Viendo a Jean asomada a la ventana, Dinny y su tío se detuvieron delante de la casa.
– Estoy encerrada en la salita – dijo Jean en voz queda -r. Procurad sacarme de aquí.
Adrián acompañó a su sobrina hasta el coche.
– Quédate aquí, Dinny. Ya te la mandaré- No debemos demostrar que estamos preocupados.
– ¡Ve con cuidado, tío! Me hace el efecto que eres Daniel entrando en…
Con una pálida sonrisa, Adrián pulsó el timbre. El propio Ferse abrió la puerta.
– ¡Ah ¡¿ Cherrell? Entre.
Adrián le tendió una mano, pero Ferse no la cogió.
– No puedo esperar que me dé usted la bienvenida - dijo. – ¡ Mi querido amigo!
– No, no puedo esperar que nadie me dé la bienvenida; pero tengo intención de ver a Diana. No intente impedirlo, Cherrell. Ni usted ni nadie.
– ¡ No, desde luego que no! ¿Le sabe mal que se vaya Jean Tasburgh? Dinny la está aguardando fuera, en el coche. – La he encerrado con llave – repuso Ferse, sombríamente -. Aquí la tiene. Dígale que se largue.
Adrián entró en la salita. Jean estaba cerca de la puerta.
– Vete con Dinny – dijo Adrián -, y llévatela. Yo lo arreglaré todo. Espero que no te habrá sucedido nada inconveniente, ¿verdad?
– Sólo el haber quedado encerrada.
– Dile a Dinny – continuó Adrián – que Hilary está casi seguro de poderos alojar a ambas; si vais ahora sabré dónde encontraras en caso de que os necesite. Tienes mucho valor, Jean
– Oh, no es nada del otro mundo – contestó ésta -. ¡Adiós! – y corrió escaleras abajo.
Adrián oyó cerrarse la puerta de la entrada y bajó lentamente al comedor. Ferse estaba ante la ventana, mirando cómo las muchachas ponían en marcha el automóvil. Se volvió bruscamente. El movimiento era de un hombre acostumbrado a ser espiado. Había cambiado poco; menos flaco, menos huraño, los cabellos más grises… eso era todo. El traje aparecía impecable, como siempre, y su continente sereno…, ¡pero sus ojos!
– Sí -dijo con tono de misterio-, usted no puede menos que compadecerme, pero le gustaría verme muerto. ¿A quién no le gustaría? Los hombres no tendrían que perder el juicio. Pero ahora estoy cuerdo de nuevo, Cherrell. No cometa equivocaciones.
¿Cuerdo? Sí, parecía estarlo. Pero, ¿ hasta qué punto?
– Todo el mundo pensaba que me había ido para siempre. Hace tres meses, aproximadamente, empecé a mejorar. En cuanto me di cuenta… lo oculté. Los que nos cuidan – hablaba con amargura concentrada – quieren estar tan seguros de que hemos recuperado la salud mental que, si les dejaran hacer a ellos, jamás volveríamos a estar cuerdos. Es en su interés, ¿comprende? – Y las llamas ardientes de aquellos ojos que miraban á los de Adrián parecieron añadir: «Y en el de usted y en el de Diana» -. De modo que lo oculté. Durante tres meses tuve la fuerza de voluntad de conservar mi secreto. Ta sólo esta última semana les he demostrado ser responsable de mis actos. Pasará más de una semana antes de que escriban a casa. No quería que escribiesen. Deseaba venir aquí en seguida y de3arme ver tal como soy. No quería que avisaran ni a Diana ni a nadie. Me interesaba estar seguro de mí mismo. Y lo estoy. «¡Terrible!», pensó Adrián para sí.
Los ojos de Ferse parecían quemar.
– Usted, Cherrell, estaba enamorado de mi mujer y probablemente aún sigue estándolo. ¿Qué dice?
– Somos lo que éramos – contestó Adrián -: amigos. – Diría usted lo mismo, aunque fuese de otro modo.
– Quizá. Pero no hay más que decir, salvo que me veo obligado a pensar en ella ante todo, como siempre lo he hecho.
– Entonces, ¿por eso está usted aquí?
– ¡Dios me valga, hombre! ¿No se ha dado cuenta del choque que significará esto para ella? ¿Es que no recuerda la vida que le dio usted antes de entrar «allí»? ¿Cree usted que elle lo ha olvidado? ¿No sería mejor para Diana y para usted mismo si viniesen, digamos, a mi despacho del museo y se encontraran allí por primera vez?
– No. Quiero verla aquí, en mi propia casa.
– Aquí fue donde vivió en el infierno, Ferse habrá tenido razón ocultando su secreto a los médicos. Pero no tiene derecho a echarle a ella a la cara su curación; y menos de este modo.
Ferse hizo un gesto violento. – Usted quiere alejarla de mí. Adrián bajó la cabeza.
- Es posible – dijo amablemente -. Pero escuche, Ferse. Le creo a usted capaz de juzgar la situación tan bien como yo. Póngase en su lugar. Suponga que entre, tal como puede hacerlo de un momento a otro, que le vea a usted sin que la hayan advertido, sin saber nada de su curación, necesitando tiempo para creer en ello y conservando de usted el recuerdo de cómo estaba entonces. ¿Qué probabilidades se está usted dando a sí mismo?
Ferse emitió un gemido.
