Esa esencial e íntima irregularidad, cuarto por cuarto, que diferencia a las viejas moradas inglesas de cualquier otra variedad de casas de campo, era patente en Lippinghan-Manor. La gente entraba en las habitaciones como si pensara quedarse allí para siempre; y, mientras tanto, respiraba una atmósfera y vivía entre muebles distintos que los de las demás habitaciones. Al abandonarla, tampoco se sentía en la obligación de dejarla tal como la había encontrado, suponiendo, desde luego, que lo recordara.
Hermosos muebles antiguos permanecían con indiferencia al lado de otros modernos, comprados para mayor comodidad los retratos de los antepasados, oscuros y amarillentos, estaban frente a paisajes franceses y flamencos, todavía más oscuros y amarillentos, y aquí y allí colgaban de las paredes deliciosos grabados antiguos y miniaturas que no carecían de gracia. En dos de las habitaciones, las magníficas chimeneas antiguas estaban profanadas por unos guardafuegos modernos sobre los que era posible sentarse. A uno le costaba trabajo darse cuenta de la disposición del cuarto -y luego la olvidaba en seguida. En la habitación era corriente hallar un armario de nogal de valor inapreciable y un lecho de columnitas de un período excelente; en el hueco de la ventana, un asiento con cojines y unos grabados franceses. Al lado había una reducida habitación con una pequeña cama y un cuarto de baño en donde podía o no faltar el espacio, pero no las sales.
Uno de los Mont había sido almirante; por eso, algunos viejos y extraños mapas marítimos, adornado.-; con dragones que azotaban los mares con las colas, se ocultaban en los desparejos ángulos de los pasillos; otro Mrmt, el séptimo baronet, abuelo de sir Lawrence, había sido un gran aficionado de las carreras de caballos; por tanto, en las paredes se podía estudiar la anatomía de los pura-sangre y de los jockeys de su época (186o-1883). El sexto baronet, que por haber sido un político vivió más tiempo que los otros, dejó los signos del primer período victoriano: su mujer e hijas, en crinolina, y él mismo con patillas. El exterior de la casa era carolino, suavizado aquí y allá por una añadidura georgiana y por unos fragmentos victorianos en los puntos en los que el sexto baronet dejara libre curso a su afán restaurador. La única parte decididamente moderna la constituían las instalaciones hidráulicas.
Cuando Dinny bajó a desayunar, la mañana del miércoles – la cacería tenía que comenzar a las diez -, solamente tres señoras – y todos los hombres, excepto Hallorsen – se hallaban sentadas o bien se acercaban a las mesas. Tomó asiento en una silla, al lado de lord Saxenden, quien apenas se levantó diciendo
– ¡…días!
– Dinny – le dijo Michael, que estaba frente al bufete -, ¿qué quieres tomar: café, chocolate o agua mineral? -Café y salmón ahumado, Michael.
– No hay salmón.
Lord Saxenden levantó la vista, y musitó: «¿No hay salmón?», y volvió a su salchicha.
– ¿Un poco de merluza? – preguntó Michael. = No, gracias.
– Tía' Wilmet, ¿qué puedo servirte? – Pescado con salsa.
– : No hay. Riñones, lomo, huevos revueltos, merluza, jamón y pastel de perdices.
Lord Saxenden se levantó. «¡Ah, jamón!», exclamó, y se dirigió hacia el bufete.
– ¿Bien, Dinny?
– Sólo un poco de mermelada, Michael.
– ¿Grosella, fresa, frambuesa o naranja?
– Grosella, por favor.
Lord Saxenden volvió a su sitio, llevando un plato de jamón. Mientras lo comía, empezó a leer una carta. Dinny no pudo hacerse una idea de la expresión de su rostro, porque no le veía los ojos y tenía la boca llena. Pero le pareció comprender por qué razón le habían puesto el apodo de «Snubby». Tenía la cara colorada, los bigotes y los cabellos claros que ya empezaban a volverse grises, y estaba sentado delante de la mesa en una actitud envarada. Repentinamente volvióse hacia ella y dijo
– Perdóneme si estoy leyendo esta carta. Es de mi mujer. Se halla enferma, guardando cama.
