CAPÍTULO XIII

Si existe una cosa más cierta que otra -lo que es extremadamente dudoso – es que nada que esté relacionado con un Departamento Público seguirá el curso que el individuo particular espera.

Una mujer de más experiencia y menos ingenuamente confiada que Dinny hubiera dejado tranquilo al perro entregado al sueño. Pero ella aún no tenía la suficiente experiencia para saber que el efecto que suelen producir las cartas enviadas a personas de altos cargos es, por lo general, opuesto al que espera quien las mandó. El hecho de haber excitado su amor propio – lo que debe evitarse en el caso de un político – hizo que lord Saxenden dejara de ocuparse de la cuestión. ¿Había supuesto aquella joven, aunque fuera por un solo instante, que él no se había dado cuenta de que el americano estaba picoteando en su mano como un pajarito domesticado? De hecho, en conformidad con la ironía latente en los asuntos humanos, la renuncia a la acusación, por parte de Hallorsen, había provocado en las autoridades una actitud más suspicaz y severa. Y Hubert, dos días antes de que finalizase su año de permiso, recibió el aviso de que éste quedaba prorrogado indefinidamente y que debía permanecer a medio sueldo, puesto que estaba pendiente una indagación sobre la cuestión promovida en la Cá mara de los Comunes por el comandante Montley. Un jurisconsulto militar envió a los periódicos una carta, en contestación a la de Hallorsen, en la que preguntaba si debía suponer que la muerte del mestizo y la pena de azotes mencionadas en su libro no habían ocurrido efectivamente. En tal caso, ¿qué explicación podía presentar ese caballero americano acerca de una discrepancia tan sorprendente? Esta carta a su vez provocó, por parte de Hallorsen, la respuesta de que los sucesos eran los que en su libro expusiera, pero que él había sacado deducciones erróneas y que las acciones del capitán Cherrell estaban plenamente justificadas.

Cuando recibió la notificación de que su permiso quedaba prorrogado, Hubert se personó en el Ministerio de la Guerra. No obtuvo ninguna noticia favorable. Por el contrario, recibió una comunicación extraoficial, por parte de una persona conocida suya, de que las autoridades bolivianas estaban a punto de «meter las narices» en el asunto. Esta noticia produjo en Condaford poco menos que una absoluta consternación. De todos modos, ninguno de los cuatro jóvenes, puesto que los Tasburgh aún estaban allí y Clara se hallaba en Escocia, apreció la cosa en su justo valor, porque ninguno de ellos tenía idea de los extremos a que puede llegar la autoridad judicial cuando se pone en movimiento para cumplir con su deber. Pero para el general tuvo un significado tan siniestro, que inmediatamente partió hacia Londres y se alojó en su club.

Aquel día, mientras Jean Tasburgh enyesaba un taco en la sala de billar, preguntó calmosamente

– ¿Qué significan esas noticias de Bolivia,- Hubert?

– Pueden significar cualquier cosa. Usted sabe que maté a un boliviano.

– Pero antes él intentó matarle a usted. – Es cierto.

La joven apoyó el taco en la mesa. Sus manos morenas, delgadas y fuertes se agarraron a la banda. Luego, repentinamente, se acercó a Hubert y le posó una mano sobre un brazo.

– Bésame – dijo -. Dentro de poco te perteneceré. – ¡Jean!

– No, Hubert; nada de caballerosidad u otras tonterías semejantes. No quiero que soportes solo todos estos percances. Yo los compartiré contigo. Bésame.

El beso fue largo y les calmó a ambos. Luego él dijo – Jean, es absolutamente imposible hasta que todo se haya solucionado.

– Naturalmente. Se solucionará, pero yo quiero ayudarte a resolverlo. Casémonos pronto, Hubert. Papá puede cederme un centenar de libras al año. ¿De cuánto puedes disponer tú?

– Yo tengo trescientas libras al año, además de medio sueldo, que pueden retirarme en cualquier momento.