– ¿Qué posibilidades se me presentarán si no aprovecho ésta? ¿Cree usted que tengo confianza en alguien? ¡Pruébelo usted, pruébelo durante cuatro años y ya verá! -Sus ojos vagaron rápidamente por la habitación -. Pruebe a ser vigilado, tratado como un niño peligroso. Durante los últimos tres meses, estando ya perfectamente cuerdo, he estudiado la cara a que me hallaba sometido. Si mi mujer no puede aceptarme tal como estoy, libre y sano de mente, ¿quién querrá y podrá hacerlo?
Adrián se le acercó.
– ¡Calma! -dijo-. Aquí es donde usted se equivoca_ Tenga presente que Diana convivió con usted en su época peor. Resultará más difícil para ella que para cualquier otra persona.
Ferse se cubrió la cara.
Adrián esperó, pálido de ansiedad, pero cuando Ferse se' las manos del rostro, no tuvo fuerzas para mirarlo desvió los ojos.
– ¡Hablar de soledad! -se lamentó Ferse -. Pierda la razón, Cherrell, y sabrá lo que significa estar solo para toda la vida.
Adrián le posó una mano sobre un hombro.
– Escuche, mi querido amigo: tengo una habitación sobrante. Véngase a vivir conmigo hasta que todo se arregle. Una sospecha repentina contrajo en una mueca el rostro de Ferse; una mirada intensa y escrutadora apareció en sus ajos. Se dulcificó como si estuviera conmovido por el agradecimiento, se amargó y se dulcificó de nuevo.
– Cherrell, usted siempre ha sido un hombre intachable, pero no, gracias… no podría. Debo quedame aquí… Los zorros tienen su guarida; yo tengo ésta.
Adrián suspiró.
– Bueno, en tal caso tenemos que esperar hasta que llegue Diana. ¿Ha visto usted a los niños?
– No ¿Se acuerdan de mí? – No lo creo.
– ¿Saben que estoy vivo?
– Sí, saben que está usted enfermo, lejos de aquí. – ¿No…? – Ferse se tocó la frente.
– No. ¿Quiere que vayamos a verles?
Ferse movió la cabeza. En ese momento, mirando por la ventana, Adrián vio llegar a Diana. Se encaminó tranquilamente ' hacia la puerta, pero Ferse le empujó a un lado, cuando ya tenía la mano sobre el pomo, y salió al vestíbulo. Diana había entrado sin tocar el timbre. Adrián vio que su rostro se cubría de una palidez mortal bajo el sombrerito en forma de casco. Acto seguido retrocedió hasta la pared.
– Todo marcha bien, Diana – dijo, y mantuvo abierta la puerta del comedor Ella se alejó de la pared y entró en la habitación, pasando por delante de ellos. Ferse la siguió.
– Si me quieren consultar, aquí me quedo – dijo Adrián y cerró la puerta…
Marido y mujer estaban el uno frente al otro, jadeando como si hubiesen hecho una carrera de cien metros en vez de haber cruzado un umbral.
¡Diana! -• exclamó Ferse -. ¡Diana!
Parecía como si ella fuese incapaz de hablar. La voz de él subió de tono.
– Estoy perfectamente. ¿No me crees? Ella dobló la cabeza y continuó callada. – ¿Ni una palabra, ni la que se dirige a un perro? – Es… el choque.
– He vuelto sano; desde hace más de tres meses estoy sano.
– Me alegro; ¡oh, me alegro mucho!
– ¡Dios mío! Estás tan hermosa como siempre.
De repente la cogió, la apretó con violencia contra su pecho y comenzó a cubrirla de besos hambrientos. Cuando aflojó el abrazo, ella cayó agotada sobre una silla, mirándolo con tal expresión de horror que él se cubrió el rostro con las manos.
– Ronald…, Yo no puedo… no puedo dejar que las cosas sigan como antes… ¡No puedo…, no puedo!
Él cayó de hinojos a sus pies.
– No quería ser violento. ¡Perdóname!
Luego, por agotamiento de su fuerza de ánimo, ambos se levantaron y se separaron.
– Será mejor que hablemos con calma – propuso Ferse.
– Sí.
– ¿No puedo vivir aquí?
– Ésta es tu casa. Haz lo que más te convenga.
Él emitió aquel sonido que tanto se parecía a una carcajada.
– Sería mejor para ti, si tú y los demás me tratarais exactamente como si no hubiera sucedido nada.
Diana calló. Calló tan largo rato, que él volvió a emitir el extraño sonido.
– ¡No hagas eso! – pidió ella-. Probaré. Pero quiero tener una habitación separada.
Ferse se inclinó. Repentinamente sus ojos le lanzaron una mirada.
– ¿Estás enamorada de Cherrell?
– No.
– ¿De alguien?
– No.
– Asustada, ¿entonces?
– Sí.
– Comprendo. Es natural. Bien, no es tarea nuestra, títeres en las manos de Dios, el imponer condiciones. Uno toma lo que puede. ¿Quieres telegrafiar,allí» para que me manden mis cosas? Eso evitará todas las preguntas que quieran hacer. Me he marchado sin decir adiós. Probablemente habrá que saldar alguna pequeña deuda.
– Desde luego. Ya me ocuparé de ello.
– ¿Ahora, podemos decirle a Cherrell que se vaya? – Se lo diré.
– Déjame que se lo diga yo.
– No, Roland. Seré yo quien se lo diga. – Y le precedió con paso resuelto.
Adrián estaba apoyado contra la pared, frente a la puerta. Había adivinado el resultado de la entrevista.
– Se quedará aquí, pero tendremos habitaciones separadas.- Mi querido amigo, te doy las gracias por todo. ¿ Quieres ocuparte de lo que atañe a la clínica? Te haré saber todo cuanto ocurra. Ahora le llevaré a que vea los niños. ¡Adiós! É1 le besó la mano y se fue