TREINTA Y DOS

La férrea disciplina de la naturaleza impone la ayuda mutua al menos con tanta frecuencia como la guerra. Los más aptos pueden ser también los más amables.

Theodosius Dobzhansky


Swift quizá no oyera la tumultuosa algarabía de las trompetas nietzscheanas, pero cuando el simio la tocó, notó que algo cambiaba en su interior. Lo que había experimentado no era exactamente una revelación de Dios, sino más bien una sensación de que tal vez las mayores respuestas no tenían que contestar a ninguna pregunta, pues tal vez eran una apreciación del misterio de las cosas. Swift había averiguado algo más de lo que pretendía, pero con el paradójico resultado de que ahora creía saber algo menos. Una serie de preguntas simplemente planteaba otra serie de preguntas, y el monolítico enigma de su inspiración juvenil parecía tan impenetrable como siempre.

Al llegar al CBA, Swift se descubrió curiosamente reacia a contar lo que le había ocurrido exactamente en el valle escondido, más allá de los simples hechos: que Boyd había muerto y que los yetis estaban a salvo. No era que estuviese traumatizada, sino que la experiencia le parecía demasiado personal para compartirla con los demás. Pronto tendría una buena razón para alegrarse de su prudencia.


Perrins recibió la llamada de Bill Reichhardt. La NRO tenía buenas noticias que comunicar: alguien había conectado el ordenador del satélite Ojo de Cerradura Once durante un par de minutos y había introducido la mitad del código de autodestrucción en la memoria incorporada al ordenador antes de que la señal volviera a enmudecer.

– Yo diría que la corriente se cortó antes de que acabara de introducir la secuencia de autodestrucción -dijo Reichhardt-. La pregunta es, ¿consiguió Boyd acabar el trabajo por sus propios medios? ¿Hizo explotar el pájaro?

– Creo que podemos estar tranquilos a ese respecto -opinó Perrins-. Sin embargo, como no tenemos noticias suyas desde entonces, me parece que debemos asumir que le mataron mientras llevaba a cabo su misión.

– Qué lástima, Bryan -dijo Reichhardt-. Tuvo que ser un buen hombre. Deberías estar orgulloso de él.

– Sí, Bill, lo estoy. Todos nos sentimos orgullosos de él.

Perrins colgó el teléfono y, tras sacar su catálogo del Instituto Cinematográfico Norteamericano, repasó las primeras películas de Hitchcock rodeando con un círculo de tinta de bolígrafo las que quería ver. El hombre que sabía demasiado. Perrins hizo un mohín con los labios y sacudió la cabeza. Ojalá pudiera decir eso de sí mismo.


Varios días después, el equipo regresó a Katmandu para descubrir que tanto Rusia como China habían presionado a sus respectivos aliados y, como consecuencia, los hindúes y los pakistaníes se habían desmovilizado y habían aceptado la presencia de una fuerza de pacificación de la ONU en el Punjab. La crisis parecía haber terminado.

Jack pasó un par de días en observación en el hospital Americano mientras Swift paseaba por la capital y procuraba disfrutar de las comodidades del hotel Yak y Yeti, el mejor de Katmandu. Pero mientras se alojaba allí, ocurrió algo que destruyó la poca fe en la naturaleza humana que le quedaba.

Una noche volvió tarde de un bar de Thamel, después de una sesión nocturna de beber cerveza San Miguel fría con Byron y Mac, y el portero del hotel le entregó por error a Swift un fax destinado a Lincoln Warner. Cuando llegó a su habitación y se dio cuenta de que ella no era la destinataria, lo leyó. El fax era del Times de Londres y se refería a un documento sobre la naturaleza del abominable hombre de las nieves escrito por Warner y que pronto se publicaría. Al principio, Swift pensó que debía de tratarse de un error y, antes de acusar a Warner de nada, hizo un par de llamadas telefónicas a Londres. Así completó lo que el fax sólo mencionaba esquemáticamente. El entusiasmo de su fuente, el coordinador de temas científicos del Daily Telegraph, y sus muchas preguntas documentadas fueron confirmación suficiente de lo que ella se temía. Warner había enviado por correo electrónico un documento, donde detallaba no sólo sus propios resultados, sino también los pormenores de toda la expedición, a la revista Nature de Inglaterra. Mientras todos los demás buscaban al yeti, con no poco riesgo para sus vidas, Lincoln Warner se había quedado en la concha redactando su documento, que mandaba por entregas, y en el que figuraban los datos y las conclusiones que había extraído en último lugar, pues lo envió justo a su llegada a la capital del Nepal.

