Quien hubiese querido escudriñar en el alma de Hilary Cherrell, Vicario de St. Agustine's-in-the Meads, en esa intimidad que se oculta detrás de cada apariencia, de cada palabra pronunciada e incluso de cada gesto humano, habría visto que no creía que su actividad pletórica de fe llevase a parte alguna. Pero tenía el «servir» en la sangre y en los huesos, es decir, el servir como lo hacen los que guían y dirigen. Al igual que un perro «setter» sin amaestrar, que cuando lo llevan de paseo comienza en seguida a seguir el rastro de la caza; al igual que un perro dálmata que, llevado en una cabalgata, sigue inmediatamente las pisadas del caballo; así era innato en el carácter de Hilary, que descendía de aquellas familias que durante muchas generaciones ofrecieron sus hombres al servicio del país, el agotarse guiando, dirigiendo, y trabajando loor la gente que le rodeaba, sin la convicción de que su guía y su ministerio hiciesen algo más que señalar el camino de su propio deber. En una época en la que todo hallábase oscurecido por la duda y en la que la tentación de mofarse de la aristocracia y de la tradición era irresistible, él representaba un orden social educado en la misión de continuar su trabajo, no porque viese en ello un beneficio para los demás o porque intuyese su propio beneficio, sino porque volver la espalda al trabajo era algo comparable con la deserción. Hilary jamás soñaba en justificar a los de su «clase» o en explicar la esclavitud a que su padre el diplomático, su tío el obispo, sus hermanos el soldado, el conservador y el juez (dado que Lionel acababa de obtener su nombramiento) estaban condenados. De ellos, como de sí mismo, pensaba: «¡Duro, y a la cabeza!». Además, cada una de sus actividades tenía alguna ventaja evidente que podía señalar, pero que, en su corazón, pensaba que era como si estuviese grabada sobre papel en vez de estarlo sobre piedra.
Había despachado una complicada correspondencia cuando, a [es nueve y media del día siguiente a la reaparición de Ferse, Adrián entró en su despacho, que estaba en bastante mal estado. únicamente Hilary, entre los numerosos amigos de Adrián, comprendía y apreciaba los sentimientos y la posición de su hermano. Entre ellos no mediaban más que dos años de diferencia; de niños fueron amigos inseparables; ambos eran alpinistas y antes de la guerra estaban acostumbrados a ser compañeros en ascensiones difíciles y en descensos aun más peligrosos; los dos estuvieron en la guerra, Hilary como capellán en Francia y Adrián, que hablaba árabe, como intérprete en Oriente Aparte de todo, tenían un carácter completamente distinto, lo cual resulta favorable para una larga amistad. Entre ellos no hacían falta explicaciones de índole íntima; inmediatamente se constituían en Comité Ejecutivo.
– ¿Qué noticias hay esta mañana? – preguntó Hilary. – Dinny me ha comunicado que todo está tranquilo; pero, más tarde o más temprano, la calma de Ferse se derrumbará debido a la tensión de estar en la misma casa que Diana. Por ahora puede bastarle la sensación de que se halla en su hogar y de que está libre, pero yo no le concedo más de una semana. Ahora voy a la Clínica, pero no creo que sepan más de cuanto sabemos nosotros.
– Perdóname, viejo, pero lo mejor sería que hiciese vida normal con ella.
El rostro de Adrián se contrajo.
– Es superior a las fuerzas humanas, Hilary. La convivencia, absoluta resultaría demasiado cruel. No se le puede pedir eso a una mujer.
– A menos que el pobre diablo se conserve cuerdo
– La decisión no la podemos tomar nosotros, sino ella. No te olvides cuánto sufrió antes de que le encerraran en esa Clínica mental. Deberíamos conseguir que se alejase de su casa, Hilary.
– Sería más sencillo que «ella» buscase un refugio.
– ¿Quién podría ofrecérselo, excepto yo mismo? Lo que, seguramente, a él le haría volver a perder la razón.
– Si pudiese amoldarse a las condiciones de esta casa, podríamos alojarla nosotros – repuso Hilary.
– ¿Y los niños?
– Podríamos arreglarnos de un modo u otro. Pero dejarlo solo y ocioso no le ayudará a mantenerse cuerdo. ¿Está en condiciones de hacer algo?
– Creo que no. Cuatro años de esa clase de vida bastan para destruir a un hombre. Además, ¿quién le daría un empleo? ¡Si pudiese convencerle de que se viniese a vivir conmigo!
– Dinny y la otra muchacha me dijeron que tiene buen aspecto y que habla razonablemente.
– En cierto sentido, sí. A lo mejor, en la clínica nos pueden dar alguna sugerencia.
Hilary cogió el brazo de su hermano.
– Muchacho, es horrible para ti. Pero apuesto a que será menos malo de lo que esperamos. Hablaré con May. Si después de haber visto a los médicos crees conveniente que Diana se refugie aquí…, ofréceselo.
