El obispo de Porthminster estaba en la agonía; se mandó llamar a cuatro sobrinos, dos sobrinas y al marido de una de ellas. Se temía que no llegara al amanecer.
El hombre que a mediados del pasado siglo había sido «Cuffs» [1] Cherrell (porque así es como se pronunciaba el nombre Charwell) para sus condiscípulos de Harrow y Cambridge, el reverendo Cuthbert Cherrell en las dos parroquias que regentara en Londres, el canónigo Cherrell en los tiempos de su celebridad como predicador, y Cuthbert Porthminster durante los últimos dieciocho años, no se había casado. Había vivido ochenta y dos años y durante cincuenta y cinco, pues fue ordenado más bien tarde, había representado a Dios en algunas regiones de la tierra. Este hecho, unido a la disciplina impuesta a sus instintos naturales desde los veintiséis años de edad, había conferido a su rostro una expresión de reprimida dignidad que, sí aproximarse la muerte, permanecía inalterada. El obispo aguardaba la muerte con un sentido casi humorístico, a juzgar por la curva de sus cejas y por el tono con que dijo a su enfermera, a pesar de estar extremadamente débil
– Mañana podrá usted dormir tranquila, enfermera. Seré Puntual. No tendré qué ponerme los ornamentos sacerdotales. Entre todos los obispos, él era quien llevaba los ornamentos con mayor dignidad; era el más distinguido en el rostro y en el porte; y en aquel momento, conservando hasta el final el aire de elegancia refinada que le valiera el apodo de (Cuffs), yacía inmóvil con los grises cabellos bien cepillados y el rostro como de marfil. Hacía tanto tiempo que era obispo, que ya nadie sabía lo que pensaba de la muerte o de cualquier otra cosa; – tan sólo se conocían sus opiniones sobre el ritual, a cuyos cambios eventuales se habla opuesto siempre con denuedo. El ceremonial de la vida había formado una especie de incrustación sobre la reticencia natural de quien jamás había tenido la costumbre de expresar sus propios sentimientos, al igual que el tejido de un ornamento queda oculto por los bordados y las piedras preciosas.
El obispo yacía en una habitación de ventanales góticos, una habitación de asceta en una casa del siglo XVII, arrimada a la catedral, cuyo olor de antigüedad quedaba imperfectamente suavizado por el aire de septiembre que en ella se introducía. La única nota de color la ofrecían unos cuantos jacintos colocados en un jarrón situado sobre el antepecho de la ventana. La enfermera se había dado cuenta de que los ojos del enfermo raramente los abandonaban, salvo para cerrarse de vez en cuando. A las seis, aproximadamente, le informaron que había llegado toda la familia de su hermano mayor, muerto hacía muchos años.
– ¡Ah! Procure que estén cómodos. Me gustaría ver a Adrián.
Cuando una hora más tarde volvió a abrir los ojos, éstos se posaron sobre su sobrino Adrián, que se hallaba sentado al pie del lecho. Durante algunos momentos contempló con una especie de desmayado estupor la cara llena de arrugas y la cabeza cubierta de cabellos canosos, como si encontrara a su sobrino más viejo de lo que esperaba. Luego, levantando las cejas, y con el mismo tono de velado humorismo en la voz débil, dijo
– ¡Mi querido Adrián! ¡Qué bueno has sido! ¿Quieres acercarte un poco más? No tengo muchas fuerzas, pero las pocas que me quedan quisiera usarlas en beneficio tuyo, aunque quizá tú pienses lo contrario. De hablar, debo hacerlo con toda franqueza. No eres un eclesiástico y, por consiguiente, lo que he de decir lo diré como el hombre de mundo que fui en otro tiempo y que quizá siempre he sido. He oído decir que estás enamorado de una señora que no está en condiciones de poder casarse contigo. ¿Es verdad eso?
El rostro de su sobrino, bueno y arrugado, expresaba dulcemente su pesar.
– Sí, tío Cuthbert, es verdad. Siento mucho que esto le disguste.
– ¿Es mutuo ese afecto?
Su sobrino se encogió de hombros.
– Mi querido Adrián, los juicios del mundo han cambiado desde los tiempos de mi juventud, pero todavía persiste una aureola alrededor del matrimonio. No obstante, éste es un asunto que atañe a tu conciencia. Yo quería hablarte de otra cosa. Dame un poco de agua.