Era una espectacular traición y una violación directa del contrato de confidencialidad que Warner había firmado antes de unirse a la expedición. Byron Cody y Jutta Henze se pusieron furiosos y cortaron toda relación con él. Mientras tanto, los pocos valientes de los medios de comunicación mundiales que estaban en la India para informar sobre la ahora desactivada crisis se dirigieron rápidamente a Khat, desesperados por hablar con Warner sobre su fantástico descubrimiento. Por alguna razón, aquello no pareció importarle a Swift, que apenas le hizo algún comentario a Warner aparte de decirle que la había decepcionado al arrancar antes de la señal de salida.

Preguntándose qué hacer, Swift pasó todo un día visitando templos en Katmandu y sus alrededores. Uno de ellos, el templo hindú de Pashupatinath, quizá el más famoso de todo el Nepal, ejerció sobre ella un efecto casi hipnótico. Había otros templos acaso más bonitos, pero Pashupatinath daba la impresión de ser un santuario. La misma palabra tenía ahora un nuevo significado para ella. Erigido en la cima de un monte, lejos de las ruidosas calles de la ciudad, el templo fue un lugar de meditación para Swift, donde podía ver las cosas con perspectiva. Era allí, a las orillas del Bagamati, donde se prendían las piras funerarias. La visión de las tarimas en llamas tuvo sobre ella un efecto cautivador. Al principio, ver los cadáveres incinerados al aire libre, como tantos restos orgánicos de jardinería, la puso de un humor morboso al pensar en los millones que sin duda habrían muerto en un holocausto nuclear. Pero la vida seguía alrededor de estas incineraciones públicas. Había gente vendiendo flores, incienso y sándalo; los ayudantes descastados hurgaban entre las brasas fúnebres con largas pértigas; las mujeres lavaban ropa en el sucio río; y los niños daban patadas a un balón de fútbol. Era como si esta aceptación de la muerte aportara una nueva dimensión a la existencia misma.

Poco a poco, Swift se sintió arrastrada por la corriente de la vida como un fardo de ropa inservible arrancado a un cadáver ennegrecido y que ahora flotaba río abajo; y fue mientras se encontraba en Pashupatinath cuando realizó el descubrimiento más importante. Se tropezó con un simple hecho ineludible: no en una cueva, ni en el ADN de un ser fabuloso, sino en ella misma. Era un sentido de la responsabilidad hacia un importante secreto que nunca debería revelar. Publicar un trabajo, ejercer en Berkeley, recibir honores científicos… nada de eso importaba ahora en el marco de su propia conciencia. No había encontrado en sí misma una visión darwiniana de la vida. Tal vez era incluso una vida con Jack.

Ahora sabía lo que había que hacer, y lo único que ella podía hacer.


En el rincón de la casa de Helen O'Connor que constituía la oficina de la expedición en Khat, Jack se preparaba para volver al Santuario con algunos de los sherpas con el fin de levantar el campamento. Al mismo tiempo, planeaba recuperar el cadáver de Didier de la grieta del Machhapuchhare para devolverlo a Canadá y que fuera enterrado allí. Swift propuso añadir una tercera labor a este programa de trabajo, y cuando los miembros de la expedición restantes (Mac, Jutta, Cody y Hurké Gurung) asistieron a la reunión que ella había convocado, les expuso su plan.

El equipo la escuchó en silencio y fue Jack quien habló primero.

– Me alegro de que lo propongas -dijo-. Por lo que sabemos, creo que todos nos sentimos responsables de proteger a esas criaturas. Creo que deberíamos someterlo a votación. ¿Alguna objeción? -Jack miró en derredor y sólo vio cabezas asintiendo-. De acuerdo, Hurké. ¿Qué dices tú?

