CAPÍTULO XXXI

Cuando hubo terminado de sonreír, Dinny se dio cuenta de que su tío la miraba con expresión de burla. -¿Podemos irnos, tío Hilary?

– Sí, será mejor que nos vayamos, Dinny, antes de que acabes de conquistar al presidente del jurado.

Afuera, en el húmedo aire de octubre, puesto que el día era de los clásicos del octubre inglés, ella dijo

– Vamos a respirar un poco de aire puro, tío, y a quitarnos de encima el olor de esa sala.

Se dirigieron hacia el lado del mar lejano, caminando a buen paso.

– Estoy terriblemente ansiosa por saber qué ha sucedido antes de mi entrada, tío. ¿He dicho algo contradictorio?

– No. Por la declaración de Diana, ha resultado claro que Ferse había vuelto de una clínica mental. El médico forense la ha tratado con mucha amabilidad. Ha sido una suerte que me hayan llamado antes que a Adrián, de modo que su declaración no ha sido más que una repetición de la mía. Me sabe muy mal por los periodistas. Los jurados evitan pronunciarse en favor de los suicidios y de las enfermedades mentales cuando pueden y, después de todo, no sabemos lo que le sucedió al pobre Ferse en su último instante. Pudo haber caído muy fácilmente desde el borde de la cantera: el lugar estaba oscuro y la luz iba amortiguándose de minuto, en minuto.

– ¿Verdaderamente lo crees así, tío?

– No, Dinny. Soy del parecer que decidió hacer lo que hizo y aquél era el lugar más próximo a su antigua morada

Y, a pesar de que quizá diga lo que no debería, démosle gracias a Dios de que lo haya hecho y que ahora descanse en paz. -Sí, ¡oh, sí! ¿Qué les sucederá ahora a Diana y a tío Adrián?

Hilary llenó su pipa y se detuvo para encenderla.

– Bueno, querida, le he dado a Adrián unos cuantos consejos. No sé si los aceptará, pero tú podrías apoyarme a la primera ocasión. Ha aguardado durante muchos años y le convendría esperar uno más.

– Sí, tío, estoy completamente de acuerdo contigo. – ¡Oh! -exclamó Hilary, sorprendido.

– Sí; Diana no está en condiciones de pensar en él. Habrá que dejarla a sí misma y a los niños.

– He pensado – continuó Hilary – que a lo mejor se podría organizar alguna expedición en busca de huesos, que le mantuviese alejado de Inglaterra por lo menos un año.

– ¡Hallorsen! – exclamó Dinny, estrechándose las manos- Ha de marcharse de nuevo y quiere mucho a tío Adrián.

– ¡Bueno! Pero, ¿se lo llevará consigo?

– Sí, si yo se lo pido – contestó Dinny, sencillamente. Hilary volvió a lanzarle una mirada casi burlona.

– ¡Qué señorita tan peligrosa! Probablemente el Gobierno le otorgará una licencia… Haré que Lawrence y el viejo Shropshire se interesen por el asunto. Ahora hay que regresar, Dinny. Tengo que coger el tren. Es triste porque este aire tiene un buen perfume, pero allá abajo, en los Meads, requieren mi presencia.

Dinny le deslizó una mano debajo del brazo. – ¡Cuánto te admiro, tío Hilar y!

Hilary la miró asombrado.

– Me parece que no te comprendo.

– ¡Oh, bien sabes lo que quiero decir! Has adquirido toda la vieja tradición del «yo sirvo» y de ese género de cosas y, no obstante, eres moderno, tolerante y liberal.

– ¡Vaya ¡- hizo Hilary, lanzando una nube de humo. – ¿Y no crees en el infierno?

– Sí, 1o tenemos en la tierra.

– Y toleras los juegos domingueros, ¿verdad? – Hilary asintió -. ¿Y los baños de sol sin nada encima?

– Podría tolerarlos si hubiese sol.

– ¿Y los pijamas y los cigarrillos para las mujeres?

– Los que apestan, no; desde luego, los que apestan, no.

