Cuando Dinny vio que la mirada de Hallorsen se fijaba sobre el Par dormido, ahogó un suspiro. ¿Qué pensaría de ella al verla zafarse a medianoche de una salita en donde dormía un hombre? Los ojos de Hallorsen, que ahora miraban los suyos, estaban extremadamente graves. Y temiendo que dijese: «¡Perdone!» y que despertase al durmiente, se llevó un dedo a los labios y murmuró: «¡No despierte al niño!», y se escabulló por el pasillo.
Cuando estuvo en su.habitación rió de buena gana; luego pasó revista a sus sensaciones. Dada la reputación que gozan los aristócratas en los países democráticos, probablemente Hallorsen pensaría lo peor. Pero ella le hacía entera justicia. Cualquiera que fuese lo que pensara de ella, se lo guardaría para sí: -Fuera lo que fuese él mismo, era un buen perrazo. Se lo imaginaba a la mañana siguiente, durante el desayuno, diciéndole ron seriedad: «Señorita Cherrell, me alegro al ver que tiene usted tan buen aspecto.» Y, entristecida por su manera de tratar los asuntos de Hubert, se metió en cama. Durmió mal, se despertó pálida y cansada, y desayunó en su cuarto.
En las reuniones que se celebran en las casas de campo, un día se parece mucho al otro. Los hombres llevan el mismo modelo de corbata multicolor, toman los mismos desayunos, consultan el mismo barómetro, fuman las mismas pipas y matan los mismos pájaros. Los perros agitan las mismas colas, se esconden en los mismos lugares, emiten los mismos gruñidos de animales agonizantes y dan caza a los mismos pichones en 1os mismos prados. Las señoras consumen el mismo desayuno, ponen las mismas sales en la misma bañera, vagan por el mismo jardín; al hablar de los mismos amigos, dicen con el mismo asomo de malignidad. «Les aprecio mucho, naturalmente»; admiran los mismos adornos de rocas con la misma pasión por las portulacas, juegan los mismos partidos de croquet o de tenis con los mismos chillidos, escriben las mismas cartas para contradecir los mismos chismorreos, parangonan las mismas antigüedades, difieren sobre los mismos puntos y concuerdan con la misma diferencia de opiniones. Las doncellas tienen el mismo modo de desaparecer, salvo que eso no lo hacen en los mismos determinados momentos. Y la casa tiene el mismo olor a tabaco, a pot-pourri, a flores, libros y cojines.
Dinny le escribió a su hermano una carta en la que no le hablaba ni de Hallorsen, ni de Saxenden, ni de los Tasburgh; pero se refería con estilo vivaz a su tía Em, a Boswell y Johnson, a tío Adrián y a lady Henrietta. Finalmente le rogaba que viniese a buscarla con el coche. Por la tarde, los Tasburgh vinieron a jugar a tenis, y ella no vio ni a lord Saxenden ni al americano hasta que la cacería terminó. Pero el que había sido «Snubby Bantham» le lanzó una mirada tan larga y tan extraña desde el ángulo en donde estaba tomando su taza de té, que ella comprendió que no la había perdonado. Fingió no darse cuenta, pero interiormente se sintió desfallecer y le pareció que hasta aquel momento no le había causado a Hubert más que perjuicios. «Le diré a Jean que no lo suelte», pensó, y salió para buscar a la «leoparda». Mientras caminaba se encontró con Hallorsen y, decidiendo rápidamente recuperar el terreno perdido, dijo
– De haber llegado usted anoche un poco más temprano, profesor Hallorsen, me hubiese oído leer a lord Saxenden unos trozos del Diario de mi hermano. Quizá le hubiera hecho más bien a usted que a él.
El rostro de Hallorsen se aclaró.
En realidad -dijo -, hasta este momento no he cesado de preguntarme qué soporífero le había suministrado usted a ese pobre lord.
– Le preparaba para el libro de usted. Le enviará un ejemplar, ¿verdad?
