La sensación de que esas cosas no podían suceder persistía en Dinny, incluso después de la entrevista con Adrián: las había leído en los libros demasiadas veces. No obstante, ¡había que tener en cuenta los folletines de los periódicos! El pensamiento de los diarios le dio una extraña tranquilidad y afirmó en ella la resolución de no permitir que en ellos apareciera el asunto de Hubert. El hecho es que le envió a Jean la gramática turca y se dedicó a estudiar los mapas que estaban en el despacho de sir Lawrence. Estudiaba también las fechas de partida de las líneas sudamericanas.
Dos días más tarde, sir Lawrence anunció, durante la comida, que Walter había regresado; pero que, después de las vacaciones, sin duda pasaría un poco de tiempo antes de que se ocupara de una cosa de tan poca enjundia como la de Hubert. – ¡Una cosa de poca enjundia! -exclamó Dinny -. De ella dependen su vida y nuestra felicidad!
– Querida mía, la vida y la felicidad de la gente constituyen el trabajo diario de un Secretario de Estado.
– Debe ser un cargo de lo más antipático. Yo lo detestaría.
– Bueno – repuso sir Lawrence -, creo que en eso difieres mucho de nuestros políticos. Lo que un político detesta, es no tener qué hacer con la vida y la felicidad de la gente. Está preparado nuestro bluff en el caso de que se plantee pronto la cuestión de Hubert?
– El Diario está impreso.y el prefacio ya está redactado.
Yo no lo he visto, pero Michael me ha dicho que es una verdadera obra maestra.
– ¡ Bien! Las obras maestras del señor Blythe no conceden tregua. Bobbie nos avisará cuando llegue nuestro turno. ¿Quién es Bobbie? – preguntó lady Mont.
– Una institución, querida.
– Blox, recuérdeme que tengo que escribir a propósito de aquel cachorro de perro pastor.
– Sí, milady.
– Cuando su morro es casi todo blanco, tienen una especie de locura divina. ¿Lo has notado, Dinny? Y todos se llaman Bobbie.
– ¿Hay algo menos divinamente loco que nuestro Bobbie, Dinny?
– ¿Siempre hace lo que dice, tío? – Sí. Por Bobbie puedes apostar.
– ¡ Tengo muchas ganas de ver las pruebas de los perros pastores! – dijo lady Mont -. Son animales inteligentes. Dicen que saben exactamente a qué ovejas no tienen que morder. ¡ Y son tan flacos! Todo pelo e inteligencia. Hen tiene dos… A propósito de tus cabellos, Dinny…
– ¿Qué, tía Em?
– ¿Guardaste los que te hiciste cortar? -Sí, tía.
– Entonces no los dejes salir de la familia. Dicen que volveremos de nuevo a lo antiguo. Antiguas, pero modernas, ¿sabes?
Sir Lawrence le guiñó un ojo
– ¿Es que no lo ha! sido nunca, Dinny? Ésa es la razón por la que deseo tu miniatura. Conservación del tipo.
¿ Qué tipo? – preguntó lady Mont -. No constituyas un tipo, Dinny. ¡ Son tan aburridos! Alguien dijo una vez que Michael constituía un tipo. Yo jamás me había dado cuenta de ello.
– ¿Por qué no haces posar a tía Em en mi lugar, tío? Creo que es más joven que yo, ¿no es cierto, tía?
– No me faltes al respeto. Blox, mi Vichy.
– Tío, ¿cuántos años tiene Bobbie?
– Nadie lo sabe a ciencia cierta. Probablemente sesenta. Un día u otro se descubrirá la fecha de su nacimiento; pero tendrán que hacer como con las plantas: cortar una sección transversal y contar los círculos. No pensarás casarte con él, ¿verdad, Dinny? A propósito, Walter está viudo. Tiene algo de sangre cuáquera. Es un liberal convertido. Te diría que es materia inflamable.
– No es fácil hacerle la corte a Dinny – dijo lady Mont. – ¿Puedo levantarme, tía Em? Quisiera ir a ver a Michael.
