CAPÍTULO IX

Poco después del almuerzo, al que Dinny y su tía llegaron con retraso, Adrián y las cuatro señoras más jóvenes, provistos de las sillas plegables dejadas por los cazadores, bajaban por un sendero hacia el lugar donde se concentraría la cacería principal de la tarde. Adrián caminaba junto a Diana y Cecilia Mushkam; delante de ellos iban Dinny y Fleur. Estas últimas, primas políticas, no se habían visto desde hacía casi un año y, de todos modos, se conocían poco. Dinny examinaba la cabeza que su tía la recomendara. Era redonda y firme, erguida bajo el sombrero. En su opinión, el rostro, gracioso, tenía una expresión algo dura, pero era expresivo. Llevaba un traje de corte excelente y su esbelta figura parecía la de una americana.

Dinny se dijo que de una fuente tan clara sacaría por lo menos un poco de sentido común.

– Oí leer tu testimonio en el Tribunal. Fleur.

– ¡Oh, eso! Era lo que deseaba Hilary, naturalmente. En realidad yo no sé nada sobre esas muchachas. Son impenetrables. Hay personas, desde luego, que saben provocar las confidencias de los demás; yo no, y te aseguro que no me interesa. ¿Encuentras que es más fácil conocer a las campesinas de tus tierras?

– Por aquellos alrededores todos han tenido que ver con mi familia desde hace tanto tiempo, que uno sabe lo que ha de saber casi antes que ellos mismos.

Fleur la escudriñaba atentamente.

– Sí, me atrevo a decir que tú tienes maña, Dinny. Serás una antepasada maravillosa, pero no sé quién podría hacerte el retrato. Es hora de que venga alguien que tenga el estilo de los primitivos italianos. A los prerrafaelistas les faltaba completamente; sus cuadros carecían de musicalidad y alegría. Para pintarte a ti se necesitan ambas cosas.

– Dime – preguntó Dinny algo desconcertada -: ¿Estaba Michael en la Cámara cuando se leyeron las acusaciones contra Hubert?

– Sí, y volvió a casa completamente fuera de tino. – ¡Bien!

– Tenía la intención de hacer someter el asunto a un nuevo debate, pero al día siguiente se levantaban las sesiones. Además, ¿qué importancia tiene la Cámara? Hoy en día es la última cosa a la que la gente presta atención.

– Me temo que mi padre se, la prestó de modo tremendo en lo que se refiere a aquellas acusaciones.

– Sí, tu padre pertenece a la pasada generación. Pero la única actividad del Parlamento que ahora le interesa al público es el Presupuesto del Estado. Y no hay que extrañarse, puesto que todo se basa en el dinero.

– ¿Le dices esas cosas a Michael?

– No es necesario; hoy en día el Parlamento es una máquina para la imposición de impuestos.

– Pero dicta aún algunas leyes, ¿verdad?

– Sí, querida, pero siempre después del suceso. No hace más que consolidar lo que ya ha entrado en la práctica o, cuando menos, en el sentimiento del público. Jamás toma la iniciativa. ¿Cómo podría hacerlo? Esta no es una función de la democracia. Si quieres la prueba, ¡mira el estado del país! Es la última cosa de que se ocupa el Parlamento.

– En tal caso, ¿quién toma la iniciativa?

– ¿De qué lado sopla el viento? Las corrientes comienzan los pasillos. ¡Grandes sitios, los pasillos! ¿Junto a quién quieres quedarte cuando alcancemos a los cazadores?

– Junto a lord Saxenden. Fleur la miró.

¿No será por sus beaux yeux, ni tampoco por su beau titre? ¿Por qué, pues?

– Porque quiero hablarle de Hubert y no dispongo de mucho tiempo.

– Ya entiendo. Bueno, quiero hacerte una advertencia, querida. No juzgues a Saxenden por la expresión de su rostro. Es un_ viejo zorro astuto, y tampoco es tan viejo, por otra parte. Y si hay algo que le complace extremadamente es su quid pro quo. ¿Tienes preparado un quid para él? Exigirá el pago al contado.

Dinny hizo una mueca.

– Haré lo que pueda. Tío Lawrence ya me dio unas cuanta- indicaciones.

