VEINTICINCO

Yo soy la Muerte, la destrucción de lo que existe.

El Bhagavad-Gita


La perspectiva normal sobre la seguridad nuclear en el subcontinente indio era que un fracaso en la disuasión sería la causa más probable de un conflicto nuclear entre la India y Pakistán. En consecuencia, esto recibía muchísima más atención, en tanto que era un posible desencadenante de la guerra, que lo que los analistas de la estrategia llaman inadvertencia, término que es una declaración de una modestia exagerada, típica y monumental. Pero aun en este caso, según la voz de la sabiduría convencional, la inadvertencia podía prevenir que la situación se desbordara. Los errores de mando y control, y de otros factores no racionales, que podrían desencadenar la guerra entre los dos países, se decía, iban a convertirse en el motivo de que los estadistas racionales se alejaran del abismo de una contienda nuclear total.

Esta forma de ver las cosas era válida durante la guerra fría, cuando los dos principales antagonistas, Estados Unidos y la Unión Soviética, eran enemigos desde hacía sólo unas décadas. Pero no servía para nada cuando se quería entender un conflicto, esencialmente religioso, de por lo menos veinte siglos de antigüedad. Además, la fe religiosa es, por definición, irracional. Cuando los presidentes y los primeros ministros escuchan los consejos de los jefes del Estado Mayor, las cosas prometen solucionarse más eficazmente que cuando aceptan las recomendaciones de sus dioses respectivos.

Aun antes del período de reflexión negociado por el secretario de Estado norteamericano, que había mediado en el conflicto, los gobiernos de la India y de Pakistán habían movilizado todas sus fuerzas tácticas y estratégicas, estaban a punto para actuar en cualquier momento, se habían distribuido códigos de desbloqueo, se habían asignado objetivos y se habían establecido los horarios de futuros lanzamientos, de modo que si el enemigo atacaba, bastaría una contraseña para ordenar un ataque de represalia. Con el objetivo de defenderse de la amenaza de una decapitación del Estado, dada la vulnerabilidad de las órdenes centralizadas y los sistemas de control, cada bando había dado su contraseña a los dos comandantes de campo, que podrían hacer uso de los misiles nucleares a discreción, siempre que fuesen necesarios para repeler un ataque y siempre que el comandante no pudiera recibir órdenes directas del jefe de Estado. Era este dilema de control, esencialmente irresoluble, junto con la intervención de los rusos y de los chinos, que habían tomado posiciones opuestas en el conflicto del subcontinente indio, lo que había puesto al mundo en un brete: la amenaza de una destrucción nuclear era real.

Esta nueva crisis había empezado de forma harto sencilla, con un hecho nada infrecuente en la capital de Pakistán, Islamabad: un corte de energía provocado por un grupo de obreros negligentes. Por sí mismo, este hecho no hubiera afectado de forma importante a las comunicaciones de la ciudad; sin embargo, cuando se restableció el suministro eléctrico, se hizo de forma tan brusca que provocó una grave sobrecarga en los ordenadores que controlaban la central telefónica de Islamabad y eso trajo como consecuencia una avería en todas las líneas de entrada y de salida que duró varias horas.

Durante este mismo período, las garantías de paz llegaron a un punto crítico y se rompieron cuando la armada india disparó un misil de prácticas sin armar, un SS-N-8 con un alcance de nueve mil kilómetros, desde uno de los submarinos nucleares de la clase Charlie I que, a pesar del período de reflexión, seguían bloqueando la ciudad de Karachi desde la bahía de Bengala. El misil había sido lanzado a un objetivo de una zona de prácticas que se halla en el Gran Desierto índico. Pero casi inmediatamente después de ser lanzado, el misil se desvió bruscamente hacia el norte y el oficial de seguridad no pudo destruirlo. Cayó en una fábrica vacía de los alrededores de Karachi, la ciudad más grande de Pakistán, después de desviarse centenares de kilómetros de su rumbo, y mató a dos hombres. El gobernador regional de Jaipur hizo público un comunicado en el que decía que un misil había alcanzado Karachi pero que no había explotado. El comandante de campo, el general Mohammed Ali Ishaq Khan, a quien le fue imposible que Islamabad le aclarara el incidente, debido a la avería de las líneas telefónicas, creyó que el misil nuclear también había sido lanzado sobre la capital y que la había aniquilado. Tras un breve titubeo, dio la orden de que se dispusieran los misiles balísticos tierra-tierra M9 para ser lanzados de inmediato. Se procedió a armar y preparar para su uso doce misiles con una combinación de emplazamientos fijos y lanzamisiles, cada uno de los cuales estaba cargado con un rudimentario dispositivo de veinte kilotones de uranio que era el doble de potente que la bomba que destruyó Hiroshima. Con un radio efectivo de sólo seiscientos kilómetros, apuntaban a las ciudades indias de Ludhiana, Jodphur, Ajmer, Jaipur, Agra, Amritsar, Ahmadabad, Delhi, Nueva Delhi, Faridabad, Ghaziabad y Moradabad.

