TREINTA

Pisa con suavidad, pues ésta es tierra sagrada. Pudiera ser, si mirásemos con ojos de vidente, que el lugar donde nos encontramos sea el Paraíso.

Christina Rossetti


El campamento base del Annapurna estaba silencioso. El aire era de color zafiro, como si los dioses ya hubieran purificado el Santuario de las manchas de sangre humana que aún teñían la nieve frente a la concha. Mac se había ido hacía rato y Jack recorría el campamento a grandes pasos con gran frustración, maldiciendo las lesiones que le impedían seguir a Swift. El tiempo transcurría lentamente y los sonidos eran las únicas novedades del día: Ang Tsering gimiendo en el interior de la concha; el zumbido del generador eléctrico; un traqueteo como el de una sierra mecánica en un bosque lejano que el viento se llevaba pero que volvía a traer, y cada vez se oía más fuerte. Jack formó una pantalla con las manos y entornó los párpados para escrutar el cielo.

Un helicóptero. Pero ¿cómo era posible? Era imposible que Mac pudiera haber llegado tan pronto a Chomrong. Sólo habían pasado un par de horas y Chomrong estaba a sesenta kilómetros. Jack se dirigió con paso decidido y braceando rítmicamente a la improvisada pista de aterrizaje.

Formando un remolino de aire y nieve como si batiera clara de huevo, el helicóptero descendió en espiral hasta la cuenca del Santuario, se quedó suspendido durante unos minutos como si inspeccionara algo y finalmente se precipitó hacia el suelo, arrojando nieve al rostro de Jack, que corría hacia él. Los distintivos se veían con suficiente claridad: era la Policía Real del Nepal.

Dos agentes de uniforme, ambos armados, saltaron del fuselaje mientras las aspas del rotor empezaban a pararse.

– ¿Va todo bien por aquí? -aulló uno de los policías, un sargento.

– Se ha cometido un asesinato -gritó Jack-. Y bien pudiera cometerse otro si no perseguimos al asesino. -Señaló hacia el glaciar, en dirección al Machhapuchhare-. Se fue por ahí.

Jack intentó conducirlo de vuelta al helicóptero, pero el sargento no se movió del sitio, pues sus ojos se habían posado en la mano cercenada que aún yacía sobre la nieve teñida de sangre.

– Primero tenemos que ver el cadáver -dijo el sargento.

– No lo entiende -replicó Jack-. Volverá a matar si no se lo impedimos. Ahora no hay tiempo que perder.

– Puede que sí -dijo el sargento-. Pero sea como sea, debemos esperar a repostar combustible antes de ir más lejos. Hay doscientos cuarenta kilómetros desde Katmandu.

Mientras el policía hablaba, el piloto sacaba unos toscos bidones del helicóptero.

– Por aquí -dijo Jack-. Pero, por favor… Chito garnuhos. Por favor, dense prisa.


Boyd se internó en el bosque con movimientos clásicos de combate, corriendo hasta un árbol, adoptando una posición de disparo, arrodillado, arrastrándose de bruces hacia un abrigo mejor y volviendo a arrodillarse. Apuntaba con el corto cañón de su carabina en una dirección y en seguida en la otra, buscando un blanco y deseando haber pensado en acoplar un lanzagranadas de cuarenta milímetros, por si uno de los yetis resultaba ser difícil de matar con una ráfaga de balas estándar de nueve milímetros.

Al cabo de unos minutos se sintió lo bastante relajado como para bajar el arma y consultar las lecturas del detector manual de radiofrecuencias. Los ordenadores y transmisores de datos que había a bordo del pájaro empleaban un oscilador local, que funcionaba con una señal de una frecuencia específica y que emitía una radiación electromagnética detectable, la cual podía identificarse mediante el detector que sostenía Boyd. En cuanto el perfil de la onda de la señal emitida se localizara y comparara con el contenido de la memoria calibrada de la unidad, la información que aparecería en una diminuta pantalla sería analizada por un microprocesador, que calcularía la distancia del satélite con una precisión de medio metro. Para encontrar una aguja en un pajar, eso era lo más parecido a disponer de un imán gigantesco. Aun así, tenía un radio de acción de sólo cincuenta metros, y Boyd calculaba que desde su llegada al Santuario, una zona de búsqueda de unos cien kilómetros cuadrados, había tomado hasta mil lecturas distintas con el pequeño aparato detector, todas ellas con resultado negativo. Pero en esta ocasión encontró una lectura positiva casi al instante. El pájaro estaba justo frente a él.

