VEINTIOCHO

¿Soy acaso el guarda de mi hermano?

Génesis 4, 9


Boyd parecía muy satisfecho de sí mismo.

– Iré sin prisas, seguiré su rastro. No será muy difícil con tanta nieve fresca. Por cierto, no intentéis llamar a nadie por radio o enviar mensajes por correo electrónico. Ya he solucionado el problema de la antena.

– No podrás hacerlo solo -dijo Jack-. Te seguiremos.

– No os lo recomiendo -repuso Boyd-. Estoy entrenado. No tenéis ni idea de lo que puedo hacer yo solo. Y habréis notado que tengo mano para tratar a ésa. Y también me llevaré un fusil. Un fusil con mira telescópica y con balas de verdad, nada de jeringas hipodérmicas. Como vea que uno de vosotros me sigue, lo coso a tiros. Además, ya tengo pensado cómo voy a teneros aquí quietecitos. Quiero decir, sin necesidad de mataros. Sólo que primero tengo que enseñarles a nuestros velludos amigos a salir de aquí.

Fue de espaldas hasta la compuerta hermética, abrió la parte de fuera y se vio un retazo de cielo azul y la luz del sol.

– ¡Vaya! -dijo respirando hondo, muy eufórico-. Qué bien sienta llenarse los pulmones de este aire fresco. Parece que hará un día espléndido.

Extendió el brazo sosteniendo el arma en la mano, se volvió y se acercó a la jaula.

– Que nadie intente hacer nada -dijo pasando por encima del cuerpo sin vida de Jameson-. A no ser que queráis hacerle compañía a vuestro amigo. Si sentís deseos de realizar hazañas heroicas, cantad el himno nacional. Venga, atrás todo el mundo.

– ¿Crees que es una buena idea dejar suelto a un animal salvaje aquí dentro? -le preguntó Cody-. Podría ser muy peligroso. Acuérdate de lo que le ocurrió a Jack.

– Soy yo quien tiene el arma -respondió Boyd, que abrió los cerrojos de la jaula-. Acordaos de lo que le ha ocurrido a Miles.

Abrió la puerta y se apartó.

– ¿Sabéis?, odio ver a un animal tan precioso enjaulado.

Rebeca se quedó sentada en un rincón de la jaula de momento, comiendo muesli y amamantando a Esaú, sin dar muestras de querer huir de la cautividad. Pero poco a poco fue percatándose de que sus circunstancias no eran las mismas, de que algo había cambiado, y, estrechando con fuerza a su hijo contra su pecho y emitiendo un suave gruñido, se puso en pie.

– ¡Bii-eh! ¡Bii-eh!

– Así me gusta -dijo Boyd-. Ya es hora de que salgas a dar una vueltecita por el patio, Chita.

Muy despacio, Rebeca salió de la jaula. Clavó sus ojos en Jameson con una mirada llena de aprensión; se agachó junto a él, le enjugó la sangre con un dedo y después se lo llevó a la boca. El sabor le hizo arrugar la frente, como si se hubiera dado cuenta de que había un problema. Fue aguijoneando a Jameson con el dedo para ver si daba señales de vida y, al no percibir ninguna, emitió un débil gemido y se fue, temerosa, hacia la puerta abierta. Balanceando el cuerpo de un lado a otro, como un elefante enjaulado, echó una mirada a su alrededor como si en cierto modo esperara que alguien intentara detenerla.

– ¡Bii-eh! ¡Bii-eh!

Swift miró a los ojos penetrantes de la yeti e hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

– Bien -dijo, y agitó la mano a modo de despedida-. Muy bien.

Rebeca fue hacia la puerta emitiendo una serie de gritos cada vez más fuertes. Y luego desapareció.

Boyd asintió, satisfecho.

– ¿Habéis visto? No era para tanto, ¿a que no? No creo que sea peligrosa.

