TRES

La primera insensatez de Dios: el hombre no encontró que los animales fueran divertidos; los dominó y él mismo no quiso ser «un animal».

Friedrich Nietzsche


Saliendo de San Francisco por la interestatal 80 se cruza el Puente de la Bahía hacia el este, una zona que comprende los condados de Alameda y Contra Costa; Oakland y Berkeley son los lugares de destino más probables de los viajeros que recorren dicha autopista. Aunque las dos ciudades son prácticamente colindantes, un terreno ondulado y borroso de colinas separa la portuaria y obrera Oakland de su vecina septentrional, mucho más rica. Berkeley es una ciudad universitaria, la ciudad de la Universidad de California. Para unos cuantos espíritus ilustrados, Berkeley es, desde el punto de vista intelectual, el lugar más importante que hay al oeste de Chicago y la consideran la Atenas de la costa del Pacífico. Pero para la mayoría de americanos, y ciertamente para quienes recuerdan los movimientos pacifistas de los últimos años de la década de los sesenta y de los primeros de los setenta, Berkeley sigue siendo sinónimo de radicalismo a ultranza. Drogas, manifestaciones de protesta pacíficas y el gas lacrimógeno lanzado en el Peoples Park son imágenes que acuden a la mente de todos.

La realidad, no obstante, es otra. Casi tres décadas después de que la universidad fuera la escena de las detenciones masivas más importantes de la historia de California, Berkeley es más bien una ciudad conservadora. Eso sí, en la Sproul Plaza, justo en el exterior del Sather Gate, por donde se accede a la zona más antigua del campus, sigue habiendo numerosos activistas y panfletistas. Pero a los ojos de la doctora Stella Swift, Berkeley era una pequeña ciudad universitaria con todos los vicios y virtudes de una pequeña ciudad universitaria. El radicalismo que, según la opinión general, caracteriza a Berkeley apenas hubiera impresionado a las personas de izquierdas con las que ella se había relacionado desde su infancia y en su adolescencia que, pasó en Australia y en Inglaterra, pues era hija única de un matrimonio que se contaba entre los socialistas más cultivados y avanzados de su generación. Tom, el padre de Swift, catedrático de filosofía de la Universidad de Melbourne, en Australia, y más tarde de Cambridge, era un escritor y un intelectual muy influyente. Y su madre, Judith, una artista de éxito, era hija de Max Bergmann, uno de los fundadores de la denominada Escuela de Frankfurt de Marxismo Liberal. Antes de ir a Oxford con la intención de licenciarse en biología humana, Swift conoció a todos los miembros más destacados del socialismo internacional. Pero, decepcionada del mundo en el que se movían sus padres, acabó por autoexcluirse de él, al igual que el joven panfletista que veía ahora manifestándose en la Sproul Plaza junto con sus compañeros contra la política exterior norteamericana desplegada en Próximo Oriente con toda seguridad había rechazado los valores conservadores de sus propios padres.

Al cruzar la Sproul Plaza, Swift se dijo que por ser extranjera, y por tanto alguien que no podía votar, le era más fácil desentenderse de la política y concentrarse en la investigación y la docencia. Sin ir más lejos, ésta era una de las razones por las cuales había elegido doctorarse en paleoantropología en Berkeley.

Su actividad académica y profesional transcurría casi enteramente en la parte sureste del campus, en Kroeber Hall. Al entrar en el edificio se dirigió a la primera planta y después a una de las aulas en la que la estaban esperando una multitud de estudiantes de primer curso.

Dejó la cartera sobre la mesa y miró con desdén a uno de sus alumnos, un atleta de elevada estatura y musculatura muy desarrollada llamado Todd, que estaba leyendo un ejemplar de Penthouse y haciendo gran alarde de ello.

– ¿Qué estás leyendo, Todd? -le preguntó Swift dando la vuelta a la mesa y colocándose delante-. ¿Te estás poniendo al día en biología humana? Me parece una buena idea, porque tengo entendido que estás muy pez en esta asignatura.

Uno de los amigos de Todd soltó una ruidosa carcajada y le dio un codazo en las costillas. Aprovechando la momentánea distracción del alumno, Swift le arrebató la revista de sus manos de dedos del tamaño de un plátano y fue pasando las páginas muy concentrada.

El amigo de Todd volvió a propinarle otro codazo, como incitándole, casi, a actuar.

– De hecho -dijo Todd haciendo una mueca de satisfacción-, doctora Swift, hay una foto de una mujer que me recuerda a usted.

– ¿De veras? -le preguntó Swift con frialdad-. ¿En qué página?

– En la página treinta y dos.

– Hay que reconocer, Todd -comentó ella mientras pasaba las páginas- que eres muy valiente al traerte un Penthouse a esta universidad. Espero que alguien te haya leído la Miranda.

– ¿La qué?

– El Tribunal Supremo de Estados Unidos ha establecido las normas que deben cumplirse en las detenciones con el fin de garantizar los derechos de los detenidos.

– Detenido, cautivo… no sé, pero cautivado sí está -rió el compañero de Todd que propinaba codazos.

Swift encontró la página y la miró con la cándida atención con que debía mirarla, puesto que se la había comparado con aquella fémina esbelta, de ojos verdes y pelirroja, cuya fotografía venía a doble página. Tenía una nariz larga pero distinguida, y la boca, ancha y sensual. Su cuerpo, como el suyo, estaba bien proporcionado, aunque Swift pensó que sus piernas eran más bonitas que las de aquella chica. A pesar de la pose, Swift advirtió el innegable parecido.

– Así que te recuerdo a ésta, ¿no es eso, Todd?

– Un poco.

Swift le devolvió la revista arrojándosela sobre la mesa y regresó a la pizarra, donde cogió una tiza y empezó a escribir una palabra en letras mayúsculas y muy grandes. Cuando hubo terminado, señaló el vocablo escrito y dijo:

– Tú, Todd, me recuerdas esto.

Con el ceño fruncido, Todd leyó la palabra escrita en la pizarra en voz alta y con bastante dificultad.

– Acantocéfalo -dijo-. ¿Qué demonios es esto?

– Me alegra que me lo preguntes, Todd -repuso Swift con una sonrisa en la boca-. El acantocéfalo es un parásito común que vive en los peces. Es un gusano de cabeza puntiaguda con el cual tú tienes en común un rasgo físico muy poco frecuente.

– ¿Y cuál es?

– Sus órganos reproductores son mucho más grandes que su cerebro.

La clase estalló en carcajadas y Todd sonrió azorado.