Adrián estrechó la mano de su hermano. – Voy a coger el tren.
Cuando se quedó solo, Hilary permaneció inmóvil, con la frente arrugada. Había visto tantas veces en su vida la inexorabilidad de la Providencia, que ya no la clasificaba como be névola, ni siquiera en sus sermones. Por otra parte, había visto a muchas personas vencer sus desdichas a base de pura tenacidad y a muchas otras, vencidas por sus propias desdichas, adaptarse a ellas bastante bien; por lo tanto, se había convencido de que, por lo general, exagerábase la importancia de la infelicidad, y estaba seguro de que las cosas perdidas eran habitualmente ganadas. Lo importante era seguir adelante sin preocuparse. En ese momento recibió su segunda visita, la de Millicent Pole, – quien, a pesar de haber sido absuelta, perdió su empleo en Petter and Polin's: la declaración de inocencia hecha por la Ley no había borrado el recuerdo de lo sucedido. Llevaba un gracioso traje azul marino y todo su dinero estaba invertido, por decirlo así, en sus medias. Se quedó de pie, aguardando que la catequizaran.
– Bien, Millie, ¿qué tal está tu hermana? – Regresó ayer, señor Cherrell.
– ¿Se hallaba en condiciones de regresar?
– No lo creo, pero me dijo que si no volvía perdería su empleo.
– No veo el motivo.
– Porque si seguía ausente más tiempo hubieran podido pensar que también ella estaba complicada en «aquel» asunto. – Bueno, ¿y tú? ¿Te gustaría ir al campo?
– ¡Oh, no!
Hilary la contempló. Era una muchacha bonita, con una graciosa figura, tobillos finos y una boca dócil. Tenía el absoluto convencimiento de que hubiera debido estar casada.
– ¿Tienes novio, Millie? La muchacha sonrió.
– Lo tengo, pero no en plan formal, señor.
– ¿No lo suficientemente formal para casarse contigo? – Por lo que puedo ver, no tiene ganas de hacerlo. -¿Y tú?
– Yo no tengo prisa.
– Bueno, ¿tienes algún plan?
– Me gustaría… bien, me gustaría hacer de maniquí. – Va. ¿Te ha dado Petters buenas referencias?
– Sí, y me ha dicho que sentía que tuviese que marcharme; pero como los periódicos han hablado tanto, las otras muchachas…
– Sí. Ya sabes, Millie, que fuiste tú quien te metiste en el embrollo. Yo te defendí porque te encontrabas en una posición difícil, pero no estoy ciego. Has de prometerme que no volverás a hacer una cosa semejante, porque es el primer paso hacia la ruina completa.
La muchacha le dio la contestación que él esperaba, es decir, no respondió.
– Voy a llevarte a que veas a mi esposa. Consulta con ella, y si no logras encontrar un empleo como el que tenías, podríamos enseñarte rápidamente lo que es necesario para que consigas un puesto de camarera en un restaurante. ¿No te gustaría?
– Jamás he pensado en ello.
Lo miró, entre tímida y sonriente. «Una chica como ésta debería recibir una dote del Estado; no hay otro modo para protegerla del peligro», pensó Hilary, y dijo
– Dame un apretón de mano, Millie, y recuerda lo que te he dicho: Tu madre y tu padre fueron amigos míos. Tú debes respetar su memoria…
– Sí, señor Cherrell.
«¡Ya lo creo!», pensó Hilary, acompañándola hasta el comedor, al otro extremo del pasillo, donde su mujer estaba trabajando ante la máquina de escribir. Cuando hubo vuelto a su despacho, abrió el cajón del escritorio y se dispuso a luchar con las cuentas, puesto que aún no había tenido ocasión de conocer un lugar donde el dinero tuviese más importancia que en aquel escuálido centro de un mundo cristiano, cuya religión desprecia el dinero.
«Los lirios del campo – pensó – no trabajan, ni tejen, pero desde luego piden limosna. ¿Qué diablos he de hacer para mantener en pie el Instituto hasta fin de año?»
El problema todavía no estaba solucionado, cuando- la doncella le anunció
– El capitán, la señorita Cherrell y la señorita Tasburgh. «¡Caspita! – se dijo -. Ésos no pierden el tiempo.»
No había vuelto a ver a su sobrino desde su regreso de la expedición Hallorsen. Lo afligió la expresión lúgubre y envejecida de su rostro.
– Congratulaciones, muchacho; ayer oí hablar de tus aspiraciones.
– Tío – dijo Dinny -, prepárate a hacer el papel de Salomón.
– La reputación y la sabiduría de Salomón, mi irreverente sobrina, son quizá las más frágiles de toda la historia. Piensa en el número de sus mujeres. Bueno, ¿qué sucede?
– Tío Hilary – explicó Hubert -, he recibido aviso de que probablemente se extenderá contra mí una orden de extradición a causa del mulero que maté. Jean desea que nos casemos en seguida, a pesar de eso…
– Por eso – lo interrumpió Jean.
