift, que había introducido en su ordenador prácticamente todos los casos de personas que afirmaban haber visto yetis.
MacDougall hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– En el Nuptse, sí -contestó.
– El Nuptse es una de las estribaciones del Everest -explicó Jack a los que no eran escaladores.
– Está a casi ocho mil metros de altura, ¿no es cierto, Jack?
– Sí.
– Sí, una mañana, muy temprano, estábamos a una altitud de unos cinco mil quinientos metros cuando me despertó el ruido de algo que se movía fuera de la tienda. Era un ruido de pasos. Unos pasos lentos e intencionados. En un primer momento pensé que era Jack. Él y Didier se habían adelantado, por lo que me figuré que habían subido ya a la cima de la montaña y estaban de vuelta. Le llamé. Le dije: «¿Eres tú, Jack?» No recibí ninguna respuesta. Volví a llamarle: «¿Qué? ¿Estás sordo, yanqui cabrón? ¿Cómo te ha ido? ¿Conseguiste llegar arriba?» Nada, otra vez silencio. Yo estaba metido en mi saco, con la cremallera subida, y me dije: ¿quién coño andará por ahí? Porque empecé a oír el ruido que hacía alguien al abrir unas mochilas; quienquiera que fuese, estaba revolviendo nuestras provisiones. Me dije: Señor, hay un ladrón. No me lo podía creer. Estábamos a una altura de cinco mil quinientos metros, en la ladera del Nuptse, y había un hijo puta que quería robarnos.
»Entonces me puse a gritar como un loco y le dije a aquel ladrón de mierda que lo iba a matar en cuanto le pillase. Pero justo cuando fui a bajar la cremallera de la tienda para salir, me quedé petrificado, porque oí una respiración que no era la de un ser humano. Era algo mucho más grande que un hombre, ¿me entendéis? Y al tiempo que ocurría esto, me llegó un olor fuerte y desagradable. Apestaba a animal, ¿lo entendéis?
– Ya lo entiendo -le interrumpió Boyd-. Lo que dices es que, fuera lo que fuera aquello, apestaba, ¿no?
MacDougall le lanzó a Boyd una mirada asesina, pero Boyd estalló en carcajadas riendo su propia gracia.
– Sí, quizá sí -repuso entreabriendo los labios y dejando al descubierto sus dientes mellados y picados-. El caso es que, fuera lo que fuera, al cabo de un momento el cabrón se fue corriendo. Corriendo con los dos pies. Y muy de prisa, además. Entonces me asusté. El tío con el que compartía la tienda también lo había oído y estaba tan muerto de miedo como yo. Abrí la tienda y nos asomamos un poco. Fuera lo que fuera se había esfumado sin dejar rastro. Ninguna huella, nada. Supongo que el suelo era demasiado duro. Pero las provisiones…
»Incluso ahora, cuando pienso en ello, todavía siento escalofríos. Las provisiones y las cosas estaban todas por el suelo cubierto de nieve repartidas con toda precisión, como cuando uno coloca sobre la cama sus pertrechos el día de inspección en el ejército. En las mochilas había unas hebillas muy pequeñas abiertas. No estaban rotas, ni mordidas, ni nada, no, no habían intentado arrancarlas. Sólo las habían desabrochado. Aquello no podía haberlo hecho ningún animal, en todo caso sólo un mono o un simio, quizá. Pero no un animal con garras. Para hacer aquello habían utilizado los dedos.
Mac sacudió la cabeza y metió su diminuta mano en el bolsillo de la chaqueta.
– Hice una fotografía de todo, tal como lo encontré. Ahora que lo pienso, probablemente disparé un carrete entero. Pero ésta es la mejor. Por razones obvias, la he llevado encima desde que empezamos esta maldita excursión.
Swift había visto ya la fotografía de Mac. Al igual que la historia que había contado, saldría en el libro que tenía proyectado escribir sobre el yeti. Aunque no hallaran ningún espécimen vivo, el cráneo era material suficiente para establecer hipótesis sólidas.
Mac le dirigió una mirada acusadora a Boyd y le dio la fotografía, como retándole a contradecirle.
– Una foto, ¿vale? -le dijo-. No es ninguna alucinación. No es nada provocado por el mal de altura. No es ninguna película de terror de la Hammer. Es una fotografía.
Mac señaló con el dedo la fotografía que Boyd tenía en la mano y su rostro pálido enrojeció, como si alguien le hubiera conectado a la cabina de combustible Semath Johnson-Mathey.
– ¿Quieres decirme si una alucinación pudo haber esparcido mis cosas de este modo? Contéstame.
