La ciencia ha de considerar primero los mitos y la crítica de los mitos.
Sir Karl Popper
El reloj del campanario acababa de tocar las seis cuando Swift se subió a su Chevy Camaro. Convencida de que probablemente estaba perdiendo el tiempo y de que la razón por la cual Jack tenía el teléfono descolgado era que estaba con alguna chica que se había ligado cuando se fue a escalar al valle, se dirigió hacia el interior en dirección este por la interestatal que llevaba a Diablo State Park y a Danville con la esperanza de poder ver a Jack y regresar a Berkeley antes de la hora del almuerzo.
La suavidad de la autopista contrastaba con la intolerancia de los conductores del norte de California; a pesar de lo temprano de la hora y de que sólo circulaban unos cuantos camiones, sus conductores parecían considerar a una mujer que iba al volante de un cupé rojo llamativo un desafío a su hombría. En varias ocasiones se vio metida en una guerra encarnizada de gestos obscenos.
En momentos como aquéllos, Swift pensaba que los hombres no eran mejores que los monos, capaces como eran de pelearse por cosas de lo más ridículas. Se preguntó por qué la especie humana sería tan numerosa y no una especie en extinción, como lo era el oso panda gigante.
Danville es un pueblecito rodeado de onduladas tierras de labranza y campamentos que se halla a corta distancia de Mount Diablo, un trayecto que el autobús del condado de Contra Costa recorre en pocos minutos. Sesenta años atrás, el habitante más famoso del pueblo era el dramaturgo Eugene O'Neill. Pero en la actualidad la mayoría de los lugareños ya no saben quién era O'Neill; para ellos, el habitante más famoso del pueblo es el alpinista número uno de Norteamérica, Jack Shackleton Furness.
Jack, al igual que O'Neill, vivía en un pequeño rancho situado a unos cuantos kilómetros del pueblo, en las colinas que se hallan al pie de Mount Diablo. Swift pasó dos veces por delante del camino anónimo por el cual se iba a la casa de Jack sin distinguir el lugar en el que arrancaba oblicuamente de la carretera principal y bajaba por una pendiente muy inclinada que llevaba a una pequeña hondonada, por la que discurría un riachuelo hacia la zona occidental de la bahía para desembocar luego en el mar.
Swift subió por la pendiente y dejó atrás el riachuelo, hasta llegar al punto en que el camino de pronto se nivelaba. Entonces vio la casa de Jack y el Grand Cherokee negro aparcado en la suave suave, de cara a la montaña del demonio, que se divisaba a oriente.
Swift bajó del coche y echó una mirada a su alrededor. No había ni un alma, ni siquiera el «perro peligroso» anunciado en un letrero.
Subió la escalera que llevaba a la puerta, llamó al timbre y esperó más o menos un minuto. Intentó entonces abrir la puerta y descubrió que no estaba cerrada con llave.
– ¿Jack? -llamó asomando la cabeza-. ¿Estás ahí? Soy yo, Swift.
Se dirigió hacia los dormitorios que había en la parte trasera; reparó en una botella vacía de Macallan que habían dejado en el suelo, en un cenicero lleno a rebosar de colillas y en una bandeja con restos de comida. Oyó un ruido, que procedía de la habitación contigua, de algo que caía al suelo y a un hombre que tosía con determinación.
– ¿Jack? ¿Es un mal momento? ¿Interrumpo algo?
Jack apareció por la puerta del dormitorio fumando un pitillo y desnudo, aunque llevaba el Rolex GMT Master que todavía anunciaba en las páginas del National Geographic y un par de náuticos muy usados.
Tal vez fuera que llevaba días sin afeitarse, pero a ella le pareció aún más peludo de lo que lo recordaba. Y también había engordado.
– Dios mío, tienes una pinta horrible.
Jack soltó una fuerte risotada, se rascó los testículos con una expresión ausente en la mirada, intentó deshacerse del mal sabor que se le había pegado a la boca y echó una ojeada al reloj.
– Swift, ¿qué caray haces aquí a estas horas? -le preguntó bostezando-. Mejor dicho, ¿qué caray haces aquí?
– El teléfono. Lo tienes descolgado.
– ¿De veras?
– Hace días que intento hablar contigo.
– Tampoco es nada fácil contactar contigo -repuso con desdén-. Desde que desapareciste aquella mañana te llamé varias veces, te dejé mensajes en el buzón de voz, te dejé recados por todas partes.
