CAPÍTULO V

Dinny continuó su camino hacia la parroquia de St. Agustine-in-the-Meads. En aquel día tan hermoso, la pobreza del distrito en que había entrado adquiría a sus ojos, acostumbrados al campo, un aspecto de intensa sordidez. Lo que más la sorprendía era la alegría de los niños que jugaban por las calles. Le pidió a uno de ellos que le indicara la dirección de la Vicaría, y la escoltaron cinco. No la abandonaron ni cuando hubo -tocado el timbre, lo que la llevó a la conclusión de que los niños no estaban enteramente impulsados por el altruismo. Efectivamente, procuraron entrar con ella y sólo se marcharon cuando les hubo dado algunos peniques. Fue introducida en una simpática habitación que pareció alegrarse al ver entrar a alguien. Estaba contemplando una reproducción de la Fran cesca de Castelfranco, cuando una voz exclamó

.- ¡Dinny!

Se volvió y vio a su tía May. La esposa de Hilary Cherrell tenía su acostumbrado aspecto de haber superado la necesidad de encontrarse al mismo tiempo en tres lugares distintos. Parecía hallarse a sus anchas, sin preocupaciones y contenta…, no sin razón, pues su sobrina le era muy simpática.

– ¿De compras, querida?

– No, tía May. He venido para arrancarle a tío Hilary una presentación.

– Tu tío está en el tribunal.

Una burbuja subió a la superficie de Dinny. – ¿Por qué? ¿Qué ha hecho, tía May?

La señora Cherren sonrió.

– De momento, nada; pero no respondo de él en caso de que el magistrado se muestre insensible. Han detenido a una de nuestras jóvenes bajo la acusación de insinuarse a los transeúntes.

– ¿No se trata, pues, del tío Hilary?

– ~ Es más difícil, querida. Tu tío ha sido llamado para atestiguar su honradez.

– ¿Y podrá demostrarla, tía May?

– Bueno, ésta es la cuestión. Hilary dice que sí, pero yo no estoy tan segura.

– Los hombres son muy confiados. Nunca he estado en un tribunal. Me gustaría mucho ir y encontrar al tío Hilary.

– Yo puedo acompañarte, si quieres.

Pocos minutos más tarde salían de la casa y caminaban por las calles, cada vez más deprimentes a los ojos de Dinny, que estaba habituada a la pintoresca pobreza del campo.

– Jamás me había dado cuenta antes de ahora – dijo repentinamente – de que Londres fuese semejante a una pesadilla.

– Es una pesadilla de la que uno no vuelve a despertar. Este es un sector de Londres que hiela el corazón. Dado que tanto se habla del paro obrero, ¿por qué no organizan un proyecto nacional para el saneamiento de estos barrios miserables? En veinte años amortizarían los gastos. Los politicastros tienen energías y principios maravillosos cuando no están en el poder, pero una vez lo han logrado, se contentan con correr-sobre la máquina.

– No son mujeres, ¿comprendes, tiíta? – ¿Me estás tomando el pelo, Dinny?

– ¡Oh, no! Las mujeres no poseen el sentido de las dificultades que tienen los hombres las dificultades de las mujeres son físicas y reales: las de los hombres son intelectuales y formales ¡Es imposible!, dicen siempre. Las mujeres jamás dicen eso. Primero obran y luego se preocupan de si la cosa es factible o no.

La señora Cherrell permaneció silenciosa durante unos momentos.

– Supongo que las mujeres «son» más activas, tal vez porque tienen un ojo más vivo y un menor sentido de la responsabilidad.

– Por nada del mundo quisiera ser hombre.

– Esto está bien; pero, incluso ahora, los hombres se dan mejor vida que nosotras.

– Ellos lo creen, pero yo lo dudo. Los hombres se asemejan mucho a los avestruces. Comparados con nosotras, les cuesta menos rehusar ver lo que no les conviene, pero no creo que esto sea una ventaja.

– No opinarías de ese modo si tuvieras que vivir en St. Agustine-in-the-Meads.

