CAPÍTULO X

Sentada entre Hallorsen y el joven Tasburgh, Dinny veía oblicuamente a su tía y a lord Saxenden, al extremo de la mesa, y a Jean Tasburgh cerca del ángulo, a su derecha. Era un magnífico leopardo. La piel leonada, las facciones irregulares, los ojos maravillosos de la joven, la fascinaban. Parecían fascinar también a lord Saxenden, cuyo rostro estaba más colorado y más genial de cuanto Dinny hubiera visto hasta entonces. Sus atenciones para con Jean, efectivamente, obligaban a lady Mont a contentarse con la conversación deshilvanada de Wilfred Bentworth. Porque el Squire, a pesar de ser un personaje mucho más distinguido, demasiado distinguido para aceptar el título de Par, estaba, de acuerdo con las leyes de la precedencia, sentado a su izquierda. A su lado, Fleur acaparaba la atención de Hallorsen, de modo que Dinny se hallaba expuesta al bombardeo del joven Tasburgh. Este hablaba con soltura y franqueza, como un hombre aún no encallecido por el trato con mujeres, y manifestaba lo que Dinny definía como «una admiración transparente». No obstante, quedó sumida por lo menos dos veces en lo que él describió como un «medio ensueño», con el rostro inmóvil y ligeramente ladeado mirando a la hermana del joven.

– ¡Ah! – dijo él -. ¿Qué piensa usted de ella? – Que es fascinadora.

– Aunque se lo diga, no cambiará en lo más mínimo. Es la muchacha más positiva de la tierra. Parece sentirse bastante atraída por su vecino. ¿Quién es?

– Lord Saxenden.

¡Oh! ¿Y quién es el John Bull de la esquina de nuestro lado?

– Wilfred Bentworth. Todos le llaman el «Squire». – ¿Y el que habla con la mujer de Michael?

– El profesor Hallorsen. – Buen mozo.

– Eso dicen – contestó Dinny, secamente. – ¿No lo cree usted así?

– Un hombre no debería ser tan guapo. – Me alegro de oírselo decir.

– ¿Por qué?

– Porque así, también los feos podrán tener alguna ocasión.

– ¡Oh! ¿Usted las busca a menudo?

– ¿Sabe?, estoy terriblemente contento de haberla encontrado finalmente a usted.

– ¿Finalmente? ¡Pero si jamás había oído hablar de mí hasta esta mañana!

– No. Pero eso no impide que sea usted mi ideal.

– ¡Dios me ampare! ¿Es éste el modo de proceder que tienen en la Marina?

– Sí. La primera cosa que nos enseñan es a tomar rápidamente nuestras decisiones.

– Señor Tasburgh… – Alan.

– Comienzo a comprender eso de «en cada puerto un amor».

– Yo -repuso Tasburgh con seriedad – no tengo ni uno. Usted es la primera mujer que he deseado.

– ¡Uh! o quizá será mejor decir ¡cucú!

– ¡Es un hecho! Compréndame, la Marina es muy activa. Cuando vemos lo que queremos, hemos de cogerlo en seguida. ¡Se nos presentan tan pocas oportunidades!

Dinny río.

– ¿Cuántos años tiene usted? – Veintiocho.

– ¿Entonces no estuvo en Zeebrugge?

– Estuve

– Entiendo. Por lo visto, lanzarse al asalto se ha vuelto para usted una costumbre.

– Aun a riesgo de hacerlo saltar todo por los aires. Lo miró con una expresión de afabilidad.

– Ahora tengo que hablar con mi enemigo. – ¿Enemigo? ¿Puedo ayudarla en algo?

– Si no logro lo que deseo, su muerte no sería ninguna ventaja.

– Lo siento. Me parece un hombre peligroso.

– Atienda a la señora Charles; le espera – murmuró Dinny. Y se volvió hacia Hallorsen.

– Señorita Cherrell… – dijo éste con deferencia, como si ella acabase de caer de la luna.

– He oído decir que ha disparado usted de un modo asombroso.

– ¡Bueno! No estoy acostumbrado a esperar que los pájaros le rueguen al cazador que tire, como lo hacen aquí. A lo mejor, con el tiempo, llegaré a habituarme, pero por el momento lo considero una experiencia completamente nueva.

– ¿Le ha parecido hermoso el jardín?

– Desde luego – exclamó -. Estar en la misma casa que usted es un privilegio que aprecio profundamente, señorita Cherrell.