Jack recogió la botella vacía del suelo.
– Me tenías preocupada.
– Y una mierda -le espetó inspeccionando la botella; al comprobar que estaba vacía, hizo una mueca y negó con la cabeza-. Te conozco. ¿O se te ha olvidado? Tú quieres algo. Por eso has venido hasta aquí. Lo sé. ¿Por qué, si no, te has puesto tan sexy? -Señaló con un gesto de la cabeza las prendas que lucía ella, como si fuera del todo evidente-. Cariño, vas elegantísima.
Debajo del largo abrigo de lana, Swift llevaba una minifalda rosa, una blusa blanca y un chaleco de toile de jouy de color rojo y dorado con escenas de un friso de una misteriosa villa de Pompeya.
– Jack, eso no es verdad.
– Mira qué chaleco te has puesto. Si no estuviera tan dormido como estoy, me apuesto a que vería por ahí fuera a un tío empalmado. -Se pasó la lengua por los labios, enfebrecido-. Tú sólo te pones una minifalda cuando quieres conseguir algo.
– Te ha ocurrido algo, ¿verdad?
– Normalmente ocurren cosas.
– Algo más bien desagradable.
– Llámalo una pena con efectos retardados. -Jack se encogió de hombros-. Didier era un buen amigo.
Swift se quedó pensativa un momento y asintió con la cabeza.
– ¿Por qué no me dejas que te prepare el desayuno?
Jack entornó los ojos.
– Todavía no sé qué quieres, pero pronto lo sabré.
– Me he ofrecido a prepararte el desayuno, nada más.
Jack se tiró de la punta del pene casi inconscientemente, y Swift pensó que parecía un niño pequeño intentando consolarse.
– Tengo un poquito de hambre -admitió.
– Mientras lo preparo, tú te duchas -le dijo ella-. Y te pones ropa limpia. Y cuando hayas terminado de desayunar, ya hablaremos.
– Me figuro que no habrás traído nada de alcohol -dijo él con vaguedad-. Ya sabes, para quitarme la resaca.
Swift negó con la cabeza y Jack se encogió de hombros.
– Sí, me apetece un buen desayuno -reconoció-. Pero con una condición: que no me eches la bronca. Si cojo una cogorza es cosa mía, ¿de acuerdo? No quiere decir que sea un borracho. Estoy en mi casa y hago lo que me da la gana, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
– Esto tiene que quedar muy claro, ¿vale?
– Vale.
– Porque no estoy de humor. -Se le había puesto duro el pene y empezó a sonreír-. Me imagino que no te apetecerá echar un polvo antes de desayunar, ¿o sí?
– Dúchate primero -le contestó ella-. Y mejor será que lo hagas con agua fría.
Jack terminó de comer los huevos con jamón, apuró la taza sorbiendo el café ruidosamente y miró con creciente desconfianza el ordenador portátil que asomaba de la bolsa de Swift. Una vez duchado y afeitado, y vestido con una camisa limpia y vaqueros, parecía otro hombre. Y hablaba también como un hombre distinto.
– Me encuentro muchísimo mejor. Gracias por tu delicioso desayuno. Y te agradezco que hayas venido. Me he sentido bastante solo estos días.
– ¿Cuánto bebiste?
– ¿De whisky? Sólo una botella. -Se encogió de hombros casi imperceptiblemente, con timidez-. Nunca he tenido buen saque.
Swift asintió esperando que surgiera el momento oportuno para abordar el tema que la había llevado hasta allí. Se reclinó en la silla, le cogió un pitillo a Jack y lo encendió. Durante un momento, ella fingió que la distraía el ruido que llegaba del exterior de unos grajos que se peleaban en un árbol y que se veían por la ventana de la cocina. De repente rompió el silencio.
– ¿Qué tal te fue con los de la National Geographic?
– Ya sabes cómo son. -Jack se encogió de hombros-. Burócratas. Me hicieron la vida imposible por unos dólares que pagué en concepto de indemnización a los familiares de los sherpas que murieron. ¿Te lo puedes creer? -Negó con la cabeza y lanzó un triste suspiro-. Son un hatajo de contables mezquinos.
– No te habrás peleado con ellos, ¿verdad?
– No, no me he peleado con ellos.
Aquellas palabras habían salido de la boca de Swift con demasiada rapidez.
– ¿Por qué lo dices? -le preguntó él frunciendo el ceño-. ¿Qué más te da a ti si me peleo con ellos?
