La justicia seguía su curso regular. Hubert fue llamado a Bow Street por una orden de detención extendida por uno de sus magistrados. En unión de los demás miembros de la familia, Dinny seguía el proceso en un estado de protesta pasiva El testimonio, prestado bajo juramento, de los seis muleros bolivianos, quienes afirmaban no haber existido provocación alguna, la declaración contraria de Hubert, la exhibición de su cicatriz, su pasado y la declaración de Hallorsen, formaban el material con el cual el magistrado debía dictar su fallo Pero aplazó la causa hasta la llegada del testigo de defensa del acusado. Más tarde se discutió la cuestión de las garantías, ese principio de las leyes británicas según el cual «Se presume la inocencia del acusado hasta que no se haya probado su culpabilidad». Dinny retenía el aliento. La idea de que se tuviese que presumir la inocencia de Hubert mientras él, recién casado, aguardaba en una celda de la cárcel que el testigo a su favor cruzara el Atlántico, era intolerable. Sea como fuere, la considerable suma ofrecida en garantía por sir Conway y sir Lawrence fue finalmente aceptada. Dinny lanzó un suspiro de alivio y salió con la frente levantada. Sir Lawrence se le reunió afuera.
– Es una suerte – dijo – que se note que Hubert no está acostumbrado a mentir.
– Supongo – murmuró Dinny – que esto se publicará en los periódicos.
– Puedes apostar todo lo que no tienes.
– ¿Afectará a la carrera de Hubert?
– Pienso que le resultará ventajoso. Las interpelaciones presentadas en la cámara de los Comunes le han perjudicado. Pero, «Oficial Británico versus Mestizos Bolivianos» ridiculizará el prejuicio que todos nosotros tenemos respecto a nuestra sangre.
– Me duele más por papá que por cualquier otro. Desde que ha comenzado el asunto, sus cabellos son visiblemente más grises.
– No hay nada deshonroso en ello, Dinny.
Esta irguió la cabeza.
– ¡Desde luego que no ¡
– . Tú, Dinny, me recuerdas uno de esos caballos bayos musculosos, intranquilos, que cocean en las cuadras, corren despacio a la partida y, después de todo, llegan primeros a la meta. El americano viene hacia aquí. ¿Hemos de esperarle? Ha declarado muy adecuadamente.
Dinny se encogió de hombros. Casi instantáneamente se oyó la voz de Hallorsen
– i Señorita Cherrell 1 Dinny se volvió.
– Muchísimas gracias, profesor, por todo lo que ha manifestado.
– Hubiese deseado mentir por usted, pero no he tenido ocasión. ¿Qué tal se encuentra nuestro pobre caballero?
– Por ahora, muy bien.
– Me alegro. Estaba intranquilo pensando en usted.
– Su declaración, profeso – terció sir Lawrence -, según la cual ni un muerto hubiese querido tener que vérselas con ninguno de los muleros, ha impresionado profundamente al magistrado.
– Realmente eran bastante desagradables. Tengo un autoin6vil aquí. ¿Puedo llevarles a alguna parte a usted y a la señorita Cherrell?
– Si va hacia el West, podría llevarnos hasta los confines de la civilización – contestó sir Lawrence y, cuando estuvieron sentados en el coche, preguntó -: Profesor, ¿qué piensa usted de Londres? ¿Es la ciudad más bárbara o la más civilizada de la tierra?
– Puedo decir que he llegado a quererla – respondió Hallorsen sin apartar la vista de Dinny.
– Yo no – murmuró ésta -. Odio los contrastes y el olor a gasolina.
– Bueno, un extranjero no puede decir por qué ama a Londres, a menos que no sea por la variedad y por el modo con que ustedes han obtenido el orden y la libertad al mismo tiempo; o quizá porque es muy distinta a nuestras ciudades. Nueva York es más hermosa e interesante, pero no da la sensación de hallarse uno en casa.
– Nueva York – repuso sir Lawrence – es como la estricnina: excita hasta el momento en que le mata a uno. -Yo no podría vivir en Nueva York. El Oeste es lo que me hace falta.
– Las grandes extensiones abiertas – musitó Dinny.
– Sí, señorita Cherrell. Estoy seguro de que usted las amaría.
Dinny sonrió melosamente.
– Nadie puede ser desarraigado de sus propias raíces, profesor.
– ¡Ah! -exclamó sir Lawrence -. Una vez mi hijo habló en el Parlamento sobre la cuestión de la emigración. Descubrió que las raíces humanas son tan fuertes, que tuvo que dejar el asunto como se deja caer una patata hirviendo.