Swift esperó a que los ánimos se calmaran. A veces la enseñanza se convertía en una actividad tribal. En ciertas ocasiones, con el objeto de mantener el dominio contractual, uno se veía obligado a aceptar un desafío y a derrotar al adversario delante de todo el grupo. A Swift estas luchas, poco frecuentes, en las que se medía la fuerza de los contrincantes machos como Todd, le causaban genuino placer. Al comprobar que volvían a estar todos pendientes de ella, Swift decidió que empezaría la clase con una improvisación que basó en su comentario jocoso sobre el acantocéfalo.

– Al contrario de lo que cree Todd -explicó-, los órganos reproductores humanos no existen de forma aislada. Su evolución está inextricablemente ligada a cómo dan a luz las mujeres, al tamaño del cerebro humano y a nuestra habilidad para fabricar herramientas. Y nuestra conducta sexual, que nos distingue de la que siguen las demás especies, aun en el caso tan poco común de la que exhibe Todd, que reduce a los machos menos dominantes al papel de meros espectadores en la totalidad del proceso de reproducción, es igual de importante que el mayor tamaño de nuestros cerebros a la hora de intentar explicar los distintos caminos evolutivos de los simios y del hombre.

»Digo «intentar explicar» porque el origen del hombre actual, del Homo sapiens, de personas como vosotros y como yo, es una cuestión espinosa entre nosotros los paleoantropólogos, pues las pruebas de que disponemos son, literalmente, fragmentarias. Estos fragmentos pueden compararse a piezas irregulares de un rompecabezas, sólo que ni siquiera hay un único rompecabezas sino muchos y, del mismo modo, hay muchas piezas irregulares y están todas revueltas.

»Por ejemplo, no poseemos de hecho ninguna respuesta a la pregunta de por qué nuestro cerebro tiene el tamaño que tiene, como tampoco nos explicamos por qué el pene humano es más grande que el del gorila. Sí, incluso el tuyo, Todd. Y si el pene humano es más grande que el del gorila, ¿por qué son más pequeños los testículos humanos que los del chimpancé? ¿Es esto el simple resultado de la mayor actividad reproductora del chimpancé? ¿O es que el hombre desarrolló unos testículos más pequeños con el fin de facilitar la bipedación?

Swift se sentó en el canto de la mesa y se encogió de hombros. Luego prosiguió:

– Las teorías abundan pero, si hemos de ser honrados, la verdad no la sabemos. Como tampoco sabemos qué fue primero, si el mono que andaba erguido o el mono con un cerebro mayor. ¿Qué condiciones externas se dieron, en épocas tempranas, que trajeron como consecuencia el que una cierta clase de simio tuviera un cerebro significativamente mayor? Recordad que el tamaño del cerebro no está necesariamente relacionado con la inteligencia. Vamos a servirnos de un ejemplo. Dos famosos poetas tenían cerebros que se distinguían por su peso. El de Walt Whitman pesaba sólo un kilo doscientos cincuenta gramos, el cerebro de Byron, en cambio, pesaba dos kilos trescientos gramos, casi el doble. ¿Significa esto que Byron era un poeta el doble de bueno que Whitman? Por supuesto que no.

»Y, sin embargo, no tendría sentido que tuviéramos un cerebro cuatro veces mayor que el de un chimpancé si no pudiéramos sacar ningún provecho de ello. A fin de cuentas, el cuerpo destina una energía considerable a mantener el cerebro en funcionamiento. A pesar del hecho de que constituya sólo el dos por ciento del cuerpo, el cerebro humano necesita, por increíble que parezca, un veinte por ciento de la energía del cuerpo. Si el hombre desarrolló un cerebro mayor y más potente fue por alguna razón, pero esta razón la ignoramos y sólo nos cabe hacer conjeturas.

»Si se los compara con sus parientes más cercanos, los cercopitécidos o los monos del Viejo Mundo, no puede decirse que los simios antropoideos fueran un grupo de primates particularmente aventajado. En comparación con ellos, en efecto, su historia se caracteriza, a decir verdad, por su decadencia en términos de número y de diversidad. Los fósiles conservados indican que los simios antropoideos ya estaban en decadencia en el Mioceno medio hace entre diez y quince millones de años, momento en que los monos eran mucho más numerosos y existía una variedad de clases incomparablemente mayor de ellos.

»Si pudiéramos olvidarnos de nuestra naturaleza simiesca y si, al mismo tiempo, pudiéramos subirnos a la máquina del tiempo de Michael J. Fox y remontarnos a cinco o seis millones de años, a la época del Plioceno medio, descubriríamos que los monos eran los primates dominantes en el planeta. Y es que, a fin de cuentas, formaban una población muy numerosa. Incluso estaríamos dispuestos a admitir de buen grado que ellos iban a convertirse, en el futuro, en los amos de la tierra y que, en cambio, sus primos, más grandes y más lentos, que andaban apoyándose en los nudillos y balanceando los brazos de un lado a otro, representaban un callejón sin salida en el proceso evolutivo.

»Pero si, montados en la máquina del tiempo, pudiéramos avanzar unos cientos de miles de años, aunque ningún paleontólogo se ha puesto de acuerdo sobre el tiempo en que esto ocurrió, advertiríamos que cierto simio bípedo descollaba entre los demás y pensaríamos que merecía la pena observar de cerca su trayectoria.

»El porqué estos miembros insignificantes de una especie poco numerosa, que parecía condenada a desaparecer, evolucionaron de pronto de forma espectacular es algo que sigue siendo un enigma para los científicos. Un enigma, qué duda cabe, de máximo interés para nosotros. Pero esta cuestión adquiere aún mayor relevancia si pensamos en nuestra naturaleza simiesca. Y no hablo sólo de Todd sino de todos nosotros.

»Algunos de vosotros recordaréis, quizá, que en 1540 Copérnico publicó los resultados de sus observaciones astronómicas que barrieron, y para siempre, la visión ptolemaica tradicional del universo, según la cual el sol y las estrellas giraban alrededor del planeta Tierra. Pensaréis, sin que os falte razón, que es extraño que la paleoantropología tardara otros cuatrocientos años en poder superar la idea prevaleciente hasta entonces de que el hombre era el ápice de la creación. Sabemos que es un error pensar que la evolución es una progresión constante, como si se tratara de una línea de montaje cuyo fin último fuera el hombre. Nada en la naturaleza tiene fronteras bien definidas. Y cuanto antes erradiquéis de vuestras mentes el mito de un progreso evolutivo que considera al simio un ser inferior al cual un primo suyo, más agresivo y al que nada detenía en el cumplimiento de su destino nietzscheano, dejó rezagado, antes llegaréis a ser auténticos paleoantropólogos. Me gustaría, por ello, dedicar el tiempo que nos queda a reflexionar sobre nuestra naturaleza simiesca.