Pero antes de dar la orden de lanzamiento de los misiles de Pakistán, el general Khan rezó. Y mientras esperaba una respuesta de las alturas, el mundo se cubría los ojos.


A cientos de kilómetros de distancia, en el Himalaya, nadie decía gran cosa. Poco podía decirse en realidad, pues estaban todos muy preocupados.

Lo primero que abrumó a Swift fue el sentimiento de culpa por haber expuesto a sus colegas a semejante peligro, pero estas ideas dejaron paso rápidamente a un sentimiento de rabia; era indignante que en la era de la teoría de los vínculos, de la fusión láser, del espacio-tiempo, de la terapia del género y la teoría del caos hubiera todavía personas capaces de cometer atrocidades en nombre de las estúpidas y tiránicas fábulas de la religión.

Algunos miembros del equipo, sin embargo, dirigieron unas cuantas plegarias al cielo azul del Santuario. Otros bebieron como cosacos, intentando olvidarlo todo. La mayoría pugnaba por olvidar lo que ocurría concentrándose en los trabajos científicos que se habían propuesto desarrollar en aquel lugar: Boyd cortaba muestras de sondaje, Jutta cuidaba de Jack, Cody, Swift y Jameson observaban a los yetis y Mac les hacía fotografías. Ninguno trabajaba tanto como Lincoln Warner. Pero su dedicación al trabajo se explicaba sólo en parte por su deseo de olvidar que se hallaba en el centro de una zona en la que podía librarse una guerra nuclear. Él era, sencillamente, el que estaba más ocupado.

El biólogo nuclear se enfrascó en su trabajo de investigación de la química proteínica de Rebeca. Resguardado en el interior de la concha, sin apenas notar el empeoramiento del tiempo, casi en ningún momento se alejaba del pequeño laboratorio que se había construido. Completaba separaciones, aislaba ADN, teñía geles, analizaba manchas y pecas, realizaba calibraciones ópticas de densidad y recogía datos. Todo le ayudaba a desterrar de su mente el horror de lo que podía ocurrir de un momento a otro. Al mismo tiempo, no se le escapaba la ironía de la situación. Ahí estaba él, consagrándose a la causa general de descubrir los orígenes del hombre, mientras que a menos de ochocientos kilómetros de allí el hombre estaba aparentemente decidido a aniquilar su propio futuro.

Agradecía aquel aislamiento en el que trabajaba, ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor; el aislamiento, que era también, justamente, objeto de sus pesquisas. Purificar plásmido de ADN de alta cualidad hasta un mínimo absoluto. Separar ADN de ARN, proteínas celulares y otras impurezas. No cabía ninguna duda: las moléculas eran una forma maravillosa de mantener la cordura. Y la filogenia molecular, nombre que se da a la elaboración de árboles genealógicos evolutivos a partir de datos bioquímicos, era un santuario tan perfecto como el glaciar en el que estaba montada la concha.

A pesar del hecho de que trabajaba en uno de los lugares más inaccesibles de la tierra, Warner estaba equipado con el ordenador y los programas informáticos bioquímicos más recientes. Las técnicas que empleaba estaban miles de veces más perfeccionadas que aquellas de las que dispusieron Sarich y Wilson, los dos niños prodigio de Berkeley especializados en antropología molecular en los años sesenta. El trabajo de Warner abarcaba el análisis no sólo de secuencias del nucleótido sino también de la estructura del ADN del yeti. Tenía más fe en la idea de que todo el genoma del ADN cambiaba a un ritmo uniforme que en cualquier albúmina sérica. La hibridación del ADN era una técnica que incluía el análisis no sólo de una proteína de la sangre, o de un gen, sino de todo el material genético que contenía información de un organismo.