– No seas tan susceptible, Jack. Ellos son tus principales patrocinadores, ¿no? -Cambió de posición, incómoda-. Se me hace difícil imaginar que puedas enemistarte con ellos tontamente. Hoy en día son los contables quienes dirigen el mundo. Mejor será que vayas haciéndote a la idea de que es así.
– Si tú lo dices.
Swift cruzó los brazos y se acercó a la ventana; tenía la impresión de que todavía no se había presentado el momento de hablar del objetivo principal de su misión.
– Me encanta este sitio -dijo con calma.
– Si tú lo dices.
– ¿Qué vas a hacer ahora?
– Voy a beberme otra taza de café.
– Me refiero a qué planes tienes, Jack.
– Descansar un tiempo. Después no lo sé. Me imagino que volveré y escalaré los picos que me faltan. Supongo que en solitario. La Torre de Trango no está mal, por lo difícil.
– No pareces muy convencido.
– ¿Qué quieres que te diga? -Jack volvió a fruncir el ceño-. A eso has venido, ¿verdad? Sea lo que sea lo que te traes entre manos, a eso has venido.
– ¿De qué estás hablando, Jack?
– De la razón por la cual estás aquí.
Swift, enfurecida, dio una patada en el suelo.
– ¿No puedo hacer nada por ti sin que pienses que tengo algún motivo oculto? ¿Por qué tienes que ser tan desconfiado, Jack?
– Porque te conozco. No eres la madre Teresa. Es algo relacionado con el dichoso fósil, ¿verdad?
Aparentando enojo, Swift no dijo nada. Las cosas no iban por el camino que ella había imaginado.
– ¿Verdad? -repitió Jack.
– Muy bien. Pues sí -contestó Swift con brusquedad.
Jack hizo una mueca.
– Ahora eres la Swift que yo quiero.
Jack se inclinó, le cogió la mano y la arrastró hasta la mesa de la cocina.
– ¿Por qué no te sientas y yo intentaré no mirar esta exigua falda que llevas, si es que se la puede llamar falda, mientras tú me cuentas qué es lo que quieres exactamente?
Swift se sentó de cara a él con las rodillas apretadas y una sonrisa en la boca. Luego las abrió y las cerró rápidamente provocándole en broma y riendo.
– Creo que se trata de un nuevo espécimen tipo -dijo entusiasmada.
– Pues qué bien, ¿no?
– Es fantástico.
Sacó el Toshiba de la bolsa, lo colocó encima de la mesa, levantó la pantalla y lo encendió. Se oyó un ruido como el de una pequeña aspiradora, y el ordenador empezó a emitir un chirrido sordo, señal de que estaba leyendo un disco compacto.
– Un espécimen tipo es el estandarte de una nueva especie, un fósil con el que tendrá que cotejarse cualquier material fósil que se le asemeje. Es el sueño de todo paleoantropólogo, Jack. Espero que, con el tiempo, todas las citas formales que hagan referencia a él incluyan el nombre o el número de la especie y el autor con él asociado, es decir, yo. Pero todos hablarán de él empleando su nombre popular. Nadie habla del cráneo 1470, todo el mundo habla de Lucy, a eso me refiero. Jack asintió.
– Ya he oído hablar de Lucy.
– Le voy a poner tu nombre, Jack. Con tu permiso.
– ¿Jack? No me parece del todo acertado.
– No, no quería decir eso. ¿Te acuerdas de cómo te llamaban algunos en Oxford por lo peludo que eres?
– Claro que me acuerdo. Me llamaban Esaú. -Jack hizo un movimiento afirmativo con la cabeza-. Esaú. Sí, eso me gusta más. Este nombre suena más apropiado para un hombre mono. -Se encogió de hombros-. No te ha sido muy difícil, ¿eh? Te podías haber figurado que iba a decirte que sí. ¿Por qué iba a poner reparos si para mí es un honor?
Swift movió la cabeza.
– Esto no es todo.
– Ah.
– Deseo que me ayudes a presentar una solicitud para una subvención a la National Geographic Society. Quiero que redactemos juntos un proyecto para inspeccionar el Santuario del Annapurna y explorar algunas de las cuevas con el objeto de dar con paratipos y material relacionados con el cráneo. Dicho en pocas palabras, quiero que seas el responsable oficial de la expedición que se monte para rastrear fósiles que puedan guardar relación con Esaú.
– ¿Yo? Pero si no soy antropólogo.