– Creo que no, señorita Cherrell. Su salud no me interesa tanto. Por mí puede quedarse despierto toda la noche. No sabría qué hacer con un hombre que se duerme mientras la escucha a usted. ¿Qué hace en la vida ese lord?
– ¿Qué hace? Bueno, es lo que ustedes llaman un Gran Bombo. No sé exactamente dónde toca su bombo, pero papá dice que é5 un hombre que cuenta mucho. Espero, profesor, que también hoy le haya usted ganado por la mano, horque cuanto más le gane usted por la mano, mayores posibilidades tendrá mi hermano de recobrar la posición que perdió participando en su expedición.
– ¿De veras? ¿Son los sentimientos personales los que deciden aquí estas cosas?
– ¿No sucede lo mismo en su país?
– ¡Bueno… sí! Pero yo creía que el viejo mundo seguía demasiado las tradiciones y que no hacía esas cosas.
– Naturalmente, nosotros no confesamos la influencia de los sentimientos personales.
Hallorsen sonrió.
– Pero, ¿no es maravilloso? Todo el mundo es igual. Se divertiría usted en América, señorita Cherrell. Me encantaría tener la ocasión de enseñársela algún día.
Hablaba como si América fuese un objeto antiguo, guardado en su maleta. Y ella no sabía cómo interpretar una frase que podía no tener significado alguno o bien tenerlo demasiado grande. Por la expresión de su rostro comprendió que su propósito había sido darle a la frase este segundo significado, y descubriendo los dientes en una sonrisa, contestó
Gracias, pero aún es usted mi enemigo.
Hallorsen le tendió una mano, pero ella había retrocedido. – Señorita Cherrell, haré cuanto pueda para destruir la mala impresión que se ha formado usted de mí. Soy su muy humilde servidor, y algún día espero tener la ventura de ser algo más para usted.
Aparecía terriblemente alto, hermoso y robusto, y ella experimentó una especie de resentimiento.
– No hay que tomar las cosas demasiado en serio, profesor. Eso no causa más que molestias. Ahora excúseme usted, pero he de reunirme con la señorita Tasburgh.
Y se marchó rápidamente. ¡Ridículo! ¡Conmovedor! ¡Lisonjero! ¡Odioso! Hiciera lo que hiciese, siempre se encontraría obstaculizada y metida en algún embrollo. Después de todo, lo mejor era confiar en la suerte.
Jean Tasburgh, que en ese momento acababa de jugar un partido de tenis contra Cicely Muskham, se estaba quitando la redecilla que le sujetaba los cabellos.
– Ven a tomar el té -dijo Dinny -. Lord Saxenden está languideciendo por ti.
Pero cuando estaba a la puerta de la sala de té, sir Lawrence la llamó aparte y diciéndole que aún no había disfrutado de su compañía, la invitó a mirar las miniaturas que tenía en el despacho.
– Esta es mi colección de tipos nacionales característicos, Dinny. Como puedes ver, no hay más que mujeres: francesas, alemanas, italianas, holandesas, americanas, españolas, rusas. Me gustaría infinitamente tener una miniatura tuya, Dinny. ¿.Quisieras posar para un joven pintor?
– ¿Yo? – Tú.
– Pero, ¿por qué?
– Porque – contestó sir Lawrence, escudriñándola a través de su monóculo- en ti está la explicación del enigma representado por la lady inglesa y yo hago colección de las diferencias esenciales entre las diversas culturas nacionales.
– Eso parece muy interesante.
