CAPÍTULO XXII

El rostro de Bobbie -Ferrar era de los que contemplan las tempestades sin inmutarse; en otras palabras, era el ideal de los funcionarios permanentes; tan permanente, que no podíase concebir que él Foreign Office continuara funcionando sin él. Los secretarios de Estado podían llegar, o podían marcharse, pero -Bobbie Ferrar se quedaba siempre, blando, inescrutable, con anos dientes magníficos. Nadie sabía si en él había algo más que un número incalculable de secretos. De edad indefinible, bajo y cuadrado, con una voz suave y profunda, tenía expresión de completa indiferencia. Vestido con un traje oscuro a. rayitas claras, con una flor en el ojal, pasaba su existencia en una vasta antesala en la que no había casi nadie, salvo las personas que iban. para hablar con el ministro de Asuntos Exteriores y que, en cambio, encontraban a Bobbie Ferrar.

Era, en realidad, el perfecto muelle amortiguador. Su debilidad era la criminología. No había un importante proceso por asesinato que Bobbie Ferrar no presenciase; aunque fuese sólo durante media hora, desde un sitio más o menos reservado para él. Y los extractos de todos esos procesos los guardaba en un libro especial, encuadernado. La mayor prueba de su carácter, cualquiera que éste fuese, estaba quizás en el hecho de que nadie le reprochaba jamás sus relaciones con personas de todas clases y partidos. La gente iba a ver a Bobbie Ferrar, pero él no iba a ver a nadie. ¿Por qué? ¿Qué había hecho para ser «Bobbie» Ferrar para todo el mundo? Ni siquiera tenía el título de «honorable»; 'era, sencillamente, el hijo del hijo menor de un marqués. Afable, impenetrable, siempre atareado, indudablemente representaba la última palabra. Sin él, sin su flor, sin su ligera sonrisa, Whitehall se hubiera visto privada de algo que le daba un aspecto casi humano.

La mañana del día de los esponsales de Hubert, estaba volviendo las páginas de un catálogo de bulbos cuando le entregaron la tarjeta de visita de sir Lawrence, seguida inmediatamente de su propietario.

– Bobbie, ¿sabe usted a qué he venido? ~ preguntó casi en seguida.

– Lo sé perfectamente – contestó Bobbie, con sus ojos redondos, la cabeza echada hacia atrás y la voz profunda.

– ¿Vio usted al marqués?

– Ayer almorcé con él. ¿No es un hombre asombroso?

– El más grande de nuestros ancianos – repuso sir Lawrence -. ¿Qué va usted a hacer? El viejo sir Conway Cherrell fue el mejor embajador en España que salió de esta casa. Además, se trata de un novio.

– ¿De veras tiene una cicatriz? – inquirió Bobbie Ferrar, haciendo una mueca.

– ¡Claro que sí!

– ¿De veras le hirieron en aquella ocasión?

– ¡Usted es la imagen del escepticismo! Sí, en aquella ocasión.

– ¡Asombroso! – ¿Por qué? Bobbie Ferrar descubrió los dientes. – ¿Quién puede demostrarlo?

– Hallorsen está buscando una prueba.

– Eso no atañe a nuestro departamento, bien lo sabe usted. – ¿No? Pero desde aquí puede alcanzar el Ministerio del Interior.

– ¡Hum! -dijo Bobbie Ferrar.

– En todo caso, se puede pedir el parecer de los bolivianos al respecto.

– ¡Hum! – dijo Bobbie Ferrar, aun más profundamente. Acto seguido le tendió el catálogo -. ¿Conoce usted esta nueva variedad de tulipán? Perfecta, ¿verdad?

Escuche, Bobbie – dijo sir Lawrence -. Se trata de mi sobrino. Es realmente un apedazo de pan». Y esto no marcha, ¿comprende?

– Vivimos en un período eminentemente democrático – fue la respuesta tenebrosa de Bobbie Ferrar -. Hubo una interpelación-en la Cámara, ¿verdad?… ¿Se trataba de fustigación?

– Si continúan haciendo tantas tonterías, podemos sacar a relucir la honra nacional. Hallorsen ha retirado sus críticas. Bien; dejo el asunto en sus manos. Usted no se comprometería aunque me quedase aquí toda la mañana. Pero hará usted lo que pueda porque, en realidad, es una acusación escandalosa. – Perfectamente – repuso Bobbie Ferrar -. ¿Le gustaría asistir al proceso por el asesinato de Croydon? Es extraordinario. Tengo dos plazas. Le ofrecí una á mi tío, pero no quiere presenciar ningún proceso hasta que introduzcan la silla eléctrica.

– ¿Es realmente culpable Bobbie Ferrar asintió.

