Su padre y sir Lawrence no vendrían a cenar y su madre quería quedarse en cama, por, lo que Dinny cenó sola con su tía, ya que Clara estaba con tinos amigos.
– Tía Rin -dijo en cuanto hubieron terminado -. ¿Te sabría mal si fuese a casa de Michael? Fleur ha tenido un presentimiento.
– ¿Por qué? – contestó lady Mont -. Es aún demasiado pronto… hasta marzo.
– Tú piensas en otra cosa, tía. Un presentimiento significa una idea.
– ¿Y por qué no la ha expuesto? – y repudiando con semejante sencillez las expresiones modernas, lady Mont oprimió el timbre -. Blox, un taxi para la señorita Dinny.
Y, cuando regrese sir Lawrence, hágamelo saber. Quiero tomar un baño caliente y lavarme los cabellos.
– Sí, milady.
– ¿Te lavas los cabellos cuando estás triste, Dinny? Dirigiéndose hacia South Square, en la noche neblinosa y oscura, Dinny experimentaba una melancolía que superaba todo cuanto había sentido hasta ese momento. La idea de Hubert en la cárcel, arrancado de los brazos de su mujer cuando tan sólo hacía tres semanas que se había casado, con la perspectiva de una separación que podría ser permanente y un destino en el que le resultaba insoportable pensar, y todo esto porque había gente demasiado escrupulosa para hacer una concesión y aceptar su palabra, hacía que el terror y la ira se acumulasen en su alma, como el calor se condensa antes de una tempestad.
Halló a Fleur y a lady Alison discutiendo los modos y los medios. Por lo visto el Ministro boliviano estaba ausente por convalecencia, y en su lugar había un subordinado. Esto, según lady Alison, complicaba el asunto, porque probablemente el subordinado no querría asumir responsabilidad alguna. A pesar de todo, ella daría un almuerzo al que serían invitados Fleur y Michael y también Dinny, caso de desearlo. Pero ésta movió la cabeza: había perdido confianza en su maña para tratar a los políticos.
– Si tú y Fleur no podéis arreglar las cosas, tía Alison, menos lo haré yo. Pero Jean es singularmente atractiva, cuando quiere.
– Ha telefoneado hace un rato y me ha rogado que si venías aquí te dijera que fueras a verla a su casa. De otro modo, te escribiría.
Dinny se puso en pie. -Voy al instante.
Anduvo rápidamente entre la niebla a lo largo del Embankment, dirigiéndose hacia el grupo de casas obreras donde Jean había encontrado un piso. En la esquina de una calle algunos muchachos pregonaban los sucesos sensacionales del día. Compró un periódico para ver si hablaba del caso de Hubert y lo abrió debajo de un farol. ¡Sí, aquí estaba! «Oficial británico detenido. Extradición por acusación de homicidio».
¡Cuán poca atención habría prestado a esta noticia si no le concerniera! Lo que para ella y para los suyos era una tortura, para el público no pasaba de ser un hecho interesante y agradable. Las desgracias ajenas eran una distracción; los diarios sacaban de ello su sustento. El hombre que le vendió el diario tenía un rostro demacrado y era cojo. Como para sacar una gota del líquido de su amargo cáliz, le devolvió el periódico y le regaló un chelín. Los ojos del hombre se desorbitaron, estupefactos. ¿Había apostado sobre el vencedor?
Dinny subió la escalera de ladrillo. El departamento estaba en el segundo piso. Delante de la puerta un grueso gato negro daba rápidas vueltas sobre sí mismo, intentando cogerse la cola. Dio seis vueltas sobre el mismo punto. Luego se sentó, levantó una de sus patas posteriores y comenzó a lamerla.
Jean abrió la puerta. Evidentemente estaba preparando maletas, puesto que llevaba una combinación colgada del brazo. Dinny la besó y miró a su alrededor. Jamás había estado allí. Las puertas de la salita, del dormitorio, de la cocina y del cuarto de baño estaban abiertas, las paredes pintadas color verde manzana y el suelo recubierto con un linóleum verde oscuro. Los muebles consistían en un lecho matrimonial y unas cuantas maletas en el dormitorio; dos butacas y una pequeña mesa en la salita; una mesa de cocina y un frasco de sales para baño; ninguna alfombra, ningún cuadro y ningún libro; unos visillos de cretona estampada en las ventanas y un armario que ocupaba toda una pared del dormitorio, del que Jean había sacado los trajes amontonados ahora sobre la cama. Un olor a café y a espliego diferenciaba la atmósfera del apartamento de la de la escalera.
Jean dejó la combinación sobre la cama.