– Yo creo que es demasiado arriesgado y que no es justo para con ella. Pero hemos convenido en exponerte la situación y sometemos a tu juicio.
– Gracias – murmuró Hilary -. Y, ¿por qué precisamente a mí?
– Porque tú sabes más que nadie, excepto los funcionarios dé policía, tomar rápidamente una decisión – terció Dinny. Hilary hizo una mueca.
– Con tu conocimiento de las Escrituras, Dinny, podías haber recordado el ejemplo de la última gota. ¡Sin embargo…! Miró a Jean, luego a Hubert, y de nuevo a Jean.
– No ganamos nada aguardando – dijo ésta -, porque, en todo caso, si le cogieran a él me iría también yo.
– ¿Lo haría? – Desde luego. – ¿Podrías impedírselo, Hubert?- No, supongo que no.
– Entonces, queridos muchachos, ¿me encuentro frente a un caso de amor fulminante?
Ninguno de los dos le contestó, pero Dinny dijo
– ¡Oh, sin duda; pude verlo en el campo de croquet, en Lippinghall!
Hilary asintió.
– Bueno, éste es un tanto en favor vuestro. A mí me sucedió lo mismo y jamás tuve que arrepentirme de ello. ¿Es realmente probable tu extradición, Hubert
– No – contestó Jean.
– ¿Tú que dices, Hubert?
– No lo sé. Papá está preocupado, pero varias personas hacen lo que pueden. Tengo esta cicatriz, ¿sabes? – y se subió la manga.
Hilary movió la cabeza – Es una suerte.
Hubert hizo una mueca. Con aquel clima infernal no había sido precisamente una suerte.
– ¿Ya has conseguido el permiso? – Afín no.
– Cuando te lo concedan, os casaré. – ¿De veras?
– Sí. Puede que me equivoque, pero no lo creo.
– No se equivoca usted – aseguró Jean, cogiéndole una mano -. ¿Le irá bien mañana por la tarde, a las dos, señor Cherrell?
– Déjeme mirar mis notas. – Echó un vistazo y asintió. – ¡Estupendo! – gritó Jean -. Ahora Hubert y yo iremos a recoger el permiso.
– Te estoy sumamente agradecido, tío – repuso Hubert -, si crees realmente que no es hacer las cosas con los pies.
– Querido muchacho – dijo Hilary -, dado que piensas unirte a una muchacha como Jean, debes esperarte cosas de este tipo. Aurevoir. ¡Que Dios os bendiga!
Cuando hubieron salido, se volvió hacia Dinny.
– Estoy muy conmovido, Dinny. Ha sido un cumplido encantador. ¿Quién ha pensado en ello?
– Jean.
– Entonces o es una buena conocedora de caracteres o no los conoce en absoluto. No sé a qué atenerme. Pero desde luego el trabajo se ha hecho rápidamente. Eran las diez y cinco cuando habéis entrado y ahora son las diez y catorce. No sé si alguna vez he dispuesto de la vida de dos personas en menos tiempo. Los Tasburgh no tienen graves defectos, ¿verdad?
– No. Simplemente parecen un poco precipitados.
– En resumidas cuentas, me agrada que sean precipitados. Por lo general eso indica un buen fondo.
– Tienen el sabor de Zeebruggee.
– ¡Ah! Jean tiene un hermano marino, ¿verdad? Dinny parpadeó.
– ¿Y…?
– Yo no soy precipitada, tío. – ¿Sostenedora y cargadora? – Sobre todo sostenedora: Hilary miró afectuosamente a su sobrina y sonrió
– Ojos azules, ojos sinceros. Acabaré casándote yo, Dinny. Ahora dispénsame. He de ver a un hombre que se ha enredado con el sistema de pago a plazos. No puede salirse del lío. Está nadando como un perro en un lago de riberas demasiado altas. Por lo demás, la muchacha que viste el otro día en el Tribunal está aquí con tu tía. ¿Quieres interesarte por ella? Me temo que es lo que se llama un problema insoluble, lo que en otras palabras significa un ejemplo de la humana naturaleza. Prueba a resolverlo.
– Me gustaría mucho, pero no estoy segura de que ella piense lo mismo.
– No lo sé. De muchacha a muchacha lograrías que te dijera una porción de cosas y no me extrañaría si muchas de ellas fuesen malas. Esto es cinismo – añadió -, pero de vez en cuando el cinismo es un alivio.
– Debe serlo, tío.
– Es en esto donde los católicos romanos tienen una ventaja sobre nosotros. Bueno, adiós, Dinny. Nos veremos mañana por la tarde durante la ceremonia.
– Cerró bajo llave sus cuentas y la siguió hasta el vestíbulo. Al abrir la puerta del comedor, dijo
– Amor mío, aquí tienes a Dinny. Estaré de vuelta a la hora del almuerzo – y se marchó, sin ponerse el sombrero.