Adrián Cherrell era uno de esos hombres manifiestamente rurales que viven en las ciudades. Su trabajo le obligaba a permanecer en Londres, donde se cuidaba de una colección de restos antropológicos.
Se hallaba estudiando un maxilar hallado en Nueva Guinea, al que la Prensa había dispensado una buena acogida, y estaba diciéndose a sí mismo: («Es una estafa; se trata de un tipo corriente de Homo Sapiens», cuando el bedel anunció
– Una señorita joven desea verle, señor… Creo que es la señorita Cherrell.
– Dígale que pase, James.
Pensó: «Si se trata de Dinny, he de conservar toda mi presencia de ánimo.»
– ¡Oh, Dinny! Caurobert dice que este maxilar es preTrinil. Mokley dice que es Paulo-post-Piltdown, y Edon P. Burbank, que es propier Rhodesiam. Yo digo que es Sapiens. Observa este molar.
– Lo veo, tío Adrián.
– Es demasiado humano. Este hombre tuvo dolor de muelas. Probablemente el dolor de muelas fue la causa del desarrollo artístico. El arte de Altamira y las caries de Cromagnon se hallan reunidos. Este tipo fue un Homo Sapiens.
– Es un consuelo saber que no hay dolor de muelas sin sabiduría. He venido a Londres para ver al tío Hilary y al tío Lawrence, pero he pensado que si antes almorzaba contigo me sentiría más fuerte.
– Entonces iremos a almorzar al Café Búlgaro -dijo Adrián.
– . ¿Por qué?
– Porque allí, de momento, se come bien. Están en una fase de propaganda, querida; así que, probablemente, estaremos bien servidos y gastaremos poco. ¿Quieres empolvarte la nariz? – Pues entra ahí.
En cuanto ella hubo desaparecido, Adrián comenzó a acariciarse la perilla preguntándose qué podría encargar por dieciocho chelines y medio; porque, siendo un funcionario del Gobierno sin medios propios, era raro que tuviese en el bolsillo más de una libra.
– ¿Qué sabes a propósito del profesor Hallorsen, tío Adrián? – preguntó Dinny cuando estuvieron sentados delante de una tortilla a la búlgara.
– ¿El hombre que fue a Bolivia para descubrir las fuentes de la civilización?
– Sí y que se llevó a Hubert consigo.
– i Ah! Pero le dejó atrás, por lo que he sabido. – ¿Jamás te has encontrado con él?
– Sí, en 1920, escalando una cumbre de los Alpes dolomíticos.
– ¿Te gustó? – No.
– ¿Por qué?
– Porque era agresivamente joven. Apostó conmigo a quién llegaba antes a la cúspide. El hecho es que me venció p… me hizo recordar el base bat. ¿No has visto nunca un partido: de base bat?
– No.
– Yo vi uno en Washington. Uno tiene que insultar a su contrincante hasta ponerlo nervioso. Cuando está a punto de batir la pelota se le llama cabezota, soldado de infantería, presidente Wilson, vejestorio y otras cosas por el estilo. Es de ritual. Lo importante es ganar a toda costa.
– ¿Y tú no crees que sea necesario ganar a toda costa?
– Nadie dice que la gente deba ganar, Dinny.
– Pero todos lo intentamos, cuando llega el momento. – Sé que eso ocurre, incluso con los hombres políticos. – ¿Intentarías tú ganar a toda costa, tío?
– Probablemente.
– No lo creo. Yo, en cambio, sí.
– Eres muy amable, querida; pero, ¿por qué este particular desdoro?
- Porque cuando pienso en el caso de Hubert, me siento tan sedienta de sangre como un mosquito. Estuve leyendo su Diario durante casi toda la noche pasada.
– La mujer – dijo Adrián, lentamente-, todavía no ha perdido su divina irresponsabilidad.
– ¿Crees que corremos el peligro de perderla?
– No, porque sean cuales fueren las cosas que las mujeres podáis decir, jamás lograréis aniquilar en el hombre el sentido innato de que él es vuestro guía.
– ¿Qué crees tú que es lo mejor para aniquilar a un hombre como Hallorsen, tío?
– A falta de cachiporra, el ridículo.
– Me figuro que su idea sobre la civilización boliviana era absurda, ¿verdad?