– ¿De veras? – dijo Hallorsen -. Cuando yo miro a los ciudadanos ingleses, bajos, pálidos y desilusionados, no puedo por menos que preguntarme qué raíces puedan tener.
– Cuanto más ciudadano es el tipo, más sólidas son sus raíces. No le agradan las extensiones abiertas, sino las calles, los bares, los cines. ¿Quiere dejarme aquí, profesor? Dinny, ¿adónde vas ahora?
– A Oakley Street.
Hallorsen detuvo el coche y sir Lawrence se apeó.
– Señorita Cherrell, ¿puedo tener el inmenso placer de acompañarla hasta Oakley Street?
Dinny se inclinó.
Sentada a su lado en el coche cerrado, se preguntaba con cierto desasosiego qué uso haría él de la oportunidad.
Al cabo de unos minutos, le oyó decir
– En cuanto esté arreglado el problema de su hermano, embarcaré. Quiero organizar una expedición a Nuevo Méjico. Siempre considerará un privilegio haberla conocido, señorita Cherrell.
Se apretaba convulsamente entre las rodillas las manos no enguantadas. Eso la conmovió.
– Me duele mucho haberle juzgado mal al principio, profesor. Me pasó exactamente como a mi hermano.
– Era natural. Me alegrará saber que, cuando todo haya terminado, pensará bien de mí.
Dinny le tendió la mano, impulsivamente. – Muy bien.
El se la cogió con gravedad, se la llevó a los labios y la besó gentilmente. Dinny se sintió extremadamente infeliz. Dijo con timidez
– Usted, profesor, me ha hecho cambiar completamente de parecer sobre los americanos.
Hallorsen sonrió.
– De todos modos, ya es algo.
– Temo haber sido muy ingenua en mis ideas. En realidad, ¿Sabe?, jamás había conocido a ninguno.
– Ésa es la causa del malentendido que existe entre nosotros. No nos conocemos recíprocamente, nos fastidiamos los unos a los otros por cosas sin importancia y todo concluye ahí. Pero siempre me acordaré de usted, como de una sonrisa sobre el rostro de este país.
– Es un cumplido muy amable – dijo Dinny -, y quimera que fuese cierto.
– Si pudiese tener su retrato, lo guardaría como una reliquia.
– Naturalmente, se lo daré. No sé si tengo alguno decente, Pero le escogeré el mejor.
– Gracias. Si me lo permite, me apearé aquí. No me siento demasiado seguro de mí mismo. El coche la llevará hasta su destino.
Golpeó el cristal de separación y le dijo algo al chófer. – Adiós.
La miró largamente, le cogió de nuevo la mano, la apretó con fuerza y deslizó su larga persona fuera de la portezuela. – Adiós – murmuró Dinny, hundiéndose en el asiento, con una sensación de sofoco en la garganta.
Cinco minutos más tarde, el coche se detuvo delante de la casa de Diana. Dinny entró muy deprimida.
Aquella mañana afín no había visto a Diana, pero casi se tropezó con ella cuando salía de su habitación.
– Ven aquí, Dinny…
Su tono era misterioso. Dinny experimentó un ligero sobresalto. Se sentaron la una al lado de la otra en la cama de la alcoba. Diana se puso a hablar rápidamente y en voz queda.
– Esta noche ha entrado y ha insistido en quedarse. No me he atrevido a rehusar. Ha sobrevenido un cambio. Tengo la sensación de que es el principio del fin otra vez. Su fuerza de autodeterminación se está debilitando. Creo que debería enviar a los niños a otra parte. ¿Querría tenerlos Hilary?
– Estoy segura que sí. En todo caso, podemos contar con mi madre.
– Puede que fuera lo mejor.
– ¿No crees que deberías ir también tú? Diana suspiró y movió la cabeza.
– Eso no haría más que precipitar los acontecimientos. ¿Podrías llevarte tú a los niños, en mi lugar?
– Desde luego. Pero, ¿piensas realmente que él…?
– Tengo el convencimiento de que se está excitando de nuevo. ¡Conozco tan bien los síntomas! ¿No te has fijado, Dinny, que cada noche bebe más? Es el comienzo.
– ¡Si pudiese superar el horror que le produce salir a la calle!
– No creo que le ayudara en nada. De todos modos, sabemos lo que hay que saber; si sucediera lo peor, nos enteraríamos en seguida.
Dinny le apretó un brazo.
– ¿Cuándo quieres que me lleve a los niños al campo? – Lo más pronto posible. A él no puedo decirle nada. Tenéis que marcharon con la máxima circunspección. La institutriz se irá sola, suponiendo que tu madre quiera alojarla también. – Yo regresaré en seguida, naturalmente.