Otro pedazo de hielo volvió a golpear la tienda y todos dieron un respingo, asustados.
– ¿Me dejas ver la foto? -le preguntó Jameson a Boyd después de que éste la hubiera mirado unos segundos.
– Puede que fuera un mono de la India -afirmó Boyd al tiempo que le daba la fotografía a su compañero.
– Qué mono ni qué leches -refunfuñó Mac-. Era un animal grande.
– Has sido tú quien has dicho que podía tratarse de un mono -replicó Boyd-. Y como tú mismo has confesado, no lo viste, así que ¿cómo puedes estar tan seguro de que era un animal grande?
– Yo te creo, Mac -dijo Jameson dándole una palmada en el hombro al fotógrafo escocés-. Los monos de la India, por lo que sé, no miden más de un metro.
– Sí, yo también sé que no miden más de un metro -dijo Cody.
– Pues yo nunca he oído que los monos de la India se alejaran mucho del bosque. Si subiera por una montaña, se arriesgaría fácilmente a que lo devoraran los leopardos de las nieves.
El acento de Zimbabwe de Jameson, que para un oído que no estuviera acostumbrado a él sonaba como el acento sudafricano, les parecía a algunos de ellos tan fuerte que tenían que hacer un gran esfuerzo por comprender lo que decía. Swift se dijo que era otra de las razones por las que él y Mac se entendían tan bien. El acento de Mac era igual de fuerte y a veces igual de ininteligible. Su amistad íntima era tan inefable como difícil de entender.
– Eres escocés, ¿verdad, Mac? -le preguntó Boyd.
– ¿Serás tonto, yanqui finolis? ¿A qué viene hacer preguntas estúpidas?
– Sólo quería saber si también crees en las historias del monstruo del lago Ness -le contestó Boyd.
– No todos los escoceses creemos en el monstruo del lago Ness, como tampoco todos los yanquis creéis en Santa Claus.
Mac se sacó una cajetilla de tabaco del bolsillo de la pechera de la chaqueta y encendió un cigarrillo con rabia.
Boyd alzó las manos pidiendo calma.
– Eh, ¿qué quieres que te diga? Ni siquiera creo en la evolución. Si tengo que serte sincero, está todo explicado en la Biblia.
– ¿La Biblia? -Mac soltó una sonora carcajada-. El monstruo del lago Ness y el yeti me parecen de lo más normal comparados con la dichosa Biblia. Señor, he leído cómics para niños que son más creíbles que la Biblia.
– ¿No crees en la evolución? -Jack enarcó las cejas-. Es extraño que eso lo diga un geólogo.
– Ciertas investigaciones sobre la edad de la tierra han aportado pruebas de que nuestro planeta puede tener muchos más años de lo que sostienen los darwinistas -dijo Boyd-. Tal vez tenga 175.000 años. Muchos geólogos, y yo entre ellos, creemos que sólo un modelo catastrofista del cambio puede dar cuenta del estado actual de la tierra. Muchos de los supuestos en que se basaba Darwin pueden ser erróneos.
– Se han cargado a Darwin decenas de veces -sonrió Swift-. Y sin embargo, él no se deja enterrar. Con las ideas que tienes, Jon, no me extraña que decidieras hacerte climatólogo.
– Pues tienes toda la razón -convino él-. Sólo que no decidí hacerme climatólogo. Me vi obligado a serlo por las circunstancias. Porque mis teorías sobre la geología fueron consideradas una herejía. En mi opinión, los darwinistas contemporáneos no son menos intolerantes que la Inquisición española.
Byron Cody se aclaró la garganta por ver si así lograba evitar las opiniones encontradas.
– Tal vez, dadas las circunstancias -sugirió moviendo la cabeza y con una sonrisa en la boca-, sería mejor dejar la discusión para otro momento.
Cody siguió meneando la cabeza y siguió sonriendo afablemente. Al zoólogo especializado en primates de Berkeley le pareció una forma de comportarse simiesca que se adecuaba a su personalidad.
Swift repasó con la mirada las caras de sus compañeros de equipo. Cody tenía razón. Si se ponían a discutir acaloradamente, por más que fuera en términos científicos, la moral se resentiría. Tal vez, pensó, dado que soy la máxima responsable por haberlos traído hasta aquí, debería intervenir, pronunciar algunas palabras educadamente y dar la discusión por zanjada.
– Mirad, voy a deciros por qué creo que nuestra expedición tiene bastantes probabilidades de demostrar al mundo que el yeti existe, aunque otras hayan fracasado, como la expedición británica patrocinada por el Daily Mail en 1953. Escogieron la región de sherpas de Sola Khumbu del noreste del Nepal y llevaron a cabo en ella sus pesquisas.