– Dile que mañana por la mañana iré a ver a Kit. Le he comprado un nuevo juguete llamado «Parlamento». Son unos animales divididos en varios partidos. Todos chillan y albo rotan de modo diferente y se quedan quietos cuando no es el momento oportuno. El Primer Ministro es una cebra y el Ministro de Hacienda un tigre estriado. Blox un taxi para la señorita Dinny.
Michael había ido a la Cámara, pero Fleur estaba en casa y le comunicó que el prefacio del señor Blythe ya se había enviado a Bobbie Ferrar. En cuanto a los bolivianos, el ministro aún no estaba de regreso, pero el agregado había prometido conocerle a Bobbie una entrevista extraoficial. Había estado tan amable que Fleur no podía decir qué intenciones tenía, incluso dudaba que tuviese alguna.
Dinny volvió a casa más agitada que nunca. Parecía qué todo dependiese de Bobbie Ferrar, y éste, con sus «sesenta años», estaba tan acostumbrado a todo que ya debía de haber perdido el ardor necesario para convencer a la gente. Pero quizás era mejor así. Una apelación al sentimiento podía resultar un paso dado en falso. Las cualidades necesarias podían ser la frialdad, el cálculo, el saber hacer alusión a unas consecuencias desagradables y el sugerir astutamente unas posibles ventajas. Efectivamente, ella tenía la impresión de desconocer en absoluto lo que ponía en movimiento la mente de las autoridades. Michael, Fleur y sir Lawrence se hablan expresado algunas veces como si lo supiesen, no obstante lo cual tenía la impresión de que, en realidad, ninguno de ellos estaba más enterado de cuanto podía estarlo ella. Toda la cuestión' parecía depender del humor y del temperamento de aquellos a quienes tenían que convencer. Se acostó, pero no pudo dormir.
Otro día parecido al que acababa de transcurrir y luego, al igual que un marino que se despierta al primer movimiento que nota debajo de sí, así se despertó Dinny al abrir un sobre sin sellos que llevaba impreso: (Yoreign Office».
«Apreciada señorita Cherrell:
Ayer tarde entregué el Diario de su hermano al Secretario de Estado. Prometió leerlo por la noche, y yo tengo que verle hoy, a las seis en punto. Si quiere usted venir al Foreign Office a las seis menos diez, podríamos entrar juntos.
Sinceramente suyo,
R. FERRAR.»
¡Aún todo un día entero! Pero ahora Walter ya había leído el Diario, quizá ya había tomado una decisión. Al recibir esa nota formal, tuvo la sensación de estar tomando parte en una conspiración y de tener la obligación de guardar el secreto. Instintivamente, nada dijo de ello, e instintivamente también quiso mantenerse alejada de todos hasta que la cuestión no se hubiese resuelto. Eso mismo tenía que experimentar alguien que estuviese esperando una intervención quirúrgica. La mañana era hermosa y salió, sin saber adónde iría. Pensó en la National Gallery, pero decidió que mirar cuadros era una cosa que requería demasiada atención. Entonces pensó en la Abadía de Westminster y en la joven Millicent Pole. Fleur le había encontrado colocación como maniquí en la casa Frivolle. ¿.Por qué no ir allí a mirar los modelos de invierno y de paso a ver de nuevo a la muchacha? Sin embargo, era bastante odioso el hacerse enseñar trajes no llevando la intención de comprar y causar tantas molestias en balde. Pero si Hubert era puesto en libertad, daría una «zambullida en las profundidades» y se compraría un regio traje, aunque le costara todo lo que tenía. Por lo tanto, dándose ánimos, se encaminó hacia Bond Street, atravesó la estrecha corriente de gente siempre en movimiento, llegó a la. casa de modas Frivolle y entró.
– Pase usted, señora.
La acompañaron al piso superior y se sentó en una silla. Permaneció allí, con la cabeza algo ladeada, sonriendo y diciéndole cosas amables a la empleada, porque recordaba que un día, en una gran tienda, una dependienta le había dicho: «No tiene usted idea, señora, de lo distinto que es para nosotras cuando una cliente sonríe y se interesa por lo que tenemos. ¡Encontramos a tantas señoras difíciles ¡Los modelos eran muy «nuevos», muy caros y sobre todo poco convenientes, a pesar de la insistencia de la empleada
– Con su figura y su color, señora, este traje le sentaría maravillosamente.