– ¡Oh, lo siento mucho!
– ¡Una cosa horrorosa! ¡Pobrecilla!
Se metió la carta en un bolsillo, se llenó la boca de jamón y miró a Dinny, quien entonces pudo ver que sus ojos eran azules y que las cejas, más oscuras que los cabellos, semejaban unos montoncitos de anzuelos para pescar. Sus ojos parecían decir: «Aún soy joven, aún soy joven». En ese momento Dinny se dio cuenta de que Hallorsen acababa de entrar. Permaneció dubitativo un instante, y luego, al verla, se acercó al sitio que estaba vacío a su lado.
– Señorita Cherrell – dijo, con una inclinación -, ¿puedo sentarme aquí?
– Naturalmente. Si desea usted comer, las viandas están todas allá abajo.
– ¿Quién es ése? – preguntó lord Saxenden, mientras Hallorsen iba hacia el bufete -. Es un americano, sin duda.
– El profesor Hallorsen.
– ¡Oh! ¡Ah! Escribió un libro sobre Bolivia, ¿verdad?
– Sí.
– Buen mozo.
– El «hombre-macho».
Él la miró sorprendido.
– Pruebe este jamón. Creo haber conocido a uno de sus tíos en Harrow, señorita.
– ¿A mi tío Hilary? – dijo Dinny -. Sí, ya me lo dijo.
– Un día aposté con él tres platos de fresas contra dos a ver quién bajaba más aprisa las escaleras del gimnasio.
– ¿Venció usted, lord Saxenden?
– No; y jamás le pagué la deuda a su tío.
– ¿Por qué?
– Se lastimó un tobillo y yo sufrí una luxación en una rodilla. Él llegó cojeando hasta la puerta del gimnasio, pero yo no pude moverme. Ambos tuvimos que guardar cama el resto del semestre, y luego yo me fui -Lord Saxenen emitió una risita -. De modo que aún le debo tres platos de fresas. – Yo creí que en América tomábamos buenos desayunos – dijo Hallorsen -, pero veo que no son nada comparados ron éste.
– ¿Conoce usted a lord Saxenden?
Lord Saxenden – repitió Hallorsen, con una inclinación.
– Encantado. En América no tienen ustedes perdices como las nuestras, ¿verdad?
– Creo que no. Espero ansiosamente poder cazar esos pájaros. Este café es excelente, señorita Cherrell.
– Sí – dijo Dinny -. Tía Em se siente muy orgullosa de su café.
Lord Saxenden asumió su actitud envarada
– Pruebe este jamón. No he leído su libro todavía.
– Permítame usted que le envíe un ejemplar. Me sentiría honradísimo si quisiera usted leerlo.
Lord Saxenden continuó comiendo.
– Sí, debería usted leerlo, lord Saxenden – repuso Dinny -. Yo le enviaré otro que trata del mismo asunto.
Lord Saxenden les miró maravillado.
– Muy amables los dos – dijo -. ¿Es ésa la mermelada de fresa? – y tendió la mano para cogerla.
– Señorita Cherrell – pronunció Hallorsen en voz queda ~, me encantaría que leyese usted mi libro y que señalase los párrafos que le parezcan perjudiciales para la reputación de su hermano. Cuando lo escribí, estaba fuera de quicio.
– Temo no comprender de qué serviría ahora.
– Así podría -hacerlos suprimir en la segunda edición, si usted lo desea.
– Es muy noble por su parte, profesor – repuso Dinny, glacialmente -, pero el daño ya está hecho.
Hallorsen dijo en voz aún más queda
– Me duele terriblemente haberla molestado a usted. Una sensación de ira, de triunfo, de cálculo, de humorismo, que quizá sólo podía resumirse en las palabras: «¿Ah, sí? ¿De veras?», invadió a Dinny de cabeza a pies.
– Es a mi hermano a quien usted ha herido.
– ¡Ah! Pero esto podría arreglarse si nos encontrásemos él y yo.