– Eso es antidemocrático.

– No puedo pensar de modo diferente, Dinny. ¡Huele! – y le echó un poco de humo a la cara.

Dinny husmeó.

– Hay algo de… Huele bien, pero las mujeres no pueden fumar en pipa. Supongo que todos tenemos nuestras debilidades, y la tuya es no tolerar los cigarrillos malolientes. Aparte de eso, eres estupendamente moderno, tío. Cuando estaba en la sala miraba a toda aquella gente y me parecía que tu rostro – era el único que demostraba un poco de modernismo.

– Estamos en una ciudad de tradición eclesiástica, querida.

– Bueno, creo que hay mucho menos modernismo de lo que la gente se figura.

– Tú no vives en Londres. Sin embargo, hasta cierto punto, llevas razón. La franqueza de las cosas no estriba en el cambio de las cosas. La diferencia entre los días de mi juventud y los de hoy es tan sólo una diferencia de expresión. Nosotros teníamos dudas, curiosidades y deseos, pero no los expresábamos. Ahora se expresan. Yo veo a muchos jóvenes de las universidades; vienen a trabajar a St. Agustine's. Pues bien, desde la cuna están acostumbrados a decir todo lo que piensan, y cómo lo dicen. Nosotros no lo decíamos, ¿comprendes?, pero las mismas cosas nos pasaban por la mente. Toda la diferencia estriba en eso. En eso y en los automóviles.

– En tal caso yo estoy forjada a la antigua. No soy capaz de expresarme.

– Es el sentido del humor, Dinny. Acciona como un freno y te da conciencia de ti misma. Son pocos los jóvenes actuales que tengan sentido del humor; a menudo tienen gracia, pero no es lo mismo. Nuestros jóvenes pintores, escritores y músicos, ¿podrían hacer lo que hacen si fueran capaces de burlarse de sí mismos? Esta es la verdadera prueba del sentido del humor.

– Pensaré en ello.

– Sí, pero no pierdas el sentido del humor, Dinny. Es el perfume de la rosa. ¿Vuelves a Condaford ahora?

– Creo que sí. El proceso de Hubert no se reanudará hasta después de la llegada del buque con el correo y faltan aún unos diez días.

– Bien. Saluda de mi parte a Condaford… Quizá nunca más viviré unos días tan hermosos como los que pasamos allí cuando todos éramos niños.

– Eso mismo pensaba yo mientras esperaba ser el último de los negritos.

– Eres algo joven para llegar a esta conclusión. Aguarda a que te hayas enamorado.

– Lo estoy.

– Cómo, ¿enamorada?

– No, esperando.

– El estar enamorado es una condición pavorosa – dijo Hilary -. Sin embargo, jamás he tenido que lamentarme de ello.

Dinny lo miró de soslayo y descubrió los dientes. – ¿Y si te volviese a coger, tío?

– ¡Ah! -exclamó Hilary, golpeando la pipa contra un pilar-buzón -. Estoy fuera de peligro. En mi profesión no nos lo podemos permitir. Además, aún no estoy curado del primer ataque.

– No – dijo Dinny, compungida -. ¡Tía May es estupenda!

– Tú lo has dicho. Aquí está la estación. ¡Adiós y bendita seas! He enviado mi maletín esta mañana por mediación del recadero. – Saludó con la mano y desapareció.

Al llegar al hotel, Dinny buscó a Adrián. No estaba y, más bien desconsolada, salió de nuevo y entró en la catedral. Estaba a punto de sentarse para gozar de aquella belleza confortadora, cuando vio a su tío apoyado contra una columna, con los ojos fijos en una vidriera. Se le acercó y le deslizó una mano debajo del brazo. El la estrechó y no dijo palabra.

– ¿Te gustan las vidrieras, tío?

– Me gustan inmensamente las vidrieras bonitas, Dinny. ¿No has visto nunca la catedral de York?

Dinny movió la cabeza. Luego, comprendiendo que nada de cuanto podría decir la conduciría a lo que deseaba saber, preguntó francamente

– ¿Qué vas a hacer ahora, querido tío?