– Mira ésta. Aquí tienes a la cultura francesa «in excelsis: inteligencia rápida, espíritu, decisión, perseverancia, estetismo intelectual, pero no emotivo; nada de humor, sentimientos únicamente convencionales, tendencia al dominio – fíjate en los ojos -, sentido de las conveniencias, ninguna originalidad, visión mental muy clara, pero muy limitada-; nada de fantasía en ella y, por último, sangre rápida, pero disciplinada. Toda de una pieza, con contornos muy nítidos. Aquí .tienes a una americana de tipo raro; variedad culta en el máximo grado. Obsérvese sobre todo el aspecto semejante al de alguien que tenga en la boca un invisible bocado de freno. En sus ojos hay una batería de la que se servirá, pero sólo correctamente. Se mantendrá bien conservada hasta el fin de sus días. Buen gusto, mucho conocimiento, pero poco estudio: ¡Mira esa alemana! Menos disciplina en las, emociones, menos sentido de las conveniencias que las otras dos, pero tiene conciencia, es trabajadora y posee mucho sentido del deber, poco gusto y alga de humor bastante pesado. Si no se cuida engordará. Mucho sentimiento y también mucho sentido común. Más abierta, bajo todos los aspectos. Quizá no es un ejemplar demasiado bueno. No logro encontrar otro: Esta es la perla de mis italianas… Es interesante. Muy estilizada, con algo vital detrás suyo. Tiene una máscara muy bien moldeada y la lleva con gracia. Conoce su propia opinión, quizá demasiado bien. Sigue por su camino cuando puede y, cuando no puede, por el de los demás. Poética solamente en las cosas sensuales. Sentimientos fuertes y caseros. Ojos abiertos al peligro. Tiene mucho valor, pero lo pierde fácilmente. Buen gusto, sujeto a malas interpretaciones. Aquí no existe el amor hacia la naturaleza. Energía intelectual, pero no activa o investigadora. Y ahora – concluyó sir Lawrence, volviéndose repentinamente hacia Dinny -, vendrá la perla inglesa. ¿Quieres saber algo de ella?
– ¡Socorro!
– Oh, te haré un retrato de lo más impersonal. Aquí tenemos un conocimiento de nosotros mismos muy desarrollado y tan dominado, que en definitiva se vuelve un desconocimiento. Para esta lady, el «Yo» es un intruso imperdonable. Podemos observar un sentido del humor, no carente de ingenio, que previene y, en cierto modo, esteriliza a todo el resto. Quedamos impresionados por lo que podría llamarse un aspecto de utilidad, no tanto doméstica cuanto pública y social, que no se da en nuestros demás tipos. Descubrimos una especie de transparencia, como si estuviera penetrada de aire y de rocío. Vemos que le falta precisión; precisión en el saber, en la acción, en el pensamiento y en el juicio. Pero, en cambio, tiene mucha decisión. La sensualidad no está muy desarrollada; las emociones estéticas son excitadas más fácilmente por los objetos naturales que por los artificiales. No tiene la habilidad de la alemana, la claridad de la francesa, el dualismo o el color de la italiana, la elegancia disciplinada de la americana, pero tiene algo especial, querida. En lo que a ti se refiere, eso es lo que me hace estar ansioso por tenerte en mi colección de mujeres cultas.
– ¡Pero yo no soy culta, tío Lawrence!
– Uso esa palabra infernal a falta de otra mejor y con ella no quiero indicar la sabiduría. Aludo al sello dejado por la sangre más la educación, aunque ambas cosas están estrechamente enlazadas. Si esa mujer francesa hubiese tenido tu educación, no por eso tendría tu tipo, Dinny; ni tú, con su educación, tendrías el suyo. Mira ahora a esta rusa de la anteguerra; más fluida y más fluente que todas las demás. La encontré en el Caledonian Market. Esta mujer habrá querido llegar al fondo de todas las cosas y jamás se habrá querido detener por mucho tiempo. Apuesto a que habrá recorrido la vida a grandes pasos y que, de estar viva, todavía corre; y le habrá costado mucho menos de lo que te costaría a ti. Su rostro da la sensación de que ha experimentado muchas más emociones y que está mucho menos agotada que las otras. Aquí está mi española, quizá la más interesante de todas. Esta es la mujer que ha sido educada lejos de los hombres, aun cuando sospecho que la especie se está volviendo rara. Aquí hay dulzura, un ápice claustral, poca energía, no mucha curiosidad, mucho orgullo, poca vanidad; sus afectos podrían ser destructores, ¿no te parece? Y resultaría difícil conversar con ella. Bueno, Dinny, ¿quieres posar para mi joven?