– Bingo -dijo con una risita-. Dadle un premio a este hombre.

Guardó el detector y volvió a alzar su arma.

– En marcha. -Empezó a pasar entre dos matas de rododendros-. En un par de horas habrás salido de esta nevera y estarás de vuelta en la embajada de Khat. Luego conseguiré un par de chicas de alterne en Thamel.

Al cabo de quince minutos más de correr y arrastrarse, Boyd llegó al borde de un largo claro del bosque. Parecía como si alguien se hubiera dedicado seriamente a la deforestación: había arbustos calcinados y árboles quebrados.

– Algo se estrelló aquí, no cabe duda -se aseguró a sí mismo.

Y entonces lo vio.

El satélite se parecía más a los restos de una pequeña furgoneta accidentada que a un aparato que algún día estuvo en órbita alrededor de la Tierra. Pero por las barras y estrellas pintadas sobre el sucio fuselaje blanco, podía haberse confundido fácilmente con una ambulancia. Y ahora Boyd entendía perfectamente por qué los aviones espía lo habían pasado por alto. El pájaro se había estrellado y en el impacto había arrasado cincuenta o sesenta metros de árboles y arbustos, que había dejado aplastados; pero a continuación había seguido rodando, antes de detenerse entre unos matorrales gigantescos y debajo de unos árboles. El pájaro Ojo de Cerradura Once no podía haber quedado mejor oculto a la vista desde el aire si se hubiera intentado a propósito.

Evitando el claro instintivamente, Boyd siguió la línea de árboles en dirección a su objetivo. Por alguna razón esperaba algo más de oposición. Después de la descripción de Jack de toda una banda de yetis que vivía en este bosque escondido creía que se vería obligado a disparar unas cuantas ráfagas para defenderse. Pero hasta ahora no había oído ni a una sola de las criaturas, y mucho menos las había visto. Quizá la misión le llevaría menos tiempo del que había calculado.

Cuando llegó al satélite, Boyd abrió el fuselaje y examinó su interior. Al aterrizar, el ordenador del pájaro tenía que haber empezado a emitir una discreta señal que permitiría al equipo de recuperación a distancia entrar en acción, pero eso no había ocurrido. Entonces pudo ver por qué. Dos bombillas rojas del panel de seguridad, identificadas como «BUS DE POTENCIA A SIN CORRIENTE y BUS DE POTENCIA B SIN CORRIENTE», estaban encendidas. Algo había interrumpido el paso de la electricidad desde el pequeño generador termonuclear del satélite y los paneles fotovoltaicos a todos los sistemas operativos y de guía. Lo del bus A tenía fácil explicación: las células solares habían quedado destrozadas por el impacto, pero el paso de corriente del generador termonuclear a través del bus B tenía que haberse mantenido. Boyd comprobó la tensión en las conexiones y descubrió que uno de los cables se había fundido, probablemente a consecuencia de un pequeño incendio provocado en el interior del satélite por el cortocircuito del bus A. Restaurar la potencia sólo era cuestión de apagar el interruptor del bus B durante un rato, volver a conectar el cable quemado y encender otra vez. Ahora la bombilla que brillaba sobre el indicador del bus B era verde.

– Estúpidos hijos de puta -dijo intentando imaginarse la reacción que habría en Washington cuando los de la NRO se dieran cuenta de que volvían a tener contacto con el Ojo de Cerradura-. No por mucho tiempo.

Soltó una risita y empezó a introducir el código de autodestrucción a través del teclado del ordenador. Sólo había tecleado la mitad del código cuando volvió a quedarse sin electricidad. Al mirar el panel de seguridad vio que la bombilla indicadora del bus B era de nuevo roja: en algún punto había otra conexión suelta, pero se le acababa el tiempo. Al final tendría que utilizar explosivos para cumplir la misión. Pero por lo menos en Washington sabrían que había encontrado el satélite. Y que estaba a punto de destruirlo.