No sabiendo si al preguntar por la señorita Millicent Pole le haría un bien o un mal, escogió dos trajes para examinarlos. Una muchacha muy esbelta, altanera, de cabecita bien conformada y de hombros anchos, entró llevando puesto el primero, una «creación» en blanco y negro. Con paso lánguido, atravesó la sala, apoyando una mano donde habría debido estar la curva de la cadera y la cabeza vuelta como si buscara la otra, de forma tal que confirmó la aversión de Dinny por el traje. Luego, con el segundo, verde-mar y plata, entró Millicent. Con negligencia profesional no lanzó ni siquiera una mirada a la cliente, como si hubiese querido decir: (¡Qué se ha creído usted! ¡Si vistiese usted todo el día en combinación… y tuviese que esquivar a tantos maridos!) Después, al dar una.vuelta, captó, sorprendida, la sonrisa de Dinny, sonrió a su vez con el rostro repentinamente iluminado, y continuó paseando por la sala, más lánguida que nunca. Dinny se levantó y, acercándose a aquella figura, ahora perfectamente inmóvil, cogió entre el índice y el pulgar una orla del vestido, como para ver la calidad de tejido.
– Me alegro de volverla a ver.
La boca suave de la muchacha, semejante a una mórbida flor, sonrió dulcemente.
«Es maravillosa» – pensó Dinny.
– Conozco a la señorita Pole – le dijo a la empleada -. Este traje, vestido por ella, parece magnífico.
– Está hecho completamente para su tipo. La señorita Pole es un poco redondita. Permítame probárselo.
No muy convencida de haber recibido un cumplido, Dinny dijo
– Hoy no puedo decidir. Además, no estoy segura de que pueda permitírmelo.
– No importa, señora. Señorita Pole, entre ahí y quíteselo; se lo probaremos a la señora.
La muchacha se lo quitó. ¡Aún más maravillosa! – pensó Dinny -. ¡Cuánto me gustaría ser tan linda en combinación!», y dejó que le probaran el traje.
– La señora es extraordinariamente esbelta – observó la empleada.
– ¡Seca como un arenque!
– ¡Oh, no! La señora tiene los huesos bien cubiertos.
– A mí me parece perfecta – repuso la muchacha impetuosamente-. La señora tiene estilo.
La empleada cerró el corchete.
– Perfecto -dijo- Algo ancho quizá; pero podemos arreglarlo.
– Se me ve demasiado desnuda.
– Oh, pero con una piel como la de la señora, está muy bien.
– ¿Quiere enseñarme el otro traje llevado por la señorita Pole?
Dijo esto, sabiendo que Millie no podía ir a buscarlo porque estaba en combinación.
– Desde luego. Voy a buscarlo en seguida… Señorita Pole, atienda a la señora.
Al quedarse a solas, las dos muchachas se sonrieron. – ¿Le agrada el empleo, ahora que lo tiene?
– No es exactamente lo que yo suponía, señorita. – ¿No le da satisfacciones?
– Creo que nada es como nos lo figuramos. Naturalmente, podría ser peor.
– He entrado para volverla a ver a usted.
– ¿De veras? Pero espero se quedará con el traje, señorita. Le sienta como pintado y es adorable.
– Si no anda con cuidado la enviarán a la sección de ventas, Millie.
– ¡Oh, no iría! No se reciben más que cumplidos. – ¿Dónde está el corchete?
– Aquí. No hay más que uno solo y puede cerrarlo usted misma, con un poco de esfuerzo. He leído lo de su hermano, señorita. ¡Es horroroso!
– Sí – contestó Dinny, quedándose de hielo bajo su combinación. De repente cogió la mano de la muchacha, la apretó y exclamó -: ¡Buena suerte; Millie!
– ¡Buena suerte a usted, señorita!
Acababan de dejarse las manos cuando volvió la empleada. – Siento haberla molestado – dijo Dinny con una sonrisa -, pero me he decidido por éste, si puedo permitírmelo. El precio es aterrador.
