En la Parrilla del Piedmont, el lugar de reunión de los hombres bien informados, se inclinaban el uno hacia el otro como si en las viandas hubieran hallado el lazo que unía a sus almas. Estaban sentados por parejas, o por grupos de cuatro o cinco. Aquí y allá había un solitario con un habano entre los labios, meditabundo y observador y, entre las mesas, se movían con ligereza los camareros flacos y apresurados, con unos rostros que el esfuerzo de recordar torturaba hasta volverlos casi irreconciliables. Lord Saxenden y Jean se hallaban en un rincón cerca de la entrada. Habían consumido ya una langosta, bebido media botella de «hoch» y charlado de cosas sin importancia, cuando ella, levantando lentamente la vista de una pata vacía del crustáceo, dijo
– ¿Bien, lord Saxenden?
La fija mirada de los ojos azules tembló ligeramente bajo la mirada procedente de las espesas pestañas.
– ¿Estaba buena la langosta? – preguntó. – Estupenda.
– Siempre vengo aquí cuando quiero comer bien… Camarero, ¿nos trae la perdiz?
– Sí, milord.
– Bueno, dése prisa. Pruebe este «hoch», señorita Tasburgh. No ha bebido nada.
Jean levantó la copa verdosa.
– Desde ayer soy la señora de Cherrell. Lo verá anunciado en los periódicos.
Los carrillos de lord Saxenden se hincharon un poco, mientras pensaba: «¿Y qué tengo que ver yo con eso? ¿Era más divertida antes o lo es más ahora que está casada?».
– No pierde el tiempo – dijo explorándola con los ojos, como si buscara la confirmación de su cambio de estado -. De haberlo sabido, no me hubiera atrevido a invitarla a almorzar sin su marido.
– Gracias – contestó Jean -. Vendrá más tarde. – Y le miró a través de los párpados entornados, mientras él, pensativo, vaciaba su copa.
– ¿Trae alguna noticia para mí? – Vi a Walter.
– ¿Walter?
– El secretario de Estado. -¡Cuánta amabilidad por su parte!
– No lo puedo sufrir. Su cabeza, a no ser por los cabellos, parece un huevo.
– ¿Qué dijo?
– Mi querida señora, los que pertenecen a los departamentos ministeriales jamás dicen nada. Siempre «se lo piensan». La administración ha de ser así.
– Pero, desde luego, supongo que prestaría atención a lo que usted dijera. ¿Qué dijo usted?
Los ojos glaciales de Saxenden parecieron decir: «¡Vamos, señora, vamos!» Pero Jean le sonrió y los ojos se fueron deshelando gradualmente.
– Usted es la persona más decidida que he conocido en mi vida. Bueno, en resumidas cuentas, le dije: «Walter, acaben con eso».
– ¡Magnífico!
– Nov le agradó. Es un «animal justo». – ¿Podría verle yo?
Lord Saxenden se echó a reír. Reía como un hombre que ha oído un chiste sin gracia.
Jean aguardó a que hubiese terminado y luego dijo – Entonces, le veré.
La pausa que siguió a esta afirmación fue interrumpida por la llegada de la perdiz.
– Escuche – dijo lord Saxenden, repentinamente -. Si usted habla en serio, hay un hombre que podría facilitarle una entrevista. Me refiero a Bobbie Ferrar. Estaba con Walter cuando fue ministro de Asuntos Exteriores. Le daré una nota para Bobbie. ¿Quiere un dulce?
– No, gracias, pero me gustaría un café, por favor. ¡Ah, ahí viene Hubert!
Estaba al lado de la puerta giratoria, buscando a su mujer con la mirada.
– ¡Tráigale aquí!
Jean miró atentamente a su marido. El rostro de. Hubert se aclaró al verla y seguidamente se dirigió hacia ellos.
– Tiene una vista excelente – murmuró lord Saxenden, poniéndose en pie- ¿Qué tal? Se ha casado usted con una mujer extraordinaria. ¿Tomará una taza de café? Aquí el coñac es bastante bueno.
Sacó una tarjeta del billetero y, con una caligrafía clara y legible, escribió
«Robert Ferrar, Esq. F. O. Whitehall. – Querido Bobbie, le ruego tenga la amabilidad de atender a mi joven amiga, la señora Cherrell, y proporcionarle, si es posible, una entrevista con Walter. - Saxenden.»
Se la tendió a Jean y pidió la cuenta al camarero.
– Hubert – dijo Jean -, enséñale a lord Saxenden la cicatriz.