«¡Cañones a mi derecha, cañones a mi izquierda!» – reflexionó Dinny.

– ¿Ha estado usted pensando -preguntó repentinamente,- qué podrá hacer con respecto al asunto de mi hermano

Hallorsen bajó la voz.

– Siento una gran admiración hacia usted, señorita Cherrell, y haré lo que usted me diga. Si lo desea, enviaré una carta a los periódicos retirando las observaciones hechas en mi libro.

– ¿Y qué quiere a cambio de eso, profesor Hallorsen? – Bueno… nada más que su benevolencia.

– Mi hermano me ha entregado su Diario para que lo haga publicar.

– Si eso puede servirle de consuelo… hágalo.

– Me pregunto si ustedes dos intentaron alguna vez comprenderse.

– Creo que no.

– Sin embargo, eran sólo cuatro hombres blancos, ¿no es así? ¿Puedo preguntarle qué había en mi hermano que le irritaba a usted?

– De decírselo, me guardaría usted rencor. – ¡Oh, no! «Puedo» ser imparcial.

– Bien, ante todo encontré que ya había decidido demasiadas cosas y que no quería cambiar de parecer. Estábamos en un país que ninguno de nosotros conocía, entre mestizos y gente casi incivilizada, pero el capitán Cherrell pretendía que se hicieran las cosas como las habrían hecho aquí, en Inglaterra. Quería que se establecieran unos reglamentos y que éstos fueran observados. Y estoy seguro que, de habérselo permitido, se hubiese cambiado de traje para cenar.

– Creo que debe usted recordar – lo interrumpió Dinny -, que los ingleses hemos encontrado ventajas por doquier gracias a nuestra norma de observar las formalidades. Alcanzamos nuestros fines en cualquier parte, por salvaje que sea, porque siempre nos mantenemos ingleses. Leyendo el Diario, se me antoja que mi hermano fracasó por no ser lo suficientemente estúpido.

– Desde luego, no es el típico John Bull – dijo él, indicando con un signo de la cabeza el extremo de la mesa-, como lord Saxenden y el señor Bentworth. Quizá, de ser así, le hubiese comprendido mejor. No; es muy sensible y está sometido a una disciplina de hierro. Sus emociones lo roen interiormente. Se parece a un caballo de carreras enganchado a un coche de punto. Me figuro, señorita Cherrell, que la suya es una familia muy antigua.

– Aún no ha llegado a la senectud.

Vio que su mirada se posaba sobre su tío Adrián, pasando luego a su tía Wilmet y de ésta a lady Mont.

– Me gustaría discutir sobre las viejas familias con su tío, el conservador.

– ¿Qué más le parecía desagradable en, mi hermano?

– Bueno, me daba la sensación de que yo era un hombre muy tosco.

Dinny frunció el entrecejo.

– Estábamos en un país infernal, si usted me permite la expresión – continu6 Hallorsen -, un país de materia bruta. En realidad, yo mismo era materia bruta. Tenía que encontrarme con otra materia bruta y vencerla; y esto era lo que él no quería ser.

– Quizá no podía. ¿No cree usted que el verdadero mal estriba en que usted es americano y él inglés? Confiese, profesor, que los ingleses no le gustamos.

Hallorsen rió

– «Usted» me gusta terriblemente. – Gracias, pero cada regla…

El rostro de Hallorsen se endureció.

– Bien – dijo -, no me agrada que alguien se atribuya tina superioridad en la que no creo.

– Pero, ¿acaso tenemos el monopolio de eso? ¿Y los franceses?

– De ser un orangután, señorita Cherrell, me importaría un bledo que un chimpancé se creyese superior a mí.

– Creo entender que usted alude a que hay excesiva distancia. Pero, perdone, profesor, ¿y ustedes? ¿No son el pueblo predestinado? ¿No lo dicen así a menudo? ¿Y acaso se cambiarían con cualquier otro pueblo?

– Decididamente, no

– ¿Y no es eso atribuirse una superioridad en la que «nosotros» no creemos?

Hallorsen volvió a reír.

– Me ha puesto usted en una situación embarazosa; pera no hemos tocado el nudo de la cuestión. En cada hombre existe un «snob». Nosotros somos un pueblo nuevo; no poseemos sus raíces ni sus antigüedades; no tenemos la costumbre de darnos por supuestos; somos demasiado múltiples y varios en suma, aún nos hemos de formar. Pero, aun así, tenemos muchas cosas que podrían despertar la envidia de ustedes, aparte de nuestros dólares y de nuestros cuartos de baño.