»En 1962 no era Johnny Weissmuller quien interpretaba el papel de Tarzán sino Jock Mahoney. No sé muy bien quién hacía de Chita, el chimpancé que era su fiel amiga, pero baste con decir que no había muchos especímenes entre los cuales elegir. En cualquier caso, estábamos dispuestos a suspender momentáneamente nuestro raciocinio y a creer en la historia de Edgar Rice Burroughs, en la cual el hombre y el mono son tan afines que el primero puede crecer entre los monos y, al llegar a la edad viril, dominarlos.

»Por la misma época, un científico llamado Morris Goodman trajo a colación algo que la gente había más o menos olvidado: el descubrimiento, realizado por George Nuttall, un catedrático de biología de la Universidad de Cambridge, del uso de la química de las proteínas del plasma sanguíneo en la determinación del parentesco genético entre los primates superiores. Basándose en las conclusiones a las que había llegado Nuttall sobre las proteínas séricas, Goodman descubrió que los antígenos del hombre y de los chimpancés son prácticamente idénticos. Por aquel entonces, todo el mundo, salvo quizá Tarzán y Chita, creía que el chimpancé tenía más rasgos en común con un gorila que con un hombre. Pero Goodman demostró que esto no era cierto.

»Desde entonces, mediante técnicas inmensamente superiores a las que empleó Goodman, los antropólogos moleculares, y, ocupando un lugar destacado entre ellos, Vince Sarich y Alian Wilson, profesor de esta universidad, han podido completar el asombroso descubrimiento de Goodman y dar cifras.

Swift bebió un poco de agua de un vaso que tenía a mano y explicó cómo, utilizando albúmina, una de las proteínas comúnmente presentes en la sangre, pudieron aislar los aminoácidos, que son de un tamaño reducidísimo, y establecer las diferencias entre ellos, y también la diferencia, en términos de ADN, entre especies y géneros distintos.

– Las cifras son muy impresionantes -comentó-. Y también sorprendentes. Mientras que el ADN entre dos especies de rana puede diferir hasta en un ocho por ciento, la diferencia entre el ADN del hombre y el del chimpancé se reduce al uno coma seis por ciento. Uno coma seis por ciento.

Escribió la cifra en la pizarra y guardó silencio con la intención de que las cabezas de sus alumnos la asimilaran bien. Meneó la cabeza como si todavía no saliera de su asombro.

– ¿Os dais cuenta? La diferencia es menor de la que se da entre el ADN de dos especies de gibones, entre un caballo y una cebra, entre un perro y un zorro y, lo que es más importante, entre un chimpancé y un gorila. En otras palabras, tenemos más rasgos en común con un chimpancé de los que tienen un chimpancé y un gorila entre ellos.

»Uno coma seis por ciento no es una diferencia importante que pueda explicar la existencia de seres como Aristóteles, Shakespeare, Miguel Ángel, Mozart, Wagner, Picasso y Einstein. Pero lo que estos genios han creado es tal vez más sorprendente si lo consideráis desde otro punto de vista. Quizá recordéis la observación de sir Arthur Stanley Eddington: si un número infinito de simios aporrearan las teclas de unas máquinas de escribir, podrían escribir todos los libros contenidos en el Museo Británico. Pero el hecho es que cada uno de los libros contenidos en el Museo Británico fue escrito por un hombre cuyo noventa y ocho coma cuatro por ciento de su genética es idéntica a la de un chimpancé.

»Jared Diamond, que es un catedrático de fisiología de esta universidad, sostiene que el hombre es el tercer chimpancé. Su tesis se funda en cierta escuela de taxonomía denominada cladística según la cual la clasificación de los seres vivos debería ser objetiva, uniforme y basada en la distancia genética o el tiempo en que emprendieron caminos distintos y divergentes. Diamond defiende que los chimpancés, los gorilas y el hombre pertenecen al mismo género. Y afirma que, puesto que nuestro género, el género Homo, se dio primero, es innegable, desde el punto de vista zoológico, que somos también más importantes. La consecuencia de este argumento antropocéntrico es que en la tierra en la actualidad no hay una sino cuatro especies de Homo: el chimpancé común, el chimpancé pigmeo, el hombre y el gorila, que es un poquitín distinto.»La verdad es que es una idea nada despreciable, sobre todo si se tiene en cuenta la etimología de los nombres de los primeros especímenes de simios. Se dice que la palabra chimpancé procede de un vocablo bantú, medio portugués y medio angolano, que significa «falso hombre». Orangután significa en malayo «hombre de los bosques». Y aunque gorila sea un nombre griego, puede que también proceda de una palabra de una lengua africana que significa «hombre salvaje». Quizá estas palabras latinas nos han hecho olvidar quiénes y qué son estas criaturas. Reflexionad sobre ello.

»Habría, pues, cuatro especies de hombre, cuando anteriormente pensábamos que sólo había una. Lo dicho hasta aquí puede servir para responder a la pregunta que se hacen todos los astrónomos y todos los cosmólogos: ¿estamos solos? Es evidente que la respuesta es que no lo estamos. Y que nunca lo hemos estado.

»Puede que algunos de vosotros sepáis que, con el objeto de proteger de los cazadores furtivos a los gorilas y a los chimpancés en peligro de extinción, hay países africanos que han adoptado las tesis del profesor Diamond y están cambiando las leyes sobre el homicidio e incluyen en ellas estas nuevas especies del género Homo. En estos países matar a un gorila pronto va a ser considerado un asesinato y sobre el criminal recaerá la pena máxima. Esto es ciertamente muy encomiable. Pero es preciso tener en cuenta que el Homo sapiens no es la única especie de Homo capaz de asesinar en masa a los de su propia especie. Jane Goodall estuvo observando a lo largo de un período de varios años a un grupo de chimpancés que exterminó sistemáticamente a otro. Goodall creyó que el hecho de que la exterminación se prolongara durante tanto tiempo había que atribuirlo a la falta de esas poderosas armas mortales que el Homo sapiens es un consumado experto en fabricar. La investigación llevada a cabo por Dian Fossey sobre los gorilas demuestra sobradamente que un simio, y en especial si es joven, tiene las mismas probabilidades que un norteamericano de morir a manos de un ser de su misma especie.