– ¡Quién sabe! – dijo Dinny, levantándose. También Hallorsen se puso en pie y se inclinó. «Terriblemente educado», pensó la joven.
Pasó toda la mañana leyendo el Diario en un rincón del jardín, tan escondido entre los, setos de tejos, que formaba un refugio perfecto. El sol era cálido y sedante el zumbido de las abejas entre las dalias, las malvas y las margaritas gigantes. En aquel ángulo apartado volvió a sentir nuevamente una profunda repugnancia ante.la idea de dar como pasto al mundo los más íntimos sentimientos de Hubert. El Diario, desde luego, no era plañidero, pero revelaba las heridas espirituales y físicas, con la viveza de un recuerdo únicamente destinado a la lectura de quien lo escribió. De vez en cuando llegaba hasta ella el rumor de los disparos; al cabo de cierto tiempo apoyó los codos sobre el seto de tejos y comenzó a mirar hacia los campos en donde estaban los cazadores.
– Ah, ¿estás ahí? – dijo una voz.
Su tía, con un sombrero de paja tan amplio que le cubría incluso los hombros, estaba abajo con dos jardineros.
– Voy a reunirme contigo, Dinny. Vosotros, Boswell y Johnson, os podéis marchar. Esta tarde examinaremos las verdolagas. – Miró hacia arriba, cubierta por el ladeado y enorme halo de su sombrero. – Es mallorquín -dijo-. ¡Protege estupendamente!
– ¡Boswell y Johnson, tía!
– Ya teníamos a Boswell, pero tu tío no paró hasta encontrar a Johnson. Los hace ir siempre juntos. ¿Tú crees en el doctor Johnson, Dinny?
– Creo que hizo demasiado uso de la palabra «Sir».
– Fleur se me ha llevado las tijeras que uso en el jardín. ¿Qué es eso, Dinny?
– El Diario de Hubert. – ¿Deprimente?
– Sí…
– Le he echado un vistazo al profesor Hallorsen. Necesita que le achiquen un poco.
– Comenzando por su desfachatez, tía Em.
– Espero que matarán unas cuantas liebres – dijo lady Mont -. Es muy agradable tener en casa sopa de liebre. Wilmet y Henrietta Bentworth están de acuerdo en quedarse cada una conforme con su propia opinión.
– ¿A propósito de qué?
– Bueno, no me he molestado en escucharlo, pero creo que sobre el P. M., ¿o bien era sobre las verdolagas? Discuten por cualquier cosa. Hen ha frecuentado siempre la Corte, ¿sabes?
– ¿Es una mujer fatal?
– Es una mujer muy agradable. La quiero, pero charla demasiado. ¿Qué vas a hacer con ese Diario?
– Quiero enseñárselo a Michael y pedirle consejo.
– No sigas sus consejos – repuso lady Mont -. Es un buen muchacho, pero no le hagas caso. Conoce a una cantidad de gente extraña, tales como editores y otros por el estilo.
– Precisamente por eso quiero pedírselo.
– Pídeselo a Fleur: ella tiene cabeza. ¿Tenéis estas dalias en Condaford? ¿Sabes, Dinny?, me parece que Adrián se está volviendo chiflado.
.- ¡Tía Em!
– Siempre está pensando en las musarañas y no creo que tenga un solo punto del cuerpo en donde haya carne suficiente para clavarle la punta de un alfiler. Desde luego no debería decírtelo, pero pienso que tendría que casarse con ella.
– Yo también lo creo así, tía.
– Bueno, pues no quiere hacerlo. -- Quizás es ella quien no quiere.
– Ninguno de los dos. De modo que no sé cómo se puede arreglar eso. Ella ya tiene cuarenta años.
– ¿Cuántos tiene tío Adrián?
– Es el más joven, exceptuando a Lionel. Yo tengo cincuenta y nueve – dijo lady Mont con firmeza -. Yo sé que tengo cincuenta y nueve, y tu padre tiene sesenta. Tu abuela no puso mucho tiempo por medio en aquella época. Nacimos uno tras otro. ¿Qué piensas «tú» sobre eso de tener hijos? Dinny contestó:
– Me parece una cosa buena, si se tienen con moderación. – Fleur va a tener otro en marzo. Es un mal mes…, ¡la muy descuidada! ¿Cuándo piensas casarte, Dinny? -Cuando mis esperanzas juveniles queden cumplidas; antes, no.