– ¿Qué podríamos envidiarles? Me gustaría mucho ver claro en esta cuestión.

– Señorita Cherrell, nosotros sabemos que poseemos cualidades y energías, fe y circunstancias favorables que, en realidad, tendrían que envidiamos y, cuando no lo hacen, juzgamos inútil adoptar una actitud de superioridad y arrogancia. $s como si un hombre de sesenta años mirara de arriba abajo a un joven de treinta; no hay error más condenado que éste. Y perdone la expresión.

Dinny lo miraba, silenciosa e impresionada.

Ustedes, los ingleses, nos irritan – continuó Hallorsen – porque han perdido el afán investigador y, si lo conservan todavía, la verdad es que tienen un modo muy elegante de ocultarlo. Supongo que existen muchas cosas con las que les irritamos. Pero nosotros les irritamos la epidermis, mientras que ustedes nos irritan los centros nerviosos. Eso es todo, señorita Cherrell.

– He comprendido – dijo Dinny -. Esto es sumamente interesante y me atrevería a decir que verdadero. Mi tía se está levantando, así que tendré que alejar mi epidermis y dejar que sus centros nerviosos se calmen. – Se levantó y, volviendo la cabeza, le dirigió una sonrisa.

El joven Tasburgh estaba cerca de la puerta y ella le sonrió también a él, murmurándole

– Vaya a charlar con mi amigo-enemigo. Vale la pena.

Al llegar a la salita buscó a la «leoparda», pero en su conversación ambas se sintieron obligadas a esconder la mutua admiración que ninguna de las dos deseaba demostrar. Jean Tasburgh tenía sólo veintiún años, pero a Dinny le daba la sensación de que era mayor que ella. Su conocimiento de las cosas y de las personas parecía preciso y decidido, quizá profundo; su opinión sobre todos los temas de que hablaban estaba ya formada. «En un momento de crisis -pensó Dinny -, o encontrándose entre la espada y la pared, sería una mujer maravillosa, conservaría la fe en su propio partido, pero dictaría la ley en cualquier ambiente en que se hallara.» Pero al lado de esa dura eficiencia, Dinny percibía claramente un hechizo extraño, casi felino, con el que, de quererlo, hubiese hecho perder la cabeza a cualquier hombre. ¡Hubert sucumbiría en seguida ante ella!

Llegada a esta conclusión, dudó si debía deseárselo.

Esta era la mujer que hacía falta para proporcionarle a su hermano la rápida distracción que necesitaba. Pero ¿era él lo bastante fuerte y vivo para hacerle frente? ¿Y si se enamoraba de ella, y ella no quería saber nada de él? O, suponiendo que ella se enamorara de él, ¿lo querría todo para sí? Luego había la cuestión dinero. ¿De qué vivirían si Hubert no recibía ningún cargo o si tenía que presentar su dimisión? Sin el sueldo no tendría más que trescientas libras al año y la muchacha probablemente no poseía-nada. Era una situación terrible. Si Hubert podía seguir en la carrera militar, no necesitaría distracciones. Si continuaba suspendido, necesitaba distracciones, pero 'no podía ofrecérselas. Sin embargo, ¿no era ésta, precisamente, la muchacha que, en cierto modo, haría la carrera del hombre con quien se casara?

Entre tanto, hablaban de cuadros italianos.

– A propósito – dijo Jean repentinamente -, lord Saxeden me ha dicho que quería usted que él le hiciese un favor.- ¡Oh!

¿De qué se trata? Dígamelo usted. Quizá pueda intervenir yo.

Dinny sonrió. – ¿Cómo? Jean la miró, con los párpados entornados. – Será muy fácil. ¿Qué desea usted de él?

– Quiero que mi hermano pueda volver a su regimiento o, mejor dicho, que le den algún cargo. Está en apuros a causa de la expedición que hizo a Bolivia con el profesor Hallorsen.

– ¿Se refiere al americano? ¿Ha sido por eso que le ha hecho invitar?

Dinny se daba cuenta de que pronto se sentiría como desnuda.

– Si quiere que sea franca, sí. – Es un hombre bien parecido. – Eso mismo ha dicho su hermano.

– Alan es la persona más generosa del mundo. Se ha enamorado de usted.

– Sí, ya me lo ha dicho.

– Es un muchacho ingenuo. Pero dejemos eso. ¿Quiere realmente que hable con lord Saxenden?