»Como he dicho, son las herramientas las que convierten al hombre en el asesino más poderoso del planeta. Pero ¿qué fue primero, el tamaño del cerebro o las herramientas? Pensaréis quizá que el tamaño del cerebro es un requisito esencial para poder fabricar herramientas eficaces. No obstante, los fósiles hallados hasta hoy demuestran que no está ni mucho menos claro que una cosa dependa de la otra. Tal vez os sorprenderá saber que hace cuarenta mil años el hombre de Neandertal poseía un cerebro cuyo tamaño era mayor que el del hombre actual y, sin embargo, los utensilios que fabricaba no eran demasiado sofisticados. Aun así, creo que la mayor capacidad craneana de los neandertales, un tres por ciento mayor que la nuestra, debería bastar para eliminar el prejuicio de que eran estúpidos porque tenían un cráneo huidizo. Aunque nadie sepa de qué le servía esta mayor capacidad craneana.

»Sea cual sea, la causa de la bifurcación, tal como convencionalmente se sostiene, entre el hombre y el simio, lo que a nosotros nos gusta llamar «el gran salto hacia adelante», está contenida en sólo el uno coma seis por ciento de nuestros genes. Quizá deseéis aventuraros a meditar por vuestra cuenta sobre todo lo que os acabo de decir. Sean cuales sean las conclusiones a las que lleguéis, no serán más válidas, ni tampoco menos, que cualquiera de las teorías que ya se han elaborado. Como espero que pronto descubráis por vuestros propios medios, en el mundo de la paleoantropología son pocas las cosas que se saben a ciencia cierta. De hecho, aunque la incluyamos entre las ciencias naturales, es muy poco científica. El método empírico apenas tiene cabida en nuestra…

Swift echó una ojeada a su reloj al oír los toques del carillón de sesenta y una campanas del campanario de la Sproul Plaza. Tocaban manualmente aquel concierto, que duraba diez minutos, tres veces al día. El que se oía en aquel momento indicaba que era mediodía y que su clase había terminado. Sus alumnos ya se habían levantado y recogían sus libretas y bolígrafos.

– Muy bien -dijo alzando la voz entre el creciente estrépito-, mejor será que lo dejemos aquí. Recordad lo que dijo una vez Matt Cartmill de la Universidad de Duke. Dijo que todas las ciencias son extrañas pero que la paleoantropología era la más extraña de todas.

– Eso por descontado -gruñó Todd-. Jo, me estaba haciendo a la idea de que era un simio.

– Me parece que te falta bien poco -comentó una compañera con sarcasmo-. Te he visto comer, Todd.

Todd hizo una mueca bonachona.

– Pero ¿cuatro especies distintas de hombres? -exclamó meneando la cabeza-. No entiendo cómo podéis haberos enterado de esto y quedaros tan anchos. Quizá ahora vais a dejar que os apaleen. Pues para mí no tiene ninguna gracia, si tengo que deciros la verdad. ¡Pensad en todos esos chimpancés y en todos esos gorilas que hay enjaulados en los zoos! Imaginaos que descubrieran que no son animales y que leyeran la Constitución. Se verían metidos en verdaderos problemas.


«Conócete a ti mismo, no pretendas conocer a Dios; el objeto de estudio propio del hombre es el hombre.»

Desde que leyó a los dieciséis años de edad, siendo todavía una colegiala, los versos de Alexander Pope, éstos se convirtieron en el lema de Swift y en su filosofía de la vida. Tenía la impresión de que el tema del origen del hombre le había interesado siempre y su temprano y precoz interés por el sexo y la reproducción humana se vio pronto sustituido por un afán mucho más fundamental: descubrir el legado genético del hombre.

A pesar de ello, se produjo un momento de revelación en el que tomó conciencia de que iba a consagrar su vida al «objeto de estudio propio del hombre». Seguramente no fue ninguna casualidad el hecho de que dicho momento ocurriera al contemplar una escena reveladora y cargada de símbolos. Se trataba de la escena de 2001: una odisea del espacio, la película de Kubrick, en la que, con exquisita precaución, el simio toca el monolito y queda fascinado, aquella losa le despierta el recuerdo de algo que estaba como dormido en él: su habilidad para fabricar armas letales. Como si aquel ser hubiera excitado también la imaginación de la joven Swift con su leve roce, ése fue el momento en que, acompañado del toque tumultuoso de trompetas nietzscheanas, Swift comprendió cuál iba a ser el camino que iba a seguir en la vida.

Ahora, transcurridos unos años después de iniciar su propia odisea intelectual, el enigma del «gran salto hacia adelante» del hombre, el legado genético que iba a hacer del Homo sapiens un ser tan especial, era un misterio no menos diamantino que el monolito negro y amenazador de Kubrick. Y, en lo fundamental, el misterio seguía siendo eso: un misterio.

El período en que los neandertales y el Homo sapiens se escindieron ocurrió hace sólo doscientos mil años, una treintava parte del tiempo que se necesitó para que los simios y los seres humanos se separaran, con una diferencia de porcentaje de sus respectivos genomas que se reducía a menos de la mitad. Y, sin embargo, los neandertales habían sucumbido, mientras que el Homo sapiens había triunfado y se había impuesto.

¿Por qué?

No había ninguna pista que pudiera ayudar a aclarar este misterio insondable.

La explicación prevaleciente sobre la bifurcación del hombre de Neandertal y del Homo sapiens, es decir, que el hombre moderno había desarrollado esa superioridad evolutiva que es el lenguaje (la paleoantropología había abandonado la hipótesis de que su superioridad se debiera a la habilidad del simio asesino para fabricar armas que tanto había atraído a Stanley Kubrick), conducía a un misterio, si cabe, más grande.

¿Cuál fue el desarrollo anatómico que los neandertales no fueron capaces de desplegar y que había hecho posible que el hombre moderno inventara el lenguaje articulado al dotarlo de la facultad de emplear sonidos articulados para expresarse?

El camino de vuelta a su casa por la avenida Euclid era todo cuesta arriba.

Como muchas casas de Northside, la zona septentrional de Berkeley, un barrio tranquilo y con mucha vegetación cuyo vecindario está compuesto por personas que ejercen profesiones liberales y profesores universitarios, la de Swift era un chalet de madera que parecía esculpido de los frondosos árboles del lugar. Le había costado mucho dinero pero gracias a la venta, a muy buen precio, de los valiosos bronces de su abuela en unas casas de subastas de Londres y Manhattan se la había podido comprar.

