CAPITULO XVI

Hubert Cherrell estaba parado delante del club de su padre, en Pall Mall, del que él aún no era miembro. Se sentía inquieto, porque su padre le inspiraba un respeto algo extraño en estos tiempos en que los padres son tratados como una especie de hermanos menores y se les llama los «viejos». Por lo tanto, entró nerviosamente en un edificio donde muchas personas habían defendido, con más fuerza quizá que en cualquier otro lugar de la tierra, el orgullo y los prejuicios de su vida. Pero los que se hallaban en la sala donde fue introducido no demostraban ni mucho orgullo ni muchos prejuicios. Un hombre bajo y vivaracho, de rostro pálido y bigotes en cepillo, mordía la punta de una pluma esforzándose para redactar una carta dirigida al Times a propósito de las condiciones del. Irak. Un capitán general de aspecto modesto, frente despejada y bigote gris, discutía con un teniente coronel, alto y también de aspecto modesto sobre la flora de la isla de Chipre; un hombre de figura cuadrada, pómulos anchos y ojos semejantes a los de un león estaba sentado ante una ventana, inmóvil como si acabase de enterrar a una de sus tías y estuviese atravesando el Canal de la Mancha. Sir Conway leía el Whitaker's Almanach.

– ¡Hola, Hubert! Esta sala es demasiado pequeña. Vamos al vestíbulo.

Hubert comprendió en seguida que no sólo deseaba comunicarle algo a su padre, sino que también su padre deseaba comunicarle algo a él. Tomaron asiento en un rincón alejado. – ¿Qué te trae por aquí?

– Deseo casarme, padre.

– ¿Casarte?

– Con Jean Tasburgh.

– ¡Ah!

– Pensamos casamos con un permiso especial, sin ningún alboroto.

El-general meneó la cabeza.

– Es una buena muchacha y me alegro de que desees casarte con ella, pero lo cierto es que tu posición es difícil, Hubert. Acabo de oír algo…

Repentinamente Hubert notó que la cara de su padre presentaba expresión de cansancio.

– Están en relación con aquel individuo que mataste. Exigen tu extradición por acusación de homicidio.

– ¿Qué?

– Es una cosa monstruosa, y no puedo creer que lleven adelante el asunto, considerando lo que tú afirmas a propósito de la agresión de que fuiste víctima. Afortunadamente, aun tienes la cicatriz en el brazo; pero parece que están armando un gran jaleo en los periódicos bolivianos, y las autoridades de dicho país se adhieren tenazmente a sus derechos.

– Probablemente no tendrán prisa.

Dicho esto, ambos permanecieron sentados en silencio en; el vasto vestíbulo, mirando fijamente delante de sí con una expresión casi idéntica. Oculto en el fondo de sus mentes había existido el temor de que las cosas tomaran ese cariz, pero ninguno de los dos permitió que tal pensamiento adquiriese forma; Por lo tanto, la infelicidad actual aun era mayor. El dolor del general era más intenso que el de Hubert. La idea de que su único hijo pudiese ser arrastrado por el mundo con una acusación de homicidio, le resultaba más horrible que una pesadilla.

– No debemos permitir que este asunto nos agobie, Hubert – dijo finalmente -. Si en nuestro país todavía subsiste un poco de sentido común, lograremos apaciguar los ánimos. Estaba intentando pensar en alguien que sepa cómo tratar con gente. En cosas de este tipo, yo me considero impotente. pero en cambio hay personas que parecen conocer a todo el mundo y saber exactamente cómo tratar a cada uno. Creo que lo mejor sería que nos dirigiésemos a Sir Lawrence Mont: conocer a Saxenden y probablemente a algún pez gordo del Foreign Office. Ha sido Topsham quien me lo ha dicho, pero él no puede hacer nada. ¿Quieres que vayamos a dar un paseo? Nos sentará bien.

Conmovido por el esfuerzo que hacía su padre para compartir con él su dolor; Hubert le apretó un brazo y salieron del club. Al pasar por Picadilly, el general dijo con un esfuerzo evidente:

– Me gustan todos estos cambios.