– ¿Quieres una taza de café, Dinny? Acabo de hacerlo. Llenó dos tacitas, las azucaró, le tendió una a Dinny junto con un paquete de cigarrillos, luego le indicó una poltrona y se arrellanó en la otra.
– ¿Te han dado mi recado? Me alegro de que hayas venido. Eso me evita tener que preparar un paquete. Detesto hacer paquetes, ¿y tú?
Su calma y el aspecto de no tener preocupación alguna se le antojaron a Dinny milagrosas.
– ¿Has visto a Hubert?
– Sí. Está bastante confortablemente. Dice que la celda no es mala y que le han dado libros y papel para escribir… También puede hacerse llevar comida, pero no le permiten fumar. Alguien tendría que protestar contra esta disposición. Según la Ley inglesa, Hubert todavía es tan inocente como el mismísimo secretario de Estado y no creo que haya ninguna ley que prohíba fumar al secretario de Estado, ¿verdad? Yo no volveré a verle, pero tú, Dinny, irás a visitarle. Le saludarás en modo particular de mi parte y le llevarás unos cigarrillos por si le dejaran fumar
Dinny la miró, pasmada.
– Pero, ¿qué es lo que vas a hacer?
– Bien, precisamente por eso quería verte. Se trata de un secreto. Prométeme que no se lo revelarás a nadie, o no te diré nada.
Dinny contestó
– ¡Palabra de honor! Continúa.
– Mañana marcharé a Bruselas. Alan se ha ido hoy. Le han prorrogado el permiso por urgentes asuntos de familia. Nos estamos preparando para lo peor, eso es todo. He de aprender a volar en un plazo brevísimo. Si hago tres pruebas diarias, tres semanas bastarán. Nuestro abogado nos ha garantizado por lo menos tres semanas. Naturalmente, no sabe nada. Nadie ha de saber nada, salvo tú. Te necesita. – Se inclinó hacia adelante y sacó de su monedero un pequeño paquete envuelto en papel de seda -. Me hacen falta quinientas libras. Dicen que allí podremos comprar por poco dinero un buen aparato de segunda mano, pero luego necesitaremos todo lo que sobre. Ahora, fíjate bien, Dinny. Ésta es una antigua joya de familia. Tiene mucho valor. Necesito, que tú la empeñes por quinientas libras. Y si empeñándola no te dieran tanto, debes venderla. Haz la operación a tu nombre y cambia la moneda inglesa por dinero belga, que me enviarás certificado a Bruselas, a Lista de Correos. Tendrás que hacer lo posible para mandármelo dentro de tres días.
Deshizo el paquete y descubrió un broche de esmeraldas, anticuado, pero magnífico.
– ¡Oh!
– Sí, es realmente bueno. Puedes pedir un precio muy alto. Estoy segura de que alguien te dará quinientas libras. Las esmeraldas se cotizan mucho.
– Pero, ¿por qué no la empeñas tú misma antes de marcharte?
Jean movió la cabeza
– No quiero hacer nada que pueda despertar sospechas.
En cambio, no importa lo que tú puedas hacer, Dinny, porque no estás a punto de infringir la Ley. Nosotros quizá la infrinjamos, pero no nos dejaremos echar el guante.
– Creo – dijo Dinny – que deberías decirme algo más. – No es necesario y, además, no me es posible. Nosotros mismos todavía no sabemos bastante. Pero, tranquilízate; no se llevarán a Hubert. Entonces, ¿lo coges? – y envolvió de nuevo el broche.
Dinny tomó el paquete y, no llevando monedero, lo deslizó debajo de su traje. Se inclinó hacia delante y dijo con mucha seriedad
– Prométeme que no haréis nada hasta que todo lo demás haya fallado.
Jean asintió
– Nada hasta el último instante. Resultaría desventajoso. Dinny le cogió una mano.
– No hubiera debido permitir que te hallaras en estas circunstancias, Jean. Yo fui quien te hizo encontrar con Hubert, ¿ sabes?
– Querida, jamás te perdonaría si no lo hubieras hecho. Estoy enamorada.
– ¡Pero es una cosa tan horrible para ti!
Jean miró a la lejanía y Dinny casi pudo oír al «cachorro» aproximarse desde un ángulo.
– ¡No! Me agrada pensar que soy yo quien tiene que sacarle de este berenjenal. Jamás me he sentido tan llena de vida como ahora.
– ¿Hay mucho riesgo para Alan?
– No, si hacemos las cosas con cabeza. Tenemos varios proyectos, según marchen las cosas.
Dinny suspiró.
– Espero de todo corazón que ninguno de ellos sea necesario.