En términos generales, Warner no podía discutir los resultados de Sarich y Wilson referentes a las diferencias de ADN entre los simios y los seres humanos. El simple hecho de que el chimpancé, el gorila y el hombre compartieran el noventa y ocho coma cuatro por ciento de su ADN le tenía aún impresionado. Pero a diferencia de Sarich y Wilson, Warner creía en una divergencia más lejana entre el hombre y los monos, que se remontaba a unos siete o nueve millones de años. Y él tenía su propia visión del árbol evolutivo del hombre.

La versión aceptada corrientemente, que aparecía en la mayoría de libros de texto, representaba la línea humana como algo separado del ancestro común del gorila y del chimpancé. Las pruebas moleculares, sin embargo, tal y como sostenían Sarich y Wilson, situaban al hombre, al chimpancé y al gorila juntos; no había un ancestro del hombre que no lo fuera también del chimpancé y del gorila. Lincoln Warner había argumentado, no obstante, que los humanos poseyeron en el pasado más de un tipo de ADN y que la especie humana gozaba de un doble origen: africano y asiático.

Ahora, al contemplar la imagen ultravioleta del ADN de Rebeca en el monitor de color, después de ajustar el brillo y reforzar con el ratón los contornos de las imágenes, era todo muy distinto de como había imaginado. Tan distinto que al principio pensó que debía de haber cometido un error y volvió a repasar todo el programa de documentación de geles para cerciorarse, por partida doble, de sus resultados. Satisfecho con la última imagen, hizo clic con el ratón, almacenó la imagen definitiva en el disco duro y a continuación imprimió sus notas en papel.

Iba a necesitar un poco de tiempo para reflexionar sobre las consecuencias que arrojaba su análisis del ADN. Entretanto, guardó los datos en el programa de análisis filogenético y de simulación para ver qué interpretación ofrecía el ordenador a su descubrimiento en apariencia extraordinario.


La amenaza de una guerra nuclear precedió a una de las tempestades más espantosas de cuantas recordaban los veteranos del Himalaya: Mac, Jutta y el sirdar. La temperatura cayó en picado y el viento, que alcanzó una velocidad que sobrepasó con mucho los ciento sesenta kilómetros por hora, rugía en el Santuario como si rindiera homenaje a la energía, más devastadora aún, fabricada por el hombre, que amenazaba con reducir a escombros todo el subcontinente. Hasta la concha gemía y temblaba por la fuerza del viento, y eso hacía que sus ocupantes se pusieran aún más nerviosos e irritables.

La tercera mañana de tempestad, siendo la visibilidad tan absolutamente nula que recorrer el corto trecho entre la concha y los refugios se convirtió en una hazaña peligrosa, la relación entre los miembros del equipo alcanzó un punto de tensión tal que estuvo a punto de romperse.

– ¡Huu-huuu-huuuu-huuuuu!

Cody, que grababa todos los sonidos que emitía Rebeca, asintió, satisfecho, y apagó el aparato.

– ¿Sabes, Swift? Rebeca tiene un repertorio de más de una docena de sonidos distintos -dijo-. Y eso sin incluir sus vocalizaciones. Si tuviéramos a otro adulto, quizá podríamos grabarlos todos con detalle. Y si yo tuviera un micrófono más potente que este walkman, a lo mejor podría grabar algunos de los sonidos que emite Esaú.

Cuando amamantaba a Esaú, Rebeca solía hacerle mimos y le susurraba cosas juntando su cara a la de él. Pero algunas veces también movía los labios en un simulacro de habla humana y a todos les parecía que le iba a hablar a su cría.

– Señor, qué disparate -refunfuñó Boyd sin apartar la vista de la pantalla de su ordenador portátil en el que estaba haciendo un solitario. No le parecía que el entusiasmo de Cody por los yetis fuera en absoluto contagioso-. Ahora va y quiere tener dos monstruos de ésos. Como si no tuviera suficiente con la peste inaguantable de uno, que nos tiene a todos sin poder respirar.

Swift iba a hacer un comentario cáustico sobre Boyd, pero se lo reservó, porque por una vez estaba de acuerdo con él. Rebeca padecía diarrea y, a pesar de que limpiaban la jaula varias veces al día, la pestilencia era en algunos momentos del todo insoportable.

– Y cómo quieres que huela el abominable hombre de las nieves -se rió Mac, que estaba ocupado etiquetando las películas.