– Dinny, eso no es justo. Tengo a las doncellas. Es realmente desagradable que te molestes tanto por mí.
– ¡Claro que volveré! Cogeré el coche de Fleur. ¿Le importará a él que los niños se vayan?
– Lo relacionará con nuestro modo de pensar a propósito de su estado. En todo caso, puedo decirle que se trata de una antigua invitación.
– Diana – dijo Dinny, repentinamente -, ¿sientes todavía amor por él?
– ¿Amor? No.
– ¿Solamente piedad? Diana movió la cabeza.
– No puedo explicarlo. Existe el pasado y, además, tengo la impresión de que si le abandono, ayudaré al destino a ensañarse con él. Es una idea atroz.
– Te comprendo. ¡Me dais tanta pena los dos, y también tío Adrián!
Diana se pasó las manos por el rostro, como para borrar las huellas del dolor.
– No sé lo que sucederá, pero no debemos ir al encuentro del futuro. En cuanto a ti, querida, no dejes que te estropee la existencia.
– Todo marcha bien. Necesito algo que me distraiga. Las Solteras, ¿sabes?, han de ser zarandeadas antes de que las atrapen.
– ¡Ah! Cuándo dejarás que te atrapen, Dinny?
– Acabo de rechazar las grandes extensiones abiertas, y me siento algo aturdida.
– Estás en suspenso entre las grandes extensiones abiertas Y el mar profundo, ¿verdad?
– Y probablemente así me quedaré. El amor de un hombre honrado y lo que sigue parecen dejarme de hielo. -¡Aguarda! Tus cabellos no tienen el color adecuado al convento.
– Los teñiré y me haré a la vela con el color preciso. Los. «iceberg» son de color verde-mar.
– ¡Aguarda, Dinny, aguarda! – Así lo haré.
Dos días más tarde Fleur conducía el coche desde South Square hasta la puerta de la casa. Los niños y un poco de equipaje fueron depositados en el interior sin incidentes. Partieron acto seguido.
La excursión, bastante movida, puesto que los niños estaban poco acostumbrados a viajar en automóvil, resultó para Dinny un verdadero alivio. No se había dado cuenta de cuánta influencia había ejercido sobre sus nervios la trágica atmósfera de Oakley Street. Sin embargo, sólo habían pasado diez días desde su llegada a la ciudad. Los tonos del otoño habíanse oscurecido en los árboles. La jornada tenia el resplandor mórbido y sobrio del hermoso mes de octubre; el aire, a medida que la campiña se profundizaba y se hacía más vasta, volvía a tener el olor acre que ella amaba; el humo subía hacia el cielo desde las chimeneas de las casitas de campo; las cornejas levantaban el vuelo desde los campos desnudos.
Llegaron a tiempo para el almuerzo. Confiados los niños a la institutriz, que había llegado en tren, Dinny salió con los perros. Se detuvo cerca de una vieja casita construida en lo alto, encima de la carretera hundida. La puerta abríase directamente sobre una habitación común, donde una mujer anciana estaba sentada cerca de un pequeño fuego.
– ¡Oh, señorita Dinny! – dijo -. No la he visto a usted durante todo este mes.
– No, Betty. He estado fuera. ¿Qué tal?
La pequeña anciana, puesto que era mujer de dimensiones extremadamente reducidas, cruzó solemnemente las manos sobre el vientre.
– Vuelve a dolerme el estómago. No tengo nada más que me moleste. El doctor dice que soy maravillosa. Es únicamente el estómago. Dice que debería comer más. Tengo mucho apetito, señorita Dinny, pero no puedo comer casi nada, pues en seguida me siento mal.
– Querida Betty, lo siento muchísimo. El estómago es una desgracia terrible. El estómago y los dientes. No logro. comprender por qué los tenemos. Sin dientes uno no puede digerir, y teniéndolos, tampoco puede hacerlo.
La anciana emitió una risita aguda.
– El doctor dice que debería extraerme las muelas que me quedan, pero yo no quiero perderlas, señorita Dinny. Mi padre no tiene ni un diente, pero puede comer manzanas. Claro que a mi edad no pretendo vivir tanto como para que mis encías se endurezcan.
– Podría ponérselos postizos, Betty.
– Oh, no quiero dientes postizos. Es demasiada pretensión. Usted no los llevaría, ¿verdad?
– Al contrario -contestó Dinny -. Hoy en día casi todos los personajes los llevan.