– ¿Por qué quiere tomarse esa molestia?

– Me gusta meterme en todo. Déme libertad de acción y yo le procuraré ese nombramiento.

– Sé de fuente segura – dijo Dinny – que lord Saxenden es duro de pelar.

Jean se-estiró.

– ¿Se parece a usted su hermano Hubert?

– En absoluto. Es moreno y tiene los ojos negros.

– Ya sabrá usted que hace mucho tiempo nuestras familias emparentaron gracias a un matrimonio. ¿Le interesan a usted las teorías de la herencia? Yo me dedico a la cría de airedales y no creo más que en la teoría de la diferenciación entre el macho y la hembra. La prepotencia puede transmitirse a través del macho o de la hembra a cualquier punto del «pedigree».

– Puede ser, pero, aparte el barniz amarillo, mi padre y mi hermano se parecen extraordinariamente al más antiguo retrato de antepasado varón que poseemos.

– Bueno, nosotros tenemos a una tal Fitzherbert, que en 1547 se casó con un Tasburgh y, excepción hecha de la lechuguilla, es mi vivo retrato. Incluso tiene mis manos.

La muchacha tendió ante Dinny dos manos largas y morenas, crispándolas ligeramente.

– Un signo característico – continuó – puede volver a aparecer después que varias generaciones han parecido perderlo. Es sumamente interesante. Me gustaría ver si su hermano es tan distinto de usted.

Dinny sonrió

– Le escribiré para que venga a buscarme con el coche. Es posible que no le encuentre usted digno de sus lisonjas. En ese momento entraron los hombres.

– Todos tienen aspecto de decir: «Deseo sentarme al lado de una. Mujer.» ¿Y por qué razón? Los hombres son cómicos después de las comidas – murmuró Dinny.

La voz de sir Lawrence rompió el silencio

– Saxenden, ¿ quiere usted unirse al Squire para hacer un bridge»?

Ante estas palabras, tía Wilmet y lady Henrietta se levantaron automáticamente del sofá en que estaban tranquilamente sentadas manteniendo cada una su propia opinión, y se acercaron al punto en donde continuarían la cuestión por todo el resto de la velada. Lord Saxenden y el Squire las siguieron de cerca.

Jean Tasburgh hizo una mueca.

– ¿No le parece ver al «bridge» pegarse a la gente como un hongo?

– ¿Otra mesa? – propuso sir Lawrence -. ¿Adrián? No. ¿Profesor?

– Creo que no, sir Lawrence.

– Fleur, ¿por qué no jugamos tú y yo contra Em y Char les? Vamos. Terminaremos pronto.

– Pero no puede verle pegarse a tío Lawrence – murmuró Dinny -. ¡Oh! ¡Profesor! ¿Conoce usted a la señorita Tasburgh?

Hallorsen se inclinó.

– Hace una noche maravillosa – observó el joven Tasburgh, dirigiéndose a Dinny -. ¿No podríamos salir fuera? – Michael – dijo Jean, levantándose -. Salgamos.

La definición de la noche era exacta. El follaje de las encinas y de los olivos se enlazaba inmóvil en el aire obscuro; las estrellas brillaban como diamantes y no había escarcha; las flores sólo tenían colores si se las miraba de cerca; oíase algún ligero rumor solitario: el grito de un mochuelo, procedente de algún lugar cercano al río, y el zumbido de un escarabajo volador. El aire era tibio y la casa iluminada asomaba vagamente entre los cipreses de copas recortadas. Dinny y el marino caminaban delante.

– Esta es una de las noches en las que se ve algo de la obra de Dios. Mi padre es un hombre bueno como el pan, pero sus funciones son tales que bastan para matar cualquier creencia. ¿Tiene usted alguna fe?

– ¿En Dios? ---preguntó Dinny -. Sí, pero sin saber por qué.

– ¿No encuentra usted que es imposible pensar en Dios, sin estar al descubierto y a solas?

– También en la iglesia he sentido emoción alguna vez. -y Yo creo que es necesario algo más que emoción. En mi opinión, se necesita comprender la infinita creación que se cumple en la paz infinita. El movimiento perpetuo y ,1g perpetua tranquilidad a un mismo tiempo. Ese americano me parece un buen muchacho.

¿Han hablado del cariño entre primos?

– He guardado esta conversación para usted. Tuvimos un mismo tatara-tatara-tatarabuelo bajo el reinado de Ana. En casa tenemos su retrato. Es un hombre terrible, cubierto con una peluca. Pero el hecho es que usted y yo somos primos. Por lo tanto, el amor sigue de cerca.