– ¿Usted cree, señora? Es un modelo de París. Veré si puedo convencer al señor Better para que haga algo por usted. este es su traje. Señorita Pole, vaya a decirle al señor Better que venga, ¿quiere?
La joven, que ahora llevaba puesto el modelo blanco y negro, salió.
Dinny, ya ataviada con su propio traje, preguntó
– ¿Permanecen mucho tiempo con ustedes sus maniquíes?
– Bueno, no. Quitarse y ponerse trajes todo el día es una ocupación que impacienta bastante.
– ¿Y qué es de ellas?
– De un modo u otro, acaban casándose.
¡Cuánta discreción! Algo más tarde, cuando el señor Better – un hombre flaco, de cabellos grises y modales perfectos – hizo saber que apara la señora» reduciría el precio a de terminada cantidad, que aun así continuaba siendo espantosa, Dinny dijo qué decidiría el día siguiente y salió bajo el pálido sol de noviembre. Le quedaban seis horas. Se encaminó en dirección al North-West, hacia los Meads, intentando calmar su ansiedad pensando que todos los que pasaban a su lado, cualquiera que fuese su aspecto, tenían también la suya. Siete millones de personas, todas angustiadas de un modo u otro. Algunas demostraban estarlo, otras no. Se contempló el rostro, reflejado en el cristal de un escaparate y decidió que ella era de las que no lo demostraban; sin embargo, ¡qué apesadumbrada se sentía! Desde luego, el rostro humano era una máscara.
Llegó a Oxford Street y se detuvo al borde de la acera, esperando el momento de cruzar la calle. Muy cerca suyo estaba la cabeza blanca y huesuda de un caballo de tiro. Comenzó a acariciarlo en el cuello, deseando haber tenido un terrón de azúcar. El caballo no le hizo caso y tampoco se lo hizo su dueño. ¿Por qué habría debido hacérselo? Desde el primero hasta el último día del año pasaban y se paraban, se paraban y pasaban por aquel maelstrom, lentamente, pacientes, sin esperanza de liberación, hasta que los recogieran en el suelo, agotados, y se los llevaran.
Un urbano invirtió la dirección de sus mangas blancas, el cochero sacudió las riendas y el caballo avanzó, seguido de una larga procesión de coches. El urbano invirtió nuevamente la dirección de sus mangas, y Dinny atravesó la calle, se dirigió hacia Totenham Court Road y allí se detuvo de nuevo, aguardando. ¡Qué intrincado hervidero de criaturas y de coches! ¿Hacia qué fin se encaminaban y qué designio secreto servían? ¿A qué se reducía todo? Una comida, un cigarrillo, un instante de la así llamada «vida» en algún cine y una cama al terminar el día. Un millón de oficios ejercidos con fidelidad e infidelidad para poder comer, soñar un poco, dormir y volver a empezar. Allí parada se sintió invadir tan fuertemente por una sensación de la inexorabilidad de la vida, que no pudo retener una exclamación. Un hombre robusto le preguntó
– Usted perdone, ¿le he pisado un pie, señorita? Mientras sonriendo decía que no, el urbano invirtió la dirección de sus mangas blancas y ella cruzó la calle. Llegó a Gower Street y superó rápidamente su singular desolación. «Un río más, un río más que atravesar, y se encontró en los Meads, con su laberinto de callejuelas miserables, de arroyos, de vida infantil. En la Vicaría, su tío y su tía estaban por una vez en casa los dos y se disponían a sentarse a la mesa. También Dinny se sentó. No retrocedía ante la idea de discutir con ellos la «inminente operación». Ellos siempre vivían entre problemas. Hilary dijo
– El viejo Tasburgh y yo convencimos a Bentwarth para que hablase con el Secretario de Estado y, anoche, el «Squire» me envió este billete: «Todo cuanto Walter ha querido decir, es que tratará el asunto desde el punto de vista de la justicia, sin contemplaciones para con lo que él llama el "rango" de su sobrino… ¡qué palabra! Siempre he dicho que el individuo hubiese tenido que seguir siendo liberal.»