El sirdar, cuyos ojos no se habían apartado de su pie, que ya estaba casi curado, levantó la vista con expresión sorprendida de que le pidiesen su opinión a él antes que a ningún otro.

– ¿Yo, sahib? -Hizo un gesto de negación-. No primero. Yo no.

– Éste es tu país. Deberías ser el primero. Bueno, ¿qué decides?

El sirdar meneó la cabeza con ambigüedad unos instantes.

– Estoy de acuerdo, Jack sahib. Lo que ha dicho memsahib es lo mejor. Quizá hay que ocultar algunas cosas a los demás hombres.

– ¿Byron?

– Creo que yo habría sugerido el mismo tipo de acción si Swift no se me hubiera adelantado. Voto que sí.

– Yo también -dijo simplemente Jutta, y miró a Mac. Mac lanzó un profundo suspiro.

– ¿Qué dices tú, Mac? -le preguntó Jack-. En cierto modo, eres el que tiene más que perder.

– Todos tenemos algo que perder -se burló el escocés-. Y no me refiero sólo a los miembros de esta expedición. ¿No se trata de eso?

– Sí -respondió Swift.

– Me refiero a todas esas fotos.

– Ah, eso.

Mac encendió un cigarrillo y sonrió forzadamente.

– Bueno, es una pregunta académica. -Recorrió la habitación con la mirada y una expresión de inocente sorpresa-. ¿No os lo había dicho? No ha salido ni una sola de las fotos. Ni una. Ni las de treinta y cinco milímetros. Ni la película de súper 8. La remesa estaba en malas condiciones. O eso, o soy una pena como fotógrafo. -Soltó una carcajada de júbilo-. Ese hijo de perra de Warner, ojalá estuviera aquí para verle la cara. Esperará que publiquemos nuestros datos, por supuesto. Parecerá un perfecto imbécil cuando sepa que no hay fotografías que respalden su historia.

– Y cuando lo desmintamos -dijo Byron sonriendo.

– Cuando digamos que no ocurrió nada de eso -añadió Mac.

– Le diremos a la prensa que sufría los efectos del mal de altura.

– ¿Creéis que alguien le creerá? -preguntó Jack.

– ¿Te creyó alguien a ti? -respondió Swift.

– Bien razonado.

– Casi siento lástima por él -dijo Jutta-. Va a quedar como un tonto.

– No lo sientas por él -dijo Byron-. Robarle el descubrimiento a otro es…

– Te olvidas de algo -interrumpió Swift-. Nosotros no descubrimos nada. Sólo unos cuantos huesos poco convincentes, nada más. Lo que nos deja sólo una cosa por hacer.


El helicóptero Allouette de la Corporación Real de Líneas Aéreas del Nepal, pilotado por Bishnu como antes, transportó a Jack, a Swift, a Hurké y a varios sherpas hasta el CBA. Esta vez no hubo necesidad de seguir el camino desde Pokhara, puesto que aún estaban aclimatados a la vida a cuatro mil metros de altitud a pesar de la semana que habían pasado en Khat. Cuando el helicóptero aterrizó, descubrieron que la proximidad de la primavera y el retroceso de las nieves ya había cambiado el carácter de su campamento base. La concha había empezado a hundirse a medida que la nieve sobre la que se asentaba se iba fundiendo, y el techo de una de las cabañas era claramente visible. Pero nada de esto afectaba a sus actuales planes. En cuanto quemaron incienso, rezaron a sus dioses y bebieron cha, los sherpas se pusieron a desmantelar la concha. Mientras tanto, Jack y Hurké recogieron la camilla de Bell y una de las mochilas de Boyd de su cabaña y las cargaron en el helicóptero.


Emprendieron el vuelo una vez más y se dirigieron al Machhapuchhare y al campamento I, en el riñón. El piloto les ofreció llevarlos al campamento II, en el pasillo de hielo cercano a la grieta. Aunque en ese campamento no había ningún lugar donde el helicóptero pudiera aterrizar, les habría resultado fácil saltar del aparato a menos de un metro del suelo. Pero Jack prefirió que aterrizaran en el campamento I y subieran andando. Había que pensar en el contenido de la mochila de Boyd. No era el tipo de equipaje que se arroja al suelo sin miramientos. Además, le pareció mejor que fueran los menos posibles los que supieran lo que iban a hacer. A las autoridades nepalesas no les sentaba muy bien que la gente cambiara la geografía física de un parque nacional.