Al entrar en su estudio, una habitación llena de plantas y bien ventilada en la que tenía su bonito piano de cola, Swift descolgó el teléfono y se tumbó en el sofá con el deseo de fumarse un pitillo y relajarse. Fumaba sólo en contadas ocasiones y, de hecho, utilizaba el tabaco con finés medicinales, pues lo único que buscaba en él eran sus efectos sedantes. Dio solamente dos caladas al Marlboro y lo apagó con sus dedos, tan cargados de sortijas de oro que parecían saxofones con sus pistones. Estaba todavía pensando en qué iba a hacer antes de que oscureciera cuando se quedó adormilada…

Se despertó con un sobresalto y echó una ojeada al reloj.

Eran las cinco.

Había atardecido ya y se le habían pasado las horas durmiendo.

El telefonillo sonó varias veces como una avispa enfurecida. ¿Quién podía ser? ¿Sería algún alumno? ¿Un colega, tal vez? ¿Algún vecino que venía a quejarse del piano, que ella tocaba hasta altas horas de la noche?

– Mierda.

Swift bajó sus largas piernas del sofá, cruzó la habitación de suelo de parquet de fresno bien pulido y pulsó el botón del telefonillo.

– ¿Quién es? -susurró de mal humor.

– Jack -respondió la voz.

– Jack -repitió ella como un eco-. ¿Jack qué más?

– Por Dios, Swift. ¿A cuántos Jacks conoces? Soy Jack Furness, quién voy a ser.

– ¿Jack?

Swift lanzó un grito de alegría y le dio al botón para abrir la puerta del jardín. Después de mirarse al gran espejo de marco dorado del vestíbulo y comprobar que estaba presentable, bajó los escalones de dos en dos y se fue volando a abrir la puerta.

Jack ni se movió, se quedó casi en posición de firmes en el umbral sosteniendo, debajo de su musculoso brazo, una jaula de madera bastante grande. Vestía un polo azul marino, un abrigo de tweed marrón de sport y en su cara había una sonrisa tan amplia y radiante como su reloj de pulsera de deportista. Estaba más delgado que la última vez que se habían visto e incluso tenía ojeras. Se adivinaba fácilmente, al mirar su rostro curtido por la intemperie, que en su reciente expedición al Himalaya había sufrido considerables penalidades. Pero ella no sabía casi nada de la desgracia que le había sobrevenido, fuera de la breve noticia que había oído en «Online» de la CNN y de las cuatro líneas que le había dedicado la semana anterior el San Francisco Chronicle a la ascensión, emprendida por dos hombres, de una de las cumbres de mayor altitud del Himalaya; la expedición, se decía, había terminado trágicamente al perecer Didier Lauren sepultado bajo un alud.

Swift se echó a los brazos de Jack y lo abrazó fuerte antes de apartarse de él y dedicarle una mirada llena de reproche.

– ¿Y si hubiera salido, Jack? -le regañó-. ¿Por qué no llamaste antes?

– Te llamé, pero tienes el teléfono descolgado.

– Lo que quiero decir es que por qué no me llamaste desde el Nepal. ¿O por qué no me escribiste? ¡Al menos podías haber utilizado el correo electrónico!

Jack se encogió de hombros.

– No quería hablar con nadie. Me imagino que te habrás enterado de lo que ocurrió.

– Fue la noticia más impactante del Chronicle -repuso-. Pero no decía gran cosa más de lo que habían dicho ya por la radio. Se limitaron a informar de que Didier murió al producirse un alud y que tú habías sobrevivido.

Swift volvió a abrazarlo; después tiró de él y lo hizo entrar en el vestíbulo.

– Didier no fue el único -comentó Jack-. También murieron cinco sherpas.

– Dios mío, qué terrible debió de ser para ti.

– Sí, eso es lo que fue: terrible.

– Me alegra que estés bien, Jack -dijo al cerrar la puerta.

Swift hizo pasar a su amigo al salón, lo sentó, dándole un cariñoso empujón, en un sofá amplio y mullido, y le ofreció una copa de Macallan, que era lo que más le gustaba.

– ¿Cuándo llegaste?

– Ayer.

– ¿Ayer? ¿Y tanto has tardado en venir a verme?

– En realidad llegué anoche. Y llegué molido.

Jack apuró la copa y se quedó mirando a Swift. Estaba todavía más guapa de lo que él la recordaba. Tenía las piernas bronceadas y extraordinariamente bien torneadas, y las cruzó al sentarse en una butaquita más bien incómoda enfrente de él.

– ¿Esperas a alguien esta noche? -le preguntó Jack-. Quiero decir si hay alguien en tu vida.

– No, nadie.

– Estupendo. ¿Puedo servirme otra copa?

– Por supuesto.

Jack se levantó y se acercó a la bandeja de las bebidas. Se llenó la copa de whisky de malta y volvió a sentarse en el sofá, adoptando esta vez una posición distinta con la intención de poder contemplar las piernas de ella sin que nada le impidiera disfrutar de aquella espléndida vista.

– ¿De veras no hay nadie? No me lo puedo creer. ¡Hace siete u ocho meses que no te veo! A la fuerza tiene que haber habido alguien en tu vida.

– Yo no he dicho que no hubiese habido nadie.

– Ahora sí has conseguido ponerme celoso. -Jack entornó los ojos-. ¿Quién era?

Swift se encogió de hombros con estudiada indiferencia.

– Si uno es discreto, muy discreto, están siempre los alumnos.

– Te estás cachondeando de mí.

– Puede -dijo Swift descruzando las piernas, gesto que a Jack le permitió ver fugazmente sus braguitas antes de que ella se estirara la falda.

– No hay que ser adivino para ver que has permanecido célibe en tu estancia en el Nepal -comentó-. Por favor, deja ya de hablar así, Jack. Yo no soy Sharon Stone.

– Bueno, vale, vale -gruñó-. Lo decía en broma. Estaba diciendo tonterías.

– Pues no lo hagas. No las digas. Por cierto, ¿qué hay en esa caja?

– Un regalo.

– ¿Para mí?

– Puede.

Swift se emocionó.

– ¿Qué es? ¿Me gustará?

Jack negó con la cabeza. La conocía demasiado bien, y de momento no iba a decirle que en la caja había un fósil. Deseaba disfrutar de una cena agradable, pues hacía meses que no disfrutaba de una buena comida, en compañía de aquella mujer. No tenía ninguna intención de cenar solo mientras Swift, emulando a Richard Leakey, examinaba el cráneo que él había hallado en la fisura del Machhapuchhare.

– Pues claro que te gustará -contestó al fin-. Pero primero cenamos, ¿de acuerdo?


– Bueno -dijo Jack cuando terminaron la cena que Swift había preparado-. Casi ha valido la pena esperar tanto tiempo. Hacía muchos meses que no comía nada tan exquisito.