Boyd sacó de su mochila una carga de explosivo plástico C4 que estaba envuelta en cinta adhesiva. El C4 tenía el aspecto de la masilla y era el más versátil de los explosivos: fácil de manipular, impermeable y, con la ayuda de un poco de vaselina, insertable prácticamente en cualquier parte. Colocar explosivos siempre había sido una parte importante del trabajo de Boyd. Con movimientos rápidos, abrió haciendo palanca el panel que protegía la maquinaria interna del satélite y modeló el C4 formando un reborde sobre la chapa de metal donde se alojaba el radioisótopo para potenciar su eficacia. Buscaba un detonador en su mochila cuando oyó el chasquido de una rama al partirse y luego una serie de aullidos que anunciaban la llegada de un yeti. Boyd empuñó su fusil.

– Invitados -dijo, y disparó dos veces en dirección a unos arbustos que se movían, aparentemente sin dar en el blanco.

No hubo ningún grito. No se desplomó ningún cuerpo. Nada. Boyd lanzó una maldición. Estaba perdiendo puntería. Siete disparos de un cargador de treinta balas sin acertar ni una sola vez. Le convenía ser prudente. Sin un cargador de repuesto, a partir de ahora tendría que asegurar cada tiro. Y si disparaba cada vez que oía aullar a un yeti o veía moverse un arbusto, sería una bala perdida.

Aguardó unos segundos escuchando atentamente y escrutando la espesura en busca de signos de actividad. Se planteaba volver a montar el detonador cuando oyó unos pasos y, al volverse en redondo con la velocidad del rayo, vio una mata de altos rododendros calcinados bambolearse como si algo caminara entre ellos. Boyd se encaró la mira telescópica de su fusil, pero se lo pensó mejor antes de disparar.

– No te asustes -recordó-. Asegura el tiro primero.

Retrocedió varios pasos, rodeó el satélite y echó a correr durante treinta o cuarenta metros por el sotobosque en dirección contraria antes de girar bruscamente a la derecha, arrojarse al suelo de bruces y retroceder a rastras hacia donde creía haber localizado su presa.

En Estados Unidos, Boyd iba a menudo de caza. En sus buenos tiempos cazaba ciervos, pumas, coyotes, focas, incluso un oso, pero esto era algo nuevo. Nunca había disparado contra un gran simio, si no contaba a algunos de los hombres que había matado. Era un animal al que ningún otro hombre había dado caza y eso sí merecía la pena. Boyd empezaba a disfrutar. Avanzó arrastrándose hasta un punto situado detrás de la mata de rododendros calcinados. Esperaba ver la peluda espalda de un yeti, pero se sorprendió al ver su propia imagen reflejada. Era una persona que llevaba un traje climatizado.

Lo habían seguido desde el CBA.

Boyd maldijo a Ang Tsering, y luego se maldijo a sí mismo por no hacer lo que tenía que haber hecho. Debería haberles matado a todos cuando tuvo la oportunidad. Igual que había matado a aquellos chinos.

Quienquiera que fuese, empuñaba la automática que él le había dado a Tsering y estaba en cuclillas al borde del claro, apuntando al satélite con el arma. Boyd estaba demasiado intrigado para disparar de inmediato: quería ver quién osaba desafiarlo antes de matarlo.


Swift estaba arrodillada detrás de un enorme abeto plateado del Himalaya, contemplando el satélite y preguntándose si Boyd estaría cerca. Empuñaba la pistola con ambas manos y no dejaba de apuntar al frente como había visto hacer a la policía en televisión.

Transcurrieron un par de minutos y bajó el arma. Quizá Boyd no lo había encontrado todavía. O tal vez ya había estado allí, había preparado su carga y había huido. Pero no dudaba de que los disparos procedían de esa dirección.

Tardó unos segundos en darse cuenta de la apabullante diversidad de flores que había a su alrededor: saxifragas, gencianas, geranios, anémonas, cincoenramas y prímulas. Se le ocurrían lugares peores donde morir.