Dejando a Bishnu fumando y disfrutando del sol, Swift, Jack y Hurké empezaron a recorrer el corredor de hielo.

A falta de dos trajes climatizados que funcionaran, Jack y Hurké entraron en la grieta vistiendo prendas de abrigo impermeables y los visores Petzl. Además de la camilla, llevaban picos, con los que intentarían liberar del hielo el cadáver de Didier. Jack calculaba que no tardarían más de dos o tres horas en recuperarlo. Cuando los dos hombres partieron, Swift se quedó junto a la tienda a solas con sus pensamientos. Al volar otra vez por encima del Santuario, tan vasto como desierto, parecía poco probable que un lugar tan frío y silencioso como un mar en la superficie de la luna pudiera haber revelado jamás ninguno de sus secretos. Pero ahora igual que entonces, se encontró buscando huellas, una figura, humana o de yeti, algún signo de que no se lo había imaginado todo. Por encima y por debajo de ella no había nada más que nieve blanca, sólo perturbada por el viento. Que una especie de animal superior, y tan estrechamente relacionado con el propio hombre, pudiera habitar en un entorno tan inhóspito parecía ahora tan improbable como siempre.

Finalmente, Jack y Hurké regresaron e izaron el cadáver con dos cuerdas para sacarlo de la grieta. Swift no había conocido a Didier en vida y ésta era la primera vez que lo miraba realmente. Aparte del brazo arrancado a tiros por el paranoico Boyd, pudo ver que el cuerpo estaba extraordinariamente bien conservado. Sólo había signos de una ligera deshidratación, y aunque pareciera un tópico, parecía de verdad que el muerto sólo estaba durmiendo. A Swift le pareció que era un hombre atractivo. Jack cubrió a su amigo difunto con una lona y empezó a sacar el material explosivo de la mochila de Boyd.

El sirdar miró los explosivos con expresión crítica manipulando el plástico y los detonadores con la familiaridad de alguien que había sido sargento del ejército gurkha durante muchos años.

Jack miró por encima de su hombro hacia la pared de roca buscando un lugar adecuado donde depositar el plástico. Hizo una seña a Hurké y apuntó con el dedo a un punto de la montaña situado cincuenta o sesenta metros más arriba, justo debajo de un enorme saliente de nieve y hielo.

– Si eso se desprende, enterrará toda esta zona. ¿Qué te parece?

Hurké asintió con un gesto.

– Si me enseñas cómo hacerlo, puedo colocar los explosivos y bajar en rápel -dijo Jack-. No tiene sentido que vayamos los dos. Además, aún tienes el pie vendado. Será mejor que Swift y tú empecéis a bajar con la camilla, y ya os veré en el helicóptero, ¿de acuerdo?

Hurké era lo bastante prudente como para no discutir. Seleccionó un trozo de plástico del tamaño de una novela de bolsillo y le hizo una demostración de cómo moldear el explosivo y cómo insertar el detonador.

– Cuando ha metido detonador en el plástico, sahib, no utilice la radio, porque puede activar explosivo sin querer.

Jack asintió y se echó al hombro una cuerda enroscada y su morral, en el que guardó con mucha delicadeza el material explosivo.

– Será mejor detonarlo desde el aire, sahib -dijo Hurké-. En todo caso, más seguro.

– De acuerdo.

– Ten cuidado, Jack -le dijo Swift.

– Estaré de vuelta antes de que te des cuenta de que me he ido.

Le vieron alejarse por el corredor de hielo en dirección a la pared de roca y, sólo cuando desapareció de la vista, el sirdar sugirió que debían ir bajando hacia el campamento I. Swift dejó escapar un nervioso suspiro y se situó delante de la camilla que sostenía el cadáver de Didier. Hurké se colocó detrás y cuando la mujer estuvo preparada, a su señal, levantaron la camilla y empezaron a andar.

Ambos guardaban silencio; avanzar en línea recta cargando la camilla hacía casi imposible volver la cabeza. Para cuando llegaron al helicóptero, el estómago de Swift era un nudo de preocupación, y estaba casi segura de que a Hurké le pasaba lo mismo.