Él la siguió y al llegar a la puerta dijo:

– Ya os lo he advertido, que nadie salga de la concha. A no ser que creáis que podéis correr más de prisa que una bala.

Swift empezó a maldecirlo pero de pronto se quedó callada porque vio un rayo de luz de esperanza. Fuera de la tienda, aparentemente sin que Boyd hubiera reparado en él, estaba, armado con una pistola, Ang Tsering.


Tsering debió de haber oído el disparo que mató a Jameson y debió de haber visto que Boyd les apuntaba a todos con un revólver. Swift pensó que habría encontrado la pistola en el refugio de Boyd y que se disponía a disparar contra él o a intentar quitarle el arma. Incluso cuando el sirdar ayudante estuvo a sólo un metro de distancia de Boyd, detrás de él, Swift seguía albergando la esperanza de que correría hacia el norteamericano y le golpearía en la cabeza; y lo siguió esperando hasta que Boyd, sin darse la vuelta, empezó a hablarle a Tsering como si desde el primer momento hubiera sabido que el nepalés estaba allí.

– El yeti se dirige al banco de hielo flotante -dijo Tsering.

– Perfecto. Ahora ya sabes qué tienes que hacer. Si alguien sale de la concha, le disparas. Estarás muy cómodo aquí -le dijo Boyd, que agitó la mano para despedirse, salió y cerró la compuerta-. Adiós -gritó.

Después cerró la solapa exterior que sellaba la compuerta hermética.

El sirdar se volvió inmediatamente hacia Jack, juntó las manos, inclinó la cabeza y dijo:

– Lo siento, Jack sahib. Cómo está ocurriendo no sé. Yo pensaba que Ang Tsering es buena persona, buen sirdar ayudante. Yo escogí a él. Yo saap. Yo bhiringi. Es mi culpa, Jack sahib. Malaai ris, Jack sahib. Malaai dukha.

Jack negó con la cabeza.

– Olvídalo, Hurké. No es culpa tuya. Ahora lo importante es pensar en qué vamos a hacer. ¿Crees que nos disparará si salimos?

Hurké Gurung movió la cabeza de un lado a otro, expresando su incertidumbre.

– No estoy nada seguro -dijo al fin-. Hacer asesinato en mi país es una cosa terrible. Tsering no es un hombre muy religioso. Para él matar a alguien, creo que pediría muchos dineros. Bastantes tal vez para irse del Nepal para siempre. Siempre quería irse a vivir a América, creo.

– Boyd no anda nada escaso de dinero, eso seguro -dijo Jack-. Y su gente probablemente habrá llegado a un acuerdo con el Departamento de Estado.

– Ke garne, Jack? ¿Qué hacemos? -Movió la cabeza tristemente-. Quizá, estoy pensando que mataría uno de sus bideshi, porque ustedes son extranjeros. Es muy resentido, creo. Siempre ha ido detrás de dinero, busca problemas, quiere más equipo, siempre más. Un verdadero saaglo. ¿Pero yo? Quizá él me tendrá más respeto a mí, porque soy sirdar. Para él soy maalik. Tendrá que tener maanu de mí. Y quizá también más que un poco de miedo. Como un pahelo cobarde.

Jutta cogió el anorak de Jameson y le cubrió el rostro. Después se levantó y sacudió la cabeza.

– Me parece que te equivocas -dijo-. Creo que es contra mí contra quien le costará más disparar. Después de todo lo que he hecho por él… -Jutta se tragó su furia.

– Memsahib tiene razón, naturalmente -dijo Hurké-. Quizá si memsahib mantiene conversación con Ang Tsering, yo podría acercarme por detrás.

– ¿No se te olvida algo? -suspiró Swift-. Esta dichosa tienda tiene sólo una puerta de salida. Y está hecha de kevlar, que no es el material con el que se suelen construir las tiendas corrientemente. -Golpeó la pared como si probara su resistencia-. Ni siquiera un leopardo de las nieves podría desgarrarlo. Este material es a prueba de balas.