Haciendo acopio de valor, se puso en pie, pero un barrido desde atrás le hizo perder el equilibrio y la pistola salió despedida de su mano. Lanzó una patada furiosa y acto seguido notó que se le cortaba la respiración cuando algo la golpeó con fuerza entre las paletillas.

Su magullado cuerpo tardó dos o tres minutos en recuperar el aliento suficiente para reconocer que era Boyd quien la había golpeado con la culata de su fusil; para entonces el hombre le había quitado el casco y había hecho lo propio con el suyo.

Estaba sentado sobre un tocón de árbol a poca distancia de ella, y su arma se balanceaba sin obstáculos, colgada de una correa que él sujetaba entre los muslos como si fuera un enorme medallón.

– Debería haber imaginado que eras tú -dijo con una sonrisa-. Supongo que nadie más tiene agallas. Por debajo de toda esa jerga científica de mierda, probablemente eres toda una mujer, Swifty. Por supuesto, sólo es una suposición. Estos trajes son cálidos, pero no tienen el estilo de Issey Miyake, ¿verdad que no?

– Que te jodan, Boyd.

– Lo que tú digas, cariño.

Quería divertirse un poco antes de matarla.

Era uno de los alicientes del trabajo y no había tenido muchos como éste. Quería tontear con ella antes de hacer estallar el pájaro.

– ¿Sabes que no es mala idea? -dijo apuntándole directamente al pecho con su carabina-. ¿Por qué no te quitas ese traje? Me gustaría ver qué aspecto tienes en ropa interior térmica.

– Vete al infierno, Boyd. Mátame y acabemos de una vez, porque no pienso jugar a tu…

Boyd disparó un solo tiro por encima de su cabeza, tan cerca que Swift notó cómo le rozaba el cabello.

– Imagino que tú sólo pensabas en matarme -dijo-, pegarme un tiro como fuese. Pero yo puedo matarte a ti de muchas maneras, Swifty. De muchas maneras lentas. Al estilo apache. O bien puedes aferrarte a la vida un rato más. Obedece y sigue viviendo. Quizá.

Su tono de voz se volvió más amenazador.

– Ahora desnúdate o la siguiente será en la rodilla.

Swift permaneció inmóvil.

– Se nota que nunca has visto a alguien con una bala en la rodilla, Swifty. Duele. En cuanto te dispare en la rodilla podré hacer contigo lo que quiera igualmente. Para mí no cambia nada. Lo importante es que cambiará para ti.


Tenía razón. Mientras ella siguiera con vida, le quedaba una sombra de esperanza.

Resistiendo a la tentación de mandarle al infierno, Swift se desabrochó la unidad de control del traje y la arrojó al suelo. Después le dio la espalda a Boyd, mientras una idea tomaba forma en su mente.

– Tendrás que ayudarme -dijo-. No es fácil desprenderse de esto desde dentro.

– Está bien -dijo Boyd-. Pero sin trucos. -Apoyó la fría boca del cañón de su fusil por debajo de la oreja de la mujer-. De lo contrario, te prometo que no oirás mi siguiente reproche.

Swift notó que Boyd le quitaba la mochila del sistema de soporte vital.

– Despacio ahora -dijo él, y desenchufó la pequeña tubería especial de la ropa interior térmica.

Antes de que ella pudiera reaccionar, Boyd dio un paso atrás.

– Ahora sal del traje. Despacio.

Swift obedeció y dejó que el traje climatizado resbalara hasta sus pies como si fuera la piel seca de una serpiente después de la muda. Empezó a temblar, no muy segura de si era por el frío o por el miedo.

– Ahora, fuera la pieza integral.

– Siempre supe que en el fondo eras un pervertido, Boyd. Desde aquella noche en Khat, cuando te propasaste conmigo de un modo tan grosero.

Abrió de un tirón el cierre Velcro que cubría la cremallera de su ropa interior.

– Debiste ser más amable -dijo él-. Es posible que sobrevivas para arrepentirte, pero no te lo prometo.

– Creo que la violación es exactamente tu estilo.