– Si yo tuviera que vivir en St. Agustine-in-the-Meads, querida, me moriría.

Ida señora Cherrell contempló a su sobrina política. Desde luego, tenía un aspecto frágil y parecía que pudiera romperse, pero tenía también un aspecto de «pura sangre», como si su carne estuviera dominada por el espíritu. Hubiese podido revelar unas inesperadas fuerzas de resistencia impermeables a las cosas exteriores.

– No estoy muy segura de ello, Dinny. -Perteneces a una raza endurecida. De no ser así, tu tío se hubiese muerto hace mucho tiempo. Ahí tienes el tribunal. Siento no poder entrar, pero me falta tiempo. De todos modos, te tratarán bien. Es un lugar muy humano, a pesar de ser indelicado: Ten un poco de cuidado si te sientas al lado de alguien.

Dinny arrugó las cejas. – ¿Piojos, tía May?

– Bueno, no me atrevería a decir que no. Vuelve a tomar el té, si puedes.

Dicho esto, se fue.

La Bolsa y mercado de las indelicadezas humanas estaba atestada. El público, con su infalible olfato para los sucesos dramáticos, se había sentido atraído por el proceso en que Hilary debía actuar como testigo, puesto que se hallaba en: juego también la integridad de la Policía.

La sesión ya había comenzado cuando Dinny logró acomodarse en los últimos treinta centímetros cuadrados que aún estaban libres. Los vecinos que tenía a la derecha le recordaron un verso infantil: El carnicero, el panadero, el herrero. A su izquierda se hallaba un policía muy alto. En el fondo de la sala, entre la muchedumbre, había muchas mujeres. El aire estaba cargado y olía a ropa sucia. Dinny miró al magistrado, ascético y como conservado en salmuera, y se preguntó por qué no tenía encima de su pupitre un turíbulo humeante de incienso. Luego sus ojos se posaron sobre la figura sentada en el banco de los acusados: una muchacha más o menos como ella, de su misma edad, vestida aseadamente y de facciones bonitas, menos la boca, que era quizá un tanto sensual. Sus cabellos parecían rubios. Permanecía inmóvil, con un ligero rubor en las pálidas mejillas y en los ojos una expresión de asustada inquietud. Se llamaba Millicent Pole. Según la denuncia del policía, se había acercado a dos hombres en Euston Róad, pero ninguno dé los dos estaba presente para declarar en contra de ella. En el banco de los testigos, un joven, que parecía un estanquero, afirmó haberla visto pasar dos o tres veces - se había fijado especialmente en ella por su aspecto de «buena moza» -, pero siempre le había parecido preocupada, como si estuviese buscando algo

¿Quería decir buscando a alguien?

Puede que sí, pero, ¿cómo podía saberlo? No, no miraba al suelo; no, no se había detenido; a «él» ni le había echado una mirada. ¿Le había dirigido la palabra? ¡ Nada de eso!¿Qué estaba haciendo? Después de haber cerrado se había quedado ante la puerta de su tienda para respirar un poco de aire puro. ¿La había visto hablar con alguien? No, pero él no se había quedado mucho rato.

– El reverendo Hilary Charwell.

Dinny vio a su tío levantarse y subir al banco de los testigos. Tenía un aspecto ágil y poco sacerdotal. Dinny se quedó mirando con agrado su largo rostro sólido, tan arrugado y risueño.

– ¿Se llama usted Hilary Charwell? – Cherrell, si no le importa.

– En absoluto. ¿Es usted el vicario de St. Agustín-inthe-Meads?

Hilary inclinó la cabeza. – ¿Cuánto tiempo hace? – Trece años.

– ¿Conoce usted a la acusada? – Desde que era niña.

– Díganos, por favor, señor Cherrell', ¿qué sabe usted de ella?

Dinny vio que su tío se volvía con decisión hacia el magistrado.