Bebió del vaso que su sobrino le acercó a los labios y, más débilmente aún, continuó
– Después de la muerte de tu padre, he estado para todos vosotros in loco Parentis, y supongo que he sido el principal depositario de las muchas tradiciones inherentes a nuestro nombre. Quería decirte que la historia de nuestro nombre es muy larga y muy honorable. Cierto sentido del deber es todo cuanto ahora se deja en herencia a las familias antiguas; lo que algunas veces es excusable en un joven, no lo es en un hombre maduro y de posición importante, como es tu caso. Sentiría abandonar esta vida sabiendo que nuestro nombre puede resultar motivo de escándalo o bien objeto de mofa. Perdona esta intromisión en tus asuntos privados y, ahora, déjame que os diga adiós a todos. Si quieres llevarles a los demás mi bendición, aun cuando me temo que valga muy poco, me será menos fatigoso. ¡Adiós, mi querido Adrián, adiós!
La voz volvióse un murmullo. El enfermo cerró los ojos y Adrián, alto y un poco encorvado, permaneció un momento de pie mirando aquel rostro céreo y como esculpido. Después ganó silenciosamente la puerta, la abrió despacio y salió con el semblante entristecido.
La enfermera entró de nuevo. Los labios del obispo se movían y, de vez en cuando, su entrecejo se contraía dolorosamente. Pero habló tan sólo en una ocasión.
– Me agradaría que se cuidase usted por última vez dé ver si mi cuello está arrugado y si tengo los dientes en su sitio. Perdone estos detalles, pero no quisiera ofender a la vista…
Adrián bajó a la habitación revestida de madera donde la familia le aguardaba.
– Está agonizando. Os envía su bendición.
Sir Conway se aclaró la garganta. Hilary apretó el brazo de Adrián. Lionel se dirigió hacia la ventana. Emily Mont sacó un minúsculo pañuelo y con la otra mano cogió la de sir Lawrence. Solamente Wilmet preguntó
– ¿Qué aspecto tiene, Adrián?
– r Parece el espectro de un guerrero tendido encima de su escudo.
Sir Conway volvió a carraspear.
– ¡Gran viejo! – exclamó sir Lawrence, en voz queda.
– ¡Ah! – dijo Adrián.
Permanecían silenciosos, sentados o en pie, en el inevitable desconsuelo de una casa visitada por la muerte. Fue servido el té, pero, como por un tácito convenio, nadie lo tomó. Y, repentinamente, la campana dobló a muerto. Las siete personas que se hallaban reunidas en la habitación levantaron la vista. Sus miradas se encontraron y se cruzaron, como para fijarse en algo que estaba y a la vez no estaba presente.
Desde el umbral, una voz dijo: – Si desean ustedes verle…
Sir Conway, el más anciano, siguió al vicario del obispo. Los otros se fueron tras él.
En su estrecha cama situada en el centro de la pared, frente a los ventanales góticos, el obispo yacía blanco, rígido y mostrando la dignidad propia de la muerte. Hacía más honor a su dignidad eclesiástica de lo que quizá había hecho en vida. Ninguno de los presentes, ni siquiera su vicario, sabía si Cuthbert Porthminster había tenido realmente fe en otra cosa que en la dignidad temporal de la iglesia, tan fielmente servida. En aquel momento le consideraban con las diferentes sensaciones que la muerte produce en los diversos temperamentos y con un solo sentimiento común: el placer estético causado por la visión de una memorable dignidad.
Conway – el general sir Conway Cherrell – había sido testigo de muchas muertes. Estaba en pie, con las manos cruzadas sobre el pecho, como si se hallase de nuevo en la escuela militar de Sandhurst en la posición de «descansen». Tenía las sienes estrechas y, a pesar de ser un soldado, un rostro ascético; las mejillas bronceadas y surcadas de arrugas se extendían desde los anchos pómulos hasta la punta de una fuerte barbilla; los ojos eran negros y firmes, tenía un pequeño bigote canoso y corto. Su rostro era quizás el más inmóvil de todos, en tanto que el de Adrián el más intranquilo. Sir Lawrence Mont tenía cogida por el brazo a Emily, su esposa, y la expresión de su flaco semblante contraído parecía decir «Es un magnífico espectáculo… No llores, querida mía».