– ¿Tan mala es la comida en el Nepal? -preguntó ella.

– En general, no. Pero como formábamos un equipo ligero y la carga imprescindible era forzosamente muy reducida, teníamos que apañarnos y comer siempre mucho de lo mismo. La mayor parte del tiempo, mientras escalábamos, tuvimos que echar mano de raciones que eran todas idénticas. Cuando estábamos en los campamentos base, la comida era un poco mejor. Carne de búfalo, huevos, lentejas, cabra y arroz. Pero incluso en estos casos… bueno, digamos que es una comida que lo único que hace es provocar pedos a los valientes que se atreven con ella.

Swift puso cara de asco.

– Sigo sin comprender por qué lo haces -manifestó-. No entiendo por qué sigues escalando. ¿Qué te reporta? Me imagino que emociones fáciles. Diversión sin compromiso.

– De fácil y divertido, o de sin compromiso, nada -protestó él-, teniendo en cuenta lo que puede ocurrir. Teniendo en cuenta lo que de hecho ocurrió.

– Sí, lo siento. He dicho una sandez.

– No te preocupes. Los reproches, viniendo de ti, son un halago. Es como si de verdad te importara lo que pueda ocurrirme.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué te induce a pensar una cosa así? En serio, Jack, dime por qué lo haces.

– ¿Que por qué salgo de casa y voy a ver todas las maravillas que hay por este mundo? Pues de la misma forma podría yo preguntarte a ti por qué te quedas en esta pequeña ciudad de mala muerte.

– Salgo -replicó ella conteniéndose-. Viajo. Trabajo de campo, viajes de investigación en busca de fósiles. El año pasado fui a África occidental. Pero tú no te limitas a viajar. Tú vas y arriesgas tu vida. Eres como un grandullón con una moto nueva, Jack. ¡Que tienes cuarenta años, por el amor de Dios!

– Tal como hablas, se diría que a los cuarenta se es ya viejo.

– ¿No te parece que es tiempo ya de sentar la cabeza?

– De momento no he visto que hubiera razones para hacerlo. ¿Me estás haciendo una proposición?

– No, desde luego que no -se rió Swift.

– Pues entonces, no me parece para nada que haya llegado el momento de sentar la cabeza.

– Así que es todo culpa mía, ¿no es eso?

– Por supuesto que lo es.

– Cabrón -le espetó al tiempo que le daba juguetonamente una palmada en el hombro-. A lo mejor es el mono que llevas dentro el que hace que te guste escalar -apuntó.

– Pues a lo mejor. Pero si tengo que contestar a tu pregunta con seriedad, debo decir que escalo montañas porque es una Pasión, una pasión con mayúscula. Sufrimiento, derrota, justicia. Encierra algo que es casi religioso, como si se tratara de tu propio Oberammergau. -Soltó una sonora carcajada-. Dios mío, la de tonterías que estoy diciendo esta noche. He bebido demasiado.

Pero Swift tuvo la sensación de que su verborrea no cabía achacarla sólo al efecto del alcohol, pues dejaba entrever algo extraño y muy personal.

– Quiero saberlo todo. De veras.

Jack guardó silencio un momento, y después, tras inspirar hondo, habló.

– Los sherpas creen que los montes del Himalaya son lugares sagrados. No sólo los han bautizado con nombres de héroes de la región o de los animales con los que guardan un parecido por su forma, sino que son nombres sagrados. Chomo Lungma, por ejemplo, que es el nombre que recibe el Everest en el Tibet, significa «tierra de la Diosa, madre de la Tierra». Y Annapurna significa «diosa de las cosechas abundantes». Esa gente cree que las montañas son sagradas y hay unos picos que son de hecho inviolables, porque sería una blasfemia escalarlos. La cuestión es que yo mismo casi estoy dispuesto a creerlo. Porque es una blasfemia, porque es enfrentarse a Dios, porque es una provocación a seguir un comportamiento que es en realidad una porfía, por todo eso es por lo que me seduce hacerlo. Y por todo eso es por lo que sigo haciéndolo una y otra vez. Incluso escalo montañas que están prohibidas.

»Tal vez, no sé… tal vez haya una explicación freudiana que pueda aclararlo todo… -Volvió a reírse-. Por Dios, te lo ruego, hazme callar. Estoy diciendo muchos disparates esta noche. Debe de ser que vuelvo a los tiempos de Oxford.

– Cuando estudiabas en Oxford no eras para nada así -repuso Swift-. Eras muy práctico, muy americano, y no hacías ostentación de tu capacidad intelectual. Eras inteligente sin ser pretencioso. Esto es lo que me atrajo de ti.

Entre él y Swift había un acuerdo en lo referente al sexo: si no había nadie en sus vidas, dormían juntos. De todas formas, siempre era mejor no dar nada por sentado. Jack tenía que lograr llevársela a la cama antes de que viera el fósil.


Swift preparó café y lo llevó al salón en una bandeja de bordes de latón indio que Jack le había regalado al regresar a casa después de haber ascendido al Dunagiri, una montaña de siete mil metros de altura que se halla en el norte de la India y que fue el primer pico de la cordillera del Himalaya que él escaló, junto con Didier, cuando ambos se entrenaban para ascender al Changabang al año siguiente. Jack advirtió, súbitamente sobresaltado, que desde aquello habían transcurrido exactamente diez años. Tal vez ella tuviera razón; tal vez era ya demasiado viejo para andar escalando montañas.

Estaban sentados en el sofá. Tras un largo silencio, Swift se inclinó hacia él y le acarició la mejilla con el dorso de su mano cargada de anillos.

– ¿En qué estás pensando?

Jack le contó los pensamientos que se habían desatado en él al ver la bandeja.

– Me pregunto quién será mi nuevo compañero de cordada ahora que Didier ha muerto -añadió.

Swift se pegó a él y Jack le rodeó la cintura con los brazos, apretándola suavemente, y posó sus labios sobre los de ella como si anhelara que su amiga le devolviera el soplo vital, porque se sentía en verdad exánime.

Pasaron varios minutos. De pronto Swift se apartó y se lo quedó mirando muy concentrada, como si estuviera reflexionando sobre qué era aquello que le atraía de su rostro.

Se puso en pie sin vacilar, se bajó la cremallera de la falda, la tiró al suelo y dejó al descubierto ante los ojos de Jack, impresionado al ver que no llevaba ropa interior, el dorado tepe cortado en forma triangular, pero vuelto hacia abajo, en el nadir de su vientre.

