Usando el teléfono con tenacidad, Jean había logrado descubrir a Hubert en el Coffee House y tener noticias suyas. Se cruzó con Dinny y Adrián cuando éstos entraban.
– ¿Adónde vas?
– No tardaré mucho en regresar – contestó, y dio la vuelta a la esquina.
Dado que no conocía bien Londres, llamó al primer taxi que vio. Cuando hubo llegado a Eaton Square, ante una mansión grande y de aspecto triste, despidió el taxi y oprimió el timbre.
– ¿Está en Londres lord Saxenden? – Sí, milady, pero no se halla en casa. – ¿Cuándo volverá?
– Su Señoría estará de regreso a la hora de cenar, pero… – Entonces aguardaré.
– Perdóneme… milady…
– Nada de milady – replicó Jean, tendiendo un tarjeta ~' de visita – Pero me recibirá lo mismo.
El hombre luchó un momento consigo mismo y por fin dijo.
– ¿Quiere pasar aquí, mi… señorita?
Jean entró. La salita estaba desnuda, excepto algunas sillas que databan del período del Imperio, un candelabro y dos consolas con repisas de mármol.
– Haga el favor de entregarle mi tarjeta en cuanto llegue. El hombre pareció recobrarse.
– Su Señoría tendrá mucha prisa, señorita.
– No más que yo. No se preocupe por eso – respondió, tomando asiento en una silla dorada.
El hombre se retiró. Con los ojos fijos ora sobre la plaza que se iba oscureciendo, ora sobre el reloj de mármol dorado, permaneció sentada, esbelta, elegante, llena de vigor, entrela zando los largos dedos de sus manos finísimas, de las cuales se había quitado los guantes. El hombre volvió a entrar y corrió las cortinas.
– ¿No desea dejar algún recado, señorita, o bien escribir un billete?
– No, gracias.
El hombre se quedó allí un momento, como preguntándose si llevaba armas.
– . ¿La señorita «Tasburg»? -preguntó.
– «Tasborough» – contestó Jean -. Lord Saxenden me conoce.
– Perfectamente, señorita -dijo el hombre, y volvió a salir con cierta precipitación.
Las agujas del reloj indicaban casi las siete cuando Jean oyó un rumor de voces procedentes de la entrada. Un momento más tarde la puerta se abrió y entró lord Saxenden con su tarjeta de visita en la mano: en la expresión de su rostro, pasado, presente y futuro parecían ponerse de acuerdo.
– Encantado – dijo -, realmente encantado.
Jean levantó la mirada, y mientras le tendía la mano se le ocurrió pensar: «¡Bacalao en remojo!»
– Ha sido usted extraordinariamente amable atendiéndome.
– Nada de eso.
– Quería anunciarle mi compromiso con Hubert Cherrell. Sin duda recordará usted a su hermana, la sobrina de lady Mont. ¿Ha oído usted hablar de una absurda demanda de ex tradición? Es una cosa increíblemente estúpida. Fue un puro caso de autodefensa: tiene una herida de lo más terrible y podría enseñársela a usted en cualquier momento.
Lord Saxenden musitó algo imperceptible. Sus ojos habíanse vuelto fríos.
– De modo que, ¿comprende? Quería rogarle a usted que hiciese, retirar esa demanda. Sé que es usted una persona que goza de autoridad.
– ¿De autoridad? Ni poco ni mucho. Absolutamente nada. Jean sonrió.
– ¡Claro que es usted una persona de prestigio! Todo el mundo lo sabe. ¡Esto me toca tan de cerca!
– Pero, usted no estaba comprometida la otra noche, ¿verdad?
– No.
– ¡Qué repentino!
– ¿No son repentinos todos los noviazgos?
Quizá no se daba cuenta del golpe que con esa noticia daba a un hombre que pasa de los cincuenta y que había entrado en la habitación con la vaga esperanza de haber causado sensación sobre su juventud. Sin embargo, logró comprender que había desilusionado la buena opinión que se formara de ella, mientras él había desilusionado las esperanzas que ella fundara sobre su persona. Ahora le dirigía una mirada aguda y cortés. «Más refractario de lo que me suponía», pensó Jean, y cambiando de tono, dijo fríamente
– Después de todo, el capitán Cherrell es un D. S. O. Un inglés no deja en apuros a otro inglés, ¿no es así? Sobre todo si han ido a la misma escuela.