– Eso es muy prudente. Pero no debes casarte con un americano.
Dinny se sonrojó, sonrió ligeramente y preguntó – ¿Por qué había de casarme con un americano?
– No se sabe -respondió lady Mont, arrancando una flor marchita -. Depende de lo que nos rodee. Cuando me casé can Lawrence, siempre me estaba rondando.
– Y todavía lo está. Es maravilloso, ¿verdad? – ¡No seas maliciosa!
Lady Mont pareció sumirse en un ensueño, de modo que su sombrero aparentaba ser más grande que nunca.
– Y hablando de matrimonio, tía Em, me gustaría conocer a una muchacha para Hubert. ¡Tiene tanta necesidad de distraerse!
– Tu tío tendría que hacerle distraer con una bailarina – repuso lady Mont.
– A lo mejor el tío Hilary conoce a alguna y se la puede recomendar.
– Eres mala, Dinny. Siempre he creído que lo eras. Pero déjame pensar. Hay una muchacha; no, está casada.
– Quizá ya se habrá divorciado.
– No. Creo que se está divorciando, pero eso requiere mucho tiempo. Es una criatura encantadora.
– Estoy segura. Ponte a pensar otra vez, tía.
– Estas abejas – replicó su tía – pertenecen a Boswell. Son italianas. Lawrence dice que son fascistas.
– Parecen unas abejas muy activas.
– Sí, vuelan mucho y si las molestas te clavan el aguijón. Pero conmigo son buenas.
– Querida, tienes una en el sombrero. ¿He de quitarla?
– ¡Espera! -exclamó lady Mont, echando el sombrero hacia atrás y entreabriendo la boca -. ¡He pensado en una!
– En una, ¿qué?
– Se trata de Jean Tasburgh, la hija de nuestro Rector. Es una familia muy buena. Sin dinero, desde luego.
– ¿Ni siquiera tienen un poco?
Lady Mont meneó la cabeza y su sombrero osciló.
– Ninguna Jean ha tenido jamás dinero. Pero la muchacha es bonita. Parece un leopardo hembra.
– ¿Podría echarle una ojeada, tía? Sé bastante bien lo que no le gusta a Hubert.
– La invitaré a cenar. Comen bastante mal. Una vez nos casamos con un Tasburgh. Creo que fue durante el reinado de algún Jacobo, de modo que es prima nuestra, aunque terriblemente lejana. La familia tiene también un hijo. Sirve en la Marina. Es un verdadero marino, ¿sabes?, y sin bigote. Me parece que ahora está en la Rectoría, conciencia.
– Licencia, tía Em.
– Ya sé que he dicho mal esa palabra. Por favor, quítame la abeja del sombrero.
Con un pañuelo, Dinny quitó del gran sombrero la pequeña abeja y se la puso junto a un oído.
– Me gusta oírlas zumbar – dijo.
– Le invitaré también a él – prosiguió su tía -. Se llama Alan. Es un buen muchacho. – Miró los cabellos de Dinny. -
Color níspero, diría yo. Creo que tiene un buen porvenir, pero no sé cuál es. Durante la guerra le hicieron saltar por los aires. – Espero que bajara entero.
– Sí, y le han recompensado con algo. Dice que ahora en la Marina se respira mal. Todo son ángulos, ¿sabes?, y ruedas olores. Tienes que preguntárselo.
– Y a propósito de la muchacha, tía, ¿qué quieres decir cuando la comparas con un leopardo?
– Bueno, te mira y tú experimentas la sensación de que vas a ver salir de un rincón a sus cachorros. Su madre murió. Ella es quien dirige la casa.
– ¿Y dirigiría también a Hubert?
– No; pero haría correr a quien intentara hacerlo.
– Quizás es lo que nos conviene. ¿Quieres que vaya a la Rectoría a llevarle una tarjeta de invitación?
