VEINTISIETE

Esta cosa oscura que reconozco es mía.

William Shakespeare


En el Santuario el viento había finalmente amainado, como consumido por su propia furia. Bajo el negro pabellón, Lincoln Warner tenía una expresión vagamente preocupada por lo que iba a relatar.

– La mayor parte de nuestro ADN no representa gran cosa -dijo-. Las moléculas que en el pasado tuvieron una función ahora se han perdido; por ejemplo, cuando teníamos branquias o utilizábamos las colas para colgarnos de las ramas de los árboles. Es como encontrar una llave de la cerradura de una puerta de una casa que ya no existe. Sólo que hay miles de esas puertas. Las principales moléculas que nos conciernen están relacionadas con las largas cadenas de aminoácidos que llamamos proteínas. La hemoglobina, por ejemplo, está formada por cadenas de aminoácidos, cada una de las cuales está descrita en un solo trocito de ADN. Un único gen, si lo preferís. Los genes no pueden verse, pero influyen en cómo somos, en nuestro aspecto.

»Pensemos en un ser humano y en un chimpancé. Sólo el uno coma seis por ciento de nuestro ADN difiere del ADN del chimpancé. Aunque, y esto es una cuestión interesante, no se incluyen en ese tanto por ciento los genes que describen nuestra hemoglobina. Tendríais razón al decir que si un chimpancé no puede hablar como lo hacemos nosotros es porque nuestros genes son diferentes. Sólo que no sabemos qué genes son ésos. Lo único que podemos afirmar con certeza es que forman parte de esta diferencia del uno coma seis por ciento de la que os he hablado y que no se deja comprender. Reflexionad sobre esto un momento. El noventa y ocho coma cuatro por ciento de nuestros genes son como los genes de un chimpancé. ¿Y esa diferencia del uno coma seis por ciento? ¿Por qué es más pequeña que la diferencia entre dos especies de gibones? Un cero coma seis por ciento más pequeña, para ser exactos.

»El chimpancé es nuestro pariente vivo más cercano. Hasta ahora, los científicos como yo hemos hallado sólo cinco aminoácidos distintos de un total de mil trescientos. Tres de ellos se encuentran en una enzima llamada anhidrasa carbónica; uno, en una proteína de los músculos llamada mioglobina; y el quinto, en una cadena de la hemoglobina llamada cadena Delta.

»He aquí la primera parte de las noticias. De la enzima llamada anhidrasa carbónica, Rebeca sólo posee dos de esos aminoácidos que difieren de los nuestros. Dos, no tres. ¿Y la cadena Delta? Es la misma. De modo que lo que tenemos aquí, dicho muy crudamente, es un animal, y empleo el término con cierta cautela, un animal cuyo ADN se diferencia del nuestro sólo en menos de un uno por ciento. Eso hace que Rebeca y su especie, y no el chimpancé, sean nuestro pariente vivo más cercano.

– Eso es fantástico, Link -dijo Swift.

– Aún no he terminado. Ni mucho menos. Algunos de vosotros habréis oído hablar de que se utilizan las diferencias en la química proteínica como si fueran una especie de reloj molecular. Se puede utilizar una proteína como si fuera un hito que determina una mutación de la rama evolutiva principal. Resumiendo una historia de unos cuantos millones de años, os diré que comúnmente se acepta que el Homo sapiens se separó de los chimpancés hace unos cinco millones de años. Personalmente siempre he creído que se bifurcaron hace mucho más tiempo. Quizá entre siete y nueve millones de años atrás. Pero sea cual sea el lapso de tiempo, para mí es evidente que el Homo sapiens y el Homo vertex, como propongo que se llame al yeti, se bifurcaron en una época mucho más reciente. Tan reciente, tal vez, que puede que se remonte sólo al principio del Pleistoceno, hace aproximadamente un millón de años, antes de los últimos grandes períodos de glaciación. Podría ser, incluso, que la mutación date del período preglacial, a finales del Plioceno.