Esta observación de notable astucia, hecha en ese momento de desilusión, impresionó al que había sido «Snubby Bantham». – ¡Oh! – dijo -. ¿También él estuvo allí?
– Sí; y usted bien sabe qué vida hizo durante aquella expedición. Dinny le leyó a usted parte de su Diario.
Se oscureció el color del rostro de lord Saxenden y, con repentina exasperación, replicó
– Ustedes, señoritas, creen que no tengo más que hacer que meterme en los asuntos que no me atañen. La extradición es cosa legal.
Jean lo miró con los párpados entornados. El infeliz par hizo un movimiento como para protegerse la cabeza.
. ¿Qué puedo hacer? – preguntó bruscamente-. No me escucharían.
– Inténtelo – respondió Jean -. A ciertos hombres siempre se les escucha.
Los ojos de lord Saxenden brillaron.
– Dice que tiene una cicatriz. ¿Dónde?
Jean se arremangó la manga del brazo izquierdo.
– De aquí hasta aquí. Disparó cuando el hombre se le estaba echando- encima por segunda vez.
– ¡Jem!
Mirando atentamente el brazo, repitió esta profunda observación. Luego hubo un silencio hasta que Jean inquirió repentinamente
– ¿Le gustaría a «usted» verse amenazado de extradición, lord Saxenden?
Éste hizo un movimiento de impaciencia.
– Pero se trata de un asunto oficial, señorita. Jean lo miró de nuevo.
– ¿Es realmente cierto que jamás se ejerce una influencia desinteresada sobre las personas?
Él rió.
– Almuerce conmigo en la Parrilla del Piedmont… pasado mañana…, no, el viernes, y le diré si he podido hacer algo. Jean sabía siempre cuándo había llegado el momento de callar. En los comités parroquiales jamás hablaba durante mucho rato.
– Muchísimas gracias, ¿A la una y media?
Lord Saxenden, maravillado, afirmó con la cabeza. Aquella joven poseía cierta decisión que pasmaba a una persona cuya vida había transcurrido entre los negocios públicos, los cuales destacan por la falta de esa cualidad.
– ¡Hasta la vista! – dijo Jean.
– Adiós, señorita Tasburgh. Muchas felicidades.
– Gracias. De su interés dependerá el podérmelas ofrecer. Antes de que él pudiese contestar, había desaparecido. Jean volvió a pie y con el ánimo apaciguado. Pensaba con claridad y viveza, con una natural desconfianza hacia los actos de los demás. Tenía que ver a Hubert esta misma noche.
En cuanto llegó a casa, se dirigió inmediatamente al teléfono y llamó al Coffee House.
– ¿Hubert? Soy Jean. – Dime, querida.
– Ven aquí después de cenar.. Necesito verte. – ¿Hacia las nueve?
– Sí. Un beso. Adiós. – Y colgó el auricular.
Se detuvo un momento antes de subir a vestirse, como para justificar su sobrenombre de «leoparda». Parecía, efectivamente, la imagen de la juventud que acecha su propio porvenir: esbelta, atenta, inmóvil, perfectamente en su lugar en la salita de Fleur, refinada y de buen estilo, y no obstante extraña y en contraste con el ambiente, como hubiera podido estarlo un gato.
Durante la cena, cuando uno de los comensales tiene algún motivo de ansiedad y los demás lo saben, es menester evitar todo asunto que no se preste a un cambio de conversación a fuego rápido. Nadie hizo alusión al tema Ferse y, después del café, Adrián se marchó. Dinny le acompañó hasta la puerta. -Buenas noches, tío. Dormiré con mi maletín de socorro al alcance de la mano. Desde aquí se puede llamar un taxi. Prométeme que no estarás preocupado.
Adrián sonrió, pero por su rostro veíase que estaba sufriendo. Jean fue al encuentro de Dinny cuando ésta volvía y te comunicó las últimas noticias de Hubert. A su primer sentimiento de consternación, siguió una indignación abrasadora. -¡Qué profundo bandolerismo!
– Sí -asintió Jean -. Hubert vendrá dentro de unos momentos y quiero hablarle a solas.
– En tal caso, llévalo al despacho de Michael. Se lo iré a decir. El Parlamento debería saberlo. Lo malo es que están cerradas las sesiones. Parece que estén abiertas únicamente cuando no hace falta.