– Las pruebas son muy inciertas – añadió. -Bueno, Bobbie, hasta la vista. Cuento con usted. Bobbie Ferrar hizo otra mueca y le tendió la mano. – Adiós – masculló.

Sir Lawrence se llegó hasta la Coffee House, donde el conserje le tendió un telegrama: «Voy a casarme Jean Tasburgh dos en punto hoy St. Agustine's-in-the-Meads felicísimo verte y a tia Em. Hubert.»

Entrando en la sala del café, sir Lawrence le dijo al maitre - Butts, he de ir a la boda de un sobrino mío. Sírvame de prisa.

Veinte minutos más tarde estaba en un taxi, en dirección a St. Agustine's. Llegó poco antes de las dos y encontró a Dinny en el momento en que subía las escaleras.

– Tienes un aspecto pálido e interesante, Dinny. – Estoy pálida e interesante, tío Lawrence. – Este acontecimiento parece algo repentino.

– Jean lo quiso así. Me siento terriblemente responsable. Yo se la presenté, ¿comprendes?

Entraron en la iglesia y se dirigieron hacia los primeros bancos. Salvo el general, lady Cherrell, la mujer de Hilary y Hubert, no había más que dos curiosos y un sacristán. Alguien pasaba los dedos por el teclado del órgano. Sir Lawrence y Dinny se sentaron en un banco solitario.

– No me sabe mal que Em no esté aquí – dijo él en voz baja -. Siempre llora. Cuando te cases, Dinny, pon en las tarjetas de invitación, «Se ruega no derramar lágrimas». ¿ Qué será que produce tanta humedad con ocasión del matrimonio? Incluso los sacristanes lloran.

– Es el velo -cuchicheó Dinny -. Hoy nadie llorará porque no lo hay. ¡Mira! ¡Fleur y Michael!

Sir Lawrence volvió su monóculo hacia ellos mientras atravesaban la nave.

– Han pasado ocho años desde que les vimos casarse. En resumidas cuentas, no hicieron mal.

– No – murmuró Dinny -. El otro día Fleur me dijo que Michael está forjado de oro puro.

– ¿Eso dijo? ¡Bien! Hubo momentos, Dinny, en que tuve mis dudas.

– No sobre Michael.

– No, no. Realmente es un hombre de primera calidad. Pero Fleur ha perturbado más de una vez la paz de su palomar. 'Sea como fuere, después de la muerte de su padre, su conducta r: ha sido ejemplar. ¡Ahí vienen!

Las notas del órgano dieron el aviso. Alan Tasburgh y Jean, cogidos del brazo, avanzaron por la nave. Dinny admiraba el aspecto firme del joven. En cuanto a Jean, parecía la imagen de la salud y de la vitalidad. Hubert, con las manos en la espalda, como si estuviera en posición de «descansen», se volvió mientras ella se acercaba y Dinny vio que su rostro, moreno, arrugado, se iluminaba como si el sol lo hubiese inundado. Una sensación de sofoco le oprimió la garganta. Luego vio que Hilary, revestido con sobrepelliz, había llegado pausadamente y esperaba.

«Me encanta tío Hilary», pensó. Este había empezado a hablar.

Contrariamente a lo que solía hacer en la iglesia, Dinny escuchó. Aguardó la palabra «obedecer»: no vino; aguardó las alusiones a las relaciones íntimas: fueron omitidas. Ahora Hilary rezaba. Habían llegado al «Padrenuestro». Ya se dirigían a la sacristía. ¡Qué extraña brevedad!

Estaba de rodillas y se puso en pie.

– Completamente asombroso – cuchicheó sir Lawrence -~ como diría Bobbie Ferrar. ¿Adónde irán después?

– Al teatro. Jean desea quedarse en Londres. Ha encontrado un departamento en una casa para trabajadores.

– La calma que precede a la tempestad. No sé qué daría para que el asunto de Hubert hubiera terminado, querida Dinny.

Ahora salían de la sacristía y el órgano comenzó a tocar la «Marcha nupcial» de Mendelssohn. Mirando a la pareja que atravesaba la nave, Dinny tuvo una sensación de exaltación y de abandono, de celos y de satisfacción. Luego, viendo que también Alan parecía tener sentimientos, salió del banco para reunirse con Fleur y Michael; pero, descubriendo a Adrián cerca de la entrada, se dirigió hacia él.

– ¿Qué noticias traes, Dinny?

– Por ahora buenas, tío. Vuelvo allí en seguida.

Con el afán popular de experimentar emociones de segunda mano, un pequeño grupo de feligreses de Hilary habíase reunido afuera. Se oyeron vítores y aclamaciones cuando Jean y Hubert partieron en el pequeño coche oscuro y se alejaron. – Sube al taxi conmigo, tío – dijo Dinny.