– ¡Desearía que tratara el asunto desde el punto de vista de la justicia! – exclamó Dinny -. Si lo hiciera así, Hubert estaría salvado. ¡Detesto esa forma de lisonjear a lo que ellos llaman la Democracia! A un cochero le concederían el beneficio de la duda.
– Es una relación contra los tiempos antiguos, Dinny, y ha ido demasiado lejos, como sucede con todas las reacciones. Cuando yo era muchacho, aún había algo de verdad en la acusación que se formulaba en contra de los privilegios. Ahora es todo lo contrario: una posición elevada es una desventaja frente a la Ley. Pero no hay nada tan difícil como gobernar entre la corriente: uno quiere ser justo y no lo logra.
– Mientras venía hacia aquí, he estado pensando en varias cosas, tío. ¿De qué ha servido que tú y Hubert, papá y tío Adrián y millones de otras personas hayáis cumplido lealmente con vuestro cometido? Aparte de lograr pan y vino, desde luego.
– Pregúntaselo a tu tía.
– Tía May, ¿de qué sirve?
– No lo sé, Dinny. Me han enseñado a creer que sirve de algo, de modo que continúo creyéndolo. Si tú te casaras y tuvieras familia, probablemente no harías tales preguntas.
– Ya sabía que tía May evitaría contestarme. Hazlo tú, tío. – Bueno, Dinny, yo tampoco lo sé. Como dice tu tía, nosotros hacemos lo que estamos habituados a hacer, y eso es todo.
– Hubert dice en su Diario que una atención hacia los demás es una atención hacia consigo mismo. ¿Es verdad?
– Es un modo más bien imperfecto de exponer la cuestión. Yo prefiero decir que dependemos tanto los unos de los otros que, para cuidarnos de nosotros mismos, es necesario no descuidar a los demás.
– Pero, ¿vale la pena?
– ¿Quieres decir si vale la pena vivir? – Sí.
– Después de cincuenta mil años (Adrián dice que por lo menos un millón) de vida humana, la población del mundo es, en modo notable, mucho más abundante de cuanto jamás haya sido. Pues bien, considerando todas las miserias y las luchas del género humano, la humanidad, tan consciente como está de sí misma, ¿habría continuado si no valiese la pena vivir?
– Creo que no – repuso Dinny, pensativa -. Pienso que en Londres uno pierde el sentido de las proporciones.
En ese momento entró la doncella.
– El señor Cameron desearía verle, sir.
– Hágale pasar, Lucy. Te ayudará a volverlo a encontrar, Dinny. Es una prueba ambulante del inextinguible amor a la vida. Ha tenido todas las enfermedades que existen debajo del sol, incluyendo una enfermedad ovejuna, y por si esto fuera poco, ha estado en tres guerras, ha sufrido los efectos de dos terremotos y ha hecho toda clase de trabajos en todas las partes del mundo. Ahora está sin empleo y sufre una enfermedad del corazón.
El señor Cameron entró. Era un hombre bajo y demacrado, sobre los cincuenta, de ojos célticos, grises y brillantes, cabellos oscuros algo canosos y nariz ligeramente ganchuda.
– Hola, Cameron – dijo Hilary, levantándose -. ¿Ha peleado de nuevo?
Una de sus manos estaba vendada, como si tuviera una luxación en el pulgar.
– Bueno, señor Vicario, el modo como muchos individuos tratan a los caballos es espantoso. Ayer tuve una pelea. Un fulano fustigaba a un caballo lleno de buena voluntad, pero sobrecargado, y yo jamás he podido tolerar una cosa semejante. -¡Espero que le diera su merecido!
El señor Cameron guiñó los ojos.
– Bueno, le hice sangrar un poco la nariz y yo sufrí una. luxación en el pulgar. Pero he venido a decirle, sir, que he encontrado una colocación en el Ayuntamiento. No es mucho, pero basta para ir tirando.
– ¡Estupendo! Oiga, Cameron, lo siento mucho, pero mi esposa y yo hemos de ir a una junta. Quédese aquí, tome una taza de café y charle un rato con mi sobrina. Háblele del Brasil.
El señor Cameron miró a Dinny. Tenía una sonrisa encantadora.