Jameson, que leía un libro, alzó la vista y dijo:

– No es culpa suya.

– Todos nosotros salimos afuera -insistió Boyd-. ¿Por qué no puede salir ella?

– En cuanto se le curen los puntos -dijo Jameson-, la dejaremos salir. Pero hasta entonces se merece que la tratemos con mucho mimo, y también a Esaú. Después de todo, ellos no nos pidieron que les capturáramos.

– ¿Y cuándo será eso? -quiso saber Boyd.

Jameson le lanzó una mirada interrogativa a Jutta.

– Quizá mañana -contestó ella.

– ¡Huu-huuu-huuuu-huuuuu!

Boyd dejó el solitario y empezó a dar vueltas alrededor de la jaula.

– Creo que para entonces me habré vuelto loco. ¿No podéis decirle que se calle? Pensé que Jack había dicho que los yetis tienen un lenguaje de signos. Quiero decir que debe de haber un signo para hacerte callar de una vez, pesada.

Jack bajó las piernas de la cama de campaña y se sentó despacio.

– Tienen un signo -dijo-. Yo lo vi.

– Ah, no lo dudo -dijo Cody, cuyo entusiasmo no había decrecido lo más mínimo por el malhumor de Boyd-. He intentado hacerle signos pero no he conseguido nada. Supongo que los signos que ella conoce pertenecen a una convención distinta, debe de ser eso.

Dejó la grabadora sobre la mesa y se desperezó.

– Me parece que ya basta por hoy -comentó, y cogió su ejemplar de bolsillo, muy sobado, de Los siete pilares de la sabiduría, y volvió a concentrarse en Lawrence y en la sublevación que se había desarrollado en el desierto.

Boyd dejó de andar de un lado a otro y buscó algo en su mochila.

Swift se levantó de una de las sillas que estaban dispuestas en círculo alrededor de la jaula y fue a sentarse junto a Jack.

– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó.

– Mucho mejor, gracias. ¿Sabes?, Boyd tiene razón. Apesta. Me parece que nunca más podré quitarme este olor de la nariz.

– Da por hecho que va a ser así -intervino Boyd, que echó una ojeada por la concha y advirtió que nadie le estaba prestando ninguna atención a Rebeca.

Cody estaba enfrascado en la lectura. Warner trabajaba con el ordenador. Jutta escuchaba música con su aparato estereofónico. El sirdar hojeaba una revista y bebía una taza de aquel asqueroso cha. Boyd vio que se le presentaba la oportunidad que había estado esperando tanto tiempo. Se acercó a la jaula y, haciéndose el distraído, empezó a pasar por la espalda de Rebeca, de arriba abajo, la cajita electrónica que había extraído de la mochila. El aparato era un radiómetro del tamaño de un fotómetro, una especie de contador Geiger muy perfeccionado. El radiómetro registraba cualquier presencia, por mínima que fuera, de radiactividad en la piel de Rebeca. Metió el brazo entre los barrotes de la jaula y acercó todo lo que pudo el radiómetro a las manos de la hembra de yeti. Esta vez la aguja se movió de manera significativa.

Cody levantó la vista del libro y vio el aparato electrónico que tenía Boyd en las manos.

– ¿Qué es eso que tienes en la mano, Jon? -le preguntó.

Boyd apartó la vista del radiómetro un segundo, tiempo suficiente para que el animal se lo arrebatara de las manos. Rebeca se puso a gritar, entusiasmada, y, dándole la espalda a Boyd, empezó a examinar el radiómetro con mucho interés.

– Mierda -dijo Boyd, aunque no le importaba demasiado. Ya tenía la respuesta preparada a la pregunta de Cody; miró a su compañero y le sonrió-: No le gustan nada las cosas brillantes, ¿verdad? Es como un cenzontle.

Cody se puso en pie y se acercó a la jaula con la intención de ver qué era exactamente lo que Rebeca había arrebatado.

– ¿Qué es eso?

Swift también se levantó y fue hacia la caja con paso vacilante. Boyd parecía nervioso y azorado, como si le hubieran pillado haciendo algo de lo que se avergonzaba un poco.

– No es nada, es sólo un radiómetro -dijo encogiéndose de hombros-. Tenía intención de pasarlo por todos nosotros por si estallan las bombas y tengo que empezar a medir los niveles de radiación.