Al verlos, Bishnu bajó de un salto y les ayudó a entrar la camilla en el helicóptero y a depositarla en el suelo. Después, casi como si se le acabara de ocurrir, miró a su alrededor y preguntó por Jack.

– Vendrá en seguida -dijo el sirdar.

Lo dijo con tanta convicción que Swift se convenció de que debía de estar en lo cierto. Se sentó en el suelo del helicóptero, con los pies colgando por fuera, a tomar el sol, intentando vaciar su mente de lo que más le preocupaba. Jack volvería en seguida. Siempre que se iba, acababa volviendo. Y siempre sería así. Pero a cada minuto que pasaba, estaba cada vez más segura de que debía de haberle ocurrido algo. Se puso en pie y empezó a pasear ante el helicóptero, forzando la vista para tratar de divisar en el pasillo de hielo su familiar silueta. Al ver que Hurké apagaba su octavo cigarrillo y que Bishnu consultaba su reloj de pulsera por tercera vez en cinco minutos, no pudo soportarlo más y, volviéndose hacia el sirdar, le recordó que ya había transcurrido una hora.

El sirdar lanzó una fría mirada a su propio reloj de pulsera y luego asintió.

– Hace rato ya, memsahib -dijo pausadamente-. No hay que preocuparse. Jack sabe lo que hace.

– ¿No podemos llamarle por radio?

– Con explosivos es imprescindible silencio por radio -respondió el sirdar-. Además de paciencia.

Al cabo de otra media hora, incluso el sirdar estaba preocupado. Se le habían acabado los cigarrillos y había empezado a morderse las uñas de los pulgares, que mascaba alternativamente con las manos entrelazadas como si esperara añadir algún sentimiento a una oración difícil.

El sonido de una explosión distante hizo que Swift y Hurké se pusieran en pie de un brinco. Bishnu miró al sirdar con ansiedad mientras su mandíbula temblaba de nerviosismo.

– ¿Garjan?

El sirdar negó con la cabeza y miró hacia la cima del Machhapuchhare.

– Pairo -dijo reposadamente.

Durante unos segundos, la inmensa masa de nieve permaneció inmóvil en la montaña y luego, lentamente, de desprendió como una gran pila de documentos al caer de un alto escritorio.

– Avalancha -añadió en un tono más apremiante.

Bishnu no necesitaba la aclaración. Ya había echado a correr hacia el extremo opuesto del helicóptero para saltar a la cabina y poner en marcha el motor, sin dejar de gritar con todas sus fuerzas. El motor añadió su propio gemido a los del piloto, y lentamente las aspas del rotor empezaron a batir el aire sofocando su exigencia dictada por el pánico de que debían despegar cuanto antes.

Swift se había aferrado a un brazo de Hurké y ahora se vio arrastrada precipitadamente hacia la puerta del aparato.

– Por favor, memsahib -gritó-. Tenemos que irnos ahora.

– ¿Y Jack qué? -gritó ella a su vez girando en redondo para mirar de nuevo el pasillo. No había ni rastro de Jack-. No podemos dejarle sin más.

El ruido de la avalancha era cada vez más cercano, como si se aproximara una tormenta con un gélido viento a modo de engañosa vanguardia de la monstruosa fuerza destructora de nieve y rocas que se dirigía hacia el riñón. El sirdar calculó que era cuestión de un par de minutos que el alud los alcanzara y notó que una descarga de adrenalina inundaba su cuerpo. Si los atrapaba, morirían todos. No sólo Jack. Empujó a Swift para que entrase en el helicóptero y le gritó a Bishnu que despegara y se mantuviera a un metro por encima del terreno añadiendo la amenaza de que si se elevaba más le cortaría las manos. Aterrorizado, el piloto miró a Hurké por encima de su hombro. Como era bien sabido que había sido el sirdar quien le cortó la mano a Ang Tsering, Bishnu no imaginó que Hurké lanzara esa amenaza a la ligera. Sin saber si tenía más miedo del sirdar que de la avalancha que ahora barría la ladera del Machhapuchhare en dirección hacia ellos, obedeció la orden y elevó suavemente el aparato.