– Lo que significa cuatrocientas libras al año seguras. Otras personas se han casado con mucho menos y esto es solamente por el momento. Desde luego, nos podemos casar. ¿Dónde?

Hubert se quedó sin aliento.

– Cuando estalló la guerra – añadió Jean =- la gente se casaba en seguida. No esperaban, porque al hombre le podían matar. Bésame otra vez.

Hubert se quedó más aturdido que nunca, con los brazos de la joven alrededor de su cuello. Así los encontró Dinny. Sin mover los brazos, Jean anunció

– Vamos a casamos, Dinny. ¿Dónde crees que sería mejor?

Dinny se quedó boquiabierta.

– No creía que le harías la propuesta tan pronto, Jean.

– Me he visto obligada. Hubert está saturado de caballerosidad anticuada. ¿Por qué no nos hacemos conceder un permiso especial?

Apoyándole las manos en los hombros, Hubert la mantuvo alejada de sí.

– ¿Hablas en serio, Jean?

– Naturalmente. Con un permiso especial nadie necesita saber nada hasta que todo está hecho.

– Bien – dijo Dinny tranquilamente -. Creo que tienes razón. Cuando algo ha de suceder, es mejor que suceda en seguida. Me figuro que tío Hilary estará dispuesto a casaron. Hubert dejó caer los brazos.

– Estáis chifladas las dos – opinó.

– ¡Qué amable! -exclamó Jean -. Los hombres son absurdos. Quieren una cosa y cuando se la ofrecen se ponen a hacer, remilgos como unas viejecitas. ¿Quién es tío Hilary?

– El vicario de St. Agustine's-in-the-Meada. Puede decirse que carece del sentido de las conveniencias. -¡Espléndido! Irás a verle mañana, Hubert, y te alojarás en tu club. Nosotras iremos más tarde. ¿Dónde podremos alojarnos, Dinny?

– Creo que Diana nos ofrecerá su casa.

– Eso lo arregla todo. Tendremos que pasar por Lippinghall, porque he de coger alguna ropa y ver a papá. Puedo cortarle el pelo mientras hablo con él; no habrá dificultad alguna. También Alan puede venir con nosotros; necesitaremos un testigo. Dinny, habla tú con Hubert.

Se marchó y, al quedarse a solas con su hermano, Dinny dijo:

– Es una muchacha maravillosa, Hubert, y dista mucho de estar chiflada de veras. Es una mujer que quita el aliento, pero está llena de sentido común. Siempre ha sido pobre, de modo que, en este aspecto, no habrá para ella ninguna diferencia.

– No se trata de eso. Es la sensación de algo que está suspendido sobre mi cabeza y que lo estará también sobre la suya

– Lo estaría de un modo mucho más terrible si no os casarais. Yo lo haría. Papá no pondrá inconvenientes. Jean le agrada, y preferirá que te cases con una joven, bien educada e inteligente que no con cualquier saco de dinero.

– No me parece honrada… tanta precipitación – musitó Hubert.

– Es romántica; además, la gente no tendrá ocasión para discutir si debíais hacerlo o no. Cuando les presentéis el hecho consumado lo aceptarán, como hacen siempre.

– ¿Y mamá?

– Yo se lo diré, si quieres. Estoy segura de que tampoco ella pondrá inconvenientes. No actúas según la moda, casándote con una corista o algo parecido. Ella admira a Jean. Y lo mismo le pasa a tía Em y a tío Lawrence.

El rostro de Hubert se aclaró.

– Lo haré. Es demasiado maravilloso. Después de todo, no hay nada de que tenga que avergonzarme.

Se acercó a- Dinny, la besó casi con violencia y salió corriendo.

