El carácter de un joven inglés de la variedad «taciturno» es difícil de entender. La variedad «locuaz» es, desde luego, más fácilmente comprensible. Sus modales y sus costumbres chocan a la vista, pero poco cuentan en la vida nacional. Vociferador, criticón, ingenioso, conociendo y dando a conocer tan sólo a los de su propia variedad, forma como una iridiscencia que resplandece sobre la superficie del pantano ocultando el fango que está debajo. De un modo constante y brillante expresa muy pocas cosas, mientras los que pasan la vida en la aplicación de una energía disciplinada permanecen invisibles, pero no por esto son menos sólidos, puesto que los sentimientos continuamente exhibidos dejan de ser sentimientos, y los sentimientos jamás exhibidos se profundizan en el silencio. Hubert no tenía el aspecto sólido, ni era torpe; le faltaban, quizás, esos recursos que son normales en la línea de conducta del silencioso. Disciplinado, sensible y nada tonto, era capaz de formarse tranquilamente un juicio sobre las personas o sobre los sucesos, que hubiera sorprendido al locuaz; pero jamás lo expresaba, salvo a sí mismo. Hasta poco antes, efectivamente, le habían faltado tiempo y oportunidad; pero, viéndole en una sala de fumar, en una comida o en uno cualquiera de esos lugares donde brillan las personas de fácil conversación, se hubiera comprendido que ni el tiempo ni las ocasiones le harían volverse más ruidoso. Dado que había ido a la guerra muy joven como oficial de carrera, le faltaron las influencias de la universidad y de la vida mundana de Londres, que tanto contribuyen a la expansividad de un hombre. Ocho años en Mesopotamia, en Egipto y en la India, un año dé enfermedad y, finalmente, la expedición de Hallorsen, le habían dado un aspecto remoto, enjuto, casi amargo. Tenía el temperamento de los que, cuando están ociosos, se consumen el corazón. Con su perro, su escopeta, o bien montando, encontraba la vida soportable, pera sólo esto. Careciendo de esos recursos accidentales, languidecía. Tres días después de haber regresado a Condaford salió a la terraza. Donde estaba Dinny, con un número del Times en la mano.
– ¡Mira esto! Dinny leyó
«Sir: Espero tendrá usted a bien excusarme por esta intrusión en sus columnas. Ha llegado a mi conocimiento el hecho de que determinados párrafos de mi libro Bolivia y sus secretos, editado el pasado mes de julio, han molestado gravemente a mi colaborador, el capitán Hubert Charwell, D. S. O., que estaba encargado de los transportes de la expedición. Volviendo a leer esos párrafos, he quedado convencido de que, irritado a causa del fracaso parcial de la expedición y debido al estado de agotamiento_ en que regresé de aquella aventura, critiqué de un modo injusto la conducta del capitán Charwell; por lo tanto, mientras aguardo la publicación de la segunda edición revisada, que no tardará mucho en aparecer, deseo abroTechar la ocasión piara rectificar públicamente en su importante periódico la acusación contenida en las palabras que escribí. Es mi deber y mi agrado el presentar al capitán Charueü y al Ejército británico, del que es miembro, mis más sinceras excusas y mi sentimiento por cualquier dolor que haya podido Causarle.
Me considero su humilde servidor,
Profesor Edward Hallorsen. Piedmont Hotel. Londres.»
– ¡Muy noble! – exclamó Dinny, temblando ligeramente. – ¡Hallorsen en Londres! ¿Qué diablos pretenderá con esta salida tan repentina?
Dinny comenzó a arrancar unas hojas mustias de un agapanthus. En ese momento se le revelaba el peligro de entrometerse en los asuntos de los demás.
– Parece como si estuviera arrepentido, querido. -¡Arrepentirse ese individuo! ¡No es propio de él! Detrás de todo esto hay algo.
– Sí, estoy yo. -¡Tú!
Dinny temblaba tras su sonrisa.
– Conocí a Hallorsen en Londres, en casa de Diana. También estuvo en Lippinghall. De manera que yo… ejem… le ataqué.
El rostro cetrino de Hubert se puso colorado. -¿Tú le pediste… tú le rogaste…?
. -¡Oh, no! -Entonces, ¿qué?
– Creo que se prendó de mí. Es extraño, pero no pude impedirlo, Hubert.- ¿Ha hecho esto para caerte en gracia?
– Te expresas como hombre y como hermano. – ¡Dinny!
También ella se sonrojó. A pesar de que sonreía, estaba enojada..
– Yo no le alenté. Se prendó de mí de un modo irrazonable, no obstante las abundantes duchas de agua fría que le eché encima. Pero si te interesa mi opinión, Hubert, he de decirte que tiene muchas buenas cualidades.
– Es natural que pienses así, Dinny – repuso Hubert con frialdad.
Su rostro habíase vuelto a poner cetrino; incluso estaba ceniciento.
Dinny le cogió el brazo impulsivamente.
– ¡No seas tonto! Si por una razón u otra se ha decidido a presentar públicamente sus excusas, aunque estén tan mal expuestas, ¿no hay que considerarlo como una ventaja?
– No, cuando en ello está mezclada mi propia hermana. Me hace el efecto de ser como un… como un… – se llevó las manos a la cabeza -. Todos pueden golpearme y yo no puedo moverme.
Dinny había recobrado su sangre fría.
– No debes temer que yo te comprometa. Esta carta nos trae buenas noticias: derrumba todo el edificio de la acusación. Frente a estas excusas, ¿quién puede decir nada?
Pero Hubert, dejándole el periódico, volvió a entrar en casa.