Se desprendió de la ropa interior protectora y se quedó ante él en bragas y sostén. Después del calor de la ropa interior calentada por agua, el frío le cortó la respiración. Sólo le quedaba una esperanza. Los trajes tenían un importante fallo de diseño: la única manera de orinar era quitarse el traje o hacérselo con él puesto. Para violarla, Boyd tendría que quitarse el suyo. Ésa podía ser su única oportunidad.

– Vamos -dijo el hombre con voz ronca-. Fuera el resto.

Swift se desabrochó el sostén y lo arrojó al suelo. Se quitó las bragas rápidamente y soportó temblando la penetrante mirada de Boyd. Ahora estaba segura: el frío era sin lugar a dudas mortal. Pero había formas peores de morir que de frío, porque ésta seguro que sería como quedarse dormida.

– Estás muy bien -le dijo Boyd-. Realmente bien. Tú y yo nos vamos a divertir un poco. Ahora ponte a cuatro patas y empieza a rezar para que el frío no me afecte o lo más probable es que te mate por pura frustración.

Ella obedeció, pero inmediatamente su mirada rastreó el suelo en busca de la pistola.

– ¿Siempre le echas la culpa de tu impotencia al frío? -le preguntó entre dientes que castañeteaban por el frío.

Boyd se colocó a su espalda y dejó escapar una risita.

– Tú di lo que quieras. En unos instantes tu culo empezará a resarcirme de algunos de esos agudos comentarios, señorita. Cuanto más hables ahora, más te va a doler. Y será mejor que entiendas una cosa desde ahora: hacer daño es lo que me pone cachondo. Así que di lo que quieras, Swifty. Pero no levantes la vista del suelo.

– ¿Qué pasa? ¿De qué te avergüenzas? Te olvidas de algo: soy antropóloga, ya he visto antes la picha de un mono.

Temblaba de miedo y de frío cuando oyó que algo caía al suelo. Era la unidad de control del traje de Boyd. Inmediatamente, su corazón dio un vuelco. La pistola, veía la pistola. Estaba junto a una mata de arenarias, a no más de cinco o seis metros de su mano derecha, y parecía nada menos que un regalo de las hadas.

Boyd se estaba riendo.

– Así me gusta. Sigue haciéndote la dura, Swifty. Estaré listo para calentarte otra vez en un momento.

Le oyó forcejear con la mochila de soporte vital; quitársela uno mismo era como intentar librarse de una camisa de fuerza, había que ser casi un contorsionista. Prácticamente, la única manera que ella había descubierto de quitársela con facilidad era tumbarse en el suelo y forzar la articulación del codo al máximo para subir la mano por la espalda todo lo que diera de sí. Era mucho más fácil si alguien te ayudaba.

Boyd maldijo en voz alta cuando llegó a la misma conclusión.

Fue la pista que necesitaba Swift para echar a correr.

Corría antes de haber tenido tiempo de pensar dos veces en sus posibilidades de sobrevivir desnuda a baja temperatura. Pero consiguió recuperar la pistola.

Instintivamente, empezó a correr en zigzag.

Dos segundos después, el árbol que había a sus espaldas expulsó madera y savia por los orificios de las balas que Boyd había disparado sin apuntar.

Swift notó la helada brisa en los pechos desnudos y las extremidades mientras, con el corazón desbocado, saltaba por encima de un tronco caído; en seguida se desvió a un lado para internarse entre los árboles. Mientras corría no sentía demasiado frío. Sus problemas empezarían cuando se detuviera. Tropezó, se dejó caer, dio una voltereta y, como un tirador experto, devolvió el fuego apuntando hacia el camino que había seguido. La pistola apenas dio una sacudida en su mano mientras cumplía su misión, pues Swift creyó que bastaba con apuntar, y aunque apenas fue consciente de haber apretado el gatillo una sola vez, disparó ocho tiros en menos tiempo del que habría necesitado para tocar una octava al piano.