– Usted bromea. No, no me gustaría. Sería como ponerme peluca. Pero tengo los cabellos todavía muy espesos. Estoy estupendamente, dados mis años. Tengo muchas por las que darle gracias a Dios. Sólo me molesta el estómago. A veces me parece que tengo algo dentro.
Dinny vio el dolor que empañaba sus ojos. -Betty, ¿qué tal está Benjamín?
Sus ojos asumieron una expresión divertida y al mismo tiempo sentenciosa, como si estuviese considerando a un niño. – Oh, papá está muy bien, señorita Dinny. Sólo padece de reuma. Ahora está fuera, cavando la tierra.
– Y ¿qué tal está Goldie? -preguntó Dinny, mirando lúgubremente a un jilguero enjaulado. Detestaba ver a los pájaros enjaulados, pero jamás se atrevió a decírselo a la anciana. Además, ¿no decían que si se dejaba en libertad a un jilguero domesticado, los demás pájaros lo mataban a picotazos? – Oh – dijo la anciana -, desde que usted le dio ésa jaula mayor, cree ser alguien. – Sus ojos brillaron -. Así que ya tenemos casado a nuestro capitán, ¿verdad, señorita Dinny? ¿Y qué piensan hacer con el proceso y todo lo demás? Jamás en toda mi vida oí cosa semejante. Uno de los Cherrell llevado ante un Tribunal! Es algo inaudito.
– Es verdad, Betty.
– Me han dicho que su esposa es una señora muy hermosa. ¿Dónde irán a vivir?
– Todavía no lo sabemos. Tenemos que esperar a que el proceso haya concluido. Puede que vengan aquí, aunque también es posible que él encuentre un empleo en el extranjero. Naturalmente, serán muy pobres.
– Es terrible. Antaño las cosas no iban así. Ahora tienen un modo deplorable de tratar a la nobleza… ¡Oh, Dios mío! Me acuerdo de su bisabuelo, señorita Dinny, que guiaba un tiro de cuatro caballos cuando yo era niña. Era un verdadero caballero. Las alusiones a su bisabuelo nunca dejaban de desasosegar a Dinny, que sabía perfectamente que la anciana era una de los ocho hijos de un campesino que vivía con un, salario de once chelines semanales, y que ella y su marido, después de haber criado a siete hijos, vivían ahora con la pensión que el Gobierno otorgaba a los ancianos.
– Bueno, querida Betty, ¿qué puede digerir, para decírselo a la cocinera?
– Le doy las gracias de todo corazón, señorita Dinny. Un buen pedazo de carne magra parece sentarme bien, de vez en cuando. – De nuevo sus ojos se hicieron oscuros e intranquilos -. Tengo unos dolores tan terribles, que a veces creo verdaderamente que seré feliz el día en que me vaya.
– Oh, no, querida Betty. Con una alimentación un poco más sana, estoy segura de que se encontrará mejor.
La vieja sonrió sólo con la boca.
– Estoy estupenda para mi edad y no tendría que quejarme. Pero, dígame, ¿cuándo tocarán las campanas para usted, señorita Dinny?
– No me lo pregunte, Betty. No tocarán por sí solas, desde luego.
– ¡Ah ¡ La gente no se casa joven y no crea familias numerosas, como cuando yo era moza. Mi tía tuvo dieciocho hijos y crió once.
– Parece que ahora no hay ni sitio ni trabajo, ¿ verdad? – ¡Ay ¡El país ha cambiado, efectivamente.
– Aquí menos que en muchos otros lugares, a Dios gracias. Los ojos de Dinny erraron por la habitación en la que los dos viejos pasaron casi cincuenta años de vida; desde el pavimento de ladrillos hasta el techo de vigas, todo estaba escrupulosamente limpio y tenía un aspecto de recogida intimidad.
– He de irme, Betty. Ahora vivo en Londres, en casa de una amiga. Tengo que regresar esta misma tarde. Le diré a la cocinera que le envíe algo que le sentará aún mejor que la carne magra. ¡No se levante!
Pero la viejecita ya se había puesto en pie, con el alma en los ojos.
– Me alegro de veras de haberla visto a usted, señorita Dinny. ¡Que Dios la bendiga! Espero que el capitán no sufra más molestias a causa de esas malas personas.
– Adiós, mi querida Betty. Salude a Benjamín.