– ¿Has hablado con Hilary?

– Sí.

– Quiere que me vaya lejos, por un año. – Yo también lo juzga oportuno.

– Es mucho tiempo, Dinny. Estoy volviéndome viejo.

– ¿Irías con la expedición del profesor Hallorsen, si él te llevase?

– No creo que me lleve. – ¡Oh, sí!

– Iría si estuviera seguro de que Diana lo desea.

– Ella jamás te lo dirá, pero tengo la certeza de que necesita de un completo descanso durante bastante tiempo.

– Cuando uno adora al sol – repuso Adrián en voz baja – le es muy duro ir donde el sol nunca brilla.

Dinny le estrechó el brazo.

– Lo sé. Pero podrías deleitarte pensando en el momento en que tendrás el placer dé volverla a ver. Y esta vez se trata, de una expedición sumamente saludable. Sólo a Nuevo Méjico. Volverías rejuvenecido y con las piernas cubiertas de pieles, como se ve en las películas. Resultarías irresistible, tío, y mi mayor deseo es que seas irresistible. Todo lo que se necesita es que mueran las murmuraciones y los rumores.

– ¿Y mi trabajo?

¡Oh, eso puede arreglarse perfectamente! Si Diana no tiene ninguna preocupación por un año entero, será una criatura diferente y tú parecerás la tierra de promisión. Tengo el convencimiento de que sé lo que me digo.

– Eres una atractiva y joven serpiente -dijo Adrián con una apagada sonrisa.

– Diana está herida bastante gravemente.

– A veces creo que se trata de una herida mortal. – ¡No, no!

– ¿Por qué volverá a pensar en mí una vez esté yo lejos – Porque las mujeres son así.

– ¿Qué sabes tú de las mujeres, a tu edad? Hace mucho tiempo me fui, y ella pensó en Ferse. Temo no estar hecho del material adecuado.

– En ese caso, Nuevo Méjico es lo que necesitas. Volverás convertido en «hombre-macho». ¡Piensa en ello! Yo te prometo cuidar de ella, y los niños mantendrán vivo tu recuerdo, Siempre están hablando de ti, y yo me comprometo a que continúen haciéndolo.

– Es extraño, desde luego – dijo Adrián, como si no estuviese hablando de cosas que le atañían -, pero siento que está más lejos de mí que cuando Ferse vivía.

– De momento y será un largo momento. Pero sé que con el tiempo todo saldrá a pedir de boca. De veras, tío. Adrián calló durante un rato, y luego decidió

– Iré, Dinny, si Hallorsen quiere llevarme.

– Claro que te llevará. Inclínate, tío, para que pueda darte un beso.

Adrián se dobló y el beso le rozó la nariz. Un sacristán tosió…

Aquella misma tarde volvieron a Condaford, en el mismo orden de asientos, con el joven Tasburgh al volante. Durante aquellas últimas veinticuatro horas Alan habla demostrado un tacto perfecto: no hizo ninguna proposición y Dinny le estaba sumamente agradecida. Al igual que Diana, también ella necesitaba paz. Alan partió aquella tarde, Diana y los niños el día siguiente, y Clara regresó de su larga estancia en Escocia, de modo que sólo la familia quedó en Condaford. No obstante, Dinny no se sentía tranquila. Ahora que había cesado la preocupación por el pobre Ferse, estaba oprimida y distraída pensando en Hubert. Era extraño que esa cuestión, todavía en suspensó, pudiese perturbarla tanto. Hubert y Jean escribían desde la costa oriental unas cartas bastante alegres. Juzgando por cuanto decían, no estaban preocupados. Dinny, en cambio, sí lo estaba. Y sabía que también lo estaba su madre y mucho más aún su padre. Clara sé hallaba más indignada que preocupada y el efecto de la cólera sobre ella era estimular sus energías; de forma tal que pasaba las mañanas con su padre, fuera de casa, y por las tardes desaparecía con el coche para visitar a los vecinos, en cuyas casas se quedaba a menudo hasta después de cenar. Dado que era la persona más alegre de la casa, siempre estaba muy, solicitada. Dinny guardaba para sí su preocupación. Habíale escrito a Hallorsen a propósito de su tío y le envió la fotografía que le prometiera, en la que figuraba con el traje hecho para su presentación a la Corte, dos años antes, cuando, por economía, ella y Clara fueron presentadas juntas. Hallorsen contestó a vuelta de correo: «El retrato es realmente bonito. Nada me agradará más que llevar conmigo a su tío. Me pondré en comunicación con él cuanto antes.» Y firmaba: «Su siempre devoto servidor».