– Es cierto, pero conoces la cordillera del Himalaya y el santuario mejor que nadie. -Se quedó callada un momento-. Además, todo este rollo es sólo para redactar la solicitud y que nos concedan la subvención. En realidad lo que quiero es que organicemos una expedición, porque estoy convencida de que vamos a hallar algo mucho más interesante que unos cuantos huesecillos.
– ¿Como qué, por ejemplo?
– Según Stewart Ray Sacher, que es el jefe del Área de Geocronometría de Berkeley, es imposible datar el cráneo mediante la técnica del carbono. En otras palabras, tiene menos de mil años. Dice que la razón puede que estribe en que el cadáver haya permanecido en un glaciar durante, como mínimo, cincuenta mil años y que sólo cuando el glaciar se fundió, el carbono-14 empezó a descomponerse. Warren Fitzgerald cree que debió de permanecer en el glaciar muchísimos más años. Tal vez cien mil o ciento cincuenta mil.
»Pero yo no he dejado de preguntarme por qué suponer que tiene más años cuando es igual de verosímil suponer que es más joven. «Hay que dejar hablar al fósil», dice siempre Sachen Sólo que él no lo hace. Pero lo que yo creo es lo siguiente: ¿por qué no tomar en consideración la posibilidad de que tenga menos de mil años? ¿Por qué descartar la posibilidad de que el cráneo sea exactamente lo que parece ser? Algo que no es para nada un fósil.
Jack frunció el ceño.
– Espera un momento. No lo veo claro. Has dicho que hay que dejar hablar al fósil. Pero ahora dices que quizá no sea ningún fósil. -Se encogió de hombros-. Bueno, aclárate.
– Muy bien. El prefijo paleo viene de una palabra griega que significa «antiguo». Creo que esto es de lo más irrelevante en este caso. -Fue Swift quien se encogió ahora de hombros-. De hecho, me parece que es lo único que digo. Que hemos de dejar a un lado la antigüedad.
– Es evidente que dices más de lo que dices. Y que además lo sabes. Así que ¿por qué no dejas ya de largarme rollos y vas al grano?
– De acuerdo, te voy a decir lo que pienso, Jack. ¿Qué pasaría si el cráneo es reciente? ¿Tan reciente, de hecho, que si fuéramos al Himalaya hallaríamos no huesos sino un fósil vivo?
– ¿Te refieres a algo así como un dodó?
– No exactamente. El dodó es un ave extinta. Me refiero a que deberíamos ir porque puede que encontremos algo cuya existencia hemos ignorado siempre. Una especie nueva.
– Una especie nueva. -Jack levantó las cejas, meditabundo-. ¿A qué altitud? No debes de hablar en serio. La única especie nueva que podrías encontrar allí arriba es una variante mutante del virus del catarro.
Swift se contuvo un momento antes de jugar la siguiente carta. Todos aquellos nombres antiguos que tejían los mitos, las leyendas y las películas baratas de serie B eran un poco absurdos, cómicos casi. En la palabra Esaú, en cambio, veía una forma novedosa de expresar las cosas.
– Jack, quiero que vayamos al Himalaya porque allí encontraremos a los parientes vivos de Esaú. Nada de montar una expedición en busca de fósiles. Será una expedición zoológica. Quiero que vayamos allí con el objeto de capturar un animal de una especie nueva.
Jack se quedó reflexionando, con las cejas fruncidas, sobre lo que acababa de decirle Swift. O en lo que él creía que ella le había dicho. Y de pronto comprendió por fin cuáles eran sus intenciones.
Se reclinó en la silla, se pasó ambas manos por el pelo y soltó una fuerte carcajada.
– Espera un momento. Esaú no es nada. -Sonrió con amargura y agitó un dedo acusador, señalándola a ella-. Eres muy lista, te lo concedo, Swift. Eres lista. Todas estas patrañas sobre un fósil vivo. Me debes de tomar por un imbécil, Swift. Ya sé de qué estás hablando y… francamente, lo encuentro ridículo.
– No siempre lo encontraste ridículo -repuso ella con sarcasmo.
Jack se puso en pie y se alejó dándole la espalda.
– Déjame que te diga que esto es tan ridículo como lo del monstruo del lago Ness -insistió él.
– No pensabas así hace diez años, cuando lo viste en el Everest -le dijo Swift, que empezó a buscar en el disco compacto que había introducido en el Toshiba las páginas del libro de Jack que ella había escaneado-. ¿Quieres que te recuerde lo que escribiste en tu libro Los mantras de la montaña?