Estrechó la mano de la vieja y salió. Los perros la esperaban en el sendero enlosado. Como siempre, después de semejantes visitas, sentíase humilde y dispuesta al llanto. ¡ Las raíces! Eran las que le faltaban en Londres, las que echaría de menos en las «grandes extensiones abiertas». Se llegó hasta un bosquecillo de hayas de forma irregular y penetró en la espesura a través de una destartalada cancela que ni era necesario abrir. Caminaba sobre las simientes húmedas de las hayas que difundían un dulce perfume de vainas; a la izquierda, sobre el cielo gris-azulado, se perfilaban las hayas y a la derecha extendíanse los terrenos en barbecho, donde una liebre agazapada se volvió y corrió hasta el matorral; un faisán levantó el vuelo con un grito estridente y se precipitó como un cohete por encima del bosque, alarmado a la vista de uno de los perros. Llegada a la cumbre, salió de entre los árboles y permaneció mirando la casa, larga y de color de piedra, contra la que destacaban las magnolias y los árboles del pequeño prado cercano. El 'humo subía, desde dos chimeneas y sobre un frontón de la casa unos pavones formaban una mancha blanca. Respiró a pleno pulmón y, durante diez minutos largos, se quedó inmóvil, como un arbolito recién regado que absorbe la sustancia que volverá a darle vitalidad. El aire 'tenía perfume de hojas, de tierra removida, de lluvia inminente. Dinny estuvo allí por última vez a fines de mayo, respirando ese perfume de estío que se convierte al instante en un recuerdo y una promesa, una pena y una fuente de alegría…
Después del té, tomado más temprano que de costumbre, partió con Fleur en el automóvil cerrado.
– Debo admitir – dijo ésta – que Condaford es el lugar más apacible en que he estado. Si tuviese que quedarme aquí me moriría, Dinny. La rusticidad de Lippinghall no es nada comparada con esto.
– ¿La consideras una vieja y enmohecida mansión?
– Desde luego. Siempre le digo a Michael que su familia es uno de los fenómenos menos conocidos y más interesantes que subsisten en Inglaterra. No sabéis expresaron y vivís constantemente en la sombra. Sois demasiado poco sensacionales para servir de argumento a los novelistas. Sin embargo sois de los que quedan y continuaréis quedando, aunque no comprendo exactamente de qué manera. Todo está en contra vuestra, desde los impuestos de sucesión a las gramolas. Pero, por lo general, persistís en hacer cosas de las que nadie está enterado y de las cuales nadie se ocupa. La mayor parte de los que pertenecen a vuestra clase ni siquiera poseen un lugar como Condaford para regresar y morir en su hogar. No obstante, aún tenéis unas raíces y un sentido del deber. Yo no tengo ni lo uno ni lo otro; supongo que se debe a mi sangre medio francesa. La familia de mi padre – los Forsyte – puede tener unas raíces, pero no tiene el sentido del deber o, por lo menos, no lo tiene del mismo modo. Aunque quizás es el sentido del sevir lo que yo quieto decir. Admiro todo esto, Dinny, pero me aburre mortalmente. Es lo que a ti te induce a malgastar tu juventud con los problemas de los Ferse El deber es una enfermedad, Dinny, una admirable enfermedad.
– ¿Qué piensas que debería hacer yo?
– Desahogar tu instinto. No puedo imaginar nada que envejezca más que lo que tú estás haciendo. En cuanto a Diana, es del mismo género – los Montjoy tienen una especie de Condaford en el Dumfriesshire -. Yo la admiro porque le es fiel a Ferse, pero encuentro que, por su parte, es realmente una locura. Puede acabar de un solo modo, y este modo resultará tanto más desagradable cuanto más intenten mantenerlo alejado.
– Sí, comprendo que ella corre hacia el peligro, pero creo que, en sus condiciones, yo haría lo mismo.
– Yo sé que no lo haría – repuso Fleur, alegremente.
– No creo que uno sepa qué haría en determinadas circunstancias hasta que no se encuentra en ellas.
– Lo cierto es que no se debe dejar que las circunstancias se presenten.
Fleur hablaba con una nota de aspereza en la voz; Dinny vio que sus labios se contraían. Siempre la encontraba atractiva, porque le parecía misteriosa.
– Tú no has visto a Ferse -dijo-, y sin verle no puedes saber lo patético que resulta.
– Eso es un sentimiento, querida mía, y yo no soy sentimental.
– Estoy segura de que has tenido un pasado, Fleur, y no hubieras podido tenerlo sin ser sentimental.
Fleur le lanzó una rápida mirada y oprimió el acelerador. – Ya es hora de que encienda los faros – pronunció brevemente.
Durante el resto del viaje hablaron de arte, de literatura y de otras cosas sin importancia. Eran casi las ocho cuando Dinny se apeó en Oakley Street.
Diana estaba en casa, vestida para cenar. – ¡Ha salido, Dinny! – dijo.