– También lo espero yo; pero es imposible dejar las cosas a la casualidad, tratándose de un «animal justo» como Walter. – Bien. Adiós, Jean, y buena suerte.
Se besaron, y Dinny bajó a la calle con el broche de esmeraldas pesándole sobre el corazón como si fuera de plomo. Lloviznaba y tomó un taxi para regresar a Mount Street. Su padre y sir Lawrence acababan de entrar. Sus noticias eran de poca entidad. Parecía que Hubert no quería volver a pedir la libertad provisional. «Jean – pensó Dinny – tiene algo que ver con eso.» El secretario de Estado se hallaba en Escocia y no volvería hasta que se reanudasen las sesiones del Parlamento, o sea hasta al cabo de unos quince días. La orden de extradición no podía ser extendida hasta después. Según la opinión de los entendidos, tenían por lo menos tres semanas de tiempo para remover cielo y tierra. ¡Ah!, pero era más fácil que cielo y tierra desapareciesen que no que fallase una pequeña palabra de la Ley. Y, no obstante, ¿eran disparates lo que decía la gente al hablar de «intereses», de «influencias», de «arreglar las cosas»? ¿No existía algún medio mágico que todos ellos ignoraban?
Su padre le dio un beso y, lleno de pesar, fue a acostarse. Dinny se quedó a solas con sir Lawrence, pero incluso éste estaba deprimido.
– Nada de burbujas y de efervescencia entre nosotros – dijo -. Algunas veces pienso que supervalorizamos la Ley. En realidad, es un sistema que procede con ruda prontitud, con tanta exactitud en ajustar la condena al delito como la que puede haber en el diagnóstico de un médico que ve al paciente por vez primera. No obstante, por alguna misteriosa razón, nosotros le atribuimos las virtudes del Cáliz Sagrado y tratamos a sus mandamientos como si fueran transmitidos por Dios. Si alguna vez ha habido un caso en el cual un secretario de Estado deba dejarse conmover por un sentido de humanidad, es precisamente éste. Sin embargo, no creo que lo haga, Dinny. Y el caso es que tampoco Bobbie Ferrar lo cree. Parece que poco tiempo ha, un idiota mal inspirado definió a Walter como «el verdadero espíritu de la integridad», y esto, en vez de revolverle las tripas, se le ha subido a la cabeza y desde entonces ya no ha favorecido a nadie. Me he preguntado si no podía yo mandar una carta al Times, que rezara: «Esa actitud de inexorable incorruptibilidad en ciertos lugares es más peligrosa para la justicia que los métodos de Chicago». Chicago debería llevárselo. Creo que estuvo allí. Es espantoso que un hombre deje de ser humano.
– ¿Está casado?
– Ni siquiera eso – contestó sir Lawrence.
– Pero hay hombres que jamás comienzan a ser humanos. – Eso no es tan terrible. En casos así, uno sabe con quién ha de tratar y, si es menester, puede acudir a medidas extremas. No, los que causan molestias son los necios a quienes se les han subido los humos a la cabeza. Por cierto, le he dicho a un joven amigo que posarías para una miniatura.
– ¡Oh, tío! No podría hacerlo, con este asunto de Hubert en la mente.
– No, no, naturalmente que no. Pero algo ha de salir de todo eso. – Le lanzó una mirada astuta, y añadió: – A propósito, ¿y Jean?
Dinny le miró con ojos abiertos e ingenuos. – ¿Qué pasa con ella?
– No me parece mujer que se resigne fácilmente. – No, pero, ¿qué puede hacer la pobrecilla?
– ¡Quién sabe! – repuso sir Lawrence, levantando una ceja -. ¡Quién sabe! «Son amables criaturas inocentes, son ángeles sin alas.» Esto es el Punch de antes de tus tiempos,
Dinny. Y continuará siendo el Punch después de tus tiempos, salvo que hoy en día parece que las alas vayan saliendo con singular rapidez.
Dinny siguió mirándole con expresión de inocencia, pero dentro de sí pensaba: «¡Es bastante peligroso, tío Lawrence!» Un poco más tarde fue a acostarse.
¡Acostarse con el alma en tal estado de trastorno! Sin embargo, ¡cuántas otras personas con las almas trastornadas estarían yaciendo con el rostro contra la almohada, sin poder dormir! La habitación parecía estar llena de la irrazonable miseria del mundo. Alguien que hubiese tenido algo de genialidad habría podido levantarse y desahogar su propia melancolía componiendo un poema sobre Azzael, o sobre otra cosa ¡Ay! No era tan fácil. Ella yacía en la cama y estaba triste, triste e irritada.