– Ve con cuidado; se burla de ti – canturreó Fleur. – Bueno, yo me reuniré con Michael. Cuando estoy con él tira mejor. Es una cosa que necesita mucho, el pobrecillo. El Squire y Bart se alegrarán de prescindir de nosotros. Cicely, naturalmente, se irá con Charles. Están todavía en su luna de miel. Queda Diana, para el americano.

– Y espero – dijo Dinny – que le haga fallar los disparos.

– Me parece que no hay nada que logre hacérselos fallar. He olvidado a Adrián. Éste se quedará sentado en su silla plegable, meditando sobre los huesos y sobre Diana. Ya hemos llegado. ¿Ves? Por esta cancela. Allí está Saxenden. Le han dado el rincón caliente. Pasa por detrás de aquella empalizada y alcánzale por la espalda. Michael debe de estar metido en algún rincón, allá abajo: siempre le dan el apostadero peor.

Se separó de Dinny y continuó por el sendero. Pensando que no le había pedido a Fleur lo que tenía intención de pedirle, Dinny pasó por detrás de la empalizada y, cautelosamente, se acercó a lord Saxenden. El Par se movía de matorral en matorral, en el ángulo del campo que le había sido destinado. Cerca de un alto bastón con una hendidura, en la cual habían introducido un cartelito blanco numerado, se hallaba un joven guardabosques sosteniendo dos escopetas. A sus pies estaba tendido un perro de caza con la lengua colgando. Al lado opuesto del sendero, los campos de hierbas y rastrojos subían formando una ladera, y a Dinny – como a cualquier otra persona que tuviera experiencia – le pareció evidente que los pájaros empujados hacia aquel lado, volarían altos y veloces. «A menos que -r pensó – no haya detrás una maleza muy espesan. Se volvió para mirar. No la habla. Se hallaba en un vasto campo de hierba y los arbustos más cercanos distaban unos trescientos metros. «Me pregunto – volvió a meditar – si cuando le mira una mujer dispara mejor o peor. Diríase que no tiene nervios.» Volviéndose de nuevo, se dio cuenta de que él la había visto. – ¿Le molesto, lord Saxenden? Estaré muy quieta.

El Par dio un pequeño tirón a su gorro, que tenía unas puntas especiales delante y detrás.

– Bueno, bueno – dijo -. ¡Ejem!…

– Eso suena como si yo le molestara a usted. ¿Desea que me marche?

– ¡No, no! Quédese. Hoy no he podido tocar ni una pluma. Me traerá usted suerte.

Dinny se sentó en una silla plegable al lado del perro y comenzó a juguetear con las orejas del animal.

– El americano me ha ganado por la mano tres veces seguidas.

– ¡Qué mal gusto!

– Dispara contra los pájaros más imposibles, pero, Dios le confunda, siempre los acierta. Todos los pájaros que yo fallo, él los alcanza en el horizonte. Tiene el estilo de un cazador furtivo. Deja que pasen todos y luego los coge de derecha a izquierda, a una distancia de setenta yardas detrás suyo. Dice que cuando los tiene delante no los ve.

– Curioso – dijo Dinny, con un pequeño impulso de justicia.

– Creo que hoy no ha fallado golpe – añadió lord Saxenden, despechado -. Le he preguntado cómo podía tirar con \tan condenada precisión y me ha contestado: «Bueno, estoy acostumbrado a disparar para llenar el puchero y no puedo permitirme el lujo de errar.»

Comienza la batida, milord -dijo la voz del joven guardabosque.

El perro empezó a jadear ligeramente. Lord Saxenden cogió una escopeta mientras el guardabosque preparaba la otra.

– Una bandada a la izquierda, milord.

Dinny oyó un crujir precipitado y vio una hilera de ocho pájaros que se dirigían hacia el sendero. ¡Bang-bang…! ¡Qué diablo…!

Dinny observó que los ocho pájaros desaparecían detrás del matorral, en el fondo del campo de hierba.

El perro, jadeando horriblemente, emitió un pequeño gruñido ahogado.

– ¡La luz debe engañar de un modo terrible! -dijo Dinny.

– No es la luz – replicó lord Saxenden -, ¡sino el hígado!

– Tres pájaros en línea recta, milord.