– ¿Crees que a Ferse le molesta tu presencia? – preguntó Adrián en el taxi.

– Es muy educado y casi no habla. Sus ojos siempre están fijos en Diana. Lo siento terriblemente por él.

Adrián asintió. – ¿Y ella?

– Maravillosa; como si no ocurriera nada anormal. El no quiere salir. Se queda en el comedor y acecha continuamente desde allí.

– El mundo debe antojársele una conspiración. Si permanece cuerdo por algún tiempo, perderá esta sensación.

– Pero, ¿volverá a perder la razón? Hay casos de restablecimiento total, ¿no es cierto?

– Por lo que he podido comprender, no será así. Tiene en contra la herencia y el temperamento.

– Normalmente, me hubiera podido ser muy simpático. Tiene un rostro lleno de audacia, pero sus ojos asustan.

– ¿Le has visto con los niños?

– Todavía no; pero hablan de él con cariño y naturalidad eso demuestra que no los ha asustado.

– En la clínica mental me han soltado una jerigonza de complejos, obsesiones, represiones, disociaciones y no sé qué más; pero he podido deducir que su caso es uno de esos en los cuales los ataques de aguda melancolía se alternan con ataques de gran excitación. últimamente, estos dos síntomas se han debilitado tanto, que se ha vuelto casi normal. Lo que es de temer es un recrudecimiento de uno u otro aspecto. Siempre ha tenido, tendencia a la rebelión. Durante la guerra estaba de punta, con los jefes y, después de la guerra, con la democracia. Ahora que ha vuelto, seguramente estará en oposición con algo y, de golpe, su mente volverá a hallarse como antes. Si hay armas en la casa, Dinny, sería menester ocultarlas.

– Se lo diré a Diana.

El taxi entró en la King's Road.

– Será mejor que yo no siga más adelante -decidió Adrián, con voz triste.

También Dinny se apeó. Se quedo un momento mirándolo mientras, alto y un poco encorvado, se alejaba; luego enfiló Oakley Street y abrió la puerta. Ferse estaba en el umbral del comedor.

– Entre aquí – dijo -. Necesito hablar con usted. Habían terminado de comer en la habitación revestida de madera y pintada de color oro verdoso. Sobre la larga y estrecha mesa estaban depositados un periódico, un bote de tabaco y unos cuantos libros. Ferse le ofreció una silla y se colocó de espaldas al fuego. No la miraba, de modo que Dinny pudo estudiarle como aún no había podido hacerlo. El rostro, hermoso, daba una sensación de desasosiego. Los pómulos altos, la barbilla cuadrada y los cabellos canosos y crespos hacían resaltar sus ojos de acero, sedientos y ardientes. También su actitud rígida con las manos apoyadas en la cadera, hacía resaltar sus ojos. Dinny se hundió en la silla, atemorizada y sonriendo ligeramente.

– ¿Qué dice la gente de mí?

– No he oído decir nada. He ido a la boda de mi hermano. – ¿Su hermano Hubert? ¿Con quién se ha casado? – Con' una joven que se llama Jean Tasburgh. Usted la vio anteayer.

– ¡Oh! ¡Ah! ¡La cerré con llave! – Sí, ¿por qué?

– Me pareció peligrosa. Fui yo quien consentí en recluirme, ¿sabe? No me llevaron a la fuerza.

– Ya lo sabía. Sabía que había ido usted espontáneamente…

No era un mal sitio, pero…, ¡bien! ¿Qué le parezco? – Jamás tuve ocasión de verle a usted de cerca, pero me parece que está usted muy bien – contestó Dinny, dulcemente. – Me encuentro perfectamente. He mantenido mis músculos en buen estado haciendo ejercicio todos los días.

– ¿Leía usted mucho?

– últimamente, sí. ¿Qué piensan de mí?

Oyendo repetir la pregunta, Dinny le miró a la cara.

– ¿Qué pueden. pensar de usted si hasta ahora no le han visto?

– ¿Quiere decir que debería ver gente?

– Yo no lo sé, capitán Ferse. Pero no comprendo por qué razón no tendría usted que ver a alguien. A mí me ve todos los días.

Usted me gusta. Dinny levantó una mano. – No diga que lo siente por mí – dijo Ferse, rápidamente.

– ¿Por qué tendría que decirlo? Estoy segura de que se encuentra perfectamente.

– El se cubrió los ojos con la mano. – Estoy bien, pero, ¿hasta cuándo? – ¿Por qué no para siempre? Ferse se volvió hacia el fuego.

– Si no se preocupa, no le pasará nada – aseguró Dinny tímidamente.

Él dio media vuelta.

– ¿Ha observado usted bien a mis hijos? – No mucho.

– ¿Tienen algún parecido conmigo? – Se asemejan mucho más a Diana.