– Desde luego, si lo deseas realmente.
– Sí, lo deseo. Es mi mayor pasión. Ya lo arreglaré. El pintor podrá llegarse a Condaford. Ahora he de irme, por que debo despedirme de «Snubby». ¿Ya le has hecho tus proposiciones?
– Anoche le leí unos fragmentos del Diario de Hubert y le dejé dormido. Le inspira una intensa antipatía. No me atrevo a pedirle nada. ¿Es realmente «un gran bombo», tío Lawrence?
Este asintió, misteriosamente.
– «Snubby» – dijo – es el ideal del hombre de Estado. Efectivamente, carece de órganos sensoriales y sus sentimientos siempre se refieren a «Snubby». Uno no puede desprenderse de un hombre así: se engancha en una parte u otra. Como la goma arábiga. Pues bien, el Estado necesita tales hombres. Si todos tuviéramos la piel delicada, ¿quién podría sentarse en el sillón de los poderosos? Es duro, Dinny, y está lleno de clavos de hierro. ¿De modo que has perdido el tiempo?
– Creo haber puesto una segunda cuerda a mi arco.
– Excelente. También Hallorsen se tiene que marchar. Me agrada ese hombre. Muy americano, pero de madera sólida. La dejó, y no queriendo volver a encontrar ni la goma arábiga ni la madera sólida, Dinny subió a su habitación.
A la mañana siguiente, Fleur y Michael utilizaron su coche para llevarse a Londres a Diana y a Adrián. Los Mushkam se habían marchado en tren. El Squire y lady Henrietta atravesaron en automóvil la campiña, dirigiéndose hacia su residencia en Northamptonshire. Quedaron sólo tía Wilmet y Dinny, pero los Tasburgh vendrían a almorzar, trayendo consigo a su padre.
– Es amable, Dinny – dijo lady Mont -. Vieja escuela, modales distinguidos, pronunciación universitaria de Oxford. Lástima que no tengan dinero. Jean es de una belleza impresionante, ¿no crees?
– Me asusta un poco, tía Em. ¡Conoce sus propias ideas de un modo tan completo!
– Concertar matrimonios – replicó su tía – es bastante divertido. ¡Quién sabe lo que me dirán Con y tu madre! No Podré dormir por las noches.
– Antes agarra bien a Hubert, tía.
– Siempre lo he querido, tal vez porque tiene el rostro -de la familia… Tú no, Dinny. No sé de dónde has sacado ese color de tez… ¡Y es tan apuesto cuando monta! ¿Dónde le hacen los pantalones?
– No creo que se haya encargado unos nuevos desde la guerra, tiíta.
– He observado que usa el chaleco muy largó. ¡Esos chalecos cortos y rectos achatan tanto! Le haré salir con Jean a que admiren los musgos de las rocas. Para que dos personas simpaticen no hay como las portulacas. ¡Ah, ahí está Boswell y Jonson! Tengo que hablarle.
Hubert llegó poco después del mediodía y, casi en seguida, dijo
– Dinny, he cambiado de idea. No publicaré el Diario. Mostrar mis propias llagas es algo que me repugna demasiado. Dándole las gracias al cielo por no haber dado todavía ningún paso, ella contestó con dulzura
– Perfectamente, querido.
– Lo he pensado bien. Si no me dan una ocupación aquí, podría incorporarme a un regimiento del Sudán y, si no, creo que también faltan hombres para la Policía India. Me alegraré mucho de volver a marcharme del país. ¿Quién hay aquí?
– Únicamente tío Lawrence, tía Em y tía Wilmet. El rector y su familia vendrán a almorzar. Los Tasburgh son unos primos lejanos.
– ¡Oh! -exclamó Hubert, sobriamente.