– Completamente. Todos sabemos que existen algunos monstruos de piedra curiosos e inexplicables, pero, si la he comprendido bien, su teoría no tiene fundamento. Sólo que, querida, parecerá que Hubert esté complicado en este asunto. – Por el lado científico, no. Tomó parte en la expedición solamente como encargado de loa transportes. – Y Dinny sonrió mirando a su tío a los ojos -. No estaría mal poner en ridículo una necedad como ésta, ¿verdad? Y tú, tío, ¿sabrías hacerlo tan admirablemente?
– ¡Serpiente ¡
– Pero, ¿no es un deber de los hombres de ciencia el poner en ridículo las ideas empíricas?
– Quizá sí, si Hallorsen fuese un inglés. Pero puesto que es un americano, es preciso entregarse a otras consideraciones.
– ¿Por qué? Yo creía que la ciencia no tenía fronteras.
– . En teoría; pero en la práctica, hay que cerrar los ojos. Los americanos son muy susceptibles. Sin duda recordarás reciente actitud hacia las teorías sobre la evolución. Si en esa ocasión hubiésemos soltado, la carcajada, hubiéramos podido incluso llegar a una guerra.
– ¡Pero muchos americanos también se rieron de ellas! – Sí, pero no hubiesen tolerado que unos extraños se burlasen de sus compatriotas. ¿Quieres un poco de este soufflé Solía?
Continuaron comiendo en silencio, estudiándose mutuamente el rostro con simpatía. Dinny estaba pensando: «Me agradan tus arrugas, y tu barba es pequeña y graciosa». Adrián meditaba: «Me alegro de que tu nariz sea algo respingona. Tengo unas sobrinas y unos sobrinos muy atractivos». Finalmente Dinny dijo
– Bueno, tío Adrián, ¿quieres buscar el modo de castigar a ese hombre por haber tratado a Hubert de un modo indecente?
– ¿Dónde está ahora?
– Hubert me dijo que en los Estados Unidos.
– ¿Has pensado, querida, que el nepotismo no es una cosa deseable?
– Pero tampoco la injusticia lo es, tío; y la sangre es más espesa que el agua.
– Y este vino – añadió Adrián con una mueca – es aun más denso. ¿Para qué quieres ver a Hilary?
– .Quiero lograr una presentación para lord Saxenden.
– ¿Por qué?
– Papá dice que es un hombre importante.
– ¿Es que estás tirando secretamente de los hilos, como suele decirse?
Dinny asintió.
– Ninguna persona sensible y honrada sabe tirar de los hilos con éxito, Dinny.
1Rsta frunció el entrecejo, y una amplia sonrisa descubrió sus dientes, muy blancos y regulares.
– - Pero yo no soy ni lo uno ni lo otro, querido tío.
– Veremos. Entre tanto, ¿quieres uno de estos cigarrillos? Según la propaganda, son los que más de moda están.
Dinny cogió un cigarrillo y, expulsando una larga bocanada de humo, dijo
– Viste al tío-abuelo Cuffs, ¿verdad, tío Adrián?
– Sí. Su despedida de este mundo estuvo llena de dignidad. Una vez muerto, adquirió el color del ámbar. El tío Cuffs echó a perder su talento ingresando en la Iglesia; hubiese resultado un diplomático perfecto.
– Yo le vi tan sólo un par de veces. Pero, ¿quieres decir que no hubiese podido lograr lo que quería, sin perder dignidad, tirando secretamente de los hilos?
– En su caso, querida, no se trataba de tirar de los hilos. En él se daban cita la dulzura y una fuerte personalidad.
– ¿Y los buenos modales?
– Modales augustos. Los cuales con su muerte puede que hayan desaparecido.
– Bueno, tío, he de irme. Deséame que sea deshonesta y descarada.
– Y yo – dijo Adrián -, volveré al maxilar de Nueva Guinea con el que espero poder aniquilar a mis sabios colegas… Si puedo ayudar a Hubert de un modo decente lo haré. En todo caso, pensaré lo que se pueda hacer. Dale recuerdos cariñosos de parte mía; y ahora, adiós, sobrina.
Se separaron y Adrián regresó a su museo. Volviendo a tomar su posición frente al maxilar, empezó a pensar en una quijada muy distinta. Puesto que había llegado a la edad en que la sangre de los hombres flacos, de costumbres moderadas, corre con lenta regularidad, su amor por Diana Ferse, que databa de varios años antes de su fatal matrimonio con el capitán Ferse, tenía cierto carácter altruista. Antes que su propia felicidad deseaba la suya. La consideración «¿Qué es lo que más le conviene?» era siempre la primera en sus continuos pensamientos dedicados a Diana. Hacía tanto tiempo que estaba acostumbrado a vivir sin ella, la inoportunidad (jamás propia de él) estaba fuera de cuestión. Pero su rostro ovalado, de ojos negros, de labios y nariz deliciosos, un poco triste en los momentos de reposo, borraban continuamente los contornos de los maxilares, los fémures y otros fenómenos interesantes de su trabajo.