– Está cerca del Everest -intervino Jack-. Es una tierra inhóspita.
– No estamos precisamente en una zona residencial -señaló Lincoln Warner, en un momento en que se oyó una fuerte ráfaga de viento.
– No, es verdad -dijo Swift-. Pero creo que fracasaron por diversas razones y el hecho de que se efectuara hace cuarenta años no es de las menos importantes. El Himalaya encerraba entonces más misterios de los que encierra ahora, pues estamos mucho mejor equipados para poder encontrar al yeti ahora de lo que estaban en 1953.
– Ni que lo digas -murmuró Jack.
– Creo también que algunas de aquellas expediciones fracasaron porque se emprendieron en una época del año en que sólo podían fracasar. Tened presente que muy probablemente se trate de un animal extremadamente asustadizo y reservado. Mucho más aún que un panda gigante o un gorila de las montañas.
– Un gorila -apuntó Cody- es capaz de recorrer largas distancias con el objetivo de esquivar a los seres humanos.
– En primavera, verano y otoño -prosiguió Swift-, el yeti debe de permanecer a una mayor altura para alejarse de los turistas. Quizá sólo en invierno, cuando ya casi no hay turistas, se atreva a bajar. Y desde luego, ahora que la industria turística del Nepal se ha venido totalmente abajo por culpa de la amenaza de guerra en el Punjab, puede que el Himalaya esté más tranquilo de lo que ha estado en los últimos cincuenta años. Quizá desde que personas como nosotros empezaron a venir aquí, el yeti nunca había conocido semejante tranquilidad; por eso nuestra expedición tiene las mejores cartas para tener éxito.
– Sólo serán buenas cartas si renuncian a la guerra -observó Warner-. Sólo si esos carcamales se abstienen de lanzar bombas nucleares. -Sacudió la cabeza, nervioso-. Porque si lo hacen, es imposible saber qué ocurrirá. Puede que entonces no sea únicamente el paradero del yeti lo difícil de encontrar, puede que nosotros mismos también nos perdamos.
– El período acordado de reflexión juega a nuestro favor -dijo Swift armándose de paciencia-. Es el plazo que nos han dado. Tres meses es tiempo más que suficiente para explorar a fondo la zona, salir del país y volver a casa -añadió; después se quedó callada y le lanzó una mirada a Jack.
»Pero hay otro factor que puede ser para nosotros una ventaja. Las autoridades nepalesas creen que hemos venido aquí a buscar fósiles en el Annapurna. Como algunos de vosotros ya sabéis, en realidad vamos a centrar nuestra búsqueda en otra montaña, el Machhapuchhare, o pico Cola de Pez, como la llaman algunos alpinistas. El acceso al Machhapuchhare y a sus alrededores está prohibido a los escaladores, pero como en realidad tampoco tenemos planeado subir muy arriba, todo lo más, seguramente, a unos cuatro mil quinientos o cinco mil metros de altura, creemos que no estamos infringiendo las normas sino sólo flexibilizándolas en nombre de la ciencia. Vamos a explorar una zona que nos consta que nadie ha explorado con anterioridad, pero en la que se han dado tres casos de personas que han visto al yeti a lo largo de los últimos veinticinco años. Y ha habido otros en el Santuario, por no hablar de los huesos que Jack halló en la ladera del Annapurna.
»Podrá pareceros un optimismo exagerado venir hasta aquí con la esperanza de encontrar un yeti, sobre todo si se piensa en la escalofriante cantidad de años que esta criatura debe de haber permanecido sin que nadie la descubriera. Pero, si se juntan todos los factores que he mencionado, considero que las probabilidades de que logremos nuestro propósito son muy grandes. Nadie ha estado nunca tan cerca del éxito. Y no olvidéis que, al hallar el cráneo a sólo unos dos kilómetros de aquí, Jack ya ha aportado más pruebas de la existencia del yeti que todas las que se han aportado hasta ahora.
»Señoras y señores, si no lo encontramos nosotros -añadió Swift para terminar-, no creo que nadie lo haga nunca.
Jack y Swift fueron los últimos en retirarse de la concha aquella primera noche. Cuando los demás se hubieron acostado, los dos se quedaron con el único propósito de poder estar a solas. Jack había aceptado la propuesta de Swift de dormir separados; según ella, y Jack estuvo de acuerdo, convenía que se centraran exclusivamente en la expedición y, si mantenían relaciones íntimas, eso supondría sólo una distracción. Por eso le sorprendió que ella le rodeara la cintura con los brazos y le abrazara fuertemente.