»Pero no hablo de la mutación que dio origen a la especie humana sino al revés. Hasta que no vuelva a mi laboratorio, me será difícil ser más preciso. Sin embargo, mis primeros hallazgos indican que el ancestro del yeti se separó del ancestro del hombre y que, dado que la mutación fue el resultado, con toda probabilidad, de un cambio radical de la temperatura del mundo, el Homo vertex, el yeti, es la más joven de las dos especies. Lejos de ser un eslabón perdido que refuerza el lugar privilegiado del hombre en el esquema evolutivo, podemos considerar al yeti, sin equivocarnos, como un ser tan inevitable como nosotros mismos. Con las moléculas no cabe discutir, amigos. Por mucho que deseemos verlo de otra manera, ya no podemos seguir considerando al Homo sapiens la coronación de la evolución.

»Ahora bien, puede que nada de esto tenga importancia, a no ser por la guerra nuclear que amenaza con destruir esta parte del planeta, quizá incluso todo el planeta, y las condiciones climáticas a las que puede fácilmente dar lugar.

»Lo cierto es que una guerra termonuclear entre las dos superpotencias, por mínima que sea, puede causar una catástrofe climática. Todas las consecuencias ambientales posteriores al holocausto provocarían que la luz del sol se absorbiera por el polvo de la atmósfera, que la atmósfera, pero no la tierra, se calentara y que la superficie de la tierra se enfriara. Un estudio llevado a cabo por varios científicos, entre los cuales estaba Carl Sagan, demostró que incluso una insignificante guerra termonuclear traería como consecuencia un descenso fuerte y prolongado de las temperaturas, lo que llamaron un «invierno nuclear». Incluso un descenso de un grado de la temperatura del planeta prácticamente impediría que en Canadá se pudiera cultivar trigo. Pero lo peor que podría suceder si hubiera una contienda nuclear sería un descenso de la temperatura entre doce y quince grados centígrados. Esto provocaría, en resumen, otra era glacial.

»Tengo un programa informático que predice qué efecto tendrían los cambios climáticos en las conexiones de ADN y los árboles evolutivos. Se elaboró a fin de registrar las diferencias climáticas entre los continentes. Pero a mí me interesaba la información que da sobre los cambios ambientales provocados por una guerra nuclear. Y lo que dice es que, en el caso de aniquilación de un centenar de las ciudades chinas más importantes y de las ciudades del antiguo Pacto de Varsovia, sobrevendría, en cuestión de meses, un invierno nuclear que duraría como mínimo un año y que en el transcurso de este período el único antropoide que sobreviviría sería el Homo vertex. El yeti, que se ha adaptado a unas condiciones árticas casi permanentes, podría muy bien convertirse en el único heredero de la tierra, y el hombre se convertiría en una especie extinguida, como los dinosaurios. Según esta secuencia informática de pronósticos, el yeti, al cabo de un millón de años, habría evolucionado hasta convertirse en el ser vivo dominante del planeta.

Lincoln Warner se quedó callado y fue mirando las caras de su reducido público en busca de alguna reacción. Todos parecían pasmados por lo que acababan de oír. Warner frunció los labios y levantó las manos como si confirmara que había terminado y que él mismo estaba tan perplejo por sus propios descubrimientos como cualquiera de ellos; un gesto que ponía un toque demagógico a lo que acababa de decir.

– Con las moléculas no cabe discutir -volvió a decir a modo de conclusión.

– Hasta aquí ha llegado el dominio, ejercido por la gracia de Dios, del hombre sobre la tierra. Está todo dicho -señaló Cody.

– Amén -dijo Swift.

– ¿Estáis rezando?

Era Boyd, que había entrado en la concha metido en un traje climatizado. En una mano sostenía un casco. En la otra, un revólver.


– ¿Tienes intención de utilizar eso? -le preguntó Jack.

– Si no me queda más remedio, sí -contestó Boyd-. Pero por favor, no me hagáis disparar contra uno de vosotros para demostraros que hablo en serio, Jack.

– Sería la primera vez -dijo Swift-. Nunca me causaste buena impresión como científico. Pero adelante, sigue desplegando tus buenos modales si eso te hace sentir mejor. Aun con un revólver en la mano pareces un matón de cuarta. ¿Qué eres, en realidad? ¿Una especie de agente del gobierno?