– Antes me ha parecido oírte decir que no eras Sharon Stone -le reprochó él apretando su cara contra el cuerpo de ella.

Swift le acarició el pelo, feliz de sentir que él siguiera deseándola tanto.

Jack fue tras ella hasta el vestíbulo sin apartar la vista de las curvas perfectas de sus nalgas. Swift subió la escalera que llevaba al dormitorio, volviendo la cabeza de vez en cuando con aire provocativo como para cerciorarse de que él la seguía. Y fue entonces cuando sus ojos se posaron de pronto en la jaula de madera que él había traído.

Swift se paró en seco.

– ¡Eh! -exclamó-. ¿Y el regalo?

Se volvió, se sentó en un escalón y dejó que él metiera la cabeza entre las piernas hasta que le cogió por los pelos y lo apartó.

– Después -acertó a decir él mientras deslizaba la mano entre sus piernas.

Swift se levantó entre risas huyendo de sus torpes caricias, y subió otro peldaño.

– Ni hablar. Primero el tributo, después la recompensa.

– ¿No puede esperar? -le preguntó Jack con voz quejumbrosa.

– ¿Para que luego cambies de opinión y no me lo quieras dar? -Su comportamiento infantil le producía a Swift un extremo placer-. Ni soñarlo. Además, tú quieres que cuando nos acostemos yo me entregue totalmente, ¿verdad? Pues yo no podré hacerte el amor si tengo la cabeza en otra parte.

– No lo entiendes, Swift. De eso se trata precisamente, es justamente eso lo que me preocupa. Que no te entregues totalmente.

Swift lo empujó con suavidad y lo llevó de nuevo al vestíbulo.

– Te falta mucho que aprender sobre psicología femenina -le soltó; la evidente decepción de él la divertía mucho-. Tenías que haber dejado el regalo en el coche.

– ¡No te falta razón, mierda! -repuso, enfadado-. Pero tienes que saber que esto es… no es un regalo normal… no es una bandeja india, ni tampoco una alfombra.

– De eso ya me he dado cuenta.

– Lo que quiero decir es que se trata de algo relacionado con la ciencia y que quizá ahora no sea el momento más adecuado para dártelo.

– Ahora sí me tienes intrigada -se rió Swift-. ¿Qué es?

– Mierda.

Jack aceptó su derrota. Fue hacia la puerta y recogió la jaula del suelo.

– No puedes ni figurarte lo que me costó pasar la aduana -gruñó Jack.

– Es un fósil, ¿verdad? ¡Oh, Jack! ¡Me has traído un fósil!

Ella le siguió hasta la cocina y Jack, fastidiado, dejó la caja sobre la mesa, buscó un cuchillo e hizo palanca para abrirla. Cuando lo hubo conseguido, sacó un puñado de paja y Swift reconoció en seguida que lo poco que se veía era el cráneo de un homínido. Se estremeció, entusiasmada.

– Dios mío -exclamó sin aliento-. Es un cráneo.

– Venga, vamos -le apremió-. Sácalo. No se va a romper, es muy resistente.

– Espera. Un momento, un momento.

Swift salió precipitadamente de la cocina y al segundo volvió a entrar con la falda puesta.

Jack hizo un esfuerzo por no mostrar su contrariedad, aunque, a decir verdad, al cabo de nada, Swift le había contagiado su entusiasmo y ardió en deseos de saber qué haría ella con su hallazgo.

Con mucho cuidado, al igual que haría una madre al coger a su hijo recién nacido, Swift extrajo el cráneo de la jaula y se lo quedó mirando fijamente un buen rato sin abrir la boca.

– Es precioso, Jack -declaró al fin.

– ¿Lo dices de veras? En la caja hay un fragmento del maxilar inferior. Lo encontré más tarde. Y también te he traído una muestra de tierra y de roca. Espero que te ayude a datarlo.

– ¿Cómo es que sabes en qué consiste la geocronología? -le preguntó Swift sin apartar los ojos del cráneo.

Jack se encogió de hombros.

– No sé por qué te sorprende. Me he pasado veinticinco años trepando por las rocas. Me parece que no es nada extraño que tenga algunas nociones de geología.

– Sí, claro, claro -repuso ella abstraída.

Jack cruzó los brazos y se apoyó en la encimera de madera; disfrutaba al verla tan fascinada. Tras un prolongado silencio, hizo una mueca y comentó:

– Pareces Hamlet.

– Basta que te lo quedes mirando atentamente un buen rato para que empiece a hablarte -murmuró-. Exactamente igual que el pobre Yorick.

– Así pues, ¿cuál es el veredicto?

– ¿El veredicto?

– ¿Es una pieza interesante?

– Una se pasa la mayor parte de la vida en busca de fósiles aguzando la vista para ver si encuentra algunos viejos fragmentos. Puedes acabar con la espalda destrozada y quedarte ciega a fuerza de buscar trocitos de huesos fosilizados. O fragmentos rotos de un esqueleto. O pedazos irregulares de un todo esparcidos por el suelo. Tal vez sólo dos o tres de ellos. Unos cuantos huesos malares. Un fragmento de un maxilar. Con mucha suerte, medio maxilar entero. Pero ¿esto? Es fantástico, Jack. Un cráneo prácticamente entero. E intacto. Es el hallazgo con el que sueña todo el mundo.

– ¿En serio crees que puede ser importante?

– Jack, jamás había visto un resto fósil en tan buenas condiciones.

Swift meneaba la cabeza como queriendo hacerle comprender su absoluta fascinación, y Jack vio que se le saltaban las lágrimas.

– Es fabuloso. ¿Dónde lo encontraste?

Jack le contó el derrumbamiento del alud que había matado a Didier Lauren y que a él lo había arrastrado hasta una fisura, por la que había caído. Allí, en el suelo de una caverna que se hallaba a mucha profundidad bajo tierra, encontró el cráneo. Pero no le dijo que había ocurrido en el Machhapuchhare, pues a las autoridades nepalés les constaba que el accidente se había producido en el Annapurna, no en el Machhapuchhare, y cuantas menos personas supieran la verdad, mejor.

– ¿Dices que estaba en el suelo?

Jack asintió.

– Justamente así se halló el primer fósil neandertal -susurró-. Fue en el año 1856. Unos obreros que trabajaban en una cantera encontraron un cráneo en el suelo de una cueva.

– ¿Pertenece éste también a un neandertal?

– ¿Éste? No, en absoluto. Éste es mucho más interesante. Dime, ¿a qué altura de la montaña estaba la cueva?

