Lo más bello que podemos experimentar es el misterio. Es el origen de todo arte y de toda ciencia dignas de este nombre.
Albert Einstein
Transcurrieron tres semanas y, sin señales de vida del yeti, ni huellas, la moral alta del primer día fue viniéndose poco a poco abajo. A medida que los integrantes del equipo aprendían a valorar la enormidad del Santuario y tomaron conciencia de sus múltiples peligros, de los cuales los cambios de tiempo súbitos y extremos no eran los de menor magnitud, comenzaron a comprender la envergadura de lo que se habían propuesto llevar a cabo. Swift hacía lo que podía por mantenerse optimista, pero al principio de la cuarta semana incluso a ella le embargó la duda de poder hallar a Esaú, su fósil vivo. Fue con el fin de recuperar la confianza perdida y de levantar los ánimos de todos, por lo que le dijo al sirdar que les anunciara a los sherpas que recibirían una paga extraordinaria de cincuenta dólares norteamericanos si alguno de ellos hallaba huellas de yeti auténticas. Los sherpas redoblaron sus esfuerzos, pero fue en vano, y a medida que pasaban los días, la expedición fue desmoralizándose más y más.
Jack había llegado a pensar que la expedición se había propuesto explorar un terreno demasiado extenso y decidió levantar otro campamento en la falda del Machhapuchhare, en un punto que había escogido con los prismáticos y que él llamó campamento avanzado I. Cuando Jutta y Cody fueran a explorar, junto con Ang Tsering, un valle próximo al Annapuma III, Jack, al frente de un grupo integrado por Swift, Mac y Jameson, subiría a la falda del Machhapuchhare con la intención de montar el campamento en el que se instalarían unos días. Warner se quedaría en el CBA, mientras que Boyd se dedicaría a recoger muestras de sondaje.
– Necesitaremos contar con un campamento a mayor altura -les dijo Jack señalando con un movimiento de cabeza el ya familiar Cola de Pez-. Tenemos probabilidades si concentramos nuestra búsqueda allí arriba. El sitio en el que he pensado es aquella isla rocosa que se ve en la parte inferior del glaciar, en la falda del Machhapuchhare. Los escaladores llamamos a estos salientes riñón. La nieve, por no hablar de la altitud, nos va a poner las cosas difíciles. Estos seiscientos metros de más os van a parecer tres mil.
– Creo recordar que habías dicho que ya estábamos aclimatados -protestó Swift.
Jack se rió.
– A una altitud de poco más de cuatro mil metros sí, pero no a una de cinco mil. Pero así es siempre, chicos. En cuanto te has adaptado a una altitud, tienes que subir más y empezar de nuevo todo el proceso. -Señaló a los cuatro sherpas, guiados por Hurké Gurung, que avanzaban a buen ritmo por el glaciar a pesar de que la nieve les llegaba hasta las rodillas y a pesar del peso de las mochilas. A Swift le parecían un diminuto enjambre de moscas revoloteando sobre un pastel recién cubierto de azúcar.
– Venga, vamos -dijo Jack-. Cuanto antes nos pongamos en camino, antes estaremos de vuelta.
Hacía una mañana espléndida, pero el grupo a cuyo frente estaba Jack seguía con mucha dificultad a los sherpas, a quienes pronto perdieron de vista. Éstos habían marcado la ruta con palos y cañas de bambú, de modo que era imposible extraviarse. Cuando llegaron a unas torres de hielo puntiagudas, Swift y Jameson empezaron a sentir los efectos de la altura y tuvieron que tomar unas pastillas de acetazolamida que les había dado Jutta Henze previendo dicha eventualidad. Las pastillas deshidrataban a quien las tomaba induciéndole a orinar, por lo que a Swift le tocó padecer la desagradable experiencia de tener que acuclillarse para hacer pipí detrás de los carámbanos que colgaban de una de las torres semejantes a los enormes colmillos de un monstruo prehistórico.