– Sí, algo sí.

– ¿No te lo dijeron? ¿O es que eres demasiado tonto para preguntar?

Boyd dejó el casco y, con una mueca desagradable en la boca, se acercó a Swift.

– Tú y tu lengua afilada, Swifty. ¿Quién te crees que eres? ¿Katharine Hepburn? Nunca me han gustado las pelirrojas.

Por un momento pensó que iba a dispararle. Después él empezó a hablar pero, antes de terminar la primera sílaba, su sonrisa se desvaneció de su boca y abofeteó a Swift con fuerza; la paleoantropóloga salió despedida del revés que le asestó con el dorso de la mano, y cayó al suelo de la concha.

Miles Jameson, con intención de agarrar la mano de Boyd que sostenía el revólver, se lanzó sobre él, pero lo único que consiguió fue clavarse el cañón del arma en las costillas. Sus miradas se cruzaron un segundo, tiempo suficiente para que Jameson se calmara y volviera a apoyarse en ambos pies.

En el último mensaje recibido por correo electrónico, Hustler sólo le había dicho que no matara a ningún ciudadano norteamericano. No le había dicho que no matara a ciudadanos de Zimbabwe. Boyd chasqueó la lengua y apretó el gatillo.

En el interior de la concha el ruido del disparo les desgarró a todos los oídos. Rebeca empezó a chillar y Boyd no se lo impidió, pues era demasiado importante para sus planes como para pensar en matarla. Jameson se quedó colgado del brazo de Boyd un momento, como un ciego. Él y Boyd eran los únicos que estaban de pie. La mayoría de los miembros del equipo, que estaban agachados en el suelo, presas del pánico, fueron abandonando sus posturas defensivas con la misma lentitud con la que Jameson se desplomaba. Swift permaneció donde estaba, petrificada por la furia de la bofetada de Boyd. Jutta se arrastró hacia Jameson, en un inútil intento de restañar la sangre que le salía a borbotones del costado. Unos movimientos convulsivos de las piernas precedieron su muerte.

– Está muerto -dijo en voz muy queda cuando Rebeca dejó por fin de chillar.

– Eres un cabrón de mierda -soltó Mac.

– ¿Sabéis?, es una lástima que le haya tocado a Miles -dijo Boyd-. Me caía muy bien. Era un poco engreído a veces. Pero me caía muy bien.

Con una sonrisa amarga en la boca, señaló con el dedo a Swift, que se había incorporado y se frotaba la mandíbula.

– Eso sólo demuestra que en la vida nunca se puede decir nada; nunca se sabe qué puede ocurrir -declaró Boyd-. Yo estaba seguro de que iba a ser a ti a la que mataría, Swifty. Pero a la hora de la verdad no he podido. No me preguntes por qué. Ni siquiera me des las gracias. Y créeme, no dudaré en volver a hacerlo. Ya me he calentado.

»Muy bien, creo que sería mejor que os fuerais todos a la otra punta de la concha. Por si acaso tenemos otro accidente desagradable con armas de fuego.

Jutta ayudó a Swift a levantarse, mientras Boyd agitaba el arma con impaciencia.

– Venga, andando.

– No vas a salirte con la tuya, Boyd -le dijo Jack.

– ¿Con la mía? ¿Con la mía? -se rió Boyd-. No tienes ni idea de cuál es la mía. -Se quedó callado un momento porque se le acababa de ocurrir algo-. Bueno, no es del todo cierto, ¿verdad, Jack? Al fin y al cabo, has descubierto lo del satélite.

Al notar la cara de sorpresa que ponían todos, asomó una sonrisa vanidosa en los labios de Boyd.

– Os he oído hablar desde la litera. Ni que decir tiene que hay micrófonos en la concha. No os figuraríais que os iba a dejar hablar a mis espaldas sin escuchar lo que decíais, ¿verdad? -Lanzó un suspiro-. No me importa confesar que yo pensaba que nunca iba a encontrar el pájaro. Pero tú lo has encontrado, Jack. Tú me has dicho dónde puedo recogerlo; te estoy muy agradecido. -Sus labios tensos dibujaron una sonrisa forzada-. Sí, te estoy muy agradecido. Gracias.