– A unos seis mil metros -contestó de forma evasiva-. Estuve a punto de morir allí sepultado. Aquella cueva por poco se convierte en mi tumba. ¿Vas a decirme de una vez qué es o voy a tener que esperar a leer un artículo tuyo en Nature?

– ¿Un artículo? -El tono de voz de Swift era de incredulidad-. Con este material podría escribir un libro entero. O, quién sabe, quizá me cambie del todo la vida. Quizá mi carrera dé un vuelco. Ha llegado justo en el momento oportuno. ¿Sabes?, estoy pendiente de que la universidad me haga un contrato fijo.

Hizo girar el cráneo que sostenía en las manos como si fuera una bola de cristal, aunque no una bola que fuera a predecirle el futuro sino a iluminar el pasado.

– Para empezar, es bastante grande; podría ser el cráneo de un primate gigante. ¿Ves estas suturas alrededor de los temporales y del occipital en la parte anterior y en la parte posterior del cráneo? Recuerdan mucho los huesos del Paranthropus robustus, los australopitécidos descubiertos en el sur de África. Sólo que éste es muy extraño. La sutura sagital es mucho más pronunciada de lo que cabría esperar.

Se quedó callada y alzó el cráneo acercándolo a los focos del techo con el objeto de examinarlo al trasluz.

– También la bóveda craneana es más alta. Esto podría ser un indicio de que contuviera un cerebro de mayor tamaño. Mayor que el de un gorila, en todo caso, pero no tan grande como el del hombre.

Colocó el cráneo mirando hacia ella y pasó los pulgares por el poco protuberante arco superciliar; parecía una escultora alisando el barro.

– La cara es corta, no es nada simiesca. Los dientes, en cambio… los dientes tampoco parecen los de un simio, a no ser por el tamaño.

Le dio luego la vuelta, poniéndolo cara abajo, con el fin de examinar la parte inferior del maxilar superior.

– El arco dentario es parabólico, no tiene forma de U. En cuanto al esmalte de los molares, parece muy grueso. Estos dos factores bastarían para afirmar sin lugar a dudas que no es ningún cráneo de simio. Dejando a un lado el tamaño inmenso de los dientes, y tengo que decirte, Jack, que jamás había visto unos dientes tan grandes como éstos, quizá pueda darle el visto bueno a mi observación sobre su relación con el Paranthropus robustus. Los dientes son ciertamente similares en cuanto a la forma a los de un robustas; los molares son más grandes y más planos; los anteriores, en cambio, sobre todo los caninos, son proporcionalmente más pequeños. Pero ningún robustus tenía unos dientes tan grandes.

Hizo una pausa, depositó el cráneo sobre la mesa, junto a la caja de embalar, se puso en cuclillas y se lo quedó mirando fijamente con el cejo fruncido.

– Los únicos candidatos en quienes se me ocurre pensar son los ramapitécidos. Las estribaciones del Himalaya son una de las zonas donde más fácilmente se encuentran fósiles ramapitécidos.

– En la cordillera de los Siwalik -apuntó Jack.

– Hasta ahora se han hallado tres tamaños de ramapitécidos -prosiguió Swift-. Ya veo que con este tipo tendré que desplegar una amplia investigación detectivesca y formular muchas hipótesis. Esto no es más que una suposición, desde luego, pero yo diría que los dientes son característicos de los ramapitécidos más grandes. Por cierto, el homínido más grande que se conoce es el Gigantopithecus.

Metió la mano en la jaula, extrajo el fragmento del maxilar que había puesto Jack en ella y asintió.

– Esto confirma lo que he dicho. Por el tamaño de estos maxilares diría que se trata de un gigantopitécido, pero la disposición de las suturas craneales, por el contrario, parece indicar que tenemos ante nosotros un australopitécido.

– Tal vez sea un híbrido de los dos -sugirió Jack.

Swift negaba con la cabeza.

– Pero hay algo de este cráneo que no entiendo.

– ¿Qué? ¿Cuál es el problema?

– No lo sé. -Se interrumpió y luego agregó-: Supongo que me desconcierta el hecho de que este espécimen, que vivió en épocas tan remotas, esté tan extraordinariamente bien conservado.

– ¿Es esto lo que te desconcierta? -se rió Jack-. Eres muy difícil de complacer.

– Es mi obligación ser escéptica. ¿Qué condiciones atmosféricas se daban en el interior de la cueva?

Jack se encogió de hombros mientras que con la mente se transportaba a la fisura en la que había sido arrojado.

– Bueno, supongo que era un ambiente seco. La cueva, o mejor dicho, la caverna, era de roca caliza y se adentraba unos cien metros en la montaña, al final de un angosto pasillo. Era como la entrada a una cámara sepulcral egipcia. El suelo era de tierra.

– ¿Había estalagmitas o estalactitas?

– Si las había, yo no las vi. Pero tampoco estoy muy seguro de haber explorado toda la caverna. En el exterior había unos cuantos carámbanos.

– ¿Dirías que era un lugar bien resguardado?

– Sí, muy bien resguardado. Dormí muy cómodo la noche que pasé allí, me había bebido media botella de buen whisky.

– Lo que ocurre es que en un lugar así lo normal es que hubiera muchos fósiles.

– ¿Ah, sí?

– Sobre todo teniendo en cuenta que era de roca caliza. Aunque dices que el suelo era de tierra, ¿no?

– Exacto.

– Aun así -comentó Swift pensativa-, me extraña que el cráneo no parezca de piedra. Su aspecto óseo original no se ha alterado. La fosilización es una metamorfosis lenta que acabamos de explicarnos muy bien, pero aun así es extraño que este fósil no presente signos más evidentes de mineralización.

Swift volvió a menear la cabeza mordiéndose el labio.

– Pero en cuanto a mis observaciones preliminares…

– Un gigantopitécido con una pincelada de australopitécido, ¿no era eso?

– Exacto. Pero yo me aventuraría a afirmar…

Frunció el entrecejo.

– No, eso es del todo imposible.

– Estás cansada -la consoló Jack-. Estás cansada y nos hemos dado un banquete. Mañana lo verás todo diferente. A la luz del día se ven las cosas con otros ojos. Hazme caso.

Jack le rodeó la cintura con sus brazos.

– Vamos a acostarnos.

– Quizá tengas razón -dijo bostezando fuerte-. He bebido un poquitín demasiado.

Lo siguió hasta la puerta de la cocina y, antes de apagar la luz, le echó una última ojeada al cráneo y se rió de lo absurdo que era lo que acababa de pensar.

El fósil gigantopitécido más perfecto jamás hallado no parecía en absoluto un fósil. La idea era ciertamente de lo más absurda.

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