Jack la llamó desde detrás de otra de aquellas aglomeraciones de bloques de hielo que se forman en los glaciares y que reciben el nombre de seracs.
– Eres un fenómeno a la hora de escoger los sitios, Swift. Si uno de estos palillos te cae encima, cariño, te va a dejar sin vida, como los colmillos de Drácula.
Swift terminó en seguida y se unió a los demás, que la esperaban en la entrada de un corredor, por el cual iban a tener que pasar entre los seracs, según la indicación del sirdar. Vio que Jack estaba un poco rezagado en un agujero negro, como el de una boca abierta, de una enorme grieta y en aquel momento advirtió lo peligrosa que era aquella zona. Rodeada de un laberinto de precarias torres de hielo, carámbanos puntiagudos como espinas y abismos ocultos, Swift pensó que aquel lugar había sido creado por una reina de las nieves vengativa con el único objetivo de impedirles avanzar.
Había sido un año difícil para los sherpas y los porteadores. Por culpa de la guerra indopakistaní, eran pocos los turistas occidentales que llegaban a Delhi en avión y había pocos vuelos directos a Katmandu, de modo que los ingresos que aportaba el turismo se habían reducido a cero y la economía nepalesa se había resentido muchísimo. Hurké Gurung no recordaba tiempos tan malos desde que empezó a hacer de guía de las expediciones de escaladores que acudían al Himalaya.
Había pensado que la presencia de una expedición científica en el Santuario del Annapurna y, lo que era más importante todavía, las cuantiosas cantidades de dólares norteamericanos iban a traer suerte a los nepaleses, que podrían trabajar a gusto, agradecidos y dóciles para con sus patronos. Sin embargo, el sirdar descubrió que la expedición, lejos de haber traído beneficios, había producido los efectos contrarios: cada uno de ellos estaba decidido a sacarles a los norteamericanos hasta el último centavo y los últimos avíos. Había pasado vergüenza muchas veces por las exigencias aparentemente groseras de sus paisanos, exigencias que él estaba obligado, muy a su pesar, a transmitir a Jack sahib: más cigarrillos, más sudaderas, más jerséis de lana, más guantes Dachstein, más chaquetas enguatadas, más gorras de lana, un calzado mejor… en pocas palabras, más de cualquier cosa que podrían vender luego y así obtener divisas. Hurké sabía muy bien que la gente estaba pasando horribles estrecheces, porque dependían de los dólares que les daban los turistas para mejorar, aunque fuera mínimamente, su economía, que no pasaba, por lo demás, de ser una economía de subsistencia. Era muy consciente de que todos los occidentales, en comparación con ellos, eran riquísimos, y eso era muy comprometido para él, porque tenía muy presente la amistad y la admiración que suscitaba en él el hombre que le había salvado la vida en una ocasión. Le resultaba difícil exigirle precisamente a él cosas que no eran estrictamente necesarias, sobre todo porque la verdad era que el objetivo de aquella expedición había dejado en un estado de extremo nerviosismo al resto de los sherpas, y no se podía confiar en ellos porque representaban un peligro potencial.
Cuando era cuestión de caminar por la nieve a alturas superiores a los siete mil quinientos metros, con una carga que pesaba tres kilos y medio o más, el sirdar creía que sus hombres eran valientes y fuertes y que nada les hacía desfallecer. Pero los yetis eran otra cosa. El grito de un yeti, un silbido fuerte que parecía el gañido quejumbroso de un ave rapaz grande, bastaba para aterrorizarles y hacerles creer que sus vidas estaban en peligro.
Hurké Gurung, al igual que uno de los sherpas más valientes y resistentes, los llamados tigres, no sentía ningún miedo. Y en las contadas ocasiones en las que le sobrecogía algún temor, normalmente por una tormenta o una ruta a gran altura, no lo demostraba. En eso consistía precisamente ser sirdar.
Jack había trepado a un banco de nieve y con los prismáticos miraba la falda del Machhapuchhare, que estaba al otro lado del bosque de hielo.