– ¿De veras? La sangre es una espada de doble filo. Pone en lid las diferencias.

– ¿Piensa usted en los americanos?

– Dinny asintió.

– De todos modos- dijo el marino -, no tengo la menor duda de que, encontrándome en una pelea, preferiría tener conmigo a un americano que no a cualquier otro extranjero. Y puedo decir que en la Armada todos pensamos lo mismo.

– ¿No será porque hablamos el mismo idioma?

– No. Es por las características y los puntos de vista que tenemos en común.

– Pero eso puede decirse tan sólo de los americanos de origen británico, ¿no es así?

– Siempre son esos americanos los que cuentan, sobre todo si con ellos se hallan comprendidos los otros de origen holandés y escandinavo, como es el caso de Hallorsen. También nosotros tenemos mucha de esta sangre.

.-. En tal caso, ¿por qué no incluir también a los americanos de origen alemán?

Podría hacerse hasta cierto punto. Pero considere la forma de la cabeza alemana. En fin de cuentas, los, alemanes son europeos centrales u orientales.

– Tendría usted que hablar con mi tío Adrián. – ¿Es ese alto, con perilla? Su cara me agrada.

– Es simpatiquísimo – dijo Dinny -. Hemos perdido a los' demás y comienzo a notar la escarcha.

– Un momento, por favor. Cuando le he hablado durante la cena lo he hecho perfectamente en serio. Usted, «es» mi ideal, y espero que me permitirá usted lograrlo.

Dinny hizo una reverencia.

– Joven sir, usted me halaga. Pero – continuó sonrojándose ligeramente -, quisiera indicarle que ejerce usted una noble profesión…

– ¿Jamás habla usted en serio?

– Rara vez, particularmente si me encuentro bajo la escarcha.

El le cogió la mano.

– Bien, algún día lo hará usted, y yo seré la causa de ello. Aflojando ligeramente la presión de la mano, Dinny retiró la suya y continuó caminando.

– Hermosa primita – dijo Tasburgh -, pensaré en usted día y noche. No hace falta que se moleste en contestar.

Y abrió la puerta vidriera.

Cicely Mushkham estaba sentada al piano y Michael se hallaba detrás de ella.

Dinny se le acercó.

– Michael, voy a ir a la salita de Fleur. ¿Podrías indicársela a lord Saxenden? Si a las doce no hubiera venido, me iré a acostar. He de escoger los párrafos que quiero leer.

– Está bien, Dinny. ¡Buena suerte!

Dinny fue a buscar el Diario, abrió la ventana de la salita y se sentó para hacer su selección. Eran las diez y media; ningún ruido venía a molestarla. Escogió seis trozos bastante largos, que parecían poner en evidencia la imposibilidad de la misión que le fue confiada a su hermano. Luego encendió un cigarrillo y apoyó la cabeza contra el alféizar de la ventana. La noche no era menos maravillosa que antes, pero sus sensaciones eran' más profundas. ¿El movimiento perpetuo en el perpetuo silencio? Si Dios se identificaba con esto, era de poca ayuda inmediata a los mortales, pero, ¿por qué había de serlo? Cuando la liebre herida por Saxenden emitió aquellos chillidos, ¿Dios la había escuchado? Y de ser así, ¿no habría sentido un escalofrío? Cuando Tasburgh le estrechó la mano en el jardín, ¿lo había visto y se había sonreído? Cuando Hubert yacía presa de la fiebre, escuchando el grito del somormujo, ¿había IR1 enviado un ángel para proporcionarle quinina? Cuando, dentro de billones de años, aquella estrella que brillaba allá arriba se apagase, ¿se lo anotaría en el puño de la camisa? Los millones de millones de hojas y de briznas de hierba que formaban la substancia de la obscuridad allá abajo, y los millones de millones de estrellas que le permitían ver en aquella obscuridad, todo era el resultado de un perpetuo movimiento en una quietud sin fin, todo era parte de Dios. Y ella misma, y el humo de su cigarrillo; el jazmín que estaba debajo de la ventana y cuyo olor era invisible, y el trabajo de su cerebro al decidir que no era amarillo; y el perro que ladraba tan lejos que el ruido era como un hilo por el que podía asirse la trama del silencio; todo, todo estaba dotado con el remoto, infinito, invasor, incomprensible designio de Dios.

