El día siguiente, Adrián y su sobrina entraron juntos en la Sala del Tribunal y, puesto que estaba atestada de gente, pasaron a una pequeña habitación para aguardar allí.
– A ti te toca dar el quinto golpe – dijo Adrián -. A Hilary y a mí nos llamarán antes que a ti. Si nos quedamos fuera de la sala hasta que nos llamen, no podrán decir que hemos copiado el uno del otro.
Permanecían sentados en el pequeño cuarto. La policía, el doctor, Diana y Hilary serían interrogados antes que ellos. – Es igual que los diez negritos de la canción – murmuró Dinny. Tenía la mirada fija en un calendario colgado en la pared de enfrente. No lograba leerlo, pero le parecía necesario – Mira, querida – dijo Adrián, sacando un frasquito de un bolsillo -, bebe un sorbo o dos de esto. Es una composición de sal volátil y agua. Te animará mucho. Ve con cuidado! Dinny tragó un pequeño sorbo que le quemó la garganta, pero sin hacerle daño.
– Tú también, tío.
Adrián bebió un trago, cautelosamente.
– No hay mejor droga antes de entrar en combate u otra cosa parecida.
De nuevo se quedaron silenciosos, asimilando las exhalaciones del líquido. Al cabo de un ratito, Adrián se expresó así -Si las almas sobreviven, ¿qué estará pensando el pobre Ferse de esta farsa? Todavía somos unos bárbaros. Hay una novela de Maupassant que habla de un Club de Suicidas que proporcionaba una forma agradable de muerte a quienes sentían que se tenían que marchar de este mundo. No admito el suicidio para las personas de mente sana, salvo en algunos casos muy raros. Debemos resistir hasta el fin; pero para los alienados o para los que están amenazados de estarlo quisiera que aquel club existiera de verdad, Dinny. ¿Te ha animado el brebaje?
Dinny asintió.
– Los efectos duran más o menos una hora. Se puso en pie.
– Creo que ha llegado mi turno. Adiós, querida, ¡buena suerte! Regálale un asir» al señor comisario de vez en cuando. Al cruzar la puerta Adrián se irguió y Dinny se sintió como inspirada al mirarle. Entre todos los hombres qué conocía, Adrián era al que más admiraba. Rezó una plegaria ilógica. Desde luego, el brebaje la había reanimado, haciendo desaparecer la sensación de languidez y de palpitación que la invadiera poco antes. Extrajo de su monedero un espejito y una polvera. Sea como fuere, no iría al suplicio con la nariz brillante.
No obstante, pasó más de un cuarto de hora antes de que la llamaran. Con la vista fija en el calendario, transcurrió el tiempo pensando en Condaford y recordando los días felices que había vivido allí. Los días lejanos en los que Condaford aún no estaba restaurada, cuando ella era muy chiquitina; los días de la siega y las meriendas en los bosques; la cosecha del espliego, las cabalgadas sobre el perro y el permiso de montar el «pony» cuando Hubert estaba en el colegio; días de puro gozo en una morada nueva y estable, puesto que, a pesar de haber nacido allí, había llevado hasta los cuatro años una vida nómada entre Aldershot y Gibraltar. Recordó con especial agrado la estación dedos hilos dorados de los capullos de sus gusanos de seda, cómo la habían hecho pensar en elefantes que se arrastrasen por el suelo y cuán peculiar había sido su olor.
– ¡Elizabeth Charnvell ¡
¡Qué cosa tan pesada era tener un nombre que todos pronunciaban mal! Se levantó murmurando
Un día paseaba un negrito solo.
Llegó el comisario y no halló a nadie…
En cuanto entró alguien la condujo al extremo opuesto de la sala y le hizo tomar asiento en una especie de banco. Era una suerte que hubiese estado poco tiempo antes en lugares semejantes, porque ahora todo se le antojaba familiar e incluso ligeramente cómico. El jurado tenía el aspecto de estar fuera de uso y el juez se daba una importancia ridícula. A su izquierda, más alejados, estaban los demás extraños personajes tras ellos; apretujadas hasta la desnuda pared, docenas y docenas de caras, todas en hilera, como sardinas erguidas sobre sus colas, en una lata enorme.
Luego, dándose cuenta de que alguien se hallaba a punto de dirigirle la palabra, concentró su atención en el rostro del juez.
– Su nombre es Elizabeth Cherrell. Creo que es usted hija del teniente general sir Conway Cherrell, K. C. B., C. M. G., y de su esposa, lady Cherrell, ¿no es así?
Dinny se inclinó.
«Supongo que esto le agradará», pensó.
– ¿Y vive usted con ellos en Condaford Grange, en el Oxfordshire?
– - Sí.
– Tengo entendido, señorita Cherrell, que se alojó usted en casa de los señores Ferse la mañana en que el capitán Ferse abandonó su domicilio.
– Sí.