– Enviaré a Boswell y Johnson. – Lady Mont miró su reloj de pulsera -. No, estarán almorzando. Iremos nosotras, Dinny. No está más que a un cuarto de milla. ¿Es inconveniente mi sombrero?
– Todo lo contrario, querida
– Bien; entonces podemos salir por aquel 'lado.
Se dirigieron hacia el otro extremo del jardín adornado con tejos, bajaron unos peldaños, entraron en una larga avenida tapizada de hierba, pasaron por una cancela de madera y, poco después, llegaron a la Rectoría. Dinny se quedó en el pórtico sombreado por la yedra, detrás del sombrero de su tía. La puerta estaba abierta y una entrada revestida con paneles de madera, semioscura y con olor a pot pourri y a madera vieja, parecía invitarlas a entrar. Desde el interior una voz de mujer llamó
– ¡A-lan!
Una voz masculina contestó
– ¡Hal-lo!
– ¿Te sabe mal comer un almuerzo frío?
– No hay ninguna campanilla – observó lady Mont. -. Es mejor que palmoteemos.
Dieron una palmada, al unísono.
– ¡Qué diablos!
Un hombre joven, en traje de franela gris, apareció en el umbral de la puerta. Tenía un rostro ancho y moreno, cabellos negros y ojos grises, profundos y de mirada firme.
– ¡ Oh! – Dijo -. ¡ Lady Mont! ¡ Eh! ¡ Jean!
Luego, encontrando los ojos de Dinny tras el borde del sombrero, sonrió como lo hacen en la Marina.
– Alan, ¿pueden venir a cenar esta noche usted y Jean? Dinny, éste es Alan Tasburgh. ¿Le gusta mi sombrero?
– Es sorprendente, lady Mont.
Entretanto, se les estaba acercando una muchacha hecha toda de una pieza y aparentemente montada sobre un muelle de acero. Llevaba una falda y una blusa sin mangas, color leonado, y del mismo tono eran sus brazos y sus mejillas. Dinny comprendió lo que su tía había querido decir. El rostro, ancho en los pómulos, terminaba en una barbilla, punta; los ojos, de un gris verdoso, hundidos bajó las pestañas largas y negras, tenían una mirada firme y parecían iluminados interiormente; la nariz era fina; la frente, baja y ancha, y los cabellos, castaño-oscuro, los llevaba cortos.
«¡Quién sabe!», pensó Dinny.
Luego, cuando la muchacha sonrió, un estremecimiento le corrió por todo el cuerpo.
– Esta es Jean – dijo su tía -. Mi sobrina, Dinny Cherrell.
Una mano morena y delgada apretó con fuerza la de Dinny. – ¿Dónde está su padre? – continuó lady Mont.
– Papá ha ido a una conferencia eclesiástica. Yo deseaba que me llevase consigo, pero no ha querido.
– Entonces, sospecho que estará en Londres, frecuentando los teatros.
Dinny vio a la muchacha lanzar una mirada a su tía, decidir que era lady Mont y sonreír. Alan reía.
– ¿Así, vendrán los dos a cenar? A las ocho y cuarto. Dinny, debemos regresar para el almuerzo. ¡Golondrinas ¡- añadió, saliendo del pórtico.
– Tenemos invitados – explicó Dinny al ver que el joven levantaba las cejas con expresión de interrogación -. Quiere decir chaqueta con cola de golondrina, o sea, frac y corbata.
– ¡Oh! ¡Ah! El babero mejor y el camisolín, Jean.
Los hermanos se cogieron del brazo y se quedaron bajo el pórtico. «Muy simpático», pensó Dinny.
– ¿Bien? – dijo su tía cuando estuvieron nuevamente en la avenida alfombrada de hierba.
– Sí, he observado bien a la leopardita. Es muy bonita. Pero habría que tenerla sujeta con una correa.
– ¡Ahí está Boswell y Johnson! – exclamó lady Mont, cómo si se tratara de uno solo – ¡Dios mío! ¡Entonces deben ser ya más dulas dos!