– Sus padres, sir, fueron unas personas merecedoras del máximo respeto. Educaron bien a sus hijos. El padre era zapatero. Pobre, por supuesto. Todos somos pobres en mi parroquia. Casi podría decir que murieron de pobreza hace cinco o seis años y desde entonces apenas si he perdido de vista a sus dos hijas. Trabajan en la casa Petter y Poplin. Jamás he oído decir nada en contra de Millicent. Por lo que me consta, es una muchacha buena y honrada.

– Supongo, señor Cherrell, que no tendrá usted muchas oportunidades de juzgarlo por sí mismo, ¿verdad?

– Suelo visitar la casa en donde viven ella y su hermana. Si viese usted. aquella casa, sir, convendría en que, para vivir como viven, es necesario respetarse a sí mismo.

– ¿Frecuenta su iglesia?

Una sonrisa apareció en los labios de Hilary y se reflejó en los del magistrado.

– Raramente, sir. Los domingos son demasiado preciosos para los jóvenes de hoy en día. Pero Millicent, así como otras muchachas, pasa sus vacaciones en nuestro albergue cerca de Borhing. La señora Mont, esposa de un sobrino mío, que es la que administra el albergue, me ha dado buenos informes de Millicent. ¿Puedo leer- lo que me ha escrito?

»Querido tío Hilary:

Me pides noticias sobre Millicent Pole. Ha estado aquí tres veces y la directora me asegura que es una buena muchacha, nada ligera. A mí me ha causado también la misma impresión.

Entonces, señor Cherrell, según su punto de vista, ¿aquí se ha cometido un error?

– Sí, sir, estoy convencido de ello.

La acusada se llevó el pañuelo a los ojos, y Dinny sintióse repentinamente llena de indignación contra la extrema miseria de aquella situación. ¡Tener que estar allí, delante de toda aquella gente, incluso aunque hubiese cometido el hecho de que la acusaban! ¿Y por qué razón una muchacha no podía pedirle a un hombre su compañía? No estaba obligado a otorgársela.

El policía que estaba a su lado hizo un movimiento, la miró como si olfatease la heterodoxia y luego tosió.

– Gracias, señor Cherrell.

Al bajar del banco, Hilary vio a su sobrina y le hizo una seña con la mano. Dinny se dio cuenta de que el proceso había concluido y que el magistrado estaba reflexionando sobre el veredicto. Silencioso, con las puntas de los dedos unidos entre sí, contemplaba fijamente a la muchacha que había acabado de secarse los ojos y que le estaba mirando. Dinny retenía la respiración. Toda una vida, quizá, dependía de la decisión de un minuto. El policía cambió de posición. ¿Sus simpatías estaban dirigidas hacia su compañero o bien hacia la muchacha? Todos los pequeños rumores de la sala habían cesado y solamente oíase el que producía una plumilla sobre el papel. El magistrado separó los dedos y dijo

– No estoy convencido de que haya pruebas suficientes. La acusada está libre. Puede irse.

Ida muchacha emitió un sollozo ahogado.

– ¡Oye, oye! -dijo a su derecha el herrero, con voz ronca.

– ¡Silencio! -ordenó el policía altor

Dinny vio a su tío salir con la muchacha y al pasar le dirigió una sonrisa.

– Aguárdame, Dinny. No tardaré dos minutos. Deslizándose tras la alta figura del policía, Dinny esperó en el vestíbulo. Aquel ambiente le causaba la misma sensación de estremecimiento que se siente por la noche al encender la luz en una cocina oscura. El olor de desinfectante la m9lestaba profundamente y se acercó un poco más a la puerta de entrada. Un sargento de policía le dijo

– ¿Puedo hacer algo por usted, señorita?

– Gracias, estoy aguardando a mi tío. Está a punto de llegar.

– ¿El reverendo?

Dinny hizo con la' cabeza un signo afirmativo.

– ¡Ah El vicario es una excelente persona.! ¿Han dejado en libertad a la muchacha?

– Sí.

– ¡Bien! Siempre puede cometerse algún error. Ahí viene, señorita.

Hilary se aproximó y cogió a Dinny del brazo.

– ¡Ah, sargento! – dijo-, ¿Qué tal su esposa?

– De primera, sir. De modo que la ha sacado usted, ¿eh?