Dinny se quedó en la sala de billar haciendo unas carambolas. Bajo su continente natural ocultábase una extremada agitación. ¡El abrazo que había sorprendido era tan apasionado! ¡La muchacha era una mezcla tan extraña de sentimiento y disciplina, de lava y acero, tan imperiosa y, sin embargo, tan agradablemente joven! Podía ser un riesgo, pero Hubert, gracias a esto, era ya un hombre diferente. No obstante, se daba completa cuenta de que todo carecía de lógica, puesto que para ella no sería posible un abandono tan sensacional. El don de su corazón no sería tan precipitado. Su vieja niñera escocesa solía decir: «La señorita Dinny sabe siempre sobre cuantas patas se cae el gato.» Ella se sentía orgullosa del «cierto sentido del humor, no carente de ingenio, que previene y, en cierto modo, esteriliza a todo el resto». En realidad, le envidiaba a Jean su brillante firmeza, a Alan su confianza en si mismo y a Hallorsen su fuerte espíritu aventurero. Pero ella tenía otras cualidades que compensaban la falta de éstas. Con los labios entreabiertos en una sonrisa, fue a buscar a su madre.

Lady Cherrell estaba en su salita particular contigua al dormitorio confeccionando unas bolsitas de muselina para llenarlas con hojas de la olorosa albahaca que crecía junto a la casa.

– Mamá – dijo Dinny -, prepárate a sufrir una pequeña conmoción. ¿Recuerdas que te dije deseaba poder hallar la muchacha perfecta para Hubert? Pues bien, ya la- hemos encontrado: Jean acaba de hacerle tina proposición matrimonial. – ¡Dinny!

– Se casarán lo más pronto posible, con un permiso especial.

– Pero…

– Exactamente así, mamá. De modo que mañana nos vamos a Londres. Jean y yo nos _alojaremos en casa de Diana hasta que todo esté concluido. Hubert hablará con papá. Pero, Dinny, en realidad…

Dinny atravesó la barrera de muselina, se arrodilló y rodeó con los brazos a su madre,

– Tengo tus mismas sensaciones – dijo -, sólo que son algo diferentes por el hecho de no haber sido yo quien le diera la vida. Pero, mamaíta querida, todo marcha bien. Jean es una criatura maravillosa y Hubert está loco por ella. Enamorarse le ha hecho mucho bien; ella le dará ánimos para seguir 4delante.

– Pero, Dinny… ¿y el dinero?

– No esperan nada de papá. Poseerán lo justo para ir tirando.

– Es una sorpresa terrible. ¿Por qué tanta precipitación? – Intuición – y estrechando el talle esbelto de su madre, añadió -: Jean la tiene. La situación de Hubert «es» muy delicada, mamá.

– Sí; estoy muy alarmada y sé que también tu padre lo está, a pesar de que no lo haya dicho.

Esto era todo cuanto podían decir para manifestar su inquietud. Luego se pusieron a discutir la cuestión de la vivienda para la audaz pareja.

– Pero, ¿por qué no viven aquí hasta que todo se arregle? – preguntó lady Cherrell.

– Encontrarán la cosa más interesante si tienen que cuidarse por sí solos de sus asuntos domésticos. Lo principal es que la mente de Hubert esté ocupada en estos momentos.

Lady Cherrell suspiró. La correspondencia, la horticultura, la administración de la casa y el presidir los comités de la villa no eran cosas muy excitantes. Condaford habría sido aún menos interesante si, como la gente joven, uno no hubiese tenido ninguna de esas distracciones.

– La vida aquí es muy tranquila – admitió.

– Y démosle gracias a Dios por ello – murmuró Dinny -. Pero estoy segura de que ahora Hubert necesita una vida muy activa; en Londres la tendrá. Podrán alquilar un departamento en una casa para trabajadores. No puede ser por mucho tiempo, ya lo sabes. Por lo tanto, mamá, esta noche harás ver que no sabes nada y todos sabremos que lo sabes. Será una cosa muy tránquilizadora para todo- el mundo. – Después de haber besado el rostro de su madre, que sonreía con tristeza, se marchó.