¡Bang!… ¡Bang-bang! Un volátil sufrió una sacudida, se contrajo, dio media vuelta sobre sí mismo y cayó al suelo a cuatro metros de la joven. Dinny sintió como si algo le agarrase la garganta. Le parecía increíble que una cosa tan viva tuviese que terminar de aquella manera. Había visto muchas veces matar pájaros, pero jamás había experimentado esa sensación. Los otros dos atravesaron el seto del fondo; los vio desaparecer y dejó escapar un ligero suspiro. El perro, trayendo en la boca al volátil muerto, se acercó al guardabosque y éste se lo cogió. Sentado sobre las patas traseras, siempre con la lengua colgando, el perro continuaba mirando el ave. Dinny vio que su lengua goteaba y cerró los ojos.

Lord Saxenden musitó una palabra que ella no logró entender.

El hombre repitió la palabra en voz aun más baja y, abriendo los ojos, Dinny le vio levantar la escopeta.

– ! Un faisán hembra, milord! -dijo el guardabosque en tono de advertencia.

Un faisán hembra pasó a una altura razonable, como sabiendo que su hora todavía no había llegado.

– ¡Diablos! -exclamó lord Saxenden, apoyando la culata de la escopeta contra su rodilla doblada.

– Una bandada a la derecha. ¡-Demasiado distante, milord! Varios disparos retumbaron y, al otro lado del seto, Dinny vio volar solamente dos pájaros, uno de los cuales perdía las plumas.

– Es un pájaro muerto – dijo el guardabosque, haciéndose pantalla con la mano para observar su vuelo -. ¡Agáchate! – ordenó, y el perro volvió a tenderse, mirándole jadeante.

Otros disparos retumbaron a la izquierda.

– ¡Maldita sea! – gruñó lord Saxenden -. Por aquí no pasa nada.

– ¡Una liebre, milord! – advirtió el guardabosque rápidamente -. A lo largo del matorral.

Lord Saxenden se volvió sobre sus talones y levantó la escopeta.

– ¡Oh, no! ~ dijo Dinny -, pero una detonación ahogó su exclamación. La liebre, herida en la parte trasera, se detuvo de golpe, luego avanzó contrayéndose y emitiendo unos gritos lastimeros.

– ¡Anda a buscarla! -dijo el guardabosque

– ¡Diablos! – masculló lord Saxenden -. ¡Mal herida! A través de sus párpados cerrados, Dinny sentía su mirada glacial. Cuando abrió los ojos, la liebre yacía muerta al lado del ave. Parecía increíblemente blanda. Dinny se levantó de repente con la intención de marcharse, pero se sentó de nuevo. Hasta que no hubiese terminado la batida no podía moverse sin correr el riesgo de ponerse al alcance de las escopetas. Volvió a cerrar los ojos mientras los disparos continuaban.

– Eso es todo, milord.

Lord Saxenden estaba entregándole la escopeta al guardabosque y otros tres volátiles yacían al lado de la liebre.

Algo avergonzada por las nuevas sensaciones que había experimentado, Dinny se levantó, cerró la silla plegable y se encaminó hacia la empalizada. Sin cuidarse de las convenciones, la saltó y aguardó a lord Saxenden al otro lado.

Siento haber herido a esa liebre – dijo él -. Pero he estado viendo manchas durante todo el día. ¿Usted jamás tiene manchas delante de los ojos?

– No. De vez en cuando veo las estrellas. El grito de una liebre es horrible, ¿verdad?

– Estoy de acuerdo con usted. Jamás me ha gustado.

– Un día que estábamos merendando en el campo, vi detrás nuestro una liebre sentada sobre sus patas, como un perro, y a través de las orejas rosadas y transparentes se percibía la luz del sol. Desde aquella vez siempre me han gustado las liebres.

– No son presa para un cazador aficionado – admitió lord Saxenden -. Personalmente las prefiero asadas que no a la cazadora.

Dinny le echó una mirada. Estaba colorado y tenía un aspecto bastante satisfecho.

«Este es el momento oportuno», pensó.

– Lord Saxenden, ¿jamás les ha dicho usted a los americanos que fueron ellos quienes ganaron la guerra?

El la miró glacialmente.

– ¿Por qué hubiese debido hacerlo? – Pero la ganaron, ¿verdad?

– ¿Es el profesor quién lo dice?