Ella leyó la carta con un sentimiento de gratitud, pero sin un temblor, lo que la indujo a llamarse a sí misma corazón de piedra. Tranquila ya por lo que a Adrián se refería, puesto que sabía que podía dejar a Hilary la tarea de arreglar lo del año de permiso, continuaba pensando en Hubert con un creciente presentimiento de desgracia. Intentaba persuadirse de que esto era debido a que no tenía que atender a nada en particular, a la reacción sufrida después de la aventura de Ferse y a la constante nerviosidad en que él la sumiera, pero estas excusas no la convencían. Si no creían a Hubert y concedían la extradición, ¿qué oportunidades tendría allá abajo?

Pasaba mucho tiempo mirando a escondidas el mapa de Bolivia, como si su conformación geográfica pudiera darle una idea de la psicología de sus habitantes. Jamás amó tan apasionadamente a Condaford como durante estos días de angustia. La casa estaba vinculada al primogénito y si a Hubert lo enviaban allá abajo, o hubiera muerto en la cárcel o sido asesinado por uno de los muleros, y si Jean no tenía hijos varones: pasaría al hijo mayor de Hilary, un primo al que ella apenas conocía porque estaba en un colegio. Quedaba en la familia, eso sí, pero podía considerarse perdida. Del destino de Hubert dependía el destino de su amada casa. Y, a pesar de que la extrañaba poder pensar en sí misma cuando todo tenía para Hubert un significado mucho más terrible, no podía desechar totalmente este pensamiento.

Una mañana le rogó a Clara que la llevase en coche a Lippinghall. No le gustaba guiar, y no sin razón, porque, con su modo peculiar de observar el lado humorístico de lo que veía al pasar, más de una vez había corrido el riesgo de ocasionar desgracias. Llegaron a la hora del almuerzo. Lady Mont estaba a punto de sentarse a la mesa y las acogió con las siguientes palabras

– ¡Queridas mías, qué lástima que hayáis llegado en estos momentos! Vuestro tío está fuera. Claro que todo podrá arreglarse si os sentís capaces de comer zanahorias. ¡Son tan depurativas! Blox, vea si Agustina ha guisado algún volátil. y dígale que haga esos ricos buñuelos con mermelada que yo no puedo comer.

– ¡Oh, no, tía Em! Por favor, que no hagan nada que tú no puedas comer.

– De momento no puedo comer nada. Vuestro tío está engordando, de modo que yo estoy a régimen para adelgazar. Además, Blox, que prepare unos souflés de queso, vino y café.

– ¡Pero eso es terrible, tía Em!

– Y uvas, Blox. Y los cigarrillos que están en el cuarto del señorito Michael. Vuestro tío no los fuma y yo los fumo más fuertes. Y, Blox…

– ¿Sí, milady? – Cócteles, Blox.

Tía Em, _jamás bebemos cócteles.

– Eso no es verdad; yo os los he visto hacer, Clara, estás delgada; ¿también haces tú la cura para adelgazar?

– No. He estado en Escocia, tía Em.

– Siguiendo a los fusiles y marchando de pesca. Ahora id a dar una vuelta por la casa. Os esperaré.

Mientras daban una vuelta por la casa, Clara le preguntó a Dinny

– ¿Por qué será que tía Em habla de ese modo deshilvanado y estrafalario?