– Bueno, salvo que en el Palacio Devonshire no creo haberlos notado.

– No es extraño. El espíritu de Picadilly es más fuerte que la calle misma; no se puede destruir su atmósfera. Ya no se ve ni un bombín, lo que, sin embargo, no parece crear diferencia alguna, Cuando pasé por Piccadilly después dé la guerra, tuve la misma sensación que experimenté de joven al regresar de la India. Uno se daba cuenta de que por fin había vuelto.

Sí, se siente una especie de nostalgia. La sentí en Mesopotamia y en Bolivia. Cerrando los ojos por un momento, volvía a revivirlo todo.

– El corazón de la vida inglesa… – comenzó el general, pero se interrumpió como si se hubiese encontrado pronunciando un epigrama.

– La sienten incluso los americanos – observó Hubert, mientras volvían la esquina y entraban en Half-Moon Street -. Hallorsen me decía que en su país no tienen nada parecido. «Ningún foco para su influencia nacional», fueron sus palabras.

– No obstante, ellos tienen influencia – repuso el general.

– Sin duda. Pero, ¿quién puede definirla? ¿Es la velocidad de su vida lo que se la otorga?

– ¿Y adónde les lleva su velocidad? En general, a todas partes; pero, en particular, a ninguna. No; creo que es su dinero.

– Pues bien, yo he observado algo en los americanos y es que el dinero, como dinero, poco les importa. Les gusta lograrlo rápidamente, pero prefieren perderlo apresuradamente antes que obtenerlo despacio.

– Extraña cosa el no tener corazón – dijo el general.

– El país es demasiado grande A pesar de todo tienen un sucedáneo de corazón: su orgullo nacional.

El general asintió con un movimiento de cabeza.

– Son curiosas estas callejuelas estrechas y antiguas. Recuerdo haber caminado con mi padre, en el año 82, desde Curzon Street hasta el St. Jame's Club, el día en que entré en Harrow. Desde entonces apenas ha cambiado nada.

De este modo, hablando de cosas que no tocaban sus sentimientos íntimos, llegaron hasta Mont Street.

– Ahí está tu tía Emily. Procura no decírselo.

Precediéndoles unos pasos, lady Mont navegaba, por decirlo así, hacia su casa. La alcanzaron a un centenar de metros de la puerta.

– Con – dijo -, estás flaco.

– Mi querida muchacha, jamás he estado más gordo. -No. Oye, Hubert, tenía que preguntarte algo. ¡Oh! '' ¡Ya sé! Dinny me dijo que desde que acabó la guerra no te has hecho ningunos pantalones huevos. ¿Te gusta Jean? Más, bien atractiva, ¿verdad?

– Sí, tía Em.

– ¿No la has rechazado? – ¿Por qué debía hacerlo?

– ¡Oh! Bueno, una jamás sabe. Pero dejemos eso. ¿Queréis hablar con Lawrence? De momento está con Voltaire y el Dean Swift. A mí me parecen totalmente innecesarios. Pero a él le gustan porque muerden. ¿Qué hay a propósito de aquellas mulas, Hubert?

– ¿Qué pasa con las mulas?

– Nunca recuerdo si el burro es el padre o la madre.

– El burro es el padre, querida tía Em, y la madre es una Yegua.

– Sí, y los mulos no pueden tener hijos… i qué suerte! ¿Dónde está Dinny?

Está en la ciudad, no sé dónde. – Debería casarse.

– ¿Por qué? – preguntó el general.

– Bueno, ¡allá va! Hen dijo que resultaría una buena dama de compañía. Es poco egoísta. Pero en eso radica el peligro. – Y, sacando un llavín de su monedero, lady Mont lo introdujo en la cerradura. – No puedo convencer a Lawrence de que beba té. ¿Queréis vosotros?

– No, gracias, Em.

– Le encontraréis sudando en la biblioteca. – Besó a su hermano y a su sobrino, y subió las escaleras corno si nadara. – Incomprensible – la oyeron decir cuando entraban en la biblioteca.