La hora siguiente pasó muy rápida y entretenida. El señor Cameron tenía una conversación fluida. Le contó, prácticamente, toda la historia de su vida, desde su infancia en Australia y su alistamiento a los dieciséis años para ir a la guerra de los boers, hasta sus experiencias después de la gran guerra. Había hospedado en su cuerpo toda especie de insectos y microbios; había tratado con caballos, chinos, cafres y brasileños; se había F roto la clavícula y una pierna, conocía los gases asfixiantes y la conmoción nerviosa producida por los bombardeos; pero – como explicó esmeradamente – ya no le quedaba mal alguno, salvo «aquella miaja de molestias en el corazón». Su rostro tenía una especie de luz interior y sus palabras demostraban que no tenía conciencia de ser un tipo fuera de lo ordinario. En esos momentos, era el mejor antídoto que Dinny hubiese podido tomar y lo retuvo todo lo posible.
Cuando se hubo marchado, salió ella también, sumándose É al tráfico callejero con ojos nuevos. Eran las tres y media. Aún tenía dos horas y media que matar. Anduvo hacia el Regent's Park. Pocas eran las hojas que habían quedado en los árboles y el aire olía fuertemente a hojarasca quemada. Pasó a través del humo tenue y azulado pensando en el señor Cameron y resistiendo a la melancolía. ¡Qué vida había hecho! ¡Y qué alegría de vivir habíale quedado! Pasó por las cercanías del Long Water, iluminado por los últimos rayos del sol, y entró en Marylebone. Se le ocurrió que antes de ir al Foreign Office tenía que buscar un lugar donde arreglarse un poco. Escogió los «Almacenes Harridge», y entró. Eran las cuatro y media. Ilis salones estaban llenos de gente. Fue vagando del uno al otro, compró una borla de polvos, tomó un té, se arregló y salió. Aún faltaba más de media hora y se puso de nuevo a caminar, a pesar de que ya se sentía cansada. A las seis menos cuarto exactas, dio su tarjeta de visita a un empleado del Foreign Office y la acompañaron a una sala de espera. La sala no tenía espejos, de forma que sacó de su bolso la polvera y se miró en el espejito, opaco por el polvo. Le pareció estar descontenta de sí misma y le supo mal, aunque, después de todo, no tuviese que ver a Walter. Tenía que quedarse a un lado y aguardar. ¡Siempre aguardar!
– ¡ Señorita Cherrell!
Bobbie Ferrar estaba en el umbral de la puerta. Presentaba su aspecto habitual. Pero, naturalmente, a él tanto le daba. ¿Y por qué hubiera tenido que importarle algo?
Bobbie dio unos golpecitos contra el bolsillo superior de su americana.
– Aquí tengo el prefacio. ¿Nos vamos?
Y comenzó a hablar del asesinato Chingford. ¿Había seguido el proceso? No, no lo había seguido. Era un caso realmente estupendo. Repentinamente, añadió
– El boliviano no quiere asumir la responsabilidad, señorita Cherrell.
– ¡Olí!
– No tiene importancia -y su rostro se ensanchó en una sonrisa.
«Sus dientes son verdaderos – pensó Dinny -. Puedo ver algunos empastes de oro.»
Llegaron al Home Office y entraron. Su guía les condujo arriba, por los amplios escalones, y luego por un largo pasillo. Finalmente los introdujo en una habitación grande y desierta, cuya chimenea, al fondo, estaba encendida. Bobbie Ferrar acercó una silla a la mesa.
– ¿El Graphic o esto? – y sacó de un bolsillo un pequeño tomo.
– Los dos, por favor – contestó Dinny, con voz débil.
El se los puso delante. «Esto» era una pequeña edición de unos «Poemas de Guerra», encuadernada en rojo.
– Es una edición original -… explicó Bobbie Ferrar -.Lo he descubierto hoy, después del almuerzo.
– Sí – dijo Dinny y se sentó.
Una puerta interior se abrió y asomó una cabeza.
– Señor Ferrar, el Secretario de Estado puede recibirle. Bobbie Ferrar le lanzó una mirada, murmuró entre dientes un: «¡ Ánimo!» y se marchó.