Las caras de Hilary y de Lionel, la una llena de arrugas y la otra lisa, ambas largas, enjutas y decididas, expresaban Una especie de doliente escepticismo, como si esperasen ver aquellos ojos abrirse de nuevo. Wilmet se había puesto colorada, y sus labios se fruncían en una ligera mueca. Era una mujer alta y delgada. El vicario estaba con la cabeza ladeada, moviendo los labios como si, interiormente, rezara el rosario. Permanecieron así durante unos tres- minutos; luego, conteniendo la respiración, salieron uno tras otro y cada cual se dirigió hacia la habitación que le había sido destinada.
Volvieron a encontrarse durante la comida y en su transcurso hablaron una vez más de cosas comunes a todos. El tío Cuthbert, salvo como cabeza nominal de la familia, jamás había estado muy próximo a ninguno de ellos. Se discutió si debían enterrarle en Condaford, con los antepasados, o bien en la misma catedral. Probablemente su testamento lo decidiría. Todos, menos el general y Lionel, que eran los albaceas testamentarios del fallecido obispo, regresaron a Londres aquella misma noche.
Los dos hermanos, después de haber leído el testamento, bastante breve, puesto que no era mucho lo que había que heredar, permanecieron en silencio, sentados en la biblioteca, hasta que el general dijo
– Quiero consultar, algo contigo, Lionel. Se trata de mi hijo Hubert. ¿Leíste el ataque de que fue objeto en la Cámara antes de que suspendieran las sesiones?
Lionel, siempre parco en palabras, y más ahora que se hallaba en vísperas de ser nombrado juez, contestó
– Sé que se hizo una interpelación, pero no conozco la versión de Hubert sobre el asunto.
– Puedo explicártela. Es una cosa diabólica. El muchacho tiene un temperamento algo fuerte, desde luego,- pero es indiscutiblemente recto. Se puede tener fe en todo lo que dice. Y debo asegurarte que, de hallarme en su lugar, probablemente hubiese -actuado de la misma forma.
Lionel asintió.
– Continúa – dijo.
– Bien, como ya sabes, salió de Harrow para ir a la guerra y, después de haber pasado un año en la R. A. F., cuando no tenía aún la edad reglamentaria, fue herido, volvió a incorporarse y se quedó en el Ejército una vez que la guerra hubo terminado. Fue a Mesopotamia, luego a Egipto y finalmente a la India. Cogió la malaria y el pasado mes de octubre le concedieron un año de permiso, que finalizará a primeros de octubre próximo. Le recomendaron que hiciese un largo viaje. Pidió la necesaria autorización y, habiéndola obtenido, atravesó el Canal de Panamá y se llegó hasta Lima. Allí conoció a Hallorsen, el profesor americano que vino aquí hace poco para dar una serie de conferencias sobre unos extraños restos hallados en Bolivia. Entonces estaba a punto de emprender una expedición hacia aquellos lugares. Buscaba a un oficial para encargarse de los transportes cuando Hubert llegó a Lima. Habiéndose restablecido por completo durante el viaje, aceptó gozoso la oportunidad que se le ofrecía. Ya sabes que no puede permanecer inactivo. Hallorsen le contrató exactamente el pasado mes de diciembre. Poco después le dejó en el campamento base con gran número de muleros mestizos.
Hubert era el único hombre blanco y al cabo de unos días sufrió un fuerte ataque de fiebre. Algunos mestizos, según se dice, son unos verdaderos demonios; no tienen sentido alguno de la disciplina y se portan brutalmente con los animales. Hubert se puso a mal con ellos. Es un muchacho de temperamento fogoso, como ya te he dicho, y está particularmente encariñado con los animales. Los mestizos se volvían cada vez más indomables, hasta que uno de ellos, al que Hubert había hecho azotar por maltratar a los mulos y por incitar a los demás a que se amotinasen, le atacó con un cuchillo. Afortunadamente, Hubert tenía el revólver al alcance de la mano y logró matarle. A consecuencia de ello, aquel grupo de benditos, excepto tres, le abandonó, llevándose consigo las mulas. Cuando esto sucedió estaba solo desde hacía casi tres meses, sin socorros ni noticias de Hallorsen. Finalmente éste regresó y, en vez de comprender sus dificultades, la emprendió con él. Hubert no lo pudo tolerar. Le dijo sin rodeos lo que pensaba de él y le dejó. Se vino derecho a casa y ahora está con nosotros en Condaford. Por fortuna, la fiebre ha desaparecido, pero todavía se halla bastante agotado. Ahora bien, el hecho fundamental es que Hallorsen le ataca en un libro que ha escrito. Prácticamente, le atribuye toda la culpa del fracaso de la expedición. Deja entender que se portó como un tirano y que no sabía tratar con los hombres. Le llama aristócrata irascible y, en general, sus patrañas son de las que hoy en día la gente se traga de buena gana. El caso es que un miembro del Servicio de Información Militar oyó la historia y formuló una interpelación en el Parlamento. Uno ya está acostumbrado a que los socialistas se pongan desagradables, pero cuando un miembro del Servicio comienza a hacer alusiones a propósito de la conducta inconveniente de un oficial británico, la cosa cambia de aspecto. Hallorsen ha regresado a los Estados Unidos. Aquí no hay nadie que pueda emprender una acción en contra de sus afirmaciones y, además, Hubert no puede presentar ningún testigo. Tengo la sensación de que este suceso le arruinará la carrera.