Se estremeció y retiró la cabeza. Tomó asiento en un sillón y, con el Diario sobre las rodillas, echó una mirada a la habitación.

El buen gusto de Fleur la había suavizado. Los colores de la alfombra eran delicados, y la luz dulcemente difuminada por las pantallas caía sobre su traje verdemar y sobre sus manos posadas encima del Diario. El largo día la había fatigado. Se recostó y miró con somnolencia el friso de cupidos de terracota con los que una anterior lady Mont hiciera adornar la habitación. Extrañas criaturitas regordetas, atadas a distancias regulares con cadenas de rosas. A ella se le antojaban condenadas al eterno examen del dorso del compañero que tenían delante. La caza de las rosadas horas, de las rosadas…

Sus párpados se cerraron y la boca se le entreabrió: se había dormido. Y la luz discreta, al acariciar su rostro, sus cabellos y su cuello revelaba su abandono en el sueño, su impúdica delicadeza, semejante a la de las italianas, tan inglesas en apariencia, pintadas por Botticelli; jugueteaba alrededor de los labios, por los que vagaba una sonrisa; y las pestañas, algo más obscuras que los cabellos, palpitaban dulcemente sobre las mejillas, que parecían tener una especie de transparencia; bajo el efecto de los ensueños, su nariz temblaba y se fruncía, como si estuviera burlándose de su propia forma. Parecía que una ligera distorsión sería suficiente para separar del blanco tallo del cuello aquel rostro levantado hacia lo alto.

Irguió la cabeza, sobresaltada. El que había sido «Snubby Bantham» estaba en el centro de la habitación, contemplándola con una mirada azul, dura e inmóvil.

– ¡Lo siento! – dijo -. ¡Lo siento! Estaba usted sumida en un agradable sueñecito.

– Soñaba con las tartas de Navidad – contestó Dinny -. Ha sido usted realmente amable viniendo aquí a estas horas de la noche.

– Son las once. Supongo que no me entretendrá usted mucho rato. ¿Le molesta si enciendo la pipa?

Se sentó en el sofá, frente a ella, y comenzó a llenar la pipa. Mostraba el aire de alguien que tiene prisa y desea reservarse sus opiniones. En ese momento Dinny comprendía mejor que nunca el proceso de los asuntos políticos.

«Naturalmente -pensó -, da su "quo" y no: ve su "quid". ¡Este es el resultado de Jean!» No hubiera confesado si sentía hacia la «leoparda» gratitud o bien una especie de celos por haber distraído de ella el interés de lord Saxenden. A pesar de todo, su corazón latía violentamente; con voz rápida y decidida comenzó a leer. Leyó por entero tres de los trozos escogidos y solamente entonces lo miró. Excepto los labios, su rostro podía parecer de madera policromada. Sus ojos la miraban ora con expresión curiosa, ora con ligera hostilidad, como si estuviese pensando: «Esta joven intenta conmoverme. Es muy tarde.»

Sintiendo aumentar su repugnancia por la tarea que se había impuesto, Dinny continuó apresuradamente. El cuarto trozo lo consideraba el más penoso, y cuando llegó al final la voz le temblaba.

– Esto es algo exagerado – dijo lord Saxenden -. Usted ya sabe que las mulas no tienen sentimientos. Son extraordinariamente brutas.

El temperamento de Dinny se sublevó: no lo volvería a mirar. Continuó leyendo. Durante la lectura de aquel torturado relato, al escuchar el sonido de su propia voz acabó por olvidarse de sí misma. Terminó sin aliento, temblando por el esfuerzo efectuado al dominar la voz. 1ord Saxenden tenía la barbilla apoyada en una mano. Dormía.

Se levantó mirándole como poco antes él la había mirado. Por un momento estuvo a punto de apartarle de un tirón la mano que le sostenía la barbilla, pero su sentido del humor la salvó. Mirándolo de un modo parecido al que Venus mira a Marte en el cuadro de Botticelli, cogió un pedazo de papel del escritorio de Fleur y escribió: «Estoy muy apenada por haberle agotado. Buenas noches.» Con infinitas precauciones, se lo depositó sobre la rodilla. Enrollando el Diario, se dirigió de puntillas hacia la puerta, la abrió y se volvió para mirar lord Saxenden emitía ligeros ruidos que pronto se convertirían en ronquidos. «Uno apela a sus sentimientos y él se duerme -pensó -. Así es exactamente cómo debió ganar la guerra.» Al volverse se encontró cara a cara con el profesor Hallorsen.

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