– No tengo especial interés.
Jack estaba junto a la ventana y encendió un cigarrillo. Estuvieron un par de minutos sin decir nada. De repente Swift empezó a leer en voz baja y calmosa.
– «El 20 de mayo habíamos levantado un campamento en el collado norte, a siete mil metros de altitud; gracias a Dios disponíamos de todas las comodidades, porque al día siguiente se levantó un terrible huracán que hizo bajar el termómetro muchos grados bajo cero. Le pregunté a Karma Paul por qué el tiempo empeoraba si teníamos el verano encima, y me dijo que guardaba relación con ciertos festejos religiosos que se celebraban en el monasterio de Thyangboche. Me explicó que los demonios de la montaña luchaban porque cesaran las ceremonias y que por eso chillaban muy fuerte. También dijo que en cuanto terminaran aquellos servicios religiosos, igualmente cesaría la tempestad.»
– Ya sé lo que escribí -murmuró Jack.
– «Pasamos tres noches seguidas en el refugio del collado norte; fueron las tres noches en que el vendaval arreció. Pero al cuarto día amainó y yo efectué una expedición hasta el Lhakpa La, desde donde pude contemplar una vista magnífica de la vertiente norte del Everest y otra, más inquietante, del monzón que se acercaba. Me puso muy nervioso pensar que no podría concluir la ascensión a tiempo, de modo que decidí que al día siguiente intentaría escalar sin oxígeno. Iba ya a regresar al campamento III cuando me salió al encuentro un pajarito (creo que debía de tratarse de un Lammergeyer de Wollaston, pues no hay ninguna otra ave que vuele tan alto), como si algo que se acercara a mí en dirección contraria lo hubiese espantado. Y fue entonces cuando vi una figura que parecía un mono gigante; estaba frente a mí, a no más de cincuenta metros. Casi al mismo tiempo, aquel ser extraño me vio y se quedó inmóvil. Los dos permanecimos quietos mirándonos como unos tontos. Poca cosa puedo decir, aparte del simple hecho de que aquella criatura era de elevada estatura y muy hirsuta, porque yo la veía a contraluz y el sol me deslumbraba; cuando fui a coger los prismáticos, aquel ser extraño se alejó a gran velocidad avanzando por la nieve, que era de considerable grosor, de un modo que a mí me habría dejado extenuado en pocos segundos. Cuando por fin pude enfocar a aquella criatura de naturaleza desconocida con mi Nikon, era ya una mancha diminuta en el horizonte…»
– Ya sé lo que escribí -repitió, esta vez más alto-. No necesito que nadie me lo recuerde. En cambio, tal vez convenga recordarte a ti qué sucedió cuando se publicó el libro. Algunos críticos apuntaron que me lo había inventado todo para introducir un detalle sensacionalista en un libro que consideraron, por lo demás, aburrido. Lo llamaron criptozoología. Después, un cretino del Scientific American escribió una historia en la que contaba cómo muchos otros escaladores antes que yo habían padecido alucinaciones provocadas por el mal de altura. -Jack movió la cabeza con una expresión triste en el rostro-. Dios mío, incluso tuve el privilegio de que se contara un chiste sobre mí en el show de Carson y también fui el protagonista de una escena cómica en «Saturday Night Live».
– ¿Y tú? ¿Qué piensas tú? ¿Crees que fue una alucinación provocada por el mal de altura?
– Sí -contestó sin demasiada convicción.
– ¿Y todos los otros escaladores que también lo vieron?
– ¿A qué te refieres?
Swift volvió a concentrarse en la pantalla del Toshiba y repasó una larga lista de otros testimonios que había grabado en un disco compacto.
– Hace cinco años, Hidetaka Atoda vio, según se dice, en las laderas del Machhapuchhare, en el Santuario del Annapurna, a una criatura de gran estatura que nadie ha identificado. Incluso hizo una fotografía. El Machhapuchhare es una montaña sagrada. No se conceden permisos para escalarla.
– Y me lo dices a mí -dijo Jack riéndose sarcásticamente.
– Según parece, fue incapaz de perseguir a aquel ser nunca visto por miedo a perder la licencia para escalar en aquella zona.