– No me puedo creer que estemos aquí -le dijo-. Gracias, Jack. Sin ti no habría sido posible.
– Me gustaría poder decir que me ha encantado volver a este sitio -confesó-, pero la verdad es que me pone muy nervioso. Es como si supiera que hay algo que debo hacer y que no hago. Tal vez sea el hecho de que sé que no voy a escalar. Es extraño, pero si supiera que mañana por la mañana iba a ascender por la vertiente suroeste, me sentiría más tranquilo. Supongo que es lo que deben de sentir los pilotos de carreras que van de espectadores a un gran premio sabiendo que no van a poder participar en él.
Jack sacudió la cabeza y sonrió al pensar en lo que acababa de decir. Casi se había convencido a sí mismo.
– Has hecho un buen discurso, Swift.
– ¿De veras lo crees así? Tenía la sensación de que era preciso decir algo después de que ese tonto del culo empezara a jactarse de que no creía en la existencia del yeti.
– No es mala persona. No os da la gana de entenderos.
– Puede que tengas razón. ¿No crees que mi discurso ha sonado como el discurso de un candidato? Decir cualquier cosa, aunque sea mentira, para que te elijan. ¿Entiendes lo que quiero decir?
– Pero tú creías lo que decías, ¿verdad?
– Pues claro. Pero… ¿y ellos?
Jack se encogió de hombros.
– A veces, cuando estás al frente de una expedición como ésta, tienes que decir cosas, aunque no sean verdad, para que la gente se mantenga unida y no te abandone. No importa si la gente se cree o no lo que dices; lo importante es que vean que tú te lo crees. En esto consiste mandar. Si quieres mandar, tienes que comportarte así.
Swift asintió en silencio. Después soltó un gemido y se frotó las sienes.
– ¿Tienes dolor de cabeza?
– Hum, no sé si es la altura o el bourbon.
– Seguramente la altura. Tienes que beber mucha agua antes de acostarte.
Swift bostezó.
– Tal vez mañana por la mañana ya me haya aclimatado. Jack se rió.
– Lo dudo. Uno no se aclimata totalmente hasta pasadas siete semanas. Si mañana por la mañana no te encuentras mejor, te daré un poco de Lasix.
– Si no le importa, doctor, me parece que esto es un poco dar palos de ciego.
– Aquí arriba no existen leyes matemáticas -le explicó él-. Cada cual debe aprender por sí mismo, o por sí misma, lo que mejor le conviene. Y ahora lo que nos conviene a los dos, me parece, es acostarnos y descansar. Yo en tu lugar, me tomaría un par de Seconales y me metería en la cama.
– Muy bien. -Swift sonrió-. Me has convencido.
Se pusieron la ropa a prueba de tempestades y se aventuraron a salir; hacía una noche tan fría y el viento era tan fuerte que casi tira a Swift. Con los ojos cerrados para protegerse del vendaval, se agarró a Jack, que le gritó algo que ella no oyó. La corriente de aire y de ruido se llevó rápidamente sus palabras glaciar abajo. Después de andar con mucho trabajo varios minutos cogiéndose a la barandilla de cuerda, llegaron al pozo al que habían quitado la nieve y que conducía a los refugios. Jack le indicó que bajara ella primero y luego él descendió por la escalera.
Cuando llegaron abajo, Swift le dio las buenas noches, le besó y se fue a su cuarto, frío y oscuro. Tal como Jack le había dicho, se tomó un Seconal y bebió un vaso bien lleno de agua, se quitó la ropa que se había puesto para salir, subió a su litera y se metió en su saco de dormir, sin poder evitar la sensación de que la enterraban prematuramente, como el personaje de la historia de Edgar Alian Poe. Jutta Henze, que ocupaba la litera de abajo, estaba ya dormida, como si la claustrofobia, que ahogaba a Swift y que ella intentaba combatir, no la hubiese afectado lo más mínimo. Mientras esperaba que el somnífero le hiciera efecto, escuchaba el viento e intentaba distinguir los múltiples ruidos que oía: el redoblar de tambores, una toalla de baño grande ondeando en el tendedero, disparos a lo lejos: El Almamein, un periódico zarandeado y doblado por la mitad, un tren que pasaba a toda velocidad por un andén desierto. El viento del Himalaya era como un ser vivo, pues hasta podía convertirse en una voz: el llanto de un niño, el chillido de un pavo real o los lamentos de un alma en pena; y, a veces, si ponía mucho empeño en ello, podía oír el aullido del mítico hombre-simio de las montañas…