Jutta, manchada de la sangre de Jameson, sacudió la cabeza y entre sollozos dijo:

– ¿Tan importante es ese satélite que has tenido que matarle?

Boyd se agachó y echó un vistazo a la compuerta hermética.

– La tormenta está cediendo. Pero todavía falta mucho para marcharme y terminar mi trabajo. -Dio un paso hacia adelante, arrastró una silla y se sentó en ella a horcajadas-. Supongo que puedo contároslo. Aunque no te lo creas, Jutta, soy un narrador nato.

– Lo que os ha dicho Jack es verdad. Lo del satélite espía. Nosotros lo llamamos pájaro. Un Ojo de Cerradura Once, un nombre apropiado por razones obvias. El nombre en clave es Peary. El nombre del explorador. El pájaro tenía que recorrer una órbita polar siguiendo un paralelo de setenta y cinco grados a fin de obtener información secreta estratégica y muy precisa de ciertos emplazamientos de la India, Pakistán y la República Popular China. En resumidas cuentas, su objetivo era controlar la situación que se está creando en el teatro del norte de subcontinente indio.

»Sin embargo, después de completar su misión, en la que estuvo recorriendo una órbita a baja altura, en lugar de alzarse y alcanzar una órbita a mayor altura, a treinta y cinco mil kilómetros, el pájaro empezó a deslizarse hacia la atmósfera de la tierra. ¡Uf! Nos preguntamos qué había sucedido. Lo de siempre: ¿cayó o lo derribaron? Finalmente, las lumbreras decidieron que le habían afectado unas manchas solares recientes, que provocaron una sobrecarga de las células energéticas solares del pájaro. También en esto has acertado, Jack. Las células solares reciben la ayuda de un pequeño generador termonuclear. Eres muy listo para ser una rata de roca. Sea como sea, la sobrecarga provocó que el ordenador cometiera un error a la hora de propulsarlo hasta una órbita superior y captar las imágenes. Las manchas solares también tuvieron otro efecto: aumentaron la densidad de la capa más lejana de la atmósfera de la tierra. Pero cuando la densidad aumenta, también lo hace la fricción que actúa sobre el pájaro. En consecuencia, el pájaro cometió un desliz y cayó. Los pronósticos hechos por el ordenador nos convencieron de que había caído en un lugar nada peligroso de las tierras de la Antártida. Ahí es donde estuve la última vez, dispuesto a encontrarlo. Pero ocurrió que el pájaro se balanceaba hacia un lado periódicamente y por ello el factor de arrastre del aire se disparó y el ritmo de deterioro se incrementó quince o veinte veces. Así que, en lugar de caer en el polo antártico, cayó en otro sitio, y cayó demasiado pronto. ¡Uf! Volver a empezar.

»Nuestra primera conjetura, en cuanto a la localización, fue que había caído en algún punto del trayecto de la órbita inicial. Estuvimos rastreando las señales automáticas de emergencia en la frecuencia existente todo el tiempo que pudimos, pero perdimos el contacto cuando el satélite entró en el espacio aéreo nepalés. Nos figuramos que había caído en algún lugar del Himalaya. Pero ¿dónde? Enviamos unos cuantos aviones espía para que intentaran localizarlo, pero sin ningún resultado. Finalmente, ¿quién creéis que nos facilitó las cosas y nos dio la mejor pista? El National Geographic, la revista. Un articulito sobre Jack y su compañero de escalada, que murió arrastrado por un alud que se desprendió a causa de un meteorito justo en el mismo momento en que habíamos calculado que el pájaro estaba sobrevolando el lugar. ¿A que es increíble? Aviones de quinientos millones de dólares habían sobrevolado el Nepal, palmo a palmo, en busca de un satélite que se había perdido y resulta que hallamos la pista en un despreciable articulito de una revista. ¡Eso sí que fue darles una bofetada bien dada a los del Pentágono!