– De momento no hay rastro de ellos.
Jack cogió la radio.
– Hurké, soy Jack. ¿Me recibes? Cambio.
Tras una breve pausa oyeron todos la voz tranquila del sirdar.
– Le recibo perfectamente, Jack sahib.
– ¿Qué tal la ruta por el glaciar?
– Estamos cruzando, sahib. No es muy recta. Pero no pudimos encontrar otro camino. Quizá usted encontrará camino mejor. Pero creo que no es tan malo como salto de hielo cerca de Everest.
– Es bueno saberlo.
Jack dejó de pulsar el botón de la radio.
– Un amigo mío se mató en aquel salto de hielo -dijo, y escupió en la grieta.
– Nos lo dice ahora -le reprochó Jameson, y, alzando las cejas, añadió-: De todas maneras éste parece el sitio idóneo para ver un yeti.
– Un yeti debe de ser demasiado sensato para dejarse ver en un sitio así -intervino Mac.
– Mac tiene razón -opinó Jack-. Es hora de ponerse en marcha. Este sitio me pone los pelos de punta.
Mac se quedó en el banco de nieve sin moverse, mirando con los prismáticos.
– Anda, vamos, Mac.
– Un segundo -gruñó, malhumorado. Bajó los prismáticos y, frunciendo el cejo, se quedó con la mirada fija más allá de la barrera de hielo, hacia la falda del Machhapuchhare-. Nada, no será nada.
– ¿Qué has visto? -le preguntó Swift.
Mac volvió a levantar los prismáticos.
– ¿Verdad que deberían de estar a punto de ascender la montaña en dirección al riñón?
Jack se encaramó al banco de nieve y se puso al lado del escocés.
– Sí, en teoría, sí.
– Entonces, ¿quiénes son aquéllos?
Mac le dio los prismáticos mientras le indicaba un punto en una dirección.
– Justo debajo de la cresta del riñón -dijo en voz queda-. A unos doscientos metros por encima del salto de hielo. ¿Los ves?
Jack siguió la línea del brazo de Mac y advirtió dos puntitos negros que estaban quietos en la falda por la que se accedía a la montaña sagrada.
– Se han parado -observó Mac-. Pero juraría que se movían hace un momento.
– Ya los veo -dijo Jack-. ¿Estás seguro? A mí me parecen un par de rocas.
– Desde luego que estoy seguro. Estoy segurísimo.
– Un momento. Tienes razón, se mueven. -Giró el anillo para enfocar mejor-. Es imposible que sean los sherpas. Ni siquiera el sirdar anda tan de prisa.
– Los sherpas están subiendo -apuntó Mac. Se quitó el guante y se dispuso a colocar rápidamente un largo teleobjetivo en la cámara-. Aquellos dos parece que están bajando.
Swift sacó un monocular de su mochila y, cogiéndose de la mano que Jack le tendía, subió al banco de nieve. Miró con el monocular hacia el riñón.
– Sí, ya los veo -dijo, entusiasmada.
Cuando una de aquellas dos diminutas figuras empezó a bajar rápidamente por la falda a saltos, le dio un vuelco el corazón.
– Señor -exclamó Jack-. Mirad cómo corre.
Mac intentó enfocar con el teleobjetivo la lejana falda de la montaña.
Jameson cogió la radio y llamó al sirdar.
– ¿Hurké? Soy Jameson.
– Adelante, Jameson sahib.
– Estamos observando con los prismáticos la falda de la montaña, un poco más arriba de donde estáis vosotros. Dos figuras están bajando por la montaña y van a vuestro encuentro.
– No veo nada, Jameson sahib. Pero sol me da en ojos.
– Sea lo que sea, parece indudablemente muy fuerte -dijo Mac pulsando el disparador.
Hizo tantas fotografías que su cámara parecía un robot pequeñísimo en movimiento perpetuo.
– Mac, nada de sea lo que sea -insistió Swift-. Son yetis. A la fuerza.