– Nunca se lo he oído decir, pero estoy segura de que lo piensa.

Dinny volvió a ver en su rostro la expresión glacial. – ¿Qué sabe usted de él?

– Mi hermano tomó parte, en su expedición.

– ¿Su hermano? ¡Ah! – Y fue como si hubiese dicho «Esta joven quiere algo de mí».

Repentinamente Dinny sintió que estaba caminando sobre una capa muy delgada de hielo.

– Si ha leído el libro del profesor Hallorsen, espero que leerá también el Diario de mi hermano.

– Jamás leo nada – contestó lord Saxenden -. No tengo tiempo. Pero ahora recuerdo. Su hermano mató a un hombre en Bolivia, ¿verdad? Y perdió los transportes.

Tuvo que disparar para salvarse y fue necesario que hiciese fustigar a dos hombres por sus continuas crueldades con las mulas. Luego, todos ellos, salvo tres, desertaron y ahuyentaron a los animales. Era el único hombre blanco en medio de un grupo de mestizos.

De repente, recordando la advertencia de sir Lawrence «i Lánzale la mirada boticeliana, Dinny!», levantó los ojos hacia los suyos, astutos y fríos.

– ¿Podría leerle unos fragmentos de su Diario? – Bueno, si hay tiempo.

– ¿Cuándo?

¿Esta noche? He de irme mañana, después de la cacería.

– Elija usted el momento – dijo ella, audazmente.

– Antes de cenar va a ser imposible. Tengo que escribir algunas cartas urgentes.

– Puedo quedarme levantada toda la noche, si es necesario – repuso, sorprendiéndose mientras le echaba una mirada escudriñadora.

– Veremos – respondió él, bruscamente.

En ese momento fueron alcanzados por los demás. Logrando evitar la última batida de la cacería, Dinny regresó sola a casa. Su sentido del humor la cosquilleaba, pero se sentía algo perpleja. Con mucha astucia, llegó a la conclusión de que el Diario no produciría el efecto deseado, de no convencerse lord Saxenden de que podría sacar de él alguna ventaja personal; y más claramente que nunca vio lo difícil que resultaba pedir algo sin desprenderse de nada.

Una bandada de palomos silvestres se levantó de unas cuantas gavillas que estaban a su derecha, y cruzó volando en dirección al bosque, a orillas del río. La luz extendíase horizontalmente y los rumores del atardecer flotaban en el aire. El sol, que se ponía, proyectaba sus últimos rayos dorados sobre los rastrojos; las hojas, recién brotadas eran una promesa de color y, a lo lejos, la -línea azul del río brillaba entre los árboles que lo bordeaban. En el aire, el olor húmedo y ligeramente acre del otoño incipiente se mezclaba con el del humo de leña que ya se levantaba de las chimeneas de las casas de campo. ¡Una hora maravillosa, un maravilloso-atardecer! ¿Qué párrafos del Diario podía leer? Su mente titubeaba. Veía el rostro de Saxenden mientras decía: «¿Su hermano? Ah!» Veía detrás de aquella risa su carácter duro, rígido, calculador e insensible. Recordaba las palabras de sir Lawrence. «¿Que si los había, querida? ¡ Hombres de valía inapreciable!»

Había leído poco tiempo antes las Memorias de uno que durante todo el período de la guerra pensó en movimientos y números y que, con una sola exclamación de espanto, había renunciado a pensar en los sufrimientos escondidos detrás de aquellos movimientos y de aquellos números; en la voluntad de ganar la guerra parecía haberse impuesto el deber de no pensar jamás en el lado humano de los problemas y, ella estaba segura, no se lo hubiera podido figurar ni de «quererlo» hacer. ¡Hombre de valía! Había oído hablar a Hubert desdeñosamente de aquellos «estrategas de salón» que se habían complacido con la guerra, excitados por él interés de combinar movimientos y números y de saber antes que nadie esto y lo de más allá y por la importancia que, debido a eso, se atribuían. Recordaba un párrafo de otro libro leído recientemente, que trataba de los hombres que dirigían lo que se llama progreso: estaban en los Bancos, en las oficinas de la City, en los despachos gubernamentales; todos ellos combinaban movimientos y números sin preocuparse de la carne y de la sangre, excepto de la suya propia; hombres que, sobre el papel, iniciaban esta o aquella empresa diciéndoles a éstos o a aquéllos