– ¿Es usted amiga intima de la familia?
– De la señora Ferse. Creo que sólo había visto una vez al capitán antes de su regreso.
– ¡Ah! Su regreso. ¿Estaba usted con la señora Ferse cuando volvió?
– Había ido a Londres para quedarme con ella aquel mismo día.
– ¿La tarde de su regreso de la clínica mental?
– Sí. Efectivamente, fui a vivir a su casa al día siguiente. – ¿Y permaneció allí hasta el día en que el capitán abandonó la casa?
– Sí.
– ¿Cómo se portó durante ese tiempo?
Ante esta pregunta, Dinny comprendió por vez primera la desventaja de no conocer cuanto ya se había dicho. Sin embargo juzgó poder decir cuanto realmente sentía y sabía.
– A mí me pareció absolutamente normal, salvo que no quería salir ni deseaba ver a nadie. Tenía aspecto saludable, pero mirando sus ojos uno experimentaba una sensación de desasosiego.
– ¿Qué quiere usted decir exactamente?
– Se asemejaban a un fuego detrás de unos barrotes; parecían oscilar como una llama.
Al pronunciar estas palabras le pareció que el jurado había salido por un momento de su estado de inercia.
– Y, ¿dice usted que no quería salir? ¿Y eso durante todo el tiempo que se quedó usted en la casa?
– No. Salió el día anterior al que abandonó su casa. Creo que estuvo fuera todo el día.
– ¿Cree usted? ¿No estaba allí?
– No. Aquella mañana llevé a los dos niños a casa de mi madre, en Condaford, y regresé aquella misma tarde, poco antes de la hora de cenar. El capitán Ferse no estaba.
– ¿Por qué razón llevó usted los niños al campo?
– La señora Ferse me rogó que lo hiciera. Había notado algún cambio en el capitán, y pensó que los niños estarían mejor en otra parte.
– ¿Podría decir que también usted notó un cambio?
– Sí. Lo encontré más intranquilo y quizás algo arisco. Desde luego observé que bebía más durante las comidas.
– ¿No observó algo extremadamente notable?
– No. Yo…
– ¿Qué, señorita Cherrell?
– Estaba a punto de decir algo que no sé a ciencia cierta por no haberlo visto con mis propios ojos.
– ¿Algo que le dijo la señora Ferse? – Bueno, no necesita usted decirlo. – Gracias, sir.
– Volvamos al momento de su llegada, después de haber llevado los niños a su casa. Creo que ha dicho usted que el capitán no estaba. ¿Estaba la señora Ferse?
– Sí; se hallaba ataviada para la cena. Yo me cambié de prisa y cenamos las dos solas. Pasamos mucha angustia por él.
– ¿Y luego?
– Después de cenar subimos a la salita y para que la señora se distrajese, la hice cantar. Estaba muy nerviosa y engustiada. Al cabo de un rato oímos abrirse la puerta de la entrada, el capitán Ferse penetró en la salita y se sentó.
– ¿Dijo algo? – No.
– ¿Qué aspecto tenía?
– Su aspecto me pareció espantoso, como si estuviera poseído por algún horrible pensamiento.
– ¿Sí?
– La señora Ferse le preguntó si había cenado, si quería irse a acostar y si no deseaba que llamase al médico, pero él no contestó. Estaba sentado con los ojos cerrados, como si se hubiera dormido, hasta que finalmente yo murmuré: «¿Está realmente dormido?» Entonces él se enderezó de golpe, gritando: ¡Dormir! ¡Ya vuelve otra vez! ¡Y no quiero soportarlo! ¡Por Dios! ¡No quiero soportarlo!».
Cuando hubo repetido las palabras de Ferse, Dinny comprendió mejor que nunca lo que significaba «causar sensación en un tribunal». De cierta misteriosa manera, ella había dicho lo que, en las declaraciones de los testigos anteriores, faltaba para convencer al magistrado. Si había hecho bien, era algo que no, podía decidir. Sus ojos buscaron el rostro de Adrián y él le hizo un signo de asentimiento casi imperceptible.
- ¿Y luego, señorita Cherrell?
– La señora Ferse intentó acercársele, pero él gritó «¡Dejadme! ¡ Marchaos!» Me parece que ella dijo: «Ronald, ¿no quieres ver a alguien, sólo para que te haga dormir?». Pero él dió un brinco, y gritó: «¡No quiero ver a nadie, a nadie!».
– Sí, señorita Cherrell. ¿Y qué más?
– Estábamos aterrorizadas. Subimos a mi dormitorio y nos consultamos. Yo dije que era necesario telefonear.
– ¿A quién?