Ella observó la llegada de los Tasburgh casi con malicia. Hubert y el joven Tasburgh descubrieron inmediatamente que ambos habían prestado servicio en Mesopotamia y en el Golfo de Persia. Hablaban de eso cuando Hubert se dio cuenta de la presencia de Jean. Dinny vio que le dirigía una larga mirada investigadora y desinteresada, como un hombre que estuviera mirando a una nueva especie de pájaro; le vio apartar la vista, charlar y reír y luego contemplarla de nuevo.
La voz de su tía dijo – Hubert está flaco.
El rector tendió las manos abiertas, como para llamar la atención sobre su actual corpulencia elegante.
– Mi querida lady, yo a su edad estaba aún mucho más flaco.
– Yo también era delgada como tú, Dinny – dijo lady Mont.
– ¡Nuestra propiedad ha aumentado de valor, ja, ja! Fíjese en jean. Ahora es esbelta, pero dentro de cuarenta años…, aunque quizá los jóvenes de hoy día no engordarán. Hacen todo lo posible para adelgazar, ja, ja
Durante el almuerzo el rector estuvo sentado frente a sir Lawrence, con las dos señoras mayores a ambos lados. Alan estaba frente a Hubert y Dinny frente a Jean.
– Gracias sean dadas al Señor por los alimentos que vamos a comer.
– Es muy extraña esa acción de gracias – murmuró el joven Tasburgh al oído de Dinny -. Bendición sobre el asesinato, ¿verdad?
– Tendremos liebre – contestó Dinny -. Yo vi cómo la mataban. Lloraba.
– Cuando como liebre me hace el efecto de estar comiendo perro.
Dinny lo miró con agradecimiento.
– ¿Quiere usted venir con su hermana a visitarnos en Condaford?
– ¡Déme usted una oportunidad! – ¿Cuándo volverá a embarcarse? – Tengo un mes de permiso.
– Supongo que será usted amante de su profesión, ¿no es así?
– Sí – respondió sencillamente -. La tenemos en la sangre. Siempre ha habido un marino en la familia.
– Y en la nuestra siempre ha habido un soldado.
– Su hermano es pasmosamente ardiente. Estoy muy contento de haberle conocido.
– No, Blore -1e dijo Dinny al criado- Perdiz fría, por favor. También el señor Tasburgh comerá algo frío.
– ¿Buey, cordero o perdiz, señor? -Perdiz, gracias.
Una vez vi una liebre que se lavaba las orejas – dijo
Dinny.
– Cuando la veo a usted así -repuso el joven Tasbourgh – yo, sencillamente…
– Así, ¿cómo?
– Como semejando no estar aquí, ya me comprende. – Gracias.
– Dinny – preguntó sir Lawrence -. ¿Quién dijo que el mundo es una ostra? Yo digo que es una almeja. ¿Qué opinión tienes tú?
– No he visto nunca ninguna almeja, tío Lawrence.
– Eres afortunada. Esa parodia del respetable molusco bivalvo es la única prueba tangible del idealismo americano. Lo han colocado sobre un pedestal e incluso llegan a comerlo. Cuando los americanos renuncien a las almejas eso significará que se habrán vuelto realistas y pertenecerán a la Liga de Naciones. Y nosotros ya estaremos muertos.
Pero Dinny estaba estudiando el rostro de Hubert. La mirada pensativa había desaparecido; ahora sus ojos parecían estar pegados a los profundos y fascinadores ojos de Jean. Emitió un suspiro.
– Completamente cierto – añadió sir Lawrence -. Será una pena no poder vivir para ver a los americanos abandonar a las almejas y unirse a la Liga de Naciones. Porque, después de todo – continuó, guiñando el ojo derecho – ha sido fundada por un americano y quizás es la única cosa sensata de nuestros tiempos. Queda, no obstante, el movimiento de antipatía creado por otro americano, llamado Monroe, que murió en 1831; las personas como «Snubby» jamás pueden hablar de ello sin mofarse.
A scof, f, a sneer, a kich or two,
With few, but with how splendid jeers… [4]
¿Conoces estos versos de Elroy Flecker?