Ella y sus dos hijos vivían en una pequeña casa en Chelsea, con las rentas de un marido que, desde hada cuatro años, estaba en -una casa de salud y que quizá ya nunca más recobraría su equilibrio mental. Ella tenía casi cuarenta años y, antes de que Ferse hubiese caído definitivamente en el abismo de, la locura, sufrió terriblemente. Hombre de la vieja escuela en cuanto al pensamiento y a los modales, educado a base de una visión coherente de la historia humana, Adrián aceptaba la vida con un fatalismo a medias humorístico. No era del tipo de los reformadores y la posición de la mujer amada no le inspiraba el deseo de lograr el trofeo del matrimonio. Deseaba que ella fuese feliz pero, tal como estaban las cosas, no veía el modo de poder contribuir a dicha felicidad. Después de todo, vivía en paz, con las rentas suficientes de quien había sido maltratado por el Destino. Además, Adrián tenía algo del supersticioso sentimiento propio de los hombres primitivos para son los afectados por esta especial forma de desgracia. Ferse había sido.un individuo decente hasta que el germen de la locura comenzó a penetrar en la coraza formada por la salud y la educación. Su proceder durante los dos años que precedieron a su total obscurecimiento, era liberalmente explicado por la enajenación mental. Era uno de los afligidos por Dios y su desdicha exigía, por parte de los demás, la máxima compasión.
Adrián dejó el maxilar y cogió una reproducción Pitecanthropus, ese ser curioso hallado en Trinil, en la isla de Java, y que durante mucho tiempo mantuvo en discrepancia las opiniones de si debía llamársele hombre-mono o bien mono-hombre. ¡Qué distancia desde él al moderno cráneo inglés que se hallaba sobre la repisa de la chimenea! Por mucho que rebuscasen las autoridades en la materia, jamás hallarían una respuesta a la pregunta: ¿Dónde estuvo la cuna del Homo Sapiens, el nido en que se desarrollara el hombre de Trinil, Pitldown o Neardental, o de alguna de aquellas criaturas colaterales que afín no habían sido descubiertas?
Si Adrián alimentaba una pasión, además…de la qué sentía por Diana Fersé era el ardiente deseo de establecer el lugar en donde había sido generada la raza humana. De momento, el mundo científico se recreaba con la idea de descender del hombre de Neardental, pero a él no le parecía posible. Habiendo alcanzado la evolución un punto tan definitivo como aparecía en aquellos restos de brutos, no se hubiese podido desviar hacia un tipo tan distinto. ¡Era como creer que el ciervo derivaba del alce! Volvióse a mirar el enorme globo terráqueo en el que, con su clara escritura, estaban registrados todos los descubrimientos importantes hechos hasta entonces sobre los orígenes del hombre moderno, con las notas relativas a los cambios geológicos, al período y al clima. Pero, ¿dónde buscar? Era un problema policíaco, solucionable sólo con el método francés, es decir, mediante la valuación instintiva de la localidad probable, ratificada por las búsquedas efectuadas en el lugar elegido. Realmente era el mayor problema policíaco del mundo. ¿El Himalaya, el Fayúm, o cualquiera otro sitio sumergido actualmente bajo el Océano? De ser así jamás podría quedar establecido con certeza. ¿Se trataba de una cuestión puramente académica? No del todo, puesto que a ella estaba unido el problema de la esencia del hombre, de la verdadera naturaleza primitiva del ser humano, sobre el que se podía y se debía fundar la filosofía social; una cuestión que últimamente había sido discutida con ahínco. ¿Era el hombre fundamentalmente bueno y pacífico, como parecían sugerir los estudios hechos sobre la vida de los animales y sobre algunos pueblos llamados salvajes, o bien fundamentalmente agresivo e intranquilo, como podía aseverar el lúgubre relato de la Historia? Una vez encontrado el lugar de origen del Homo Sapiens, quizá surgiría algún elemento positivo para decidir si era un ángel-demonio o bien un demonio-ángel.