Recordaba cuánto había sufrido a los trece años, cuando Hubert, que aún no tenía dieciocho, se fue a la guerra. Entonces fue algo sumamente doloroso, pero ahora era mucho peor.
Y ella se preguntaba el porqué. Entonces habría podido morir en cualquier momento; ahora estaba más seguro que cualquier otro que estuviera fuera de la cárcel. Su vida sería escrupulosamente protegida, incluso cuando le enviaran al otro lado del mundo, o le entregaran al Tribunal de un país que no era el suyo, para ser juzgado por un juez de sangre extranjera. Por algunos meses, estaba bastante seguro. ¿Por qué, pues, la condición parecía más peligrosa que todos los riesgos que había corrido siendo soldado, peor incluso que aquel largo y horrible período de la expedición de Hallorsen? ¿Por qué? A menos que no fuera porque aquellos antiguos peligros y penalidades habían sido soportados por libre voluntad, mientras que el actual sufrimiento érale impuesto por los demás. Le mantenían con la espalda en tierra, privado de los dos grandes privilegios de la existencia humana: la independencia y la vida individual. Para asegurarse estos privilegios, los seres humanos habían concentrado todos sus esfuerzos durante miles de años hasta que… ¡hasta que se habían vuelto bolcheviques! Privilegios para cada ser humano, pero sobre todo para unas personas como ellos, educadas sin temor a otro azote salvo al de su propia conciencia. Yacía en el lecho como si se encontrara en la celda de su hermano, mirando al futuro, deseando ardientemente a Jean, sufriendo por sentirse encerrado, sujeto, miserable y amargado. ¿Qué había hecho él que no hubiese hecho cualquier otro hombre sensible?
El rumor del tráfico, que llegaba desde Park Une, formaba una especie de base a su rebelde infelicidad. Sintióse tan intranquila, que no pudo permanecer en cama y, habiéndose puesto la bata, comenzó a dar vueltas por la habitación sin hacer ruido, hasta que estuvo tiritando a causa del aire de fines de octubre que entraba por la ventana abierta.
A lo mejor había algo de bueno en el matrimonio. Al fin y al cabo una mujer casada tenía un pecho contra el que podía apretarse, unos oídos en los que podía verter sus lamentos y unos labios que probablemente emitían sonidos de simpatía. Pero, peor que la soledad, era la inactividad forzada. Envidiaba a los que, como su padre y sir Lawrence, podían cuando menos coger un taxi e ir de un lado para otro. En particular envidiaba enormemente a Jean y a Alan. Cualquier cosa que estuvieran pensando, era mejor que no tener ninguna idea, como le sucedía a ella. Sacó el broche de esmeraldas y lo contempló. Esto, al fin y al cabo, representaba algo que hacer durante el día siguiente. Ya se veía con la joya en la mano, ocupada en sacar grandes sumas a alguna persona encallecida con tendencias al arte de la usura.
Colocó la joya debajo de la almohada, como si su proximidad pudiese quitarle aquella sensación de impotencia. Finalmente se durmió.
A la mañana siguiente se despertó temprano. Se le había ocurrido la idea de que quizá podría empeñar la joya, lograr el dinero y llevárselo a Jean antes de que se marchara. Decidió consultar a Blox, el mayordomo. Al fin y al cabo, lo conocía desde que tenía cinco años. Era una institución y jamás descubrió ninguna de las iniquidades que ella le confiara en su niñez.
Por lo tanto, se le acercó cuando apareció con la maquinita especial para café.
– ¡Blox!
– Dígame, señorita Dinny.
– ¿Quiere ser tan amable y decirme, in confidence, quién cree usted que es el mejor prestamista de Londres? Sorprendido, pero impasible, porque después de todo cualquiera puede tener necesidad de empeñar algo en las actuales circunstancias, el mayordomo dejó la maquinita sobre la mesa, y se detuvo a reflexionar.
– Bueno, señorita Dinny. Hay un tal Attenborough, pero recuerdo que la gente prefiere dirigirse a un tal Frewer, en South Molton Street. Puedo buscar el número en el listín de teléfonos. Dicen que es de confianza y muy recto.
– Perfectamente, Blox. Se trata de un pequeño negocio.
– Precisamente, señorita.
– ¡Oh!, Blox, ¿tendré… tendré que dar mi nombre?
– No, señorita. Si puedo permitirme ofrecerle una sugerencia, dé usted el nombre de mi esposa y estas señas. Así, en caso de presentarse la necesidad de hacer alguna comunicación, yo podría telefonear y nadie se enteraría de nada.
– Es un gran alivio. Pero, ¿no le sabrá mal a la señora Blox?
– ¡Oh, no, señorita! Estará encantada de poderle hacer un favor. Si usted lo desea, yo podría tratar el asunto en su lugar.