Hallaron a sir Lawrence rodeado de las obras de Voltaire de Switf, dado que estaba empeñado en una conversación imaginaria entre esos dos hombres serios. Escuchó gravemente el relato del general.

– He visto – dijo cuando su cuñado hubo terminado – que Hallorsen se ha arrepentido del daño hecho… Esto tiene que ser obra de Dinny. Creo que lo mejor sería hablar con él. Pero no aquí. No tenemos cocinera. Emily está aún haciendo la cura para adelgazar… Podríamos cenar juntos en el Coffee House. – Y cogió el teléfono.

Esperaban al profesor Hallorsen a las cinco e inmediatamente le darían el recado.

– Me parece más un asunto del Foreign Office que de la Policía – continuó sir Lawrence -. Vamos a ver al viejo Shropshire. Tiene que haber conocido mucho a tu padre, Con; y en el Foreign Office no existe estrella más fija que su sobrino Bobbie Farrar. El viejo Shropshire siempre está en casa.

Cuando llegaron a Shropshire House, sir Lawrence preguntó

– ¿Podemos ver al marqués, Pommett?

– Creo que está tomando… su lección, sir Lawrence. – ¿Lección? ¿De qué?

– ¿Será Einstein, sir Lawrence?

– Entonces el viejo guía al ciego y será un bien el salvarle. En cuanto sea posible, Pommett, háganos entrar.

– Sí, sir Lawrence.

– Ochenta y cuatro años y aún tiene humor para estudiar a Einstein. ¿Quién dijo que la aristocracia está en decadencia? Me gustaría ver al individuo que le enseña: debe poseer una singular fuerza de persuasión. Con el viejo Shropshire no se gastan bromas.

En ese momento apareció un hombre de aspecto ascético, con ojos profundos y fríos y muy escasos cabellos. Cogió un sombrero y, un paraguas que estaban sobre una silla y salió.

– ¡Ecce homo! -dijo sir Lawrence – ¿Quién sabe cuánto se hace pagar? Einstein es como el electrón y las vitaminas: ininteligible. Un caso de estafa completamente único. Vamos.

El marqués de Shropshire caminaba arriba y abajo por su estudio, moviendo su cabeza ágil y sanguínea, de cabellos grises, como si estuviera hablando consigo mismo.

– ¡Ah! El joven Mont – dijo -. ¿Has visto a ese hombre que acaba de salir? Se ofrecerá a enseñarte Einstein, pero no aceptes. No es capaz de explicar el espacio limitado, y no obstante infinito, mejor que yo.

– Pero tampoco Einstein puede hacerlo, marqués. -Todavía no me siento muy viejo, pero para las ciencias exactas, sí – dijo el marqués -. Le he dicho 'que no vuelva. ¿A quién tengo el gusto de ver?

– Mi cuñado, el general Sir Conway Cherrell, y su hijo, el capitán Hubert Cherrell D. S. O. Sin duda recordará usted al padre de Conway, marqués: fue embajador en Madrid.

– ¡Sí, sí, Dios mío, sí! Conozco también a su hermano Hilary: está cargado de electricidad. ¡Tomen asiento! ¡Siéntate, joven! ¿Se trata de algo que tiene que ver con la electric1dad, joven Mont?

– Para ser exactos, no, marqués; se trata más bien de una cuestión de extradición.

– ¡Vaya! – exclamó el marqués, y poniendo un pie sobre una silla apoyó su codo en la rodilla y la barbuda barbilla en una mano. – Mientras el general le explicaba,el asunto, permaneció en esa actitud mirando fijamente a Hubert, que estaba sentado con los labios prietos y los ojos bajos. Cuando el general hubo concluido, el marqués preguntó

– Su tío ha dicho D. S. O., ¿verdad? ¿En la guerra? – Sí, señor.

– Haré cuanto me sea posible. ¿Puedo ver esa cicatriz? Hubert se arremangó la manga derecha, desabrochó el puño de la camisa y descubrió el brazo, en el cual una larga cicatriz reluciente extendíase desde la muñeca hasta el codo. El marqués emitió un ligero silbido entre los dientes, aún todos suyos.

– Se salvó usted de milagro, joven.