– Muy bondadoso por tu parte -dijo Swift-, pero no he visto que comprobaras el nivel de radiación de nadie.

– Quizá no de todos.

Swift frunció los labios y enarcó las cejas. Cruzando los brazos, a la defensiva, se plantó delante de Boyd y le miro fijamente a los ojos.

– O quizá de nadie.

Boyd le hizo una mueca y sacudió la cabeza como si le inspirara lástima.

– Swifty, de verdad, ¿por qué dices eso?

– No lo sé -contestó ella-. Es sólo que no me fío de ti, Boyd. Es la misma sensación que tengo cuando paso debajo de una escalera.

– ¿Eres desconfiada por naturaleza? Cada vez que se te ocurre algo tienes que leerte primero cuáles son tus derechos. -Consciente de que todos estaban pendientes de él, Boyd no dejaba de sonreír, como si con su sonrisa quisiera demostrar su inocencia-. La fiebre de vivir en una cabaña -añadió-. Eso es lo que pasa, que padecemos la fiebre de vivir en una cabaña. Los buscadores de oro la sufrían con mucha frecuencia en el Yukon.

– Anda, Swift, déjale -intervino Jack en defensa de Boyd-. ¿Por qué te metes tanto con él? ¿Qué hay de malo en ser previsor? Boyd tiene razón. Si empiezan a lanzar bombas, será muy útil saber si estamos contaminados.

– ¿No era Boyd quien decía siempre que aquí arriba estaremos seguros? -replicó ella-. ¿A qué viene ahora querer comprobar los niveles de radiación?

– Por mi parte -intervino Jutta-, tengo que decir que a mí me gustaría saber si estoy contaminada o no.

– De acuerdo -concluyó Swift-. A mí también. -Clavó sus ojos en Boyd-. Dinos cuál ha sido el resultado de las mediciones que has efectuado en todos nosotros. Perdón, sólo en algunos de nosotros.

Boyd echó una ojeada a la jaula y vio que Rebeca tenía el radiómetro en la boca y que lo estaba mordiendo sin demasiada fuerza. Sacudió la cabeza.

– Nada. Quiero decir que eran niveles insignificantes. Los que son de esperar en personas que han estado a grandes altitudes. -Hizo una mueca-. Aquí arriba estamos mucho más cerca del espacio. Y el espacio es radiactivo.

– ¡Hu-huu-huuu-huuuu!

Rebeca decidió que no podía comérselo y arrojó el radiómetro de Boyd fuera de la jaula. Fue a caer a los pies de Swift.

Ésta se agachó, cogió el aparato, enjugó la saliva de la yeti y se puso en pie con una sonrisa incrédula en los labios.

– Vamos a comprobarlo, ¿de acuerdo? -Swift miró el radiómetro con detenimiento-. Hay unas cuantas huellas de mordiscos, pero no parece que esté estropeado. Me parece que sé cómo funciona. Es una especie de contador Geiger sin los emocionantes efectos de sonido de ciencia-ficción, ¿verdad?

Apretó el botón de control y pasó el radiómetro por su torso y después por el de Jack.

– Tienes razón, Boyd. Nada de nada, por ahora.

Boyd observó cómo medía los niveles de radiación en todos ellos. Carecía de sentido perder los nervios por aquello.

Ahora estaba pasando el radiómetro por Jutta, Warner y Jameson, sin dejar de negar con la cabeza.

– Me parece, Swift, que lo que has hecho es insultante -dijo Boyd pacientemente.

Ella agitó el aparato delante del sirdar, Mac y Jameson.

– También vosotros estáis limpios, chicos. -Rápidamente acercó el aparato por el cuerpo de Boyd-. Ahora te toca a ti, Boyd. Nada. Qué tranquilidad.

– Os he dicho la verdad -declaró Boyd-. Era sólo una medida de precaución. Una lectura base, como una muestra de control. Sólo para comprobar que el aparato funciona correctamente.

Intentó quitárselo a Swift con amabilidad de las manos, pero ella ya lo había metido entre los barrotes de la jaula.

– Espera un momento. No podemos dejarnos a Rebeca, ¿verdad?

Esta vez la aguja del radiómetro se movió.

– ¿Qué os parece? Rebeca, según parece, desprende radiación ionizante. Aunque no mucha. Sólo una pequeña cantidad. Pero, por pequeña que sea, la desprende. La pregunta es ¿por qué con ninguno de nosotros se ha movido la aguja? A lo mejor, Boyd, tienes una teoría que pueda explicarlo.