– Papá me dijo una vez que estuvo en un colegio donde intentaban introducir un nuevo modo de hablar. Era gente moderna, ¿sabes? Pero, ¿no la encuentras deliciosa?

Clara asintió mientras se retocaba los labios con su barrita de carmín.

Al volver a entrar en el comedor oyeron que lady Mont decía

– Los pantalones de James, Blox.

Sí, milady.

– Parece como si quisieran caerse. ¿No se les puede hacer algo?

Vio a sus sobrinas y exclamó

– ¡Ya estáis aquí! Vuestra tía Wilmet ha ido a pasar una temporada en casa de Hen, Dinny. Diferirán sobre el lugar. Tenéis un poco de caza fría para cada una. Dinny, ¿qué has estado haciendo con Alan? Tiene un aspecto muy interesante y mañana termina su permiso.

– No he hecho nada con él, tía Em.

– Entonces es por eso. No, déme mis zanahorias, Blox. ¿No vas a casarte con él? Sé que tiene una herencia pendiente de la Cancillería. No sé si es en Wiltshire. El hecho es que viene aquí a esconder su rostro en mi regazo, por amor tuyo. Bajo la mirada de Clara, Dinny permanecía inmóvil con el tenedor en el aire.

– Si no tienes cuidado le trasladarán a China y se casará con la hija de un comerciante de víveres. Dicen que Hong Kong está atestado de ellas. ¡Oh! Y mis portulacas se han muerto, Dinny. Boswell y Johnson cometieron la torpeza de regarlas con abono líquido. No tienen el sentido del olfato. ¿Sabes qué hicieron una vez?

– No, tía Em.

– Contagiaron la fiebre del heno a mi conejo de raza. Estornudaban encima de la jaula y el pobrecillo se murió. Les he dicho que se marchen, pero no se han ido. Tu tío los mima demasiado. ¿Has de tomar estado, Clara?

– ¿Tomar estado?

– Me parece una expresión muy hermosa. Los diarios ignorantes la usan. Así, ¿has de tomar estado, Clara?

– Desde luego que no.

– ¿Por qué? ¿No tienes tiempo? Realmente no me gustan las zanahorias… ¡son tan deprimentes! Pero vuestro tío ha llegado a un período de la vida que me obliga a andar con cuidado. Yo no sé por qué los hombres tienen estos períodos. A decir verdad, ya tendría que haberlo pasado.

– Ya lo ha pasado, tía Em. Tío Lawrence tiene sesenta años, ¿no lo sabías?

– Pero todavía no ha dado señal alguna. ¡Blox! – ¿Milady?

– ¡Váyase! – Si, milady.

– Hay algunas cosas – dijo lady Mont, cuando la puerta se hubo cerrado – que no se pueden decir en presencia de Blox. El control de la natalidad, vuestro tío y otras cosas así. ¡Pobre Pussy!

Se levantó y, dirigiéndose a la ventana, dejó caer un gato en medio de un cuadrado de flores.

– Blox tiene con ella una paciencia verdaderamente angelical – cuchicheó Dinny.

– Se desvían a los cuarenta y cinco años – prosiguió lady Mont, volviendo a sentarse -, se desvían a los sesenta y cinco, y no sé cuántas veces después de esta edad. Yo jamás me he desviado. Pero pienso hacerlo pronto, con el Rector.

– ¿Está muy solitario ahora, tía Em?

– No – contestó lady Mont -. Está perfectamente. Viene aquí muy a menudo.

– ¡Sería delicioso si pudieras provocar un escándalo! – ¡Dinny!

– ¡Lo que se divertiría tío Lawrence!

Lady Mont pareció entrar en una especie de coma.

– ¿Dónde está Blox? – preguntó -. Bien pensado, quiero comer uno de esos bollos.

– Le has mandado salir. -¡Oh!, es verdad.

– ¿Puedo apoyar los pies sobre la estufa, tía Em? – dijo Clara -. Está debajo de mi silla.