– Sí, señor. Levanté el brazo en el preciso instante en que me acometía.

– Y ¿luego?

– Di un salto hacia atrás y disparé cuando se me volvía a echar encima. Después me desmayé.

– ? Ha dicho usted que hizo azotar a aquel hombre porque maltrataba a las mulas?

– Las maltrataba continuamente.

– ¿Continuamente? – repitió el marqués -.Hay quien piensa que los comerciantes de carne y las Sociedades Zoológicas maltratan continuamente a los animales, pero jamás he oído decir que se les azote por ello. Los gustos son diferentes. Y ahora, déjeme pensar: ¿qué puedo hacer? Joven Mont, ¿está Bobbie en Londres?

– Sí, marqués; le vi ayer en la Coffee House.

– Le diré que venga a almorzar. Si mal no recuerdo, no permite que los niños críen conejos y tiene un perro que muerde a todo el mundo. Eso debería ser una ventaja. A un hombre que ama a los animales siempre le gustaría azotar a quien no los ama. Antes de que te marches, joven Mont, ¿quieres decirme qué piensas de esto?

Y volviendo a poner el pie en tierra, el marqués se dirigió hacia un rincón, cogió una tela que estaba apoyada contra la pared y la acercó a la luz. Representaba, con relativa exactitud, a una joven desvestida.

– De Steinvitch – dijo el marqués -. ¿ Ofendería a la moral si estuviera, colgada?

Sir Lawrence se ajustó el monóculo

– Escuela cubista. Esto sucede cuando se vive con mujeres de cierta figura, marqués. No, no ofendería la moral, pero podría estropear la digestión: carne color verde mar, cabellos color tomate, estilo confuso. ¿La ha comprado usted?

– No, en realidad, no – contestó el marqués -. Dicen que tiene gran valor. Tú, ¿te la llevarías?

– Por usted, señor, haría muchas casas, pero ésta no.

– Ya me lo temía – suspiró el marqués – Sin embargo, me han dicho que posee cierta fuerza dinámica. ¡Bueno, queda zanjado el incidente! Quise mucho a su padre, general – añadió en tono más serio -; y si no se pudiera aceptar la palabra de su nieto contra la de esos muleros mestizos, creo que en este país habríamos alcanzado un estadio de altruismo tan -elevado que seria imposible que sobreviviésemos. Le haré saber lo que diga mi sobrino. Adiós, general; adiós, querido muchacho. La suya es una herida bien fea. Adiós, joven Mont. Eres incorregible.

Bajando la escalera, sir Lawrence miró su reloj.

– Hasta ahora -dijo – la cosa nos ha llevado veinte minutos, digamos veinticinco, de puerta a puerta. En América no obran con esta velocidad. Lo peor es que por poco tengo que cargar con una joven de estilo cubista. Ahora, a la Coffee House, a entrevistarnos con Hallorsen – y se encaminaron hacia St. James Street -. Esta calle – opinó – es la Meca del hombre occidental, como la Rue de la Paix es la Meca de la mujer occidental.

Y miró con expresión ligeramente irónica a sus des compañeros. ¡Qué hermosos shecimens de un producto que era al mismo tiempo razón de envidia y de mofa para todos los demás países! Por todo el Imperio Británico, los hombres, hechos más o menos según su imagen, realizaban el trabajo y se recreaban con tos juegos del mundo británico. El sol jamás se ponía sobre este tipo; la historia habíale contemplado y había decidido que sobreviviría. La sátira- le lanzaba dardos en todas sus coyunturas, pero rebotaban contra una armadura invisible. «Camina tranquilamente por los días del Tiempo», pensó, «por los caminos y los lugares del mundo, sin exhibir ni ciencia ni fuerza, ni cualquier otra cosa; dotado del firme convencimiento de ser él».

– Sí – dijo ante la puerta del Coffee House -, este sitio se me presenta como el centro perfecto del universo. Otros podrán decir que es el Polo Norte, o bien Roma, o Montmartre, pero yo otorgo el premio a la Coffee House, el Club más antiguo del mundo y, probablemente, el peor también. ¿Tenemos que lavarnos o posponer la operación hasta que se nos presente una oportunidad más indicada? En tal caso sentémonos aquí, en espera del apóstol de la plomada. Le juzgo un trabajador infatigable. Lástima que no podamos organizar un partido entre él y el marqués. Yo apostaría en favor del viejo.