– ¡Sí! -gritó Mac. Su chillido de victoria resonó por los seracs ahogando la voz de Jameson, que hablaba con el sirdar. Mac sacó el carrete y metió otro-. Señor, espero que estas dichosas fotos puedan ampliarse sin problemas.
– ¿Puede repetir, por favor? -preguntó el sirdar.
Jameson se lo repitió en nepalés.
– Haami herchhau dui wataa yeti, timiharu ukaado maathi.
– Debe de ser un simio grande -dijo Mac-. Cómo corre, qué bestia.
– El otro también corre -dijo Swift-. Parece que van directamente al extenso banco de nieve flotante, en dirección a los sherpas.
Advirtiendo, por lo que oía a través del aparato, que el sirdar era presa de un ataque de nervios, Jameson pulsó el botón para hablar.
– ¿Ke bhayo, Hurké? ¿Qué ocurre?
Entonces oyó las voces de los sherpas y al sirdar, que lanzaba un grito.
– Roknu, roknu. Deteneos. Aanu yahaa. Venid aquí. Hera! Hera!
– Hurké, habla, por favor. ¿Qué demonios ocurre?
A continuación oyó sólo un ruido agudo y pensó que había una mala conexión entre su radio y la de Hurké. Echó una mirada a su alrededor y vio que Jack sostenía los prismáticos otra vez.
Volvió a oír el silbido y esta vez lo reconoció. No era ninguna conexión defectuosa. Era como el grito agudo de una gran ave marina sobrevolando un puerto azotado por el viento. Era el grito de un mamífero grande.
Cuando los sherpas entendieron que lo que le decía Jameson a Hurké Gurung por la radio era que por la montaña descendían dos yetis en dirección al extenso banco de hielo flotante, les sobrecogió el terror. Pero cuando oyeron entre las torres de hielo el grito inconfundible del hombre de las nieves, el terror se transformó al instante en pánico.
Hurké Gurung les gritó que se quedaran donde estaban y hasta llegó a insultarles y a llamarles cobardes. Pero para entonces ya habían arrojado la carga al suelo y habían puesto pies en polvorosa deshaciendo el camino que habían hecho para subir.
El extenso banco de hielo flotante que había al pie del Machhapuchhare, al igual que otro más grande que se veía al pie del Annapurna, era una catarata helada, un río que nacía en la ladera de la montaña. Adentrarse en aquel caos helado era como andar por un campo de minas: había que extremar las precauciones. Alguien lo bastante insensato como para precipitarse contra aquel obstáculo mortal automáticamente ponía su vida en peligro, como han demostrado las numerosas personas que han hallado la muerte en los diversos saltos de hielo dispersos por todo el Himalaya.
El primero en echar a correr fue Narendra, el hijo de uno de los sherpas que se habían quedado en el CBA y que era un tigre llamado Ngati. La última vez que el sirdar vio a Narendra, éste corría como un rayo a través de un espacio marcado con tres palos de bambú, en lugar de rodearlo. No habían transcurrido ni quince minutos desde que Hurké había sondeado la nieve del aquel sitio con uno de los palos y había llegado a la conclusión de que debía de haber una grieta oculta. No se había equivocado: en cuanto Narendra pasó corriendo por la nieve, desapareció y sólo se oyó un grito que provenía del abismo invisible.
El segundo sherpa, Ang Dawa, al ver que Narendra se precipitaba al vacío y se mataba, giró bruscamente hacia la derecha y chocó contra una aguja de hielo altísima que se mantenía precariamente en equilibrio. Un instante después Hurké oyó el estrépito sordo de un desprendimiento, y varias toneladas de nieve y hielo sepultaron a Dawa y a dos sherpas más, Wang Chuk y Jang Po. El quinto sherpa, Danu, saltó para apartarse del serac que caía con furia, pero lo único que consiguió después de dar un salto casi sobrehumano fue aterrizar en el borde de otra grieta. Agitó los brazos un segundo como si fueran las aspas de un molino, pero fue en vano, pues el sherpa resbaló y cayó. Antes de hallar la muerte en el fondo del abismo, un grito de horror, que se siguió oyendo todavía unos instantes después de desaparecer él de la vista, desgarró el aire.