– La he puesto ahí para tu tío. Me está leyendo los Viajes de Gulliver, Dinny. Aquel hombre era muy vulgar, ¿sabes? – No tanto como Rabelais, o incluso como Voltaire.

- ¿Tú lees libros vulgares? – Bueno, éstos son clásicos.

– Dicen que había un libro… Se llamaba Aquiles o algo parecido. Tu tío lo compró en París y se lo quitaron en Dover. ¿Lo has leído?

– No – respondió Dinny. – Yo si – declaró Clara.

– Por lo que me dijo tu tío, no hubieses debido leerlo.

– Oh, ahora uno lo lee todo, tía. Eso no significa nada. Lady Mont miró primero a una de sus sobrinas y luego a la otra.

– Bien – dijo, misteriosamente -, también está la Biblia. Blox!

– ¿Milady?

– Tomaremos el café en el vestíbulo, sobre el tigre. Y ponga unos tacos en la chimenea. Mi Vichy.

Cuando hubo- bebido su vaso de Vichy se levantaron.

– ¡Es maravillosa! -murmuró Clara al oído de – Dinny.

– ¿Qué estáis haciendo a propósito de Hubert? – inquirió lady Mont, una vez frente a la chimenea del vestíbulo.

– Sudamos, tía.

– Le he dicho a Wilmet que hable de ello con Hen. Está en relación con los reales, ¿sabéis? Luego está la aviación. ¿No podría volar a alguna parte?

– Tío Lawrence salió fiador por él.

– No le importaría. Podemos prescindir de James, pues tiene adenoides. También podríamos tener a un hombre solo en lugar de Boswell y Johnson.

– Pero a Hubert sí le importaría.

– Quiero a Hubert -repuso lady Mont -, y estando casado es demasiado pronto. ¡Aquí llega el taco!

Entró Blox trayendo el café y los cigarrillos, seguido de James, que portaba un tronco de madera de cedro. Lady Mout preparó el café, en medio de un religioso silencio.

– ¿Azúcar, Dinny?

– Dos cucharaditas, por favor.

– Yo, tres. Sé que me engorda. ¿Tú, Clara? – Una, por favor.

Las muchachas lo bebieron paladeándolo, y Clara suspiró – ¡Estupendo!

– Tía Em, ¿por qué tu café es siempre mejor que cualquier otro?

– Estoy de acuerdo – asintió su tía -. A propósito de aquel pobre hombre, Dinny, me alegré mucho al saber que no os había mordido. Ahora Adrián podrá casarse con Diana. Es un consuelo.

– Aguardará algún tiempo, tía. Tío Adrián se va a América.

– Pero, ¿por qué?

– Todos hemos pensado que es lo mejor.

– – Cuando se vaya al cielo – dijo lady Mont -, alguien tendrá que acompañarle, pues de otro modo no llegará.

– Seguramente tendrá un sitio reservado.

– Eso no se sabe. El Rector hizo un sermón sobre este tema.el pasado domingo.

– ¿Predica bien?

– Bueno, agradablemente.

– Supongo que era Jean quien le redactaba los sermones.

– Sí, antes tenían más chispa. Dinny, ¿de dónde he sacado esta palabra?

– De Michael, probablemente.

– Siempre las sabe todas. El Rector dijo que debemos mortificarnos. Vino aquí a almorzar.

– Y se atiborró bien, ¿verdad? Sí.

– ¿Cuánto pesa, tía Em?

– Sin ropa… no lo sabría decir. – Pero, ¿y con ropa?

– ¡Oh, bastante! Quiere escribir un libro. – ¿Sobre qué?

– Sobre los Tasburgh. Hubo aquella que fue enterrada, y después vivió en. Francia, sólo que por nacimiento era una Fitzherbert. Luego aquella que luchó en la batalla de Spa ghetti… Bueno, creo que ésta no es la palabra. Agustina nos lo sirve algunas veces.

– Navarino. Pero, ¿es cierto eso?

– Sí, pero la gente decía que no. El reverendo aclarará este particular. Luego hubo el Tasburgh que fue decapitado y se olvidaron de escribirlo. El Rector lo ha descubierto.