Para un hombre del carácter de Adrián, la resurgida tesis de la substancial bondad del hombre resultaba muy atractiva, pero sus hábitos intelectuales le impedían aprobar fácil y completamente una tesis, cualquiera que ésta fuese. También los animales inofensivos y los pájaros vivían obedeciendo a la ley de la conservación de la especie. Así lo hada el hombre primitivo. Las perversidades del hombre adulterado comenzaron, naturalmente, al extender sus actividades y al aumentar sus rivalidades; es decir, comenzaron con las ramificaciones de la ley de la conservación, causadas por la llamada vida civilizada. La existencia sencilla del hombre primitivo seguramente ofrenda menores ocasiones a las siniestras manifestaciones del instinto de conservación, pero era difícil que de esto se lograse deducir algo. Era mejor aceptar al hombre moderno tal como era y procurar limitar sus ocasiones de hacer daño. Tampoco podía tenerse demasiado en cuenta la dulzura natural de los pueblos primitivos. La noche anterior leyó algo a propósito de una cacería de elefantes en el África Central, en la que los negros primitivos, hombres y mujeres, que batían la selva para ayudar a los cazadores blancos, se echaron sobre los elefantes recién muertos, los despedazaron, se comieron la carne cruda y chorreante de sangre y luego desaparecieron emparejados en el bosque para completar la orgía. Después de todo, ¡algo había que decir en favor de la civilización!
En ese momento el bedel anunció
– El profesor Hallorsen desea verle, señor. Quiere echar una ojeada a los cráneos peruanos.
– ¡Hallorsen! – exclamó Adrián sorprendido -. ¿Está usted seguro? Creí que se hallaba en los Estados Unidos, James.
– Hallorsen ha sido el nombre que ha dado, señor. Es un señor alto que habla como un americano. Aquí está su tarjeta de visita.
– ¡Hum! Hágale pasar, James – dijo, pensando: al Sombra de Dinny! ¿Qué voy a decirle?».
Entró un hombre muy alto y bien parecido, de unos treinta y ocho años aproximadamente. El rostro afeitado irradiaba salud, los ojos estaban llenos de luz y los cabellos oscuros tenían un mechón o dos prematuramente grises. Una agradable brisa pareció entrar con éL Comenzó a hablar en seguida.
– ¿El señor conservador? Adrián se inclinó.
– Pero, ¡me parece que ya nos hemos encontrado en alguna otra parte! Fue en la montaña, ¿no es así?
– Sí – contestó Adrián.
– Bien, bien. Mi nombre es Halloren. Me han dicho que sus cráneos peruanos son estupendos. He traído conmigo unos pocos cráneos bolivianos y pensaba cotejarlos con los de usted. ¡Cuántas sandeces escriben a propósito de los cráneos algunos que jamás han visto los originales!
– Exacto, profesor. Me encantará ver sus bolivianos. Por otra parte, creo que usted no conoce mi nombre. Aquí lo tiene.
Adrián le tendió una de sus tarjetas de visita. Hallorsen la cogió.
– ¡Oh! ¿Es usted pariente del capitán Charwell? ¿No sabe que desearía verme muerto?
– Soy su tío. Pero tenía la sensación de que era usted quien deseaba verle muerto a él.
– Bueno, me metió en un buen embrollo.
– Según mi sobrino, fue usted quien le metió en un buen embrollo a él.
Escuche, señor Charwell…
– Nuestro apellido se pronuncia Cherrell, si no le importa.
– Cherrell… sí, ahora lo recuerdo. Pero veamos. Si usted paga a un hombre para que realice un trabajo y resulta que ese trabajo es demasiado fatigoso para él y por el hecho de que le es demasiado fatigoso se queda usted con un palmo de narices, ¿qué haría usted? ¿Darle una medalla de oro?
– Lo mejor sería, creo yo, informarse de si el trabajo que le fue confiado era humanamente posible realizarlo y, antes de juzgar…
– Esto corre de cuenta de quien se encarga de cumplir con el trabajo. ¿En qué consistía al fin y al cabo? En dirigir a unos cuantos mestizos.
No estoy demasiado enterado, pero tengo entendido que tenía la misión de cuidarse también de los animales de transporte.
Desde luego; y dejó que todo se le escapase de entre las manos. Claro que como se trata de su sobrino, ya sé que no va usted a ponérsele en contra. Pero, ¿puedo ver los cráneos
– Naturalmente.