– Ahí viene – observó Hubert.

El americano pareció enorme al entrar en el bajo vestíbulo del Club más antiguo del mundo.

– ¿Sir Lawrence Mont? – dijo -. ¡Ah, capitán! ¿El general sir Conway Cherrell? Orgulloso de conocerle a usted, general. Y ahora, ¿en qué puedo servirles, señores?

Con una gravedad que iba en aumento, escuchó atentamente el relato de sir Lawrence.

– ¡Es demasiado! No puedo tolerarlo. Iré a ver en seguida al ministro de Bolivia. Capitán, tengo las señas de Manuel y telegrafiaré a nuestro consulado de La Paz para que le pidan que haga inmediatamente una declaración ratificando lo que usted ha dicho. ¿Quién oyó jamás una locura tan condenada? Perdónenme, caballeros, pero no tendré paz hasta que no haya atado cabos. – Y haciendo un movimiento circular con la cabeza, desapareció.

Los tres ingleses volvieron a sentarse.

– El viejo Shropshire tendrá que cuidarse de que no le pisen los talones – comentó sir Lawrence.

Hubert no dijo nada. Estaba conmovido.

Silenciosas y desasosegadas, las dos muchachas se dirigieron hacia St. Agustine's-in-the-Meads.

– No sé quién me apena más – dijo Dinny de repente -. Jamás había pensado en la locura antes de ahora. La gente, por lo general, la convierte en una broma o bien la oculta. Pero me parece la cosa más lamentable del mundo, tanto más si es parcial, como en este caso.

Jean le dirigió una mirada maravillada. Dinny, sin la máscara del humorismo, era un ser nuevo.

– ¿Por qué dirección ahora?

– Por aquí; tenemos que atravesar Euston Road. Personalmente, no creo que tía May pueda alojarnos. Bueno, si no puede, llamaremos por teléfono a Fleur. ¡Ojalá lo hubiese pensado antes!

Su predicción se verificó: la Vicaría estaba atestada, su tía ausente y su tío en casa.

– Ya que nos hallamos aquí, será mejor enterarnos si tío Hilary os casará – dijo Dinny en voz baja.

Hilary, que desde hacía tres días tenía ahora la primera hora libre, estaba en mangas de camisa, tallando el modelo de un barco de vikingos. La reproducción en miniatura de buques antiguos era la ocupación favorita de quien no tenía ni tiempo ni musculatura para el alpinismo. El hecho de que para realizar esa tarea fuese necesario más tiempo que para concluir cualquier otra, y de que él dispusiera de menos tiempo que nadie, no le parecía excesivamente importante. Después de haber estrechado la mano de Jean, pidió permiso para continuar su trabajo.

– Tío Hilary – comenzó Dinny bruscamente -, Jean va a casarse con Hubert y quieren hacerlo con un permiso especial, Hemos venido a preguntarte si quieres casarlos tú.

Hilary detuvo su gubia, estrechó los ojos hasta que se convirtieron en dos cortes maliciosos y preguntó

– ¿Temes que cambie de idea? – Nada de eso – contestó Jean.

Hilary la estudió atentamente. Con dos palabras y una mirada le había convencido de que era una muchacha de carácter.

– Conozco a su padre – dijo -. Siempre se toma mucho tiempo para decidir las cosas.

– En este caso, papá se muestra perfectamente dócil. – Es cierto – afirmó Dinny -, Yo lo he visto.

– ¿Y el tuyo?

– No pondrá inconvenientes.

– Si es así – repuso Hilary, poniéndose a tallar de nuevo la popa de la nave – os casaré. No veo razón alguna por la que se deba retrasar el matrimonio, si estáis realmente decididos. – Se volvió hacia Jean -. Sería usted una buena alpinista; si la temporada no estuviese terminada, le recomendaría una ascensión como viaje de novios. Pero, ¿por qué no hacen un viaje en un barco pesquero por los mares del norte?