– Al médico de la señora Ferse. Quería ir ella, pero yo se lo impedí y corrí abajo. El teléfono se hallaba en el pequeño despacho de la planta baja. Estaba buscando el número en el listín, cuando de pronto sentí que alguien me agarraba la mano. El capitán Ferse estaba detrás de mí y cortó el hilo telefónico con un cortaplumas. Luego continuó agarrándome el brazo, y yo le dije: «Capitán Ferse, eso es tonto. Usted sabe que ni Diana ni yo le haremos ningún daño». Él me soltó, se metió el cortaplumas en un bolsillo y me dijo que me pusiera los zapatos que yo llevaba en la otra mano.
– ¿Quiere usted decir que se los había quitado?
– Sí, para no hacer ruido al bajar. Me los puse. -Luego él dijo: «No quiero que nadie se entrometa en mis asuntos. Haré de mí mismo lo que me venga en gana.» «Usted sabe que sólo queremos su bien», dije yo, y él me contestó: «Sé perfectamente de qué bien se trata. Ya tengo bastante». Se acercó a la ventana y miró afuera. «Llueve a cántaros – dijo, y volviéndose repentinamente hacia mí, gritó -: ¡Salga de aquí! ¡De prisa! ¡Fuera, fuera ¡», y yo volé escaleras arriba.
Dinny hizo una pausa y respiró profundamente. El corazón le latía con fuerza al volver a vivir aquellos momentos Cerró los ojos.
– Sí, señorita Cherrell. ¿Y qué pasó luego?
Abrió los ojos. El médico forense todavía estaba sentado en su sitio, así como los jurados, los cuales le pareció teñían la boca ligeramente abierta.
– Se lo conté todo a la señora Ferse. No sabíamos qué decidir ni lo que nos convenía hacer y yo tuve la idea de arrastrar el lecho contra la puerta.
– ¿Y lo hicieron?
– Sí, pero nos quedamos despiertas durante mucho tiempo. La señora Ferse estaba tan agotada, que finalmente se durmió, y creo que yo también me dormí hacia el amanecer. Sea como fuere, me desperté al llamar la doncella a. la puerta.
– ¿No oyó usted nada durante la noche, por parte del capitán?
El viejo lema de los chicos de escuela «Si decís una mentira, decidla bien», le- pasó por la mente, y por lo tanto contestó con firmeza
– No, nada.
– ¿Qué hora era cuando las llamaron?
– Eran las ocho. Desperté a la señora Ferse y bajamos en. seguida. El cuarto del capitán estaba en desorden y parecía que. él se hubiese tumbado en la cama; pero no se hallaba en casa y su abrigo y su sombrero habían desaparecido de la silla del vestíbulo.
– ¿Qué hicieron entonces?
– Nos consultamos. La señora Ferse quería llamar a su médico y a nuestro primo, el señor Michael Mont, miembro del Parlamento; pero yo pensé que si podía hallar a mis tíos, a ellos les sería más fácil encontrar al capitán. Así que la convencí para que me acompañara a casa de mi tío 'Adrián a ver si éste lograba inducir a tío Hilary a que le ayudase a buscar al capitán. Sabía que ambos son hombres inteligentes y de tacto. – Dinny vio que el médico forense hacía una ligera inclinación en la dirección de sus tíos, y continuó rápidamente -: Además, ambos son viejos amigos de la familia, de modo que consideré que nadie mejor que ellos podía encontrarle sin servirse de medios publicitarios. Por consiguiente, fuimos a ver a mi tío Adrián y él consintió en intentarlo con la ayuda de tío Hilary. Luego acompañé a la señora Ferse a Condaford, para que se reuniera con sus niños, y esto es todo cuanto sé.
El médico forense se inclinó profundamente, y dijo
– Muchísimas gracias, señorita Cherrell. Ha declarado usted de fin modo admirable.
También los jurados se inclinaron. Dinny salió del banco haciendo un esfuerzo y tomó asiento al lado de Hilar, quien posó una mano sobre las de ella. Permanecía muy quieta. Luego se dio cuenta de que una lágrima, como si fuera el último residuo de la sal volátil, le bajaba lentamente por una mejilla. Mientras escuchaba sin interés la declaración del médico de la clínica mental y el discurso del médico forense, y mientras aguardaba el veredicto de los jurados, sufría sintiendo que, en su lealtad para con los vivos, había sido desleal para con el muerto. Era una sensación muy penosa. Había atestiguado la evidencia de la locura contra quien no podía ni defenderse ni explicarse. Con un interés lleno de temor miró a los jurados cuando éstos volvieron a ocupar sus asientos y el presidente del jurado se levantó para contestar a la pregunta relativa al veredicto.
– Creemos que el difunto murió de resultas de haber caído en una cantera de greda.
– Es decir – resumió el médico forense -, murió a consecuencia de una desgracia.
– Deseamos expresarle a la viuda nuestra simpatía. Dinny hubiese querido aplaudir. Le hablan concedido el beneficio de la duda… ¡aquellos hombres que parecían distraídos! Y, con calor repentino, casi personal, levantó la cabeza y les dirigió una sonrisa.