– Sí. Pero perdió la vida -repuso Jack-. El Sapo era un buen amigo mío. Murió tres semanas después, cuando escalaba la vertiente suroeste del Annapurna. Igual que Didier. Un alud acabó con él y se llevó su cámara. -Jack le sonrió a Swift con agresividad-. Así que nadie ha visto jamás la famosa fotografía. Y otra cosa, como alpinista, es sabido que el Sapo actuaba con precipitación. Que yo sepa, nunca se aclimató del todo y siempre corría, desaforado. Probablemente eso es lo que le mató.
– De acuerdo -concedió Swift con paciencia-. ¿Y Chris Bonington?
– ¿Qué quieres que te diga de Chris Bonington?
– Él también lo vio en el transcurso de una expedición que montaron en 1970 con el objeto de escalar el Annapurna. Según dijo él, se hallaba casi a la misma altura de la entrada del Santuario, un poco más arriba, cerca de la cueva Hinko, a unos tres mil seiscientos metros. Eso está muy cerca del Machhapuchhare, ¿verdad?
– Tal vez -admitió Jack.
– Y es más, Chris Bonington estaba totalmente aclimatado.
– Es un buen alpinista -reconoció Jack-. El mejor.
– En su libro, La vertiente sur del Annapurna, explica que vio un mono o una criatura simiesca que corría a gran velocidad por la nieve a refugiarse en unos peñascos. Dice que era un animal muy vigoroso, que dejaba huellas perfectamente visibles, pero que más tarde los sherpas fingieron no haberlas visto. Bonington estaba convencido de que había visto al yeti.
Swift sonrió, casi como si pidiera disculpas.
– Al fin lo he dicho, ¿eh? El yeti.
– Te felicito. Has ganado un muñeco de peluche.
– Greg Topham vio al yeti en 1982, cuando escalaba el Annapurna III.
– Topham. -Jack resopló, mofándose de ella-. Un hippy memo y drogata.
– Afirmó que había visto un animal parecido a un oso caminando por la cresta en dirección sur, hacia el Machhapuchhare.
– Es probable que fuera un oso. Oye, ¿a qué viene esta obsesión por el Machhapuchhare?
– Pues a que tres personas han visto el mismo ser extraño en el Machhapuchhare o en los alrededores. Una montaña, además, a la que los escaladores y los turistas tienen prohibido ir.
– El Machhapuchhare no tiene nada de mágico, si es eso lo que insinúas -afirmó Jack, incómodo.
– Yo no he dicho que lo tuviera. Y tienes razón, se han visto yetis por todo el Himalaya.
Echó una ojeada al ordenador.
– No me refería a eso.
– En 1955, Tony Streather informó, antes que Bonington, de que durante una expedición que iba a efectuar la ascensión del Kangchenjunga había oído unos silbidos muy fuertes. El mismo ruido que había oído dos años antes Wilfred Noyce en la expedición de sir John Hunt que se organizó para escalar el Everest. Los sherpas dijeron que el silbido era el de un yeti. -Alzó la vista de la pantalla del Toshiba-. ¿Te acuerdas de que el invierno pasado ayudé a Byron Cody a escribir un libro sobre gorilas?
Jack se encogió de hombros.
– Lo que más me interesa de lo que cuenta este tal Noyce es que el grito de alarma de un gorila es un chillido largo y agudo que suena como un silbido desgarrador y que, además, el espectrógrafo lo registra así.
– Qué mundo tan cerrado. -Jack meneó la cabeza-. Podía haber sido cualquier cosa. Un águila. Un lémur… ¿Has terminado?
– Si ni tan siquiera he empezado, Jack. En 1951 sir Eric Shipton fotografío e hizo moldes de una serie de pisadas que él y otros vieron en la nieve del glaciar Menlung, cerca del Everest, a una altitud de unos cinco mil quinientos metros. Shipton y el sherpa Tenzing, que con posterioridad coronaría el Everest con sir Edmund Hillary, siguieron el rastro de las huellas hasta que les perdieron la pista. Tenzing había visto un yeti en 1949. Lo describió como un ser de una estatura muy superior a la del hombre, muy hirsuto, de pelo rojizo, pero con la cara lisa como un caramelo.
– ¿Como un caramelo o como un camelo? -se rió Jack-. Y huellas. -Resopló-. Las huellas pueden ser el resultado de la acción de cualquier fenómeno atmosférico. Lo leí en algún lado. Una corriente de aire cálido que penetra en la atmósfera fría provoca que pequeñas bolsas de humedad se conviertan en agua que, al caer, forma unas depresiones en la nieve que no se distinguen de unas pisadas.