Jean aguardó en el vestíbulo a que llegara Hubert. Cuando se encontró con él en la sala cuyas paredes estaban cubiertas con grabados humorísticos correspondientes a las tres últimas generaciones, le hizo arrellanarse en un sillón más confortable y, acto seguido, se sentó sobre sus rodillas. Durante unos minutos permaneció con los brazos alrededor de su cuello y con los labios más o menos sobre los suyos.
– Basta – dijo levantándose y encendiendo dos cigarrillos -. Este asunto de la extradición no seguirá adelante, Hubert.
– ¿Y si siguiese?
– No seguirá. Pero si siguiese, sería una razón de más para que nos casemos inmediatamente.
– Querida mía, no puedo hacerlo de ningún modo.
– Debes. No vayas a creer que si te envían a Bolivia – lo que es un absurdo – yo no iría también. Desde luego que iría, y en el mismo barco, casada o no.
Hubert la miró.
– Eres una mujer maravillosa. – dijo – pero…
– Sí, ya sé. Tu padre, y tu valor, y tu deseo de hacerme feliz por mi propio bien, y todo lo demás. He hablado con tu tío Hilary. Está dispuesto a todo; es sacerdote y hombre de experiencia. Ahora bien, le informaremos del cariz que han tomado las cosas y, si aún está dispuesto a casamos, lo haremos. Iremos a verle juntos, mañana por la mañana.
– Pero…
– ¡Pero! Puedes fiarte de él. Me parece una persona muy sincera.
– Sí – asintió Hubert -, nadie es más sincero que él. – Perfectamente. En ese caso, no hay que discutir más. Ahora puedes volverme a besar.
Y se sentó de nuevo sobre sus rodillas. Por lo tanto, así les hubieran sorprendido, de no ser por su agudo oído. Cuando Dinny abrió la puerta, Jean estaba examinando al «Mono Blanco» colgado en la pared y Hubert sacaba un cigarrillo de su pitillera.
– Este mono es extraordinariamente bueno – dijo Jean -. Nos casaremos lo mismo, Dinny, a pesar de esas historias… Es decir, si vuestro tío Hilary todavía está dispuesto a unirnos. Podrás venir con nosotros mañana por la mañana, si quieres. Dinny miró a Hubert, que se había puesto en pie.
– Es incorregible – sonrió -. Con ella, no hay nada que hacer.
– Y nada podrás hacer sin mí. ¡Figúrate! Creía que si las cosas llegaban a lo peor y él tenía que partir para que lo procesen, yo me quedaría aquí. Los hombres son realmente como niños… ¿Que dices, Dinny?
– Me alegro.
– Todo dependerá de tío Hilary – repuso Hubert -. Esto lo comprendes, ¿verdad, Jean?
– Sí. Está en contacto con la vida real y haremos lo que diga. Ven a buscamos mañana a las diez. Dinny, vuélvete de espalda. Le daré un beso y luego tendrá que marcharse. Dinny se volvió.
– Ahora – dijo Jean.
Un poco más tarde las dos muchachas subieron a acostarse. Sus habitaciones eran contiguas y estaban amuebladas con el acostumbrado buen gusto de Fleur. Charlaron durante un ratito, luego se abrazaron y se separaron. Dinny empleó bastante tiempo para desvestirse.
El Square tranquilo, habitado principalmente por diputados del Parlamento, actualmente ausentes por vacaciones, tenía pocas luces en las ventanas de las casas; ni un soplo de viento movía las oscuras ramas de los árboles; el aire que entraba por la ventana abierta no conocía la dulzura de la noche y los sordos rumores de la ciudad mantenían vivas en ella las sensaciones palpitantes de aquella larga jornada.
«Yo no podría vivir con Jean», pensó Dinny, pero con una justicia aún mayor, añadió: «Pero Hubert sí podrá. Necesita una mujer así». Y sonrió con una mueca, burlándose de su propia sensación de haber sido abandonada. Cuando estuvo acostada, su pensamiento se dirigió hacia el temor y la congoja de Adrián, de Diana, y de su infeliz marido, separado de ella, separado de todos. En la oscuridad de la noche le parecía ver sus ojos vacilantes, ardientes, intensos; los ojos de un ser que suspiraba por hallarse en su casa, por descansar, y que no podía hacerlo. Se subió las mantas hasta los ojos y, para consolarse, repitió incansablemente unos versos infantiles.