«! Haced lo que se os dice y hacedlo bien, o que el diablo os lleve!» Hombres con sombrero de copa o bien con traje de deporte, que guiaban la máquina de las empresas tropicales, de la extracción de minerales, de los grandes almacenes, de las construcciones, de los ferrocarriles, de las concesiones acá y acullá y en dondequiera que fuese.!Hombres de valía Hombres alegres, bien alimentados, indomables, de ojos glaciales, Siempre comiendo, siempre enterados de todo, despreocupados del coste de las vidas humanas y de los humanos sentimientos. «Sin embargo – pensó – deben tener verdadero valor, pues, de otro modo, ¿cómo podríamos tener goma, o carbón, o perlas, o ferrocarriles, o Cambio y Bolsa; o guerras?». Pensó en Hallorsen. Él, cuando menos, trabajaba y sufría por sus ideas, dirigía sus propias empresas y no se quedaba en su casa enterándose de todo, comiendo jamón, despellejando liebres y mandando los movimientos de los demás.

Entró en las tierras del Manor y se detuvo en el campo de «croquet». Su tía Wilmet y lady Henrietta parecían estar poniéndose de acuerdo en mantener cada una su propia opinión. Apelaron a ella.

– ¿Está bien de este modo, Dinny?

– No. Cuando las pelotas se tocan, se continúa jugando pero, tía, no debes mover la pelota de lady Henrietta cuando le das a la tuya.

– Yo he dicho lo mismo – exclamó lady Henrietta.

– Desde luego, lo has dicho, Hen. Estoy en una posición magnífica. Bueno, mantengo mi opinión y continúo jugando – y tía Wilmet dio un golpe a su pelota enviándola al otro lado del pequeño arco, moviendo al hacerlo varias pulgadas la pelota de su contrincante.

– ¿No es una mujer sin escrúpulos? – musitó lady Henrietta en tono plañidero. Dinny comprendió en seguida la gran ventaja práctica de ponerse de acuerdo para conservar cada cual su propia opinión.

– Te pareces al Duque de Hierro, tía -manifestó salvo que tú no usas la palabra «condenado» tantas veces como él.

– Sí que la usa – manifestó lady Henrietta -. Su lenguaje es espantoso.

– Sigue, Hen – dijo tía Wilmet, halagada. Dinny las dejó y se encaminó hacia la casa. Se vistió y entró en la habitación de Fieur.

La doncella personal de su tía estaba pasando una diminuta maquinilla por el cogote de Fleur, mientras Michael, situado en el umbral del vestidor, sostenía entre los dedos las Puntas de su corbata blanca.

Fleur se volvió.

– Hola, Dinny! Entra y siéntate. Está bien así, Powers. Gracias. Ahora, Michael.

La doncella se fue y Michael avanzó para hacerse anudar la corbata.

– ¡Listo! -,-dijo Fleur y, mirando a Dinny, añadió – ¿Has venido para hablar de Saxenden?

– Sí. Esta noche tengo que leerle unos párrafos del Diario de Hubert. La cuestión es la siguiente: ¿cuáles son los puntos adecuados a mi juventud e…

– ¿Inocencia, no, Dinny? Jamás serás inocente, ¿verdad, Michael?- emitió una risita en son de mofa.

– Jamás inocente, pero siempre virtuosa. De niña, Dinny, eras el más corrompido de los angelitos. Siempre tenías aspecto de preguntarte por qué te faltaban las alas. Era como un vivo deseo oculto.

– Probablemente me preguntaba por qué me las habían arrancado.

– Hubieras tenido que llevar pantaloncitos largos y cazar mariposas, como las dos niñas de Gainsborough, en la Natio nal Gallery.

– Basta con esas amenidades – dijo Fleur -. Ha tocado ya la campana de la cena. Podéis ocupar mi salita y, si das un golpe, Michael entrará con un zapato, como si hubiera ratones.

– Espléndido – exclamó Dinny -. Pero creo que se portará como un cordero.

– Nunca se sabe – repuso Michael -. Se parece más a un chivo.

– Esta es la habitación – indicó Fleur, mientras salían -. Cabinet particulier. ¡Buena suerte!…

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