»Pero, ¡eh!, si me dejo la mejor parte de la historia. Lo que hacía que la situación fuera de emergencia fue que antes del reingreso, el ordenador que había a bordo de Peary mandó todas las imágenes de reconocimiento que había recogido a nuestro complejo de rastreo situado en el monte Cheyenne. Y descubrieron que la misma avería había provocado que el ordenador no fotografiase las bases de las fuerzas aéreas de misiles nucleares de la India y Pakistán y su movilización general, sino emplazamientos estratégicos de los países situados en las antípodas del subcontinente indio que se hallan en el mismo paralelo. Es decir, Estados Unidos y Canadá. Doble peligro. Nuestro propio satélite nos espiaba a nosotros. Pero lo que era de verdad un coñazo es que Peary está diseñado para volver a ser usado. En otras palabras, no se destruiría al reingresar en la atmósfera. Y como existía la posibilidad de que los sistemas del ordenador que había a bordo del satélite hubieran guardado nuestra propia información secreta estratégica, era imperioso destruir el pájaro cuanto antes. Un problema de cojones. Al haber caído muy cerca de la frontera china en un momento en que la situación política es la que es, podéis imaginaros el pánico de la gente de Washington. Figuraos qué podría ocurrir si los asiáticos pudieran alcanzar todos nuestros emplazamientos. Cosas así. Bueno, ahora ya lo sabéis.

Boyd se puso en pie y volvió a acercarse a la puerta para echar un vistazo y ver cómo estaba el tiempo.

– Así que durante todo este tiempo -dijo Warner- en lugar de buscar muestras de sondaje del glaciar…

– Exacto, Link. He estado buscando algún rastro del satélite.

– Pero ¿por qué no nos lo contaste todo desde el primer día? -le preguntó Jack-. Por el amor de Dios, estamos en el mismo bando, ¿no?

– En teoría, sí. Pero pregúntatelo a ti mismo. ¿Qué hubiera pasado si entre mi misión y la vuestra surgían conflictos de intereses? Vuestra nueva especie contra mi satélite. No nos hubiéramos entendido en absoluto. No, no hubiera funcionado. Mi misión tenía… tiene absoluta prioridad. En todo momento y cualquiera que sean las circunstancias. No creo que la doctora Swift lo aceptara, ¿verdad? ¿Me equivoco, Swifty? Tú no estás dispuesta a permitir que tu preciosa especie nueva corra ningún peligro, ¿verdad?

– ¿De qué hablas? -le preguntó Swift en un tono apagado.

Boyd parecía incómodo.

– No puedo ponerme el pájaro debajo del brazo y llevármelo a Washington, ¿no te parece? Cuando lo lanzaron pesaba más de mil ochocientos kilos. Supongo que ahora pesará un poco menos. Pero sigue pesando lo suyo. No, tengo que hacerlo estallar. Aunque eso signifique aniquilar a unos cuantos hermanos y hermanas de Rebeca.

– Cabrón -dijo Swift.

– ¿Lo ves? A eso me refería cuando os he hablado de conflicto de intereses. No les deseo ningún mal a… ¿cómo los has llamado, Link?

– Homo vertex. Significa «hombre que habita las cumbres».

– ¡Bii-eh! ¡Bii-eh!

– Sí, muy bonito, hasta a Rebeca parece gustarle el nombre. El hecho es que no deseo hacerles ningún daño al señor y a la señora hombre que habitan las cumbres. Pero si están de por medio, qué se le va a hacer. A lo mejor tendrán suerte. A lo mejor estarán en otra parte cuando estalle el pájaro. Hay cuestiones de seguridad nacional que espero no ocupen ni un minuto de vuestro tiempo. Además, será sólo una pequeña explosión. No tengo intención de arrasar vuestro bosque entero, Jack. No voy a necesitar más de dos kilos y medio de plástico.

– Pero ¿por qué tienes que hacerlo estallar? -le preguntó Cody-. Tiene que haber una forma más sencilla de cargarse los bancos de memoria del ordenador del satélite y eliminar la información que han almacenado. Probablemente yo podría hacerlo.