Jamás en toda su vida hablase sentido tan sola como en esta vasta sala de espera, tan contenta de hallarse sola y tan aterrorizada ante la idea de que la soledad tuviese que acabar. Abrió el tomito y leyó
«He eyed a neat framed notice there
Above the fire place kung to show
Disabled heroes where to go
For arms and legs, with scale of price
And words of dignified advice
Hows officers could get them free…
Elbow or shoulder, hip or knee,
Two arms, two legs, though all were lost,
They'd be restored him free of cost.
Then a girl guide looked in and said… [6]
De repente el fuego crujió y una chispa saltó sobre la alfombra. Dinny la vio apagarse con pesar. Leyó otros poemas, pero no los comprendió y, cerrado el tomito, abrió el Graphic. Después de haber vuelto las páginas desde la primera a la última, no habría podido mencionar el tema de ninguna de las ilustraciones. Todas las cosas estaban absorbidas por una sensación de lejanía. Se preguntó si era peor esperar que le operaran a uno mismo o bien a una persona querida; decidió que esto último debía ser lo peor. Parecía que hubiesen transcurrido varias horas. ¿Cuánto tiempo hacía que se había marchado?
¡Sólo las seis y media! Empujó la silla hacia atrás y se puso en pie.
Colgados de las paredes había retratos de hombres de Estado de la época victoriana y Dinny pasó del uno al otro, pero todos hubieran podido ser el mismo hombre de Estado con el bigote en las diferentes fases de su desarrollo. Volvió a sentarse, acercó mucho más la silla a la mesa y apoyó sus codos sobre ella, posando luego la barbilla sobre las manos y sacando un poco de consuelo de esta incómoda posición. A Dios gracias, Hubert no sabía que se estaba decidiendo su destino y no sufría por esta espera atroz. Dinny pensó en Jean y Alan y esperó, de todo corazón, que estuviesen preparados para lo peor. A cada momento, lo peor parecía más seguro. Una especie de somnolencia comenzó a ampararse de ella. ¡Jamás volvería…, jamás, jamás! Y esperó que no volviese, si tenía que traer la condena a muerte.
Al final tendió los brazos encima de la mesa y apoyó sobre ellos la frente. Permaneció sumergida en esa somnolencia por un espacio de tiempo que no habría sabido precisar. Luego, el ruido de alguien que carraspeaba la sobresaltó, y ella dio un respingo hacia atrás.
No era Bobbie Ferrar quien estaba cerca de la chimenea, sino un hombre alto, de rostro afeitado y rojizo, cabellos, de plata cepillados en cresta de gallo sobre la frente, con las piernas alargadas y las manos debajo de los faldones del chaqué. La miraba con sus ojos gris-claro muy abiertos y los labios entreabiertos como si estuviese a punto de decir algo. Dinny estaba demasiado asustada para levantarse y se quedó sentada, mirándole.
¡Señorita Cherrell, no se moleste! – y, como para detenerla, levantó una mano que había sacado de debajo los faldones. Dinny -permaneció sentada, muy contenta de conservar esa posición, puesto que había comenzado a temblar violentamente.
– Ferrar me ha dicho que ha sido usted quien ha -hecho imprimir el Diario de su hermano.
Dinny inclinó la cabeza y suspiró hondamente. – ¿Ha sido impreso en su forma -original? – ¿Exactamente?
– Sí. No he alterado ni omitido palabra alguna.
Observando su rostro no veía más que la redonda brillantez de los ojos y la ligera prominencia del labio inferior. Era casi como mirar a un dios. Tuvo un escalofrío ante la rareza de este pensamiento y sus labios formaron una crispada y desesperada sonrisa.
– He de hacerle una pregunta, señorita Cherrell. Dinny emitió un «sí» que fue un suspiro.
– ¿Cuántas páginas de este Diario fueron escritas por su hermano después de su regreso?
Lo miró estupefacta. Luego, el oculto significado de la pregunta le produjo un choque.
– ¡Ninguna! ¡Oh, ninguna! Todo fue escrito allí – exclamó, levantándose impulsivamente.
– ¿Me permite preguntarle cómo lo sabe usted?