– ¿Bajo qué reinado?

– No puedo aclararme con eso de los reinados, Dinny. Me parece que fue durante el de Eduardo VI… ¿o fue bajo el de Eduardo IV? Tenía la nariz colorada. Luego el que se casó con una de nosotras. Puede que se llamase Roland, pero puede que no. Pero hizo algo notable y le quitaron las tierras. Rehusó conformarse. ¿Qué significa eso?

– Significa que era católico bajo un reinado protestante. – Antes le quemaron la casa. Está en el Mercurius Rusticus, o en algún otro libro. Le quemaron la casa por dos veces y luego la saquearon… ¿O fue viceversa? Estaba rodeada de un foso. Existe la relación de lo que le robaron.

– ¡Qué interesante!

– Lo robado fueron mermeladas, cubiertos de plata, pollos, ropa blanca, y creo que su paraguas, o algo tan ridículo.

– ¿Cuándo sucedió todo eso, tía?

– Durante la guerra civil. Era realista. Ahora recuerdo que se llamaba Roland y que ella se llamaba Elizabeth como tú, Dinny. La historia se repite.

Dinny miró el tronco que ardía.

– Luego hubo el último almirante. Este vivió bajo Guillermo IV y murió borracho. El Rector dice que esto no es cierto y que tiene pruebas de ello. Dice que pescó un resfriado, bebió ron y le sentó como un tiro… ¿De dónde he sacado esta expresión?

– Algunas veces yo la uso, tía.

– Sí. De modo que hubo una porción, sin contar los que no hicieron nada de particular, remontándose a la época de Eduardo el Confesor o algún otro. Quiere probar que ellos son más antiguos que nosotros, ¡el insensato!

– ¡Oh, tía! – murmuró Dinny -. ¿Quién leería un libro así?

– No lo sé. Pero se divertirá trabajando en él y le servirá para quedarse despierto. ¡Ah!, ahí viene Alan. Clara, todavía no has visto el lugar en que estaban filas portulacas. ¿Quieres que vayamos a dar un paseo?

– Tía Em, no tienes el más mínimo pudor -le dijo Dinny al oído -. Y eso no está bien.

– «Si no te sale a la primera…» ¿Recuerdas, Dinny? Aguarda, Clara. He de coger mi sombrero.

Se marcharon.

– ¿De modo que ha terminado tu permiso, Alan? – preguntó Dinny, al quedarse a solas con el joven -. ¿Dónde estás destinado?

– En Portsmouth. – ¿Es bonito?

– Podría ser peor. Dinny, quiero hablarte de Hubert. ¿Qué sucederá si las cosas no marchan bien en el tribunal la próxima vez?

Dinny perdió toda su efervescencia. Se sentó sobre un cojín, al lado del fuego, y miró hacia arriba con ojos perturbados.

– r Me he informado bien – añadió Alan -. El secretario de Estado tiene dos o tres semanas de tiempo para examinar la cuestión. Luego, si él la confirma, lo enviarán lo más pronto posible. Supongo que partiría desde Southampton.

– Tú no crees que lleguen hasta ese punto, ¿verdad?

– No lo sé – contestó él, sombríamente-. Pongámonos en el caso de que un boliviano hubiese matado a alguien aquí y hubiera regresado a su país. Sentiríamos una necesidad urgente de que volviera, ¿no es así? Y, por supuesto, haríamos todo cuanto fuera posible para echarle el lazo.

– ¡Pero es fantástico!

El joven la miró con una compasión extremadamente resuelta.

– Confiemos en lo mejor; pero si las cosas marcharan mal, habrá que hacer algo. Yo no lo soportaré y Jean tampoco. – Pero, ¿qué se puede hacer?

El joven Tasburgh dio una vuelta por el vestíbulo, examinando las puertas. Luego, inclinándose hacia ella, dijo

– Hubert sabe volar y yo me he estado entrenando cada día desde el asunto de Chichester. Jean y yo estamos trabajando en la cosa… por si acaso.