Hurké Gurung metió la mano en su mochila y sacó un machete nepalés, un khukuri en forma de bumerán. Extrajo la hoja de cuarenta y cinco centímetros de la vaina de cuero y la sopesó con confianza.

– Perdón por contradicción, memsahib -dijo-. Pero esto servirá. Quizá a prueba de balas, sí, pero no a prueba de cuchillo. Khukuri. De cuando yo era un gurkha. Corta todo. Muy afilado. Corta incluso la concha de Boyd sahib.


– ¿Ang Tsering? -El tono de voz de Jutta era desapasionado, amigable incluso-. ¿Estás ahí? Tengo que hablar contigo.

– No quiero hablar con usted.

– Pues yo tengo que hablar contigo.

– ¿No ha oído lo que ha dicho el señor Boyd? -dijo Tsering-. ¿No ha oído lo que me ha dicho a mí? Que disparara si alguien salía de la tienda.

– Sí, pero tú y yo somos amigos, Tsering. Hemos sido amigos desde el primer día. Por eso te he ayudado a mejorar el alemán.

– Yo no confiaría demasiado en esta ayuda prestada, señora Henze -insistió Tsering-. Y el señor Boyd es ahora mi amigo. Él me ayuda.

– Bueno, quizá él te ayude, pero no puedo creer que seas capaz de dispararme.

– Esté segura de que no me gustaría nada tener que hacerlo. Pero obedezco órdenes. Por favor, no salga de la tienda. Es de la única manera que puedo garantizar que no le ocurra nada.

– ¿Has oído hablar del juramento hipocrático, Tsering?

– Desde luego. Es el juramento que hacen los doctores en medicina.

– Pues atiende, Jameson sahib está herido, Boyd le ha disparado -dijo ella-. Tengo que ir a recoger mi maletín que está en el refugio. Si no, morirá.

Jutta apartó la solapa exterior de la compuerta y miró desafiante a Ang Tsering. Éste, que fumaba nerviosamente y sostenía en su mano enguantada una pistola automática, parecía más inquieto que nunca. Jutta se preguntó si habría cogido un arma antes y si Boyd le habría enseñado a utilizarla.

– Ya basta, por favor, memsahib. No deseo dispararle.

Echó una ojeada a su ropa ensangrentada.

– Como puedes ver, Jameson ha perdido ya mucha sangre. Si yo no hago algo, morirá desangrado.

El sirdar ayudante arrojó el cigarrillo y se pasó una mano por su pelo de erizo, frustrado.

– Tengo que ir a coger el maletín, nada más. Quizá uno de los sherpas pueda traérmelo.

– No, esto no es posible. Todos los sherpas huyeron corriendo al oír los disparos.

Jutta oyó a su espalda un ruido de un desgarrón y pensó que el sirdar debía de estar a punto de salir. Dio un paso hacia adelante y pisó la nieve. Miró hacia el glaciar y vio el rastro de unas huellas en la nieve. Pero la luz del sol que se reflejaba en la nieve la deslumbraba y no pudo ver a Boyd.

– O vas tú a buscar mi maletín o tendré que ir yo.

Tsering se echó hacia atrás y apuntó a la cabeza de Jutta con el arma. Sólo entonces se le ocurrió accionar el pasador que hacía entrar la bala en la recámara de la pistola automática.

Jutta se sonrió al darse cuenta de que su conocimiento de las armas se limitaba probablemente a lo que había visto en la televisión.

– ¿No has quitado el cerrojo? -le preguntó ella.

Ang echó una ojeada al costado del arma y se quedó un momento inmóvil, furioso consigo mismo.

– No me trate con aire condescendiente -dijo, y disparó a la nieve, justo a los pies de Jutta-. ¿Lo ve? Sé perfectamente lo que hago y voy a disparar. Créame, memsahib, si da otro paso no tendré más remedio que dispararle en la pierna. ¿Y quién atenderá al médico? Por favor, contésteme.