Hubert se desabrochó el puño de la camisa y se subió la manga. La lívida señal destacaba extraña y siniestra sobre el blanco mantel.
– ¡Hum! -exclamó lord Saxenden -. Un golpe bien calculado.
Hubert volvió a cubrir el brazo con la manga.
– Mi mujer todavía se toma algunas libertades – repuso. Lord Saxenden pagó la nota y ofreció un habano a Hubert. – Perdónenme si ahora les dejo. He de marcharme. Quédense tranquilamente a tomar el café. Adiós y buena suerte a los dos.
Después de haberles estrechado las manos, sorteó las mesas y salió. Los dos jóvenes lo siguieron con la mirada.
– Creo que una delicadeza semejante – dijo Hubert – no está comprendida entre sus debilidades conocidas. ¿Bien, Jean?
Esta levantó los ojos.
– ¿Qué significa F. O?
– Foreign Office, mi muchachita del campo.
– Bébete el coñac, y vamos a ver a nuestro hombre.
Pero cuando llegaron al patio, oyeron una voz a sus espaldas:
– ¡Capitán! ¡Señorita Tasburgh! – Mi esposa, profesor.
Hallorsen les asió las manos.
– Esto es maravilloso capitán. Tengo un cablegrama que será para usted el mejor regalo de bodas.
Por encima del hombro de Hubert, Jean leyó en voz alta «Enviada declaración jurada de Manuel. Stop. Consulado Americano La Paz.»
– Es estupendo, profesor. ¿Quiere venir con nosotros al Foreign Office pura hablar del asunto con un personaje?
– Desde luego. No quiero aguardar a que crezca la hierba. Tomemos un taxi.
Sentado en el coche frente a ellos, irradiaba una sorprendente benevolencia.
– ¡Capitán, se ha apresurado usted a alejarse de la buena senda!
– La culpa ha sido de Jean.
– Sí – dijo Hallorsen, como si no estuviera ella presente -. Cuando la conocí en Lippinghall me pareció una mujer que sabía moverse. ¿Está contenta su hermana?
– ¡Ya lo creo!
– Una señorita encantadora. Hay algo de bueno en los edificios bajos. Vuestro Whitehall me agrada inmensamente. Cuando más se ven el sol y las estrellas desde las calles, más sentido moral hay en las gentes. ¿Se casó con sombrero de copa, capitán?
– No; tal como voy ahora.
– Lo siento. Me parecen muy graciosos. Son como si llevaran sobre la cabeza una causa perdida. Señora Cherrell, creo que también usted procede de una antigua familia. La costumbre que tienen aquí de servir al país de padres a hijos es maravillosa, capitán.
– Jamás he pensado en ello.
– Hablé con su hermano, señora, y me contó que desde hace siglos siempre han tenido un marino en la familia. Me han dicho, capitán, que en la suya siempre ha habido un militar. Yo creo en la herencia. ¿Es éste el Foreign Office? – Miró el reloj -. Me estaba preguntando si encontraremos a su amigo. Tengo la vaga idea de que resuelven la mayor parte de los asuntos mientras están comiendo. Creo que es mejor que vayamos al parque, hasta las tres, a ver los patos.
– Le dejaré la tarjeta – dijo Jean. Se reunió con ellos casi en seguida – Tiene que llegar de un momento a otro.
– Es decir, dentro de media hora – repuso Hallorsen -. Hay aquí un pato, capitán, del que me gustaría saber su opinión.
Al atravesar la ancha calle para acercarse al agua, por poco no fueron atropellados por dos coches embarazados por el exceso de espacio. Hubert agarró a Jean con un movimiento convulsivo. Púsose lívido bajo su tez bronceada. Los coches continuaron su carrera a la derecha y a la izquierda. Hallorsen, que había cogido el otro brazo de Jean, dijo, arrastrando las palabras más que de costumbre
– Poco ha faltado para que nos quitaran la pintura. Jean no hizo comentarios.
– A veces me pregunto – continuó Hallorsen cuando estuvieron cerca de los patos- si la velocidad vale el dinero que nos cuesta. ¿Qué le parece a usted, Cherrell?
Hubert se encogió de hombros.
– Las horas se pierden viajando en automóvil en vez de hacerlo en tren corresponden a otras tantas horas ganadas, todo caso.
– Es cierto – asintió Hallorsen -. Pero como realmente se gana tiempo es volando.
– Mejor será esperar la cuenta, antes de vanagloriarse de la aviación.