– Tío Hilary – explicó Dinny- rechazó un decanato. Es conocido por su ascetismo.

– Fueron los cordones del sombrero los que me decidieron a hacerlo, Dinny. Déjame decir que desde entonces las uvas jamás han estado maduras. No puedo imaginar por qué he rechazado una vida de bienestar, tiempo para reproducir todos los barcos del mundo, la posibilidad de ver mi nombre en los periódicos y el placer de ver aumentar mi barriga. Tu tía jamás deja de echármelo en cara. Si pienso en lo que tío Cuffs hizo con. su dignidad y en el aspecto que presentaba el día que murió, me veo ante toda mi vida mal aprovechada y me figuro cómo seré cuando me bajen: del coche fúnebre. ¿Su padre es un hombre enérgico, señorita Tasburgh?

– ¡Oh, se limita a pasar el tiempo! – respondió Jean -. Pero es una consecuencia de la vida en el campo.

– ¡ No del todo! Pasar el tiempo y creer que uno no lo está haciendo… es la definición universal de «El hombre que fue».

– Excepción hecha -dijo Dinny – del «hombre que jamás fue». Tío, el capitán Ferse ha vuelto hoy repentinamente a casa de Diana.

El rostro de Hilary se puso serio.

– ¿Ferse? O es algo terrible o bien es una muestra de la misericordia divina. ¿Lo sabe tu tío Adrián?

– Sí. Yo le he acompañado. Diana estaba fuera. – ¿Has visto a Ferse?

– Yo he entrado y le he hablado -dijo lean -. Parecía estar perfectamente cuerdo. No obstante, me ha encerrado con llave en una salita.

Hilare continuaba inmóvil.

– Tenemos que decirte adiós, tío. Vamos a casa de Michael

– Hasta la vista y muchísimas gracias, señor Cherrell.

– Sí – dijo Hilary, ausente -, hay que esperar lo mejor. Las dos muchachas subieron al coche y partieron en dirección a Westminster.

– Es evidente que espera lo peor – observó Jean.

– No es difícil, cuando las dos alternativas son tan terribles.

– ¡Gracias!

– No, no – murmuró Dinny -. No era a ti a quien me refería. -Y pensó con cuánta firmeza podía Jean seguir por una senda cuando había comenzado a encaminarse por ella…

Ante la casa de Michael encontraron a Adrián quien, habiendo telefoneado a Hilary, se enteró de su cambio de alojamiento. Cuando hubo comprobado que Fleur podía alojar a las dos muchachas, las dejó; pero Dinny, afligida por la expresión de su rostro, corrió tras él. Se dirigía hacia el río y lo alcanzó en la esquina del Square.

– ¿Prefieres estar solo, tío?

– Me satisface tu compañía, Dinny. Vamos.

Dinny deslizó una mano debajo de su brazo y marcharon ambos hacia el oeste, a lo largo del Embankment, caminando a buen paso. Dinny no hablaba, prefiriendo que fuera él quien empezara, si lo deseaba.

– ¿Sabes? He ido a esa Clínica diversas veces – dijo Adrián al cabo de un rato – para ver cómo marchaba el estado de Ferse y para asegurarme de que le trataban bien. Me pesa no haber ido allí durante estos últimos meses. Pero me daba reparo. Acabo de hablar con ellos por teléfono. Querían presentarse, pero les he dicho que no lo hagan. ¿Qué podrían hacer? Admiten que durante las dos últimas semanas se ha mostrado perfectamente normal. En estos casos, parece que aguardan por lo menos un mes antes de avisar. Ferse mismo dice que estaba normal desde hacía tres meses.

– ¿Qué clase de sitio es?

– Una casa de campo bastante grande. Sólo hay unos diez pacientes; cada uno tiene sus propias habitaciones y su enfermero. Es uno de los mejores lugares que se puedan encontrar. Pero siempre me ha producido una sensación de horror, con sus muros armados de púas y su aspecto de lugar escondido. No sé si soy supersensible, Dinny, pero esta enfermedad me parece realmente demasiado terrible.