Esperando una nueva ráfaga de proyectiles malintencionados, echó a correr otra vez, agachándose bajo las ramas, desviándose ante los troncos y percibiendo en todo momento el olor sulfuroso de la pólvora, como si el propio aire se hubiera revolucionado a causa del tiroteo. Al instante siguiente estaba tumbada de espaldas, oyendo un nuevo disparo y creyendo que le había dado hasta que alzó la cabeza a pesar del aturdimiento y vio la rama de un árbol que sobresalía como la barrera de un peaje. En su desesperación por escapar de Boyd se había precipitado de cabeza contra el brazo extendido del mismísimo Checkpoint Charlie del bosque, el venerable abuelo de todos los árboles.

Se incorporó y se tocó la frente instintivamente. Notó un chichón del tamaño de Koh-i-noor y un hilillo de sangre. Pero además de reconocer el fuerte hedor de la vegetación que la rodeaba, vio un pequeño túnel formado por rododendros y árboles caídos y se arrastró rápidamente hasta el interior.


Los santuarios más antiguos del hombre fueron los bosques. Oculta en el túnel y tumbada en un colchón de helechos, Swift se sintió lo bastante segura para inspirar una gélida bocanada de aire y permaneció tendida, esperando a que Boyd viniera a por ella. Se tocó de nuevo el chichón de la frente y no pudo evitar una mueca de dolor. El Santuario nunca le había parecido tan tierno, ni tan terriblemente frío. ¿Cuánto tiempo lograría sobrevivir con sólo una manta de helechos con que cubrir su cuerpo desnudo? Como máximo una o dos horas. Si Boyd no iba a por ella, tendría que salir ella a buscarle a él, o al menos su ropa. Eso o morir de frío.

– Vamos, hijo de puta -dijo sosteniendo la pistola con el brazo extendido y apuntando a la boca del túnel donde se escondía.

Pero la pistola tenía ahora un aspecto diferente. El cerrojo parecía atascado con el arma montada, de modo que la punta del cañón sobresalía como la ceniza de un puro.

El significado de la nueva forma de la pistola tardó unos segundos en hacer mella en los estremecimientos de euforia que sentía por haber escapado con vida. Caer en la cuenta de que se había quedado sin municiones la dejó helada hasta la médula. Pretendía tenderle una emboscada a un hombre con un arma descargada. Debió de agotar el cargador cuando cayó y devolvió el fuego.

– Mierda.

Clavó el arma en el suelo de pura frustración y trató de serenarse para decidir qué hacer a continuación: quedarse tumbada y morir congelada rápidamente, o rendirse y esperar que Boyd la dejara vivir después de utilizarla.

– Eso sí que me extrañaría -masculló, y cerró los ojos.

A la crudeza de la elección que afrontaba le siguió la certeza de que en cualquier caso acabaría pronto.


Boyd se abría paso entre la maleza intentando calcular cuántas balas había disparado la mujer.

Al abandonar el CBA le había confiado a Ang Tsering el Beretta de calibre 38 con el que había matado a Miles Jameson. La automática tenía un cargador de doble acción que contenía diez balas. Swift había disparado ocho. La pregunta era: ¿cuántas balas había disparado Tsering antes de entregar su arma, si es que disparó alguna? No le quedaba más remedio que suponer que sólo quedaban dos proyectiles como máximo, suficientes para que la cacería resultara interesante. Esperaba encontrarla antes de que muriese de frío, porque después, el cadáver no le serviría de nada.

Su aguda y experimentada vista localizó pronto el rastro de la mujer: una ocasional pisada en la nieve. Y el montoncito de casquillos vacíos, como excrementos de algún animal metálico, donde Swift se había detenido para devolver el fuego. Boyd se arrodilló y recogió los casquillos para asegurarse. Ocho. Si ella había disparado ocho, quizá había vaciado el cargador entero de puro miedo. Probablemente estaba contemplando un arma descargada. Probablemente estaba lo bastante cerca para oírle.

Se incorporó de nuevo sobresaltando a un pájaro gris claro y blanco con la cabeza negra que se alejó volando con ruidoso aleteo. La sorpresa casi le cuesta otra bala a Boyd. Sólo era una paloma de las nieves.

– Sé que estás por estos andurriales -gritó-. ¿Por qué no sales y acabamos de una vez? Si tengo que encontrarte, tu cuerpo lo pagará caro. ¿Me oyes?