– S f – contestó Dinny, sobresaltándose -. Están en el Diario de Hubert. Se los leí a lord Saxenden y fue justamente en ese momento cuando se quedó dormido.
– Desde luego. Pero no te olvides, Dinny, que «Snubby» es un hombre extraordinariamente hábil y que conoce perfectamente su mundo. Quizás es un mundo en el que no te quisieras encontrar ni muerta, pero es también el mundo en el que diez millones de jóvenes, más o menos, hallaron recientemente la muerte. No sé – concluyó sir Lawrence, pensativo – cuándo comí tan bien en mi casa como durante estos últimos días. A tu tía debe pasarle algo.
Cuando luego estaba organizando un partido de «croquet» entre ella y Alan Tasburgh contra el padre de él y tía Wilmet, Dinny observó la partida de Jean y de Hubert hacia los montículos rocosos. Se extendían desde el jardín nivelado hasta un antiguo vergel, detrás del cual se levantaban las laderas cubiertas de hierba.
«No se pararán a mirar las portulacas», pensó. Efectivamente, ya habían jugado dos partidos cuando los vio regresar por otra dirección, sumidos en la conversación. "Ésta – dijo para sí, golpeando con toda su fuerza la pelota del rector – es la cosa más rápida que he visto en mi vida.» – ¡Dios me ampare! – murmuró el pastor, vencido.
Y tía Wilmet, erguida como un granadero, gritó muy fuerte
– ¡Maldita sea, Dinny, eres imposible!…
Más tarde, sentada al lado de su hermano en el coche descapotable, permaneció silenciosa, resignándose, por decirlo así, a ocupar un segundo término. A pesar de que hubiese sucedido cuanto esperaba, se sentía deprimida. Había ocupado el primer lugar en el pensamiento de Hubert hasta ese momento. Mirando la sonrisa que vagaba por sus labios, necesitaba de toda su filosofía.
– Bien, ¿qué te han parecido nuestros primos?
– El es un buen muchacho. He tenido la impresión de que está enamorado de ti.
– ¡ Oh! ¿De veras? ¿Cuándo te gustaría que viniera a visitarnos?
– Cualquier momento. – ¿La semana próxima? – Sí.
Viendo que él no quería ser más explícito, se sumergió en la contemplación de la belleza de la luz del día que moría lentamente. La altiplanicie Wantage y la carretera de Faringdon eran un encanto bajo los rayos del sol poniente; Whittenham Clumps parecía oponerse a la subida, como una barrera. Virando hacia la derecha llegaron al puente y, cuando estuvieron en el centro, ella le tocó un brazo.
En ese trecho, abajo, fue donde vimos los lámprides. ¿Te acuerdas, Hubert?
Se detuvieron y miraron el río tranquilo, desierto y casi hecho ex profeso para los peces brillantes. La luz crepuscular que se filtraba a través de los sauces iluminaba acá y acullá la ribera meridional. Parecía el río más plácido del mundo, el más sometido al humor de los hombres; su corriente fluía límpida e igual entre los campos luminosos y entre los árboles simétricos, de ramas inclinadas hacia el suelo, poseyendo como una suave intensidad de vida, una fisonomía propia, llena de gracia y de esquivez.
– Hace tres mil años – dijo Hubert repentinamente -, este viejo río era como los que he visto en los países salvajes un curso de agua informe en medio de la selva intrincada.
Puso el coche en marcha. Ahora tenían el sol a su espalda, y era como si se zambulleran en algo que se hubiera pintado para ellos. Y así iba corriendo, mientras por el cielo se difundía el carmesí del ocaso del sol, y los campos, desnudos después de la cosecha, comenzaban a oscurecerse y la soledad parecía intensificarse bajo el vuelo vespertino de los pájaros.
A la puerta de Condaford Grange, Dinny se apeó del coche canturreando: «Ella era una pastorcita, ¡oh!, tan bonita», y miró el rostro de su hermano. Pero éste se hallaba atareado con el automóvil y no pareció darse cuenta de la relación que eso pudiera tener con él.