– No sabría decirlo. Mira, me acabo de acordar de que tenía este aparatito. -Boyd tenía una expresión como si pidiera disculpas-. Os he dicho la verdad. Mi intención era comprobar que no tuviéramos radiación. Sólo que no quería alarmaros. La gente se pone histérica. Lo siento, tenía que haberos explicado lo que hacía.

– Es una pena, ¿sabes?, que este aparato no pueda detectar las mentiras con la misma facilidad que capta las ionizaciones -dijo Swift-. Si lo pusiéramos cerca de tu boca, la aguja se dispararía tanto que la escala de medición del aparato se quedaría corta.

– Swift -protestó Jameson.

– Él tiene razón, ¿sabes? -dijo Boyd con la sonrisa y el color desvaneciéndose de su rostro-. Te estás pasando. Tendrías que oírte a ti misma.

– ¿Me dejáis ver la cosa esta? -preguntó Cody.

Swift le dio el radiómetro.

– Adelante, Byron. Comprueba la radiación de Rebeca.

Cody pasó el radiómetro por la esfera luminosa de su reloj. La aguja se movió un poco cuando se acercó a la jaula.

– A lo mejor es que Rebeca ha estado más tiempo al aire libre que nosotros -apuntó Jameson a modo de explicación-. Me parece que el granito es ligeramente radiactivo.

– El geólogo aquí es Boyd -dijo Swift-. Sería conveniente preguntárselo a él.

– Parece una hipótesis razonable -convino Boyd.

Rebeca, que estaba sentada, fijó sus ojos en Cody y, cuando él le acercó el aparato, cambió de postura.

– ¡Eh! No pasa nada, no pasa nada -le dijo para tranquilizarla.

– Es curioso, ¿sabéis? -dijo Swift-. Estoy pensando en el cráneo de una cueva que hay en la pared escarpada que me trajo Jack a Berkeley. -Se encogió de hombros-. El profesor Stewart Ray Sacher hizo toda clase de análisis en el laboratorio y no presentaba ni el más mínimo síntoma de radiactividad.

Cody, al tiempo que hacía movimientos cariñosos con la cabeza y le hablaba suavemente a Rebeca, metió el brazo entre los barrotes y puso el radiómetro en funcionamiento. Ella le hizo también movimientos con la cabeza como si le contestara.

– No pasa nada, no pasa nada.

– A lo mejor algún campo de tectita -dijo Warner-. O un pequeño depósito de uranio.

– También ésta es una hipótesis razonable -dijo Boyd.

– Pues entonces, ¿por qué mientes?

Boyd sacudió la cabeza, exasperado.

– ¿Por qué dices que miento? Por el amor de Dios, ¿qué te ocurre, Swifty? -Se dio un puñetazo en la palma de la mano-. Mal de altura, debe de ser eso. Quizá deberías tomar algo.

– ¿Mal de altura? -Swift hizo una mueca-. A lo mejor por eso ahora estoy viendo a Rebeca. ¿No era ésta tu primera teoría sobre la existencia del yeti, Boyd? Cuando llegamos, es lo que dijiste. Y deja de llamarme Swifty.

Cody, que estaba junto a la jaula, frunció las cejas al ver una expresión interrogativa en la cara tranquila de Rebeca. La aguja del radiómetro se movió a mucha más velocidad que cuando había puesto el aparato junto al reloj.

– No cabe duda -dijo-. Está contaminada.

Rebeca dio un brinco, contenta, y frunció los labios.

– … eres tonta del culo -murmuró Boyd.

– No te preocupes, Rebeca. No pasa nada.

– Oh-oh-oh.

El primer sonido era absolutamente simiesco, medio ladrido, medio risotada. Pero el segundo cogió a todos por sorpresa. Hasta a Boyd.

– Na-na-na.

Cody sintió que se le erizaban los pelos de la cabeza y de la cara.

– Coño -susurró Mac.

Jutta se puso en pie. Warner también.

– ¡Na-da! ¡Na-da! ¡Na-da!

– Habla -murmuró Swift-. Rebeca puede hablar.

– ¡Na-da! ¡Na-da!

– Nada -repitió Cody, encantado-. No pasa nada. ¡Nada!

– Dios mío -dijo Jack en voz queda.

– Dios no, hombre -dijo Swift.

Загрузка...