– Sí – contestó Hilary -y ahora quiero fumarme una pipa. -Vamos, Dinny.

Haciéndole un signo de adiós al sargento, la condujo al aire libre.

– ¿Qué te ha traído a este lugar, Dinny?

– He venido a buscarte, tío. Tía May me ha acompañado. ¿Era realmente inocente esa muchacha?

– No podría jurarlo. Pero el medio más seguro de enviarla al infierno era condenarla. Lleva retraso en el alquiler de la casa, y su hermana está enferma. Aguarda un momento, voy a encender la pipa. – Lanzó una nube de humo y la cogió de nuevo del brazo – ¿Qué quieres de mí, pequeña?

– Una presentación para lord Saxenden.

- ¿Para Snubby Bantham? ¿Por qué? – A causa de Hubert.

– ¡Oh! ¿Quieres engatusarle? – Si me lo presentas…

– Estuve en Harrow con Snubby. Entonces era solamente baronet. Desde aquella época no he vuelto a verle.

– Pero tú tienes a Wilfred Bentwórth en el bolsillo, tío, y sus propiedades están colindando con las tuyas.

– Bueno, creo que Bentworth me dará una tarjeta de presentaci6n para ti.

– No es eso lo que quiero. Deseo conocerle en sociedad.

– ¡Hum! Sí, sería' difícil que le engatusaras de otro modo. ¿Qué es lo que te interesa, exactamente?

– El porvenir de – Hubert. Queremos coger el agua en la propia fuente, antes de qué nos pase algo peor.

– Ya comprendo. Pero escucha, Dinny. El hombre que os hace falta es Lawrence. Bentworth irá a su casa el viernes próximo para la cacería de perdices. Tú también podrías ir.

– . Ya había pensado en tío Lawrence, pero no podía perder la ocasión de verte a ti.

– Querida mía – dijo Hilary -, las ninfas atractivas jamás deben decir cosas así. Se suben a la cabeza. Bueno, ya hemos llegado. Entra a tomar una taza de té.

En la salida de la vicaría, Dinny recibió la sorpresa de volver a ver a su tío Adrián. Estaba sentado en un ángulo, con las largas piernas cruzadas. Agitó en el aire una mano y .poco después se acercó a ella.

. – ¿A que no sabes quién se ha presentado después de habernos separado? ¡El hombre malo en personal Ha venido a examinar mis cráneos peruanos!

– ¡No querrás decir Hallorsén!

Adrián le tendió una tarjeta de visita que llevaba impreso:

Profesor Edurard Hallorsen y, más abajo, escrito en lápiz Piedmont Hotel.

Es un individuo mucho más tratable de lo que creí cuando le encontré en los Alpes. Incluso tengo la impresión de que, sabiéndole coger por su lado bueno, no es un mal muchacho. Eso es lo que quería decirte. ¿Por qué no cogerle por su lado bueno?

Tú no has leído el Diario de Hubert, tío. – Me gustaría poderlo leer.

- Probablemente lo harás. Quizá lo editemos. Adrián emitió un ligero silbido.

– Reflexiona, querida. Una riña de perros es divertidísima para todo el mundo menos para los perros.

– Hallorsen ya ha hecho su jugada. Ahora le toca a Hubert.

– Bueno, Dinny, yo opino que lo más prudente es examinar el terreno antes de entrar en juego. Déjame organizar una cena íntima. Podemos encontrarnos en casa de Diana Ferse. ¿Qué te parece el lunes próximo?

Dinny arrugó su pequeña nariz un poco respingona, Si, como tenía intención, iba a Lippinghall la semana siguiente, el lunes era el día más indicado. Quizá resultaría provechoso ver a aquel americano antes de declararle la guerra.

– Está bien, tío. Te lo agradezco mucho. Si vas al West End, ¿podría ir contigo? Quiero ver a la tía Emily.y al tío Lawrence. Mount Street está en tu camino.

– Bien. Cuando hayas acabado de comer nos marcharemos.

– He terminado – dijo Dinny, poniéndose en pie.

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