– Buena idea, Byron. Pero sigues sin entenderlo -repuso Boyd-. Recuperar las fotografías del patio trasero del tío Sam es sólo la mitad del objetivo. En este pájaro hay cantidad de tecnología secreta capaz de recoger información. Me refiero a lo último de lo último. No es chatarra que uno deja arrojada en el suelo para que otro venga, la encuentre y la desmonte en mil pedazos. No podemos permitirnos echarles una mano a esos científicos amarillos para que construyan satélites espía mejores. Así que, en cuanto lo halle, me aseguraré de que queda completamente destruido.

– Espera un momento -dijo Warner-. Has dicho que había un pequeño generador termonuclear a bordo, ¿verdad?

– Sí. La fuente de energía es un isótopo radiactivo, como ha dicho Jack. Jack, te has equivocado de carrera, tendrías que dedicarte a lo que me dedico yo.

– Un momento -insistió Warner-. Si lo haces estallar, podría ser catastrófico. Incluso una pequeña explosión tendría consecuencias medioambientales catastróficas.

– ¡Cooo-meee-da!

– Sí, ya te he oído antes.

– No, no me estás escuchando. Esto es algo diferente, ¿no lo entiendes? La explosión dispersaría el isótopo radiactivo por el valle en el que habitan los yetis como… como un aerosol. Los envenenaría a ellos y su medio ambiente. ¿Sabes qué clase de isótopo es?

Boyd negó con la cabeza, malhumorado. Empezaba a arrepentirse de haber iniciado aquella conversación. El cielo estaba ahora casi sereno. Había llegado el momento de marcharse.

– No importa -dijo Warner-. Aun en el caso de que no sea plutonio, digamos que aun en el caso de que sea un isótopo de los menos potentes, como el cobalto 60, con una vida media de sólo cinco años, una explosión convertiría el valle entero en un lugar inhabitable para cualquier ser vivo, animal o vegetal.

– Por favor, para ya.

– No, de verdad. Todo moriría, Boyd. Y si fuera plutonio 239, sus efectos se prolongarían a lo largo de veinticuatro mil años. La vida media de sus efectos sería ésa. Así que, lo mires como lo mires, sencillamente no puedes hacerlo. Existe una probabilidad de que esta zona del planeta, por su altitud, se libre de la lluvia radiactiva de las bombas. ¿No crees que se merece una oportunidad…?

Boyd recogió el casco.

– Ya he oído todo lo que tenía que oír…

– Me parece que no. -Warner estaba cada vez más nervioso-. Has dicho que has escuchado nuestra conversación a través de los micrófonos. ¿Dónde estabas? ¿No has oído lo que he dicho del yeti? Esta criatura es un pariente nuestro mucho más cercano que nuestros primos los chimpancés. Por el amor de Dios, Boyd, es como un hermano tuyo.

– ¿Sabes? Mi hermano no me ha caído nunca bien. Y también vive en Wisconsin. Si es que entiendes lo que quiero decirte, amigo.

– Por favor, escúchale -le rogó Swift-. Lo que te propones hacer es como cometer un asesinato.

Boyd hizo una mueca feroz y señaló el cuerpo sin vida de Jameson con la cabeza.

– Quizá no te has percatado de que esto no representa para mí ningún problema, Swifty.

– Es peor que un asesinato. Es un genocidio.

– La tormenta ha amainado. Tengo que irme.

– La tormenta habrá borrado las huellas -dijo Cody-. Y nadie va a acompañarte hasta allí, hasta el bosque alpino. Antes preferiríamos morir.

– ¿Ah, sí?

Boyd apuntó con el revólver a Cody y después a Jutta, a Jack y a Swift.

– Estoy convencido de que os dejaríais matar para proteger a esos monos -se rió-. ¿Qué os parece si lo probamos? Tenéis suerte de que lo digo en broma. -Dio unos golpecitos con el arma en el casco-. Tenéis suerte de que uno de los porteadores ya me ha indicado el camino. Tenéis suerte de que en seguida vi quién iba a ser mi guía. Alguien a quien no le importará acompañarme hasta allí. Y ni siquiera será preciso que agite el revólver.

– ¿De quién estás hablando? -le preguntó Swift.

– De alguien que ha estado allí muchísimas veces -dijo Boyd-. Rebeca. ¿Quién mejor que ella para llevarme hasta este pequeño y oculto valle vuestro?

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