– Tendrás que matarme para impedirme atender a Jameson sahib -dijo ella.

– ¿Por qué quiere que la mate? -preguntó Tsering en un tono de voz suplicante-. Ha sido usted muy amable conmigo. Yo no deseo matarla. Por favor, entre en la tienda.

Por el rabillo del ojo, Jutta vio que el sirdar se acercaba furtivamente a Tsering por la espalda. Vio la expresión asesina de Hurké y la hoja afilada del khukuri que resplandecía en su mano como un relámpago, y tuvo que sofocar un grito tapándose la boca con la mano.

Tsering, tomando aquel gesto por una expresión de miedo, se acercó a ella sin dejar de apuntarla.

– Sí, hace bien en tener miedo. Lo haré, no le quepa duda. Que Jameson sahib viva o se muera a mí tanto me da. Para mí es sólo un bideshi más. ¿Me ha oído? Que se muera. No tenía que haber venido, eso para empezar. Ninguno de ustedes tenía que haber venido. Son todos unos ladrones. Todos ustedes son unos ladrones.

Tsering le hablaba gritando, como si quisiera convencerse a sí mismo de que era capaz de usar el arma y dispararle si se veía obligado a hacerlo.

– Y ahora métase dentro, estúpida -le dijo, enfurecido-, o le dispararé. ¿Me ha oído?

La mano que sostenía el arma y le estaba apuntando temblaba. Jutta retrocedió pensando que podía apretar el gatillo accidentalmente.

Ahora el sirdar estaba a sólo un metro de Tsering, con el khukuri a la altura del hombro.

A Jutta se le cortó la respiración. No iría a utilizar el arma, no podía ser.

Una fracción de segundo después, Hurké Gurung levantó su cuchillo letal, que captó la luz del sol como si fuera un heliógrafo, y empezó a dejarlo caer trazando en el aire un arco mortal.

Involuntariamente, Jutta soltó un grito y alzó las manos para detener al sirdar.

Tsering pensó que la alemana le suplicaba que se apiadara de ella y esbozó una sonrisa de desprecio. Jutta le había enseñado un poco de alemán, nada más. ¿Y qué más daba si la mataba? Además, ni siquiera le gustaba su idioma. El único que le había ofrecido dinero y un pasaporte norteamericano había sido Boyd. Para poder vivir en América. Eso sí era fantástico.

Fue la última idea que le pasó por la cabeza antes de que el machete interrumpiera sus pensamientos.

El grito de Jutta se mezcló con el de Tsering; después se oyó el ruido de un disparo cuando su índice apretó el gatillo en un acto reflejo antes de que la mano seccionada cayese al suelo manchando la nieve de sangre.

Tsering se desplomó; con la única mano que tenía se tocaba el muñón ensangrentado como si no entendiera qué había ocurrido con la otra.

– Mero padkhuraa dukhyo -gimió lastimeramente-. Aspataallaai jachaauna parchha.

– Puedes dar las gracias de que no te haya cortado la cabeza -dijo el sirdar, que escupió en el suelo delante de Tsering-. Hajur?

– Mero haat -sollozó Tsering-. Mero haat.

Jutta se fue corriendo a coger su maletín y dejó atrás al resto del equipo que estaba saliendo por la puerta de la concha. Lo más probable era que no pudiese salvarle la mano. La radio no funcionaba y estaban muy lejos de los hospitales de Pokhara. Pero al menos podría cortarle la hemorragia y evitar que muriera desangrado.