– Tiene usted razón. Ciertamente, estamos en ruta hacia el infierno. La próxima guerra será una cosa bien fea para los que tomen parte en ella. Suponiendo, por ejemplo, que Francia e Italia tuviesen un conflicto, al cabo de quince días ya no existirían ni Roma, ni París, ni Florencia, ni Venecia, ni Lyon, ni Milán, ni Marsella. No serían más que otros tantos desiertos envenenados. Y quizá ni los ejércitos ni las marinas habrían disparado un solo tiro.
Sí. Y todos los gobiernos lo saben. Yo soy militar, pero no comprendo por qué se continúan gastando cientos de millones para mantener soldados y marineros que probablemente jamás se utilizarán. No se pueden hacer funcionar los ejércitos y las flotas cuando están destruidos los centros nerviosos. ¿Cuánto tiempo continuarían funcionando Francia a Italia si sus principales ciudades quedasen destruidas por gases venenosos? Inglaterra y Alemania probablemente no durarían ni una semana.
– Su tío, el conservador, me decía que, de continuar a este ritmo, el hombre pronto volvería al estado de pez.
– ¿Cómo?
– ¡Claro que sí! Invirtiendo el proceso de la evolución peces, reptiles, pájaros, mamíferos. Nos volveremos de nuevo volátiles; de este estado pasaremos a arrastramos como los reptiles y acabaremos en el mar, cuando la tierra deje de ser habitable.
– ¿Por qué no podemos excluir las rutas aéreas como medios de guerra?
¿Cómo podemos excluir las rutas aéreas? – preguntó Jean -. Los países no se fían el uno del otro. Además, América y Rusia estén fuera de la Sociedad de Naciones.
– Los americanos nos pondríamos de acuerdo. Pero no estoy tan seguro en lo que se refiere a nuestro Senado.
– Vuestro Senado – musitó Hubert – parece bastante duro de roer.
– Pero se asemeja a vuestra Cámara de los Lores antes de que la amenazaran con un látigo, en 1910. Ahí está el pato -y Hallorsen indicó un ave especial. Hubert la miró atentamente.
– En la India maté un pato de esta misma especie. Es un… Bueno, creo que he olvidado el nombre. Lo veremos en uno de estos indicadores. Si lo veo, lo recordaré.
– No -dijo Jean -. Son las tres y cuarto. Ferrar ya tiene que estar en su despacho.
Y, sin catalogar el pato, volvieron al Foreign Office.
El apretón de manos de Bobbie Ferrar era famoso. Estiraba hacia arriba la mano de su adversario y luego la dejaba allí. Cuando Jean hubo bajado la suya, entró en seguida en materia
– ¿Está usted enterado del asunto de la extradición, señor Ferrar? Este asintió.
– Este señor es el profesor Hallorsen, jefe de la expedición. ¿Le gustaría ver la cicatriz qué le ha quedado a mi marido?
– Mucho – murmuró Bobbie, entre dientes. Hubert, de mala gana, descubrió otra vez el brazo.
– ¡Estupenda! – exclamó Bobbie Ferrar -. Ya he hablado de ello con Walter.
– ¿Le ha visto?
– Sir Lawrence me rogó que lo hiciera.
– Y, ¿qué ha dicho Wal… el secretario de Estado?
– Nada. Ya había visto a «Snubbyu. Éste no le agrada y, por lo tanto, ha hecho seguir la orden a Bow Street.
– ¡Oh! ¿Significa eso que se extenderá una orden de arresto?
Bobbie Ferrár, examinándose las uñas, asintió. Los dos jóvenes se miraron.
Con mucha gravedad, Hallorsen preguntó:
– ¿No hay nada que pueda detener todo este asunto? Bobbie Ferrar, con ojos que parecían muy redondos, movió la cabeza.
Hubert se puso en pie.
– Me sabe mal haber molestado a tanta gente. ¡Vámonos, Jean! – Con una ligera inclinación, se volvió y salió. Jean le siguió.
Hallorsen y Bobbie Ferrar se quedaron a solas.
– No comprendo este país – dijo el primero -. ¿Qué se puede hacer?
– Nada – contestó Bobbie Ferrar -. Cuando el caso esté ante el magistrado, lleve todos los testimonios posibles.
– Lo haremos, ciertamente. Señor Ferrar, me alegro de haberle conocido.
Bobbie Ferrar entreabrió los labios en una sonrisa. Sus ojos parecían aún más redondos.