Dinny le cogió una mano. – Pero, ¡eso es de locos!

– No más de locos que las miles de cosas que se hacían durante la guerra.

– ¡Pero eso arruinaría tu carrera!

– ¡A paseo mi carrera! No podría soportar veros a ti y a Jean infelices durante años, y tampoco se puede tolerar que "'- un hombre como Hubert sea destruido de ese modo.

Dinny le estrechó convulsivamente la mano y la soltó en seguida.

– No se debe llegar a esos extremos. Además, ¿cómo podrías llevarte a Hubert? Le meterían en la cárcel.

– No lo sé, pero lo sabré perfectamente cuando llegue el momento. De lo que sí estoy seguro es de que si los bolivianos logran echarle el guante, pocas probabilidades tendrá de salvarse.

– ¿Has hablado con Hubert?

– No. De momento es un proyecto muy vago. – Estoy convencida de que no lo consentiría. – Jean se encargará de ello.

Dinny movió la cabeza

– Vosotros no conocéis a Hubert. Jamás lo permitiría. Alan sonrió y Dinny diose cuenta repentinamente de que en él se albergaba una formidable fuerza de decisión.

– ¿Lo sabe el profesor Hallorsen?

– No, y no lo sabrá, a menos que no sea absolutamente indispensable. Pero he de admitir que es un pedazo de pan. Ella sonrió débilmente

– Sí, es un pedazo de pan, pero tiene un tamaño fuera de lo ordinario.

– Dinny, no te sientes atraída por él, ¿verdad? – No, querido.

– ¡Bueno, debo dar gracias a Dios porque no sea así ¡¿Comprendes? -continuó-, no es posible que traten a Hubert como a un criminal cualquiera, y eso facilitaría las cosas.

Dinny le miró, y un escalofrío la penetró hasta la médula. Esta última observación la convencía, de un modo que no hubiera podido explicar, de la realidad de su propuesta.

– Comienzo a comprender. Pero…

– Nada de peros, y ¡ánimo! El barco llegará pasado mañana y entonces se reanudará la vista. Te veré en el Tribunal, Dinny. Ahora he de irme, pues tengo que hacer mi vuelo diario. Quería que supieras que, si tuviese que suceder lo peor, no permitiría que nos hiciesen semejante afrenta. Saluda a lady Mont de mi parte. No volveré a verla. Adiós y que Dios te bendiga.

Le besó la mano y salió del vestíbulo antes de que ella pudiese decir palabra.

Dinny permaneció sentada cerca del fuego, inmóvil y extrañamente conmovida. La idea de rebelarse jamás habíale pasado por la mente, tal vez porque nunca había creído seriamente que Hubert fuese procesado ante un Tribunal por asesinato. Tampoco lo creía ahora, y esto hacía más emocionante aquella «locas idea, puesto que se ha observado a menudo que, cuanto menos inminente es un riesgo, más emocionante parece. Y a esta emoción uníase un sentimiento más cálido hacia Alan. El hecho de que ni siquiera había vuelto a hacerle otra proposición, añadía fuerza al convencimiento de su absoluta seriedad. Sentada sobre aquella piel de tigre que tan poca emoción proporcionara al octavo baronet, quien había matado a su propietario desde el dorso de un elefante mientras intentaba escabullirse, Dinny se calentaba el cuerpo al amor de la lumbre de cedro y el espíritu a la sensación de estar más cerca del fuego de la vida de cuanto jamás lo había estado. Quince, el viejo spaniel blanco y negro de su tío, que durante las ausencias de su amo se cuidaba poco de los seres humanos, atravesó lentamente el vestíbulo, se tendió, posó la cabeza sobre sus patas anteriores y la miró con ojos de bordes colorados. «Puede que sea así -parecía decir – y puede que sea todo lo contrario.» El tronco chisporroteaba ligeramente y el reloj, alto y antiguo, colocado en el otro extremo del hall, dio las tres con su peculiar lentitud

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