– Mi hermano… – empezó y solamente entonces se dio cuenta del hecho de no poseer más que la palabra de Hubert -. Eso me dijo mi hermano.
– ¿Su palabra es el Evangelio para usted?
Le quedaba bastante sentido del humor para no «sulfurarse», pero irguió la cabeza.
– Evangelio. Mi hermano es un soldado y…
Se paró de golpe y, observando aquel labio inferior tan imperativo, se odió a sí misma por haber usado esa fórmula.
– ¡Sin duda! ¡Sin duda! Pero, ¿se da usted cuenta de la trascendencia de la cuestión?
– Está el original… – balbuceó Dinny. ¡Oh!, ¿por qué no lo había traído? – Se ve claramente…-, quiero decir que está todo manchado y en desorden. Puede usted verlo cuando quiera. ¿Tengo que?…
Pero él tendió una mano para detenerla.
– No importa. ¿Quiere usted mucho a su hermano, señorita Cherrell?
Los labios de Dinny temblaron.
– Mucho. Todos le queremos.
– Está recién casado, ¿verdad?
– Sí, recién casado.
– ¿Resultó herido su hermano durante la guerra? – Sí. Una bala le atravesó la pierna izquierda. – ¿Ninguna herida en un brazo?
De nuevo la misma insinuación.
– ¡No!
La vibrante respuesta salió como un disparo de fusil. Durante medio minuto se quedaron mirándose uno al otro. Palabras de súplica, de resentimiento, palabras incoherentes subiéronle a Dinny a los labios, pero no las pronunció: se llevó una mano a la boca.
Él asintió.
– Gracias, señorita Cherrell, gracias.
Ladeó ligeramente la cabeza, se volvió y, como llevando la cabeza en una bandeja, salió. Cuando hubo traspuesto el umbral, Dinny se cubrió el rostro con las manos. ¿Qué había hecho? ¿Se lo había enemistado? Se pasó las manos por la cara y luego cerró los puños, abandonando los brazos a lo largo del costado, mirando fijamente la puerta por la que se había marchado y temblando de pies a cabeza. Pasó un minuto. La puerta se abrió de nuevo y Bobbie Ferrar entró. Ella vio sus dientes. Bobbie inclinó la cabeza en señal de asentimiento, cerró la puerta y dijo
– Todo marcha bien.
Dinny se volvió de pronto hacia la ventana. Ya había oscurecido, pero, incluso sin la oscuridad, no habría podido ver. ¡Todo marchaba bien! i Todo marchaba bien! Se restregó los ojos con los nudillos, dio media vuelta y tendió ambas manos, sin saber dónde las tendía.
No se las sintió estrechar, pero la voz de Bobbie pronunció
– Soy muy feliz.
– Creí haberlo echado todo a perder.
Entonces ella vio sus ojos, redondos como los de un cachorro.
– Ya había tomado su decisión, pues de otro modo no la hubiera querido ver a usted, señorita Cherrell. Al fin y al cabo, no es tan duro de corazón. Naturalmente, había hablado de la cuestión con el magistrado, durante el almuerzo… y eso ha servido de mucho.
«Entonces he sufrido esa agonía para nadan – pensó Dinny. – ¿Ha visto el prefacio, señor Ferrar?
– No, y ha sido mejor así. Pudiera haber surtido el efecto contrario. En realidad, todo se lo debemos al magistrado. Pero usted le ha causado buena impresión. Ha dicho que es usted transparente.
– ¡Oh!
Bobbie Ferrar cogió de encima de la mesa el pequeño libro encarnado, lo miró amorosamente y se lo metió en un bolsillo.
– ¿Podemos irnos?
En Whitehall, Dinny aspiró tan hondamente, que todo el, aire oscuro de noviembre pareció entrar en ella como una bebida larga y desesperadamente deseada.
– ¡Una oficina de correos! ~- dijo -. Supongo que no cambiará de idea, ¿verdad?
– Tengo su palabra. Su hermano, señorita Cherrell, será puesto en libertad esta misma noche.
– ¡Oh, señor Ferrar!
Las lágrimas subieron repentinamente a sus ojos. Se volvió para ocultarlas, y cuando se volvió de nuevo hacia él, ya no estaba allí.