– Muy amable por su parte.
Durante la recíproca inspección que siguió a sus palabras, Adrián levantó varias veces la vista hacia el magnífico ejemplar de- Homo Sapiens que estaba a su lado. Raramente había visto a un hombre tan rebosante de vida y de salud. Era bastante natural que cualquier obstáculo le irritara. Su misma vitalidad le impediría ver el lado negativo de las cosas. Al igual que su nación, exigía que todo el mundo procediese a su manera, puesto que ninguna otra solución parecía posible ante su exuberancia.
«Después de todo – pensó -, no tiene la culpa de ser el verdadero prototipo creado por Dios: «Homo transatlanticus sugrerbus». Y en voz alta, dijo en tono malicioso
– De modo, profesor, que el sol está a punto de viajar de Oeste a Este, ¿no es así?
Hallorsen sonrió, y su sonrisa fue realmente dulce.
– Bueno, señor conservador, supongo que estamos de acuerdo en que la civilización comenzó con la agricultura. Si podemos probar que cultivamos maíz en el continente americano en tiempos lejanos, quizá miles de años antes que el trigo y la cebada de la antigua civilización del Nilo, ¿por qué la corriente no podría deslizarse en sentido contrario?
– Y ¿puede usted probarlo?
– Poseemos de veinte a veinticinco tipos distintos de maíz. Herwdlicha afirma que para diferenciar estos tipos han sido necesarios por lo menos veinte mil años. Esto nos sitúa a la cabeza como padres de la agricultura.
– Pero, desgraciadamente, ninguno de estos tipos de maíz existía en el antiguo continente antes del descubrimiento de América.
– No, señor, y ningún tipo de cereal del viejo mundo existía en América antes de su descubrimiento. Ahora bien, si la cultura del viejo mundo se insinuó al otro lado del Pacífico, ¿por qué no se llevó consigo los cereales?
-
Pero no por eso América podrá decir que ha entregado al resto del mundo la sagrada llama de la civilización, ¿no lo cree usted así?
– Quizá no; pero en este caso hemos de convenir en que ha desarrollado sus propias civilizaciones antiguas mediante su propio descubrimiento de los cereales; y éstos fueron los primeros.
– ¿Cree usted en la teoría de la Atlántida, profesor?
– ~ Algunas veces me recreo con esta idea, señor conservador.
– ¡Bien, bien! ¿Puedo preguntarle si se siente usted satisfecho por el ataque que hizo a mi sobrino?
– Bueno, la verdad es que cuando escribí el libro estaba muy resentido. Su sobrino y yo no nos entendíamos.
– Me parece que esto podría ser suficiente para hacerle dudar a usted de haber sido completamente justo.
– Si retirara mis críticas, no diría lo que realmente pienso.
– ¿Está usted convencido de no tener responsabilidad alguna en el fracaso al no alcanzar su objetivo?
El gigante frunció el ceño con una expresión de perplejidad.
«En todo caso es un hombre honrado», pensó Adrián.
– No veo adónde quiere usted llegar – dijo Hallorsen, lentamente.
– Fue usted quien escogió a mi sobrino, según creo. – Sí, entre otros veinte.
Exactamente. Entonces ¿eligió usted mal? – Desde luego.
– ¿Error de juicio? Hallorsen rió.
– Es usted muy agudo, señor conservador. Pero yo no soy hombre que haga públicas sus propias equivocaciones.
– Lo que usted quería- dijo Adrián secamente – era un hombre con el corazón de piedra; pues bien, debo admitir que no lo encontró usted.
Hallorsen se sonrojó.
– No coincidimos en nuestras apreciaciones, señor. Voy a llevarme mi pequeña colección de cráneos y le agradezco su cortesía.
Pocos minutos después salió.
Adrián se abandonó a una meditación bastante confusa. El individuo era mejor que el recuerdo que de él le quedara. Físicamente, era_ un magnífico ejemplar; mentalmente, no era de despreciar; espiritualmente… bueno, era el típico exponente de un nuevo mundo en donde cada objetivo inmediato es la cosa más importante que existe hasta que es alcanzado, y el alcanzarlo es más importante que los métodos usados para conseguirlo.
«Lástima – pensó – que haya que disputar. No obstante, no tiene razón; uno debería ser más caritativo y no publicar un ataque como el suyo. Demasiado "yo" en el amigo Hallorsen».
Y mientras pensaba todo esto, puso el maxilar dentro de un cajoncito.