A la mañana siguiente los conspiradores se levantaron temprano. Hubert con el aspecto de alguien «que va a cazar pinzones», como lo definió Jean; Dinny, resueltamente caprichosa. Alan tenía el aire de desenfado propio de un testigo en embrión; solamente Jean aparecía impasible. Partieron en el coche color avellana de los Tasburgh; dejaron a Hubert en la estación y luego siguieron hacia Lippinghall. Jean conducía. Los otros dos iban sentados atrás.

– Dinny – dijo el joven Tasburgh, ¿no podríamos lograr que nos concedieran también a «nosotros» un permiso especial?

– En cantidad se hacen reducciones. Sea razonable. Volverá usted a embarcar y al cabo de un mes me habrá olvidado. – ¿Le parezco de esos?

Dinny miró su faz bronceada. – Bueno, según y como. -¡Pórtese como una persona seria!

– No puedo. Veo continuamente a Jean cortando un mechón y diciendo: «Ahora, papá, dame tu bendición, o te tonsuraré», y al rector contestando: «Yo… ejem…, jamás», y Jean, dando otro tijeretazo: «Perfectamente. Aparte de eso, necesito un centenar de libras al año, o te corto las cejas». – Jean es tremenda. De todos modos, Dinny, prométame que no se casará con otro.

– Pero suponga que encuentre a alguien que me guste terriblemente. En un caso así, ¿querría usted que yo dejara marchitar mi joven vida?

No es así como contestan en las películas. – Usted haría blasfemar a un santo.

– ~ Pero no a un oficial de Marina. Lo cual me hace recordar los pasajes de la Escritura que encabezan la cuarta columna del Times. Esta mañana se me ha ocurrido que podría atraerse un espléndido código secreto del «Cantar de los Cantales» o bien de ese salino sobre el Leviatán. «Mi amado es semejante al gamo», podría significar «Ocho buques de guerra alemanes en el puerto de Dover. Acudan rápidamente». Y «He aquí al Leviatán que se divierte», podría ser «Tirpitz al mando», etc. Nadie lograría descifrarlo sin tener una copia del código.

– Voy a aumentar la velocidad – anunció Jean, mirando atrás. El indicador subió rápidamente: setenta y cinco… ochenta… noventa… cien… La mano del marino pasó debajo del brazo de Dinny.

– Esto no puede durar. El motor estallará. Pero es un trozo de carretera realmente tentador.

Dinny estaba sentada con una sonrisa firme; detestaba sentirse transportar con tanta rapidez. Cuando Jean disminuyó hasta llegar a los acostumbrados sesenta kilómetros, dijo con voz plañidera: '

– Jean, tengo un estómago que todavía pertenece al siglo diecinueve.

En Folwell se inclinó de nuevo hacia adelante

– No quiero que me vean en Lippinghall. Por favor, dirígete directamente a la rectoría y escóndeme en un lugar cualquiera mientras tú tratas con tu padre.

Refugiada en el comedor, frente al retrato del que Jean le hablara, Dinny lo estudiaba con curiosidad. Debajo se leían las palabras: 1553. Catharine Tasburgh, née Fitzherbert, State 35, esposa de sir Walter Tasburgh.

Encima de la lechuguilla que se veía alrededor del largo cuello, aquel rostro que el tiempo hiciera amarillento podía ser, en realidad, el de Jean de quince años más tarde: la misma forma alargada desde los pómulos a la barbilla, los mismos atractivos ojos de largas pestañas oscuras; incluso las manos, cruzadas sobre el pecho, eran exactamente idénticas a las de lean. ¿Cuál había sido la historia de aquel extraño prototipo? ¿La conocían? ¿Se repetiría en su descendiente?