– ¿Unas pisadas dispuestas regularmente? ¿Separadas siempre un metro una de otra? -Ahora era Swift quien tenía razones para mofarse-. Tu explicación es mucho más fantástica de la que yo propongo. Pero aun si desechas las afirmaciones de Shipton y de Tenzing por falsas, cosa que no creo que puedas hacer, ¿vas a descartar también el testimonio de sir John Hunt, que en 1937 vio no una sino dos series de extrañas huellas cerca del glaciar Zemu? Dijo que era imposible que las pisadas fueran de un oso y no supo qué explicación dar a lo que vio. Más tarde afirmó que creía en la existencia de un antropoide superior indígena, desconocido por la ciencia.
Jack miró al techo como si estuviera deseando que Swift acabara de una vez por todas.
– Muy bien -dijo Swift-. Pero hay decenas de testimonios que han visto al animal. Montgomery McGovern en 1924, el coronel Howard-Bury en 1924, Henry Elwes en 1921, el comandante L. A. Waddell en 1899, W. Rockhill en 1884 y el teniente George White en 1838. La leyenda, Jack, se remonta a 1820, y empieza con el Diario de una excursión a través de una parte de la cordillera nevada de las montañas del Himalaya de J. B. Frazer. No puedes tacharlos a todos de locos, mentirosos, hippies o ilusos. Existen testimonios que han visto yetis y huellas de yetis en zonas tan alejadas unas de otras como el Nepal, el Tibet, Sikkim, Garwhal, el Karakoram, la zona del Alto Sahween y Bhutan.
Jack gruñó sin dar su brazo a torcer y apoyó la frente en el cristal frío de la ventana. Fuera, el sol ardiente se abría paso entre las nubes y un buitre surcaba lentamente el cielo azul como un avión de pasajeros lleno de almas humanas.
– Tú lo has visto, Jack -insistió ella-. Sabes que lo has visto. ¿Qué sacas con negarlo?
– No sé lo que vi -repuso él, irritado-. Como he dicho, es probable que se debiera a los efectos de la altura. La falta de oxígeno provoca incontables trastornos físicos: edema pulmonar, insomnio, pérdida de apetito, pérdida de peso y retención de líquidos. La retención de líquidos, por ejemplo, produce una hinchazón del cerebro, que, al hacer presión en el cráneo, te provoca alucinaciones. Por si esto no fuera suficiente, también eres propenso a padecer conjuntivitis, a causa de un exceso de luz ultravioleta. Sientes como si tuvieras arena en los ojos y después te duelen tanto que ya no puedes abrirlos del todo.
Swift asintió.
– Por supuesto -dijo Swift pacientemente-. Es comprensible que se desee contar con una prueba mejor que la visión defectuosa de unos ojos dañados. -Se interrumpió-. Por eso mandé un fax al Museo de Historia Natural de Londres y me enviaron por Federal Express unas fotografías de un molde de yeso que hizo un zoólogo ruso, Vladimir Tschernezky, a partir de las fotos de Shipton.
Movió el ratón de bola del Toshiba con el pulgar y seleccionó una imagen del molde que ella había escaneado en el disco compacto.
– El pie es más del doble de ancho que el pie de un gorila -comentó-. Pero mide más o menos igual de largo. Y mira el tamaño del dedo gordo.
Jack seguía mirando por la ventana.
– Es excepcionalmente grueso. Yo no soy alpinista pero diría que este pie es perfecto para agarrarse a las rocas verticales.
Jack no pudo evitar echar un vistazo a la pantalla y su sentido crítico de experto le hizo apretar los labios.
– Sí, podría ser.
– Además, el tamaño del talón parece indicar que se trata de un ser más grueso y más pesado que un gorila.
Al ver que había despertado por fin el interés de Jack, Swift seleccionó un dibujo en el que se comparaban unas pisadas.
– La de la izquierda es la huella de un gorila -explicó-. La del medio la encontró Shipton a una altitud de tan sólo cinco mil quinientos metros. Algunas de las huellas llegaban hasta una grieta de un glaciar… un salto de entre cuatro metros y medio y seis metros. Y no había ninguna señal de garras. La diferencia es bien visible.
– ¿Y la de la derecha? -preguntó Jack.
– Es una huella que se reconstruyó utilizando los restos de un esqueleto de un neandertal hallado en Crimea. Como puedes ver, llama la atención la anchura de los tres pies, que miden el doble de ancho que de largo. Pero sólo las huellas de Shipton muestran un hallux tan desviado, el dedo gordo. Y el segundo dedo es también extraordinariamente largo.