– No puedes hacer esto -aulló Swift-. Es tu amigo. No puedes abandonarle. Morirá.

– Sólo podemos esperar todo el tiempo que sea posible – gritó el sirdar aferrando los brazos de Swift para apretárselos contra sus costados-. Pero seguro que moriremos todos si aún estamos en tierra cuando llegue la avalancha.

Swift forcejeó para liberarse de la férrea presa del sirdar. Comprendía que estaba en lo cierto, pero después de todo lo que habían pasado, le parecía tremendamente injusto que Jack muriese ahora. Teniendo en cuenta su decisión de mantener en secreto la existencia de los yetis, la circularidad de lo que estaba sucediendo la dejó anonadada: era casi como si los hados hubieran decidido que Jack siempre tuvo intención de morir con Didier en la primera avalancha, hacía ya tantos meses. Swift advirtió que el helicóptero era vapuleado por un viento racheado que se arremolinaba a su alrededor y, sin saber si se debía a la onda expansiva del alud o a las aspas del rotor que rugía por encima de su cabeza, gritó el nombre de Jack con todas sus fuerzas. Y entonces lo vio, corriendo hacia ellos, levantando las rodillas todo lo que permitía el traje impermeable que llevaba.

– ¡Allí! -gritó-. Está allí.

Hurké siguió la dirección del brazo que se había liberado de su presa para señalar hacia el corredor de hielo y vio que su amigo lo conseguiría por los pelos; excepto si tenía la mala suerte de tropezar y caer al suelo. El sirdar sintió verdadero miedo cuando miró por encima de Jack y vio, acelerando como la ola gigante de un maremoto y reduciendo cada vez más la distancia que los separaba, una inmensa y amenazadora nube de nieve que parecía el humeante aliento abrasador del dios Siva. Era como si les recordasen que aquél era un lugar sagrado, prohibido, y que nunca debieron profanarlo.

Jack se lanzó de cabeza por la puerta abierta del helicóptero, dio con el torso en el suelo y se sintió izado a bordo por el arnés que rodeaba su cintura.

– Jaanu -gritó el sirdar-. Jaanu, jaanu.

Al instante siguiente, el helicóptero se precipitó bruscamente hacia un lado alejándose de la montaña, y luego se dirigió hacia el santuario.

– Hera -aulló Bishnu.

El Machhapuchhare y el riñón desaparecieron por completo, mientras una ensordecedora nube blancogrisácea envolvía el vetusto helicóptero como una ventisca y el motor vibraba con el esfuerzo de ganar altura. La mirada de Swift se encontró con la de Jack y vio que decía algo, pero las palabras eran inaudibles por el sonido que atronaba bajo sus pies. Cerró los ojos y le pareció que el helicóptero realizaba un mareante viraje de ciento ochenta grados en una dirección y luego en la otra, y durante lo que se le antojaron varios minutos creyó que se iban a estrellar. El aparato se bamboleó un poco, finalmente se estabilizó y se dirigieron sin más sacudidas hacia el borde del glaciar.

Swift abrió los ojos. Durante un segundo creyó que el miedo había hecho que el cabello de Jack se volviera más blanco que un muñeco de nieve, hasta que cayó en la cuenta de que estaba cubierto de nieve pulverizada. Como todos los demás.

– Gracias a Dios -consiguió articular.

Jack se levantó del suelo y se sacudió parte de la nieve de la cabeza y los hombros.

– Dios, por poco no lo contamos -dijo-. Esperé hasta que pude veros antes de detonar la carga. Sólo que subestimé su velocidad.

– Casi nos matan por tu culpa.

– Mira quién habla.

Pero ella ya se había asomado por la puerta para inspeccionar el resultado de la misión. Todo el corredor de hielo y el riñón estaban ahora enterrados bajo miles de toneladas de nieve y hielo. Segura de que la ruta que habían encontrado hasta los yetis y su hábitat boscoso oculto había quedado completamente destruida, asintió con satisfacción y cogió la mano que le tendía Jack.

El helicóptero volaba por encima de un mar de roca. El Himalaya parecía una serie de enormes olas en un océano petrificado del que todos esperaban que lograse conservar su secreto más preciado y menos abominable.

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