– Se parece a Jean de modo sorprendente, ¿verdad? - preguntó el joven Tasburgh -. Se dice que era tremenda. Parece que hizo preparar su propio funeral y que abandonó el país cuando la reina Isabel desencadenó el ataque contra los católicos, en 156o. ¿Sabe usted qué destino tenían los que celebraban la misa? Ser descuartizado era un mero incidente. Aquella señora se metía en todo, creo yo. Apuesto a que, cuando podía, iba a toda velocidad.

– ¿Ninguna novedad en el frente?

– Jean ha entrado en el estudio con un número atrasado del Times, unas tijeras y una toalla. Después de lo cual, silencio.

– ¿No hay un lugar desde donde les podamos ver cuando salgan?

– Nos podríamos sentar en las escaleras. No se darán cuenta de nuestra presencia, a menos que suban.

Salieron de la habitación y se sentaron en un rincón oscuro de la escalera desde donde, a través de los barrotes de la barandilla, podían ver la puerta del estudio. Con una especie de temblor infantil, Dinny miraba la puerta aguardando a que se abriera. Repentinamente, Jean salió, llevando en una mano una hoja de diario doblada en forma de saquito y en la otra unas tijeras. Le oyeron decir

– Acuérdate, querido, de no salir sin sombrero.

La contestación inarticulada quedó sofocada por el rumor que produjo la puerta al cerrarse. Dinny se asomó por la baranda.

– ¿Bien?

– A las mil maravillas. Está algo malhumorado porque no sabe quién le cortará el pelo y le hará otras cosas por el estilo. Piensa que un permiso especial es casi una indecencia, pero me dará las cien libras al año. Le he dejado llenando la pipa. – Se detuvo y miró el diario -. Había mucho que contar. Almorzaremos dentro de un minuto, Dinny. Luego nos volveremos a marchar.

Durante el almuerzo los modales del rector estaban aún llenos de cortesía. Dinny le observaba con admiración. He aquí a un hombre viudo y avanzado en años que estaba a punto de verse privado de su única hija, que se cuidaba de todos los menesteres de la parroquia y de la casa, e incluso del corte de sus cabellos. No obstante, en apariencia, se mantenía impasible. Ni una queja se escapó de sus labios. ¿Era educación, benevolencia o bien algo de alivio justificable? Dinny no podía saberlo con certeza y su corazón tembló un poco. Pronto Hubert se encontraría en su lugar. Miró a Jean. Poca duda cabía de que también ella sería capaz de dirigir los preparativos de su propio funeral, y puede que hasta del de los demás; sin embargo, no habría nada de chocante o de desagradable en su tiranía, ni ninguna familiaridad vulgar en su modo de meterse en todo. ¡Si ella y Hubert tuviesen bastante sentido del humor!

Después de haber comido, el rector la llevó aparte. -Mi querida Dinny, ¿qué piensa usted de todo esto? ¿Y qué piensa su madre?

– Ambas pensamos que es un poco como la cancioncita «La lechuza y el gato Miz se fueron a navegar».

– «En una hermosa barquita color verde guisante». Sí, desde luego, pero no «con mucho dinero», me temo. No obstante – añadió, soñadoramente -, Jean es una buena chica; muy… ¡ejem!… hábil. Me alegro de que nuestras familias estén a punto de… ¡ ejem!… emparentar. Voy a encontrarla a faltar, pero no se debe ser… ¡ejem!… egoísta.

– Lo que perdemos en largo lo ganamos en ancho – murmuró Dinny.

Los ojos azules_ del rector hicieron un guiño.

– Sí, desde luego. La tempestad aliada con la suavidad. Jean no quiere que yo haga de testigo. Aquí está su certificado de nacimiento por si… ¡ejem!… les hacen preguntas. Es mayor de edad.

Extrajo una larga hoja amarillenta.

– ¡Pobre de mí! – se lamentó con sinceridad -. ¡Pobre de mí!

Dinny no sabía a ciencia cierta si el rector lo sentía de verdad por sí mismo. Inmediatamente después continuaron el viaje:

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