Dinny le apretó el brazo.

– A mí también. ¿Cómo ha logrado escaparse?

– Estaba tan normal que ya no lo vigilaban. Parece que ha dicho que iba a descansar y se ha zafado durante la hora del almuerzo. Sin duda observó que algunos proveedores llegaban a determinada hora del día, porque se ha escabullido mientras el portero llevaba adentro los paquetes. Ha hecho a pie el camino hasta la estación y ha cogido el primer tren. No son más que veinte millas. Ha debido llegar a la ciudad antes de que se dieran cuenta de su ausencia. Mañana iré allí.

– ¡Pobrecito tío! – dijo Dinny, con dulzura.

– Querida, así es la vida. Pero quedarme en suspenso entre dos horrores no es mi sueño predilecto.

– ¿Es hereditaria la locura de Ferse? Adrián asintió con un movimiento de cabeza.

– Su abuelo murió delirando. Pero de no ser por la guerra, quizá la locura no se hubiera desarrollado en Ferse. ¿Quién sabe? ¿Demencia hereditaria? ¿Es justo? No, Dinny, yo no creo que la divina misericordia…, Una fuerza creadora que lo abarca todo y una potencia de visión sin principio ni fin son cosas que se comprenden. Pero… no podemos atarlas con correa. ¡Piensa en un manicomio! Uno no se atreve a imaginarlo, Y considera lo que significa para esas pobres criaturas el hecho de que uno no se atreva. Las personas sensibles retroceden, de modo que están a merced de los insensibles. ¡Que Dios las ampare!

– Según tú, Dios no quiere.

– Dios significa la ayuda que el hombre da al hombre. -dijo alguien- Sea como fuere, es la única idea cierta que de Él nos podemos forjar.

– ¿Y el demonio?

– Es el mal que el hombre hace al hombre, sólo que en esta definición yo comprendería también a los animales.

– Puro Shelley, tío.

– Y podría ser mucho peor. Pero yo me estoy volviendo el tío malvado que corrompe la ortodoxia de los jóvenes.

– Aquí está Oakley Street. ¿Quieres que vaya a preguntarle a Diana si necesita algo?

– ¿Que si quiero? Te aguardaré en esta esquina, Dinny, y te lo agradezco infinito.

La muchacha anduvo de prisa, no mirando ni a derecha ni a izquierda, y pulsó el timbre. La misma doncella abrió la Puerta.

– No quiero entrar, pero, ¿podría preguntarle a la señora Ferse, sin que nadie se dé cuenta, si se encuentra bien y si necesita algo? Dígale que estoy en casa de la señora de Michael Mont, que puedo venir en cualquier momento y quedarme aquí, si ella lo desea.

Durante la ausencia de la doncella tendió el oído, pero no oyó ningún rumor hasta que la doncella volvió.

– La señora ha dicho, señorita, que le da las gracias de todo corazón, y que no dejará de mandarla a buscar si la necesita. – De momento se encuentra bien, señorita, pero, Dios mío, «estamos» todas en tal estado… Esperemos lo mejor. Le envía a usted cariñosos recuerdos, señorita, y dice que el señor Cherrell no esté preocupado.

– Gracias- dijo Dinny-. Salúdela afectuosamente de parte nuestra y dígale que todos estamos… dispuestos.

Luego, apresuradamente, sin mirar a su alrededor, volvió donde Adrián la aguardaba. Le repitió el recado y continuaron su camino.

– Colgados en el aire – se lamentó Adrián -. ¿Existe algo más atormentador? ¿Y hasta cuándo, Señor, hasta cuándo? Pero, como dice Diana, es menester que no nos preocupemos.

Y emitió una risita forzada. Empezaba a oscurecer y bajo aquella luz desalentadora, que no pertenecía ni al día ni a la noche, los extremos desiguales de las calles y de los puentes parecían escuálidos e inconsistentes. El crepúsculo terminó. A la luz de los faroles las formas de las cosas volvieron a comparecer y los perfiles se suavizaron.

– Mi querida Dinny – dijo Adrián -, no me siento en condiciones de seguir andando. Creo que haríamos mejor en regresar.