– ¡Gracias a Dios que es así! ¿Qué piensa Diana de mí? Esta vez sus ojos hurgaron en los de ella. Dinny se dio cuenta duque todo dependía de su contestación.

– Diana está contenta.

Él movió la cabeza con violencia. – Es imposible.

– Muchas veces la verdad parece imposible. -¿No me odia?

– ¿Por qué tendría que odiarle?

– Su tío Adrián… ¿Qué hay entre ellos? No me diga que nada.

– Mi tío la adora – contestó Dinny dulcemente -. Pero son sencillamente dos buenos amigos.

– ¿Sólo amigos? – Sólo amigos.

– Me figuro que es todo cuanto usted sabe. – Lo sé a ciencia cierta.

Ferse suspiró.

– Es usted buena. ¿Qué haría si estuviera en mi lugar? Dinny se dio cuenta de nuevo de la cruel responsabilidad de su posición.

– Creo que haría lo que deseara Diana. – ¿Es decir?

– No lo sé. Me parece que tampoco ella lo sabe todavía.

Ferse dio unos pasos hasta la ventana, y. luego volvió atrás.

– He de hacer algo por los pobres diablos como yo. – ¡Oh! – exclamó Dinny, descorazonada.

– Yo he sido afortunado. La mayor parte de personas en mis condiciones habrían sido declaradas locas e internadas en contra de su voluntad. De haber sido pobres, no hubiéramos podido pagar los gastos. Estar allí era bastante malo, pero infinitamente mejor que en los otros sitios de ese tipo. Solía hacer hablar a mi enfermero. É1 había visto dos o tres de ellos.

Quedó en silencio. Dinny pensó en las palabras de su tío «Se encontrará en oposición con algo y, de golpe, su mente volverá a estar como antes».

De repente, Ferse continuó;

Si tuviera usted la posibilidad de hacerlo, ¿se cuidaría usted de los locos? Ni usted ni nadie que tenga nervios y sensibilidad. Lo haría un santo, pero no hay santos suficientes.

¡No! Para cuidar de nosotros es menester ahuyentar toda compasión, es preciso ser de hierro es necesario tener la piel como cuero y no tener nervios. Una persona con nervios, para nosotros sería peor que la persona de piel dura, porque tendría arranques y esto recae siempre sobre nosotros. Es un callejón sin salida. ¡Dios mío! ¿No ha pensado en ello? Y… el dinero. Quien posee dinero, jamás tendría que entrar en uno de esos lugares. ¡Jamás, jamás! Habría que encerrarlo en casa… de cualquier manera… en cualquier parte. Si no hubiese sabido que podía salir cuando me viniese en gana…, si no me hubiese apegado a esta certeza, incluso en mis momentos peores, ahora no estaría aquí. Estaría loco furioso. ¡Dios mío! ¡Estaría loco furioso! ¡El dinero! ¿Cuántos tienen dinero? Quizás un cinco por ciento. Los otros pobres diablos están encerrados allí dentro, tanto si quieren como si no quieren. No me importa cuán científicos, cuán buenos puedan ser tales lugares. El hecho es que, siendo manicomios, significan la muerte en vida. Deben serlo. La gente de fuera nos considera como muertos y, por lo tanto, ¿quién se preocupa? Tras la ficción de la cura científica, eso es' lo que existe en realidad. Todavía perdura la antigua prevención contra la locura, señorita Cherrell. Somos una desgracia. Todo el mundo pide que se nos oculte de un modo humanos ¡-Humanamente! ¡Intentadlo! ¡No podéis! Y entonces intentáis cubrirlo todo con un barniz…, con un barniz…, con un barniz… Eso es todo. ¿Qué otra cosa puede ser? Créame a inf. Créale a mi enfermero. Él lo sabe.

Dinny escuchaba sin parpadear. Repentinamente, Ferse rió. – Pero no estamos muertos… La desgracia es que no estamos muertos. ¡Si por lo menos lo estuviéramos! Aquellas pobres criaturas son capaces de sufrir a su manera, como todo el mundo. Incluso más capaces. ¿No lo sabré yo? Y, ¿cuál es el remedio? – Se llevó las manos a la cabeza.

– Encontrar un remedio – dijo Dinny quedamente – sería maravilloso.

El la miró fijamente.

– Pero todo cuanto se hace es aplicar un barniz más es«¿Por qué preocuparse entonces?»

Estas palabras subieron a los labios de Dinny, pero no las pronunció.

– Quizá se encontrará el remedio – dijo -. Pero es algo que requiere paciencia y calma.

Ferse rió.

– Debe usted aburrirse mortalmente – y se volvió de cara a la ventana.

Dinny se escabulló fuera sin hacer ruido.

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