Sin preocuparse de Ang Tsering, el sirdar se alejó renqueando unos cuantos metros del campamento tras las huellas de Rebeca y de Boyd; sus ojos avezados, entornados para que no le deslumbrara el sol, los buscaban por la parte superior del glaciar. Del yeti no había ni rastro, pero en cambio distinguió una figura menuda en el lindero del banco de hielo flotante que había delante del Machhapuchhare. Miró a su alrededor y vio que Jack estaba a su lado, con unos prismáticos en las manos; el sirdar le indicó en silencio hacia dónde tenía que apuntarlos.

Jack asintió y vio a Boyd. Les llevaba una hora de ventaja.

Los ojos del sirdar siguieron el rastro de varias huellas que partían del campamento en la misma dirección, hacia el sur, lejos del Santuario.

– Los demás sherpas han huido corriendo -dijo.

Jack vio las pisadas e hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. Swift estaba arrodillada junto a la mano cortada del sirdar ayudante y separaba la pistola de sus dedos pálidos.

– No les reprocho que hayan huido -gruñó Jack, que se dirigió hacia donde estaba ella.

El arma estaba todavía preparada para disparar. Swift puso el seguro y, sosteniendo el martillo con sus dos pulgares, apretó el gatillo y luego bajó con mucho cuidado el martillo y lo apoyó contra el disparador protegido. Cuando el arma dejó de ser un peligro, alzó la vista y le dijo a Jack:

– Voy a perseguirle.

– Tú sola no vayas. Que vaya Hurké contigo.

Jack echó una mirada a su alrededor buscando al sirdar y vio que estaba arrodillado en la nieve examinando un agujero que tenía en el tacón de la bota. Era la bala perdida de Tsering.

– Perdone, por favor, Jack sahib. Pero creo que me han disparado una bala.

Le ayudaron a andar hasta la tienda, donde Jutta ya le estaba aplicando un torniquete a Tsering en el brazo herido. Hurké se sentó y dejó que Jack le desabrochara la bota, haciendo muecas de dolor cuando se la quitó y también después, cuando le quitó los calcetines. El pie chorreaba sangre y, aunque Jutta vio con claridad que la bala sólo había afectado la parte carnosa del talón, supo también que tendrían que pasar varios días antes de que pudiera volver a andar largas distancias.

Swift se estaba poniendo ya el traje climatizado.

– Voy contigo -dijo Jack.

– Lo único que vas a conseguir es hacerme andar despacio -dijo ella, que se recogió la cabellera pelirroja y se la ató con una cinta elástica-. No te has repuesto todavía de las lesiones.

Jack reconoció que era verdad, pero como no quería que fuera sola y pusiera su vida en peligro, le sugirió que la acompañara Mac.

– ¿Qué opinas, Mac?

El escocés se encogió de hombros.

– Este traje no es de mi talla -dijo-. Es demasiado grande, caramba.

– ¿Y el que llevaba Hurké?

– Es el que se ha puesto ella -dijo.

– Mira, Jack -dijo Swift-, Jutta va a estar ocupadísima, Byron es demasiado lento, Link no está aclimatado a una altura superior a los cuatro mil metros, Mac es demasiado menudo, Hurké está herido y tú también. Sólo quedo yo, y no podemos perder tiempo en sandeces.

Jack asintió y la abrazó.

– De acuerdo, pero tengo que explicarte cómo se efectúa la técnica que llamamos bavaresa.

Le habló de la pendiente serpenteante que había al final de la cornisa, le dijo dónde encontraría el asidero y cómo utilizarlo. Le explicó cómo se usa la fuerza de los pies y de las manos contra la pared, de la cual el cuerpo está separado, cuando hay que franquear cornisas y superar grietas.

– Ve con muchísimo cuidado -añadió-. Recuerda lo que ha dicho Boyd. Es un profesional. Le han entrenado para hacer este tipo de trabajo.

– ¿Qué harás si lo alcanzas? -le preguntó Mac.

– ¿Que qué haré? ¿Qué crees tú que voy a hacer? -El tono de Swift era casi cruel-. Voy a matarlo. Voy a matar a ese hijo de puta.

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