El sirdar, temblando y con el estómago revuelto, se dejó caer en la nieve y contempló desesperado una enorme nube de partículas de hielo, que, como el vapor de una descomunal explosión, se alzaba por encima de la torre que se había derrumbado, hasta que poco a poco se disipó.
La voz de Jack por la radio le sobresaltó y le sacó de la contemplación anonadada, en la que se hallaba sumido, del desastre que les había sobrevenido a sus hombres.
– ¿Hurké? Contéstame, por favor. Soy Jack.
– Jack sahib.
– ¿Estás bien?
– No bien, sahib. Los hombres están muertos. Huían, sahib. Salieron corriendo por el banco de hielo flotante y ahora…
Se interrumpió y miró a su alrededor. De la falda de la montaña, de más arriba, le llegó un ruido fuerte, vocalizado, como una serie de eructos prolongados, seguido por unos gruñidos más ásperos y entrecortados que le recordaron a los cerdos de su pueblo cuando comían, y después un silbido agudo que le hizo tomar conciencia de la razón por la cual los sherpas habían escapado.
– ¿Cuántos hombres ha dicho que han muerto?
– Cinco hombres -contestó Jack con voz tétrica.
– Dios santo. ¿Cinco?
– ¿Hurké? ¿Sigues ahí? Contesta, por favor. Soy Jack. ¿Me oyes?
La radio permaneció muda un momento.
– ¿Qué caray le ocurre? ¿Por qué no contesta? ¿Hurké? Habla, por favor.
Entonces Jack oyó un susurro.
– Jack sahib, calle, por favor. No diga nada de nada si quiere a mí. Están aquí.
Swift se bajó de un salto del banco de nieve y se dispuso a seguir el rastro de los desafortunados sherpas.
– Vamos -dijo-. No hay tiempo que perder.
Las dos criaturas bajaban por la ladera de la montaña a grandes zancadas y balanceando sus voluminosos brazos; estaban a punto de adentrarse en el banco de hielo flotante cuando avistaron al sirdar y se detuvieron. Una distancia de no más de treinta metros separaba a los dos yetis de Hurké Gurung. La primera y única vez que había visto un yeti había sido desde una distancia de al menos cien metros y el animal se había alejado corriendo como un loco, pero ahora los tenía lo bastante cerca como para ver que eran dos machos imponentes, de dos metros de altura como mínimo y muy fornidos. La forma de sus cuerpos era, a grandes rasgos, como la del hombre; parecían gorilas, aunque estaban recubiertos de un pelo corto de color marrón rojizo que guardaba más parecido con el del orangután. Tenían la cabeza muy grande, puntiaguda, lampiña y más chata que la de un hombre, si bien no tanto como la de un mono.
El instinto le dijo al sirdar que tenía que estarse bien quieto y bien callado, pues era obvio que los yetis eran inmensamente fuertes, y tuvo la impresión de que, si hacía un movimiento brusco, iban a descuartizarlo. Lo único que quería era salir de allí corriendo. Pero incluso en el caso de que consiguiera sacarles unos cuantos metros de ventaja, ¿qué iba a ganar con ello? El único sitio por el que podía escapar era a través del extenso banco de hielo flotante, y la ruta que antes estaba bien señalizada con palos de bambú ahora no existía. Si echaba a correr, sabía que sufriría la misma suerte que el resto de los sherpas, que quedaría sepultado bajo una torre de bloques de hielo o bien se precipitaría por la grieta oculta. Así pues, se quedó donde estaba. Un terror desconocido hasta aquel momento hizo presa en él, y rezó a todos los dioses que conocía para que aquellos dos yetis perdieran pronto todo su interés por él y se marcharan.