»Les pedí a los del laboratorio de visualización biomédica que digitalizaran una imagen del cráneo que hallaste y que añadieran las pisadas que descubrió Shipton. Utilizando señales craneanas y la profundidad de los tejidos obtenidas a partir de los datos anatómicos de gorilas, pudieron efectuar una reconstrucción completa del fósil del tipo de antropoide que nos interesa.
– Que te interesa a ti -intervino él sin apartar la vista de la pantalla.
Swift sonrió para sí y seleccionó una breve secuencia animada del disco compacto que ilustraba la reconstrucción de aquel ser desde los pies. La cantidad de pelo que debía de cubrirle el cuerpo era imposible de deducir a partir del fósil y de la pisada y, por tanto, no se reconstruyó. Al contemplarlo con atención, sin embargo, a Jack le dio un vuelco el corazón, porque la secuencia animada desplegada en la pantalla del ordenador mostró una ilustración en color y tridimensional de un antropoide bípedo que le pareció reconocer.
– Dios mío -susurró-. ¿Cómo lo has hecho?
– Lo ha hecho un ordenador -contestó ella con toda la tranquilidad del mundo.
Jack giró la cara, como si necesitara recuperar el autodominio perdido.
Swift se quedó callada; esperaba a que él volviera a mirar la pantalla y, cuando lo hizo, giró el ratón de bola y seleccionó una imagen ampliada del rostro de aquella criatura.
– Lo interesante de esta secuencia -le dijo- es que la forma del cráneo concuerda exactamente con la del que tú hallaste en el Santuario del Annapurna.
Arrastró un pequeño icono que había en un rincón de la pantalla y lo dejó encima de la cabeza de aquel ser virtual. El icono estalló y se convirtió en una de las fotografías en color que Swift había hecho del cráneo en su laboratorio.
Jack, que asentía con la cabeza, admitió que encajaban perfectamente.
– Me alegra que lo veas así, Jack. Lo valoro mucho.
– No estaría mal, ¿sabes? -murmuró-. Quiero decir, volver allí y demostrarles a todos esos cabrones que se equivocan.
– ¿Verdad que sí?
– Además, tengo la sensación de haber dejado algo más que a un buen amigo en el Santuario.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué es?
Jack meneó la cabeza.
– Increíble -dijo en voz queda.
– Desde un punto de vista anatómico -prosiguió Swift-, Esaú ocupa un puesto aproximadamente intermedio entre un gorila y el fósil del Paranthropus crassidens, conocido también con el nombre de Australopithecus afarensis.
Jack seguía sacudiendo la cabeza, maravillado por lo que Swift le había enseñado.
– Es el ser que vi en el Everest, Swift, es un yeti.
Swift asintió.
– Por fin -exclamó-. Me alegro de que coincidas conmigo.
– ¿De veras crees que podríamos encontrarlo? -le preguntó Jack-. El Himalaya es un sitio inmenso. No será fácil.
– No vamos a buscarlo en el Himalaya, Jack, sino en el Santuario. Y más concretamente en el Machhapuchhare. Aunque tú hallaste el cráneo en el Annapurna, los casos más recientes de gentes que dicen haber visto yetis se han dado todos en el Machhapuchhare.
Jack dio un respingo.
– Hay algo que no te he dicho -confesó-. No hallé el cráneo en el Annapurna.
Jack le contó que él y Didier estaban escalando ilegalmente el Machhapuchhare cuando sufrieron el accidente.
– Puede que tengas razón -concluyó, pensativo-. Puede que haya una razón nunca revelada que explique por qué está prohibido subir al Machhapuchhare. Puede que los lugareños sepan algo que nosotros ignoramos. Puede que no le hayan permitido a nadie encontrarlo.
– En este caso haremos lo que yo digo -dijo Swift-. Oficialmente, para conseguir la subvención y para que el gobierno nepalés no sospeche la verdad, nuestra expedición será una expedición que rastreará fósiles y se desplazará por el Santuario. Pero en realidad iremos al Machhapuchhare y buscaremos al abominable hombre de las nieves.
Jack asintió con la cabeza.
– Al carajo -exclamó-. Que se vaya al carajo el abominable hombre de las nieves. Es una patraña, es un personaje de cómic. Esto, esto es ciencia. Nosotros vamos a buscar a Esaú.