Dinny no poseía lo que vulgarmente se llama un «pequeño orgullo». Su sentido del humor le impedía atribuir demasiado valor a sus propias acciones. Se daba cuenta de que hubiese tenido que prevenir esta contingencia, a pesar de que no veía de qué manera.
El resentimiento de Hubert era harto natural. De haber sido dictadas por el convencimiento, las excusas de Hallorsen le hubieran calmado, pero, puesto que provenían del deseo de resultar agradable a su hermana, eran únicamente más dolorosas; bien se veía que detestaba la simpatía que el profesor alimentaba hacia ella. Sin embargo, la carta existía, admitiendo clara y directamente haber hecho una crítica injustificada, lo cual cambiaba toda la situación. Inmediatamente comenzó a tomar en consideración las ventajas que podría reportar. ¿Se la enviaría a lord Saxenden? Habiendo llegado tan lejos en el asunto, decidió hacerlo, y entró en casa para redactar una nota.
«Condaford Grange, 21 de septiembre. Apreciado lord Saxenden:
Me tomo la libertad de enviarle el adjunto recorte del «Times» de hoy, porque siento que, en cierto modo, me excusa de mi desfachatez de la otra noche. No hubiera debido molestarle a usted, al final de un largo día, con aquellos fragmentos del Diario de mi hermano. Fue imperdonable y no me extraña que buscara usted un refugio. Pero dicho recorte le demostrará que mi hermano sufrió una injusticia. Espero querrá usted perdonarme.
Sinceramente suya,
Elisabeth Cherrel.»
Introdujo el recorte en el sobre, buscó el nombre de lord Saxenden en el anuario y dirigió la carta a su domicilio particular de Londres, añadiendo a las señas la palabra Partitular.
Algo más tarde, al buscar a Hubert, le dijeron que se había ido a Londres en el coche.
Hubert corría a toda velocidad. La explicación de Dinny e propósito de la carta le había perturbado profundamente. Cubrió las cincuenta millas en menos de dos horas y llegó a Piediñont Hotel a la una en punto. Desde que se separara de Hallorsen, seis meses antes, no se habían visto ni comunicado. Le envió su tarjeta de visita y aguardó en el vestíbulo, sin saber con precisión lo que quería decirle. Cuando la alta figura del americano apareció detrás del botones, una fría inmovilidad se apoderó de todos sus miembros.
– Capitán Cherrell – dijo Hallorsen, tendiéndole una mano.
El horror que Hubert sentía por las «escenas» era más fuerte que él y, por lo tanto, le cogió la mano. Pero no la apretó.
– He sabido por el Times que se hallaba usted aquí. ¿Hay un sitio adecuado donde podamos hablar unos minutos? Hallorsen se dirigió hacia una mesita apartada.
– Traiga dos combinados -1e encargó a un camarero. – Para mí no, gracias. Pero, ¿puedo fumar?
– Espero que ésta sea la pipa de la paz, capitán.
– No lo sé. Unas excusas que no están dictadas por el convencimiento, para mí son menos que nada.
– ¿Quién le ha dicho a usted que no están dictadas por el convencimiento?
– Mi hermana.
– Su hermana, capitán Cherrell, es una señorita muy poco común y encantadora. Quisiera no tener que contradecirla. – ¿No le sabe mal si hablo francamente?
– ¡Desde luego que no!
– Entonces, preferiría no haber recibido por parte suya excusa ninguna, que deberla al sentimiento que haya podido inspirarle a usted alguien de mi familia.
– Bien -dijo Hallorsen después de un silencio -, pero no puedo escribir otra carta al Times y decir que me he equivocado al presentarle esas excusas. Me figuro que no la publicarían. Estaba fuera de quicio cuando escribí el libro. Ya se lo dije a su hermana y ahora se lo digo a usted. Había perdido todo sentimiento generoso y he tenido que arrepentirme de ello.
– No quiero generosidad, sino justicia. ¿Dejé o no dejé de cumplir con mi deber?
– Bueno, no cabe duda de que al no lograr usted sujetar a un puñado de hombres me hizo perder toda posibilidad de éxito.
– Lo admite. ¿No logré hacerlo por culpa mía o bien por culpa de usted, porque me había confiado una tarea imposible?
Durante un minuto los dos hombres se miraron a los ojos, sin cambiar palabra. Luego Hallorsen volvió a tenderle la mano. – Dejémoslo correr – repuso -. Fue culpa mía.
Hubert tendió impetuosamente la mano, pero se detuvo a medio camino.
– Un momento. ¿Dice usted eso por complacer a mi hermana?
– No, sir; lo digo porque lo pienso. Hubert le apretó la mano.
– Perfectamente – dijo Hallorsen -. No íbamos de acuerdo, capitán Cherrell; pero después de haber sido huésped en una de las antiguas mansiones de su familia, creo haber comprendido el porqué. Yo esperaba de usted lo que, según parece, un inglés de su clase social jamás querrá dar, es decir, la franca expresión de sus sentimientos. Me figuro que usted es de los hombres que han de ser interpretados, y esto era precisamente lo que yo no sabía hacer; por lo tanto, ambos quedamos sumidos en la obscuridad el uno con respecto al otro. Y así es como se producen los roces.
– Yo no sé por qué razones, pero lo cierto es que los roces se produjeron.
– Pues bien, me gustaría poder volver a vivir el pasado. Hubert se estremeció.
_-¡A mí no!
– Y ahora, capitán, ¿quiere usted almorzar conmigo y decirme en qué puedo servirle? Haré todo cuanto usted desee para reparar mi error.
Por un momento Hubert no habló. 5u rostro estaba inmóvil, pero sus manos temblaban un poco.
– Está bien – dijo -. Es poca cosa. Y se encaminaron hacia el grill-room.