– Entonces ven a cenar a casa de Michael, tío… ¡por favor!

Adrián meneó la cabeza.

– Los esqueléticos no deberían asistir a los banquetes. No sé cómo soportarme a mí mismo, como estoy seguro que decía tu vieja niñera.

– No, no lo decía. Era escocesa. ¿Ferse es un nombre escocés?

– Puede que lo fuera en su origen. Pero Ferse procede del West Sussex, por la parte de los- Downs. Es hijo de una antigua familia.

– ¿Tú crees que las familias antiguas son extrañas?

– No sé por qué. Cuando hay un caso de extravagancia en una familia antigua, naturalmente llama la atención en vez de pasar inadvertido. Los miembros de las familias antiguas no se casan entre sí, como sucede con los campesinos.

Intuyendo las cosas que podían distraerle, Dinny continuó – Tío, ¿crees que la antigüedad de una familia resulta en cierta manera una ventaja?

– ¿Qué es la antigüedad? Bajo determinado aspecto, todas las familias son igualmente antiguas. Pero si piensas en las cualidades resultantes de las alianzas hechas durante varias generaciones en la misma clase social, bueno…, no sé, desde luego se obtiene una buena raza, dando a esta palabra el sentido que le damos hablando de perros o de caballos. Pero se puede lograr lo mismo en todas las circunstancias físicas favorables: tanto en los montes como a orillas del mar, dondequiera que las condiciones sean buenas. Una estirpe sana produce una estirpe sana. Esto es evidente. Conozco unos villorrios en el extremo norte de Italia donde no existe una sola persona de alto rango; sin embargo, no hay nadie que no posea belleza y un aspecto distinguido. Pero cuando se trata de una generación derivada de personas geniales o que poseen las cualidades excepcionales que hacen sobresalir a los hombres, sospecho que se produce más bien una desviación que no una simetría. Las familias de origen y tradición militar o naval son las que tienen, quizá, las mejores posibilidades: buen físico y no mucho cerebro; pero las Ciencias, el Derecho y el Comercio producen efectos deletéreos. ¡No! Donde creo que las familias «antiguas» puedan tener una ventaja es en el sentido más definido de orientación que pueden dar a sus hijos durante su educación, en la tradición establecida, en el objetivo establecido y puede que también en mejores oportunidades en el mercado matrimonial; y, en la mayor parte de los casos, en una vida transcurrida en el campo, en un ferviente deseo de seguir el propio camino y en una mayor experiencia en emprenderlo. Lo que en los seres humanos suele llamarse «raza» es más un atributo de la mente que del cuerpo. Lo que uno piensa y siente es debido a la tradición, al hábito, a la educación. Pero te estoy aburriendo, querida.

– No, no, tío; todo esto me interesa mucho. ¿Entonces tú crees más en la herencia de una actitud determinada frente a la vida, que en la de la sangre?

– Sí, pero las dos cosas están muy mezcladas.

– ¿Crees que la «antigüedad» va desapareciendo, y que pronto ya no se transmitirá nada?

– ¡Quién sabe! Las tradiciones son extraordinariamente persistentes y en este país existe un gran mecanismo para conservarlas vivas. Hay gran cantidad de trabajo administrativo que ejecutar, ¿comprendes?, y la gente más apropiada para esta clase de trabajo es la que, de joven. Ha tenido más experiencia al emprender su propio camino, ha aprendido a no hablar de sí misma y a hacer las cosas porque es su deber. Es la que administra todos los Servicios Públicos, por ejemplo, y la que seguramente continuará administrándolos. Pero hoy en día uno tiene que fatigarse hasta el agotamiento para justificar sus propios privilegios.

– Muchos – dijo Dinny – parecen agotarse antes y fatigarse después. Bueno, ya volvemos a estar ante la casa de Fleur. ¡Vente, tío! Si Diana necesitara algo, estarías más fácilmente a su disposición.

– Muy bien, querida, y que Dios te bendiga. Me has hecho hablar de un tema en el que pienso bastante a menudo. ¡Serpiente!

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