Hizo una pausa aguzando el oído por si obtenía una respuesta, pero sólo hubo silencio. Pacientemente, Boyd permaneció inmóvil como una piedra, como si supiera que la mujer se delataría pronto de alguna manera. No tuvo que esperar mucho.

Otro pájaro, pero esta vez corría en su dirección por el suelo desde un apretado grupo de arbustos huyendo de otra persona; se desvió en el último momento antes de chocar con él.

Boyd frunció el cejo mientras examinaba atentamente los arbustos. Al escrutar el follaje verde oscuro le pareció que había algo tendido en el suelo detrás de las hojas. Algo humano. No estaba seguro. Había empezado a nevar. Cada copo de nieve rozaba una hoja y la zarandeaba de manera que…

Una mano. Podía verle una mano. Se acercó con una sonrisa y, empuñando con más fuerza la carabina, se la llevó al hombro para apuntar.

– Te veo -dijo con voz burlona-. Estás escondida ahí. Insultas a mi inteligencia, Swifty. Podría dispararte desde aquí sin problemas. Ahora arroja tu arma y veamos el resto de tu cuerpo. Si veo algo distinto de tus tetas apuntando hacia mí, te…

De repente se oyó una explosión en la espesura, como si alguien hubiera lanzado un obús de mortero frente a él. Sin darle tiempo a pensar siquiera en apretar el gatillo, algo enorme se abalanzó sobre Boyd después de abrirse paso como un tractor entre el follaje y rugir como un huracán. Los árboles y los arbustos quedaron literalmente aplastados como si otro satélite fuera de control se estrellara contra el suelo.

Boyd se sorprendió tanto que dio media vuelta y echó a correr, agotado todo su valor. Era un impulso que invitaba automáticamente a darle caza, pero no podía durar mucho. No había avanzado más de dos o tres metros cuando el enorme yeti de espalda plateada lo derribó de un golpe, desgarró su traje y le mordió en el cuello y la espalda.

Boyd empezó a gritar.


Observando al yeti desde la relativa seguridad del túnel de rododendros, Swift tuvo una repentina y espantosa revelación sobre el poder y la ferocidad de la especie que ella había venido a proteger. El yeti macho era descomunal, mucho mayor de lo que se había imaginado. Rebeca sólo medía una tercera parte de lo que ese monstruo: Madonna comparada con Schwarzenegger.

El yeti levantó a Boyd de un manotazo y, sin dejar de sujetarlo por un brazo, volvió a estamparlo en el suelo.

Boyd volvió a gritar cuando su brazo se separó bruscamente de su cuerpo a la altura del hombro. Swift podía haberse alegrado, pero, en cambio, lo sintió por él.

Distraído por la visión de la sangre, el yeti chupó el extremo arrancado del brazo de Boyd. Herido de muerte, el hombre rodó débilmente sobre su vientre e intentó alejarse a rastras. Sólo consiguió avanzar medio metro antes de que el yeti volviera a caer sobre él con un rugido terrible. Cogió a Boyd como a una maleta de viaje, lo levantó por encima de su cabeza como si fuera a guardarlo en alto y lo lanzó contra el suelo, tras lo que le pisoteó el torso por segunda vez.

El yeti se sentó, gruñendo de satisfacción. Observó a Boyd unos instantes con un vago desinterés y luego lo levantó por tercera vez. Pero en lugar de volverlo a tirar al suelo, acercó a sus enormes fauces el muñón desgarrado y sangrante del hombro de Boyd y arrancó con un solo movimiento un gran bocado de carne del pecho desnudo del hombre. Boyd aún seguía con vida y trataba débilmente de apartar la gran cabeza del yeti mientras era devorado. Horrorizada por lo que veía, Swift sintió arcadas.

– Dios mío -exclamó, y se cubrió el rostro.

Cuando volvió a mirar, vio que el yeti había arrojado a Boyd a un lado y había dejado de moverse. El alivio de Swift pronto dejó paso al terror cuando comprendió que los grandes ojos amarillentos del yeti estaban ahora clavados en ella.

Загрузка...