El largo rostro de Lionel Cherrell se alargó afín más.
– ¿Ha sondeado al Estado Mayor?
– Sí, lo hizo el miércoles. Los encontró reservados y extraordinariamente fríos. Hoy en día se asustan cuando la gente se desgañita a propósito de la prepotencia de los nobles. Estoy seguro de que se dejarían convencer si no se hablase más del asunto, pero ¿es posible conseguirlo? Hubert ha sido criticado públicamente en ese libro y en el Parlamento prácticamente le han acusado de conducta violenta impropia de un oficial que, por ende, es caballero. Hubert no puede pasar por alto todo esto; ¿qué debe hacer?
Lionel aspiró una larga bocanada de humo de su pipa.
– Me parece – dijo – que lo mejor sería no darle demasiada importancia.
El general cerró los puños.
– ¡Qué diablos, Lionel, yo no lo creo así!
– Pero él admite lo de los azotes y la muerte. El público no tiene imaginación y, por lo tanto, jamás verá las cosas desde el punto de vista de Hubert. Todo lo que recordará es que durante una expedición de carácter civil disparó sobre un hombre y le produjo la muerte. No puedes esperar que comprenda las condiciones y las dificultades en que se hallaba.
– ¿Entonces le aconsejas en serio que acepte sumisamente la acusación?
– Como hombre, no; como hombre de mundo, sí.
– ¡Dios me valga! ¿En qué se está volviendo Inglaterra? Me pregunto qué hubiese dicho tío (Cuffs) de todo esto. Siempre estaba pensando en conservar la dignidad de nuestro nombre.
.- yo también. Pero, ¿qué puede hacer Hubert para salir del enredo?
El general permaneció silencioso durante unos momentos. Finalmente dijo
– La acusación contra Hubert es una ofensa para el ejército y, sin embargo, parece que tu hijo tenga las manos atadas. Si presentase su dimisión podría sostener sus derechos, pero su corazón está en el ejército. Es un mal asunto. Por cierto, Lawrence me estuvo hablando de Adrián. Diana Ferse era Diana Montjoy, ¿verdad?
– Si, prima segunda de Lawrence. Es una mujer muy hermosa. ¿No la has visto nunca?
– Sí, cuando era soltera. ¿En qué condiciones se halla ahora?
– Enviudó y se casó de nuevo. Tiene dos niños y un marido que está en una clínica mental.
– ¡Vaya situación! ¿Es incurable? Lionel asintió.
– Eso dicen. Pero, por supuesto, son cosas que no se saben a ciencia cierta.
– ¡Válgame Dios!
– Sí, así es. Ella es pobre y Adrián más pobre todavía. Por parte de él se.trata de un viejo amor, anterior a matrimonio de Diana. Si cometiera alguna tontería, perdería su puesto en el partido conservador.
– ¿Quieres decir qué se fugará con ella? ¡Pero si Adrián tiene ya cincuenta años!
– Sí, pero ella es una criatura muy atractiva. Las Montjoy son conocidas por su hechizo. ¿Te haría caso si le hablaras, con?
El general meneó la cabeza.
– Es más fácil que quiera escuchar a Hilary.
– ¡Pobre Adrián! Es uno de los mejores hombres que existen sobre la tierra. Hablaré con Hilary, pero, ¡está siempre tan atareado!
El general se levantó.
Voy a acostarme. En Condaford Grange no tenemos este olor a antiguallas, a pesar de que la granja es más antigua. – Aquí hay demasiada madera auténtica. Buenas noches, mi viejo Con.
Los hermanos cambiaron un apretón de manos y, cogiendo cada uno una bujía, se dirigieron a sus respectivas habitaciones.