– Gracias, Blox, pero me temo que tenga que hacerlo yo misma.
El mayordomo se acarició la barbilla y la miró. Dinny pensó que su expresión era benévola, pero ligeramente irónica. – Bien, señorita, en ese caso debo decirle que un poco de indiferencia no sobra ni aun con el mejor de esos señores. Si Frewer no hace una buena oferta, hay varios más.
– Gracias de todo corazón, Blox. Si no me ofreciera bastante, se lo haré saber. ¿Sería demasiado temprano ir a las nueve y media?
– Por lo que he oído decir, es la mejor hora. Lo encontrará fresco y cordial.
– ¡Querido Blox!
– Me han dicho que es una persona que comprende y que sabe cuándo se trata de una verdadera señora. No la tomará a usted por lo que no es.
Dínny se llevó un dedo a los labios. – Y mudo como un pez, Blox.
– ¡Oh!, absolutamente, señorita. Después del señorito Michael, usted ha sido siempre mi preferida.
– Lo mismo digo, Blox.
Cuando su padre entró, ella cogió el Times y Blox se retiró.
– ¿Has descansado bien, papaíto? El general asintió.
– ¿Qué tal se encuentra mamá?
– Mejor. Está a punto de bajar. Hemos llegado a la conclusión de que de nada nos sirve preocupamos, Dinny. -No, querido, de nada sirve, desde luego. ¿Crees que podemos empezar a desayunar?
- Em no baja y Lawrence desayuna a las ocho. Prepara el café.
Dinny, que participaba de la pasión de su tía por el café bueno, se dispuso a prepararlo casi reverentemente.
– ¿Y Jean? -- preguntó de repente el general -. ¿Vendrá con nosotros?
Dinny no levantó los ojos.
– No lo creo, papá. Está demasiado intranquila. Supongo que se las arreglará por sí sola. Yo haría lo mismo, si estuviera en su lugar.
– Sí, lo comprendo. Pobre muchacha. De todos modos, es valiente. Estoy contento dé que Hubert se haya casado con una mujer con ánimo. Esos Tasburgh tienen el corazón sólido. Me acuerdo de uno de sus tíos, a quien conocí en la India, en un regimiento gurkha. juraban por él. Déjame pensar, a ver si recuerdo dónde le mataron.
Dinny se inclinó aún más sobre el café.
Aún no eran las nueve y media cuando salió con la joya en el monedero y tocada con su más lindo sombrero. A las nueve y media en punto subía a un primer piso situado encima de una tienda, en la South. Molton Street. En una amplia habitación, y ante una mesa de caoba, estaban sentados dos hombres que habría podido tomar por corredores de apuestas, si hubiese conocido a alguno. Los miró con un poco de ansia, aguardando un signo de amabilidad. Parecían estar frescos. Uno de ellos se dirigió hacia ella.
Dinny se pasó una invisible lengua por los labios.
– Me han dicho que son ustedes tan bondadosos como para prestar dinero si uno ofrece como garantía joyas de valor. – Exacto, señora.
Era canoso y casi calvo, tenía ojos claros y la miraba a través de un pince-nez que sostenía con la mano. Se lo colocó sobre la nariz, empujó una silla hacia la mesa, y, haciéndole un signo con la mano, volvió a su sitio. Dinny se sentó.
– Necesito una suma bastante considerable. Se trata de quinientas libras. Por lo demás, la joya es realmente hermosa. Los dos caballeros se inclinaron ligeramente.
– El dinero lo necesito en seguida, porque he de hacer un pago.
Sacó el broche del bolso, le quitó el papel y lo empujó hacia delante, encima de la mesa. Luego, recordando que debía demostrar indiferencia, se apoyó en el respaldo y cruzó las piernas.
Los dos caballeros miraron la joya durante un minuto, sin moverse ni hablar. Luego el segundo abrió un cajón.y sacó una lente de aumento. Mientras éste examinaba la joya; Dinny se dio cuenta de que el primer caballero la estaba examinando ti a ella, y pensó que éste debía de ser el modo como se repartían el trabajo. ¿Cuál de las dos piezas decidirían ser la más genuina? Sentía un poco de ansiedad, pero mantenía las cejas altas y los párpados entornados.
– ¿Es suyo, señora? – preguntó el primer caballero. Recordando una vez más el viejo lema, Dinny pronunció un enfático
– Sí.
El segundo caballero dejó la lente y pareció sopesar el broche con la mano.
– Muy hermoso -dijo -. Anticuado, pero muy hermoso. Y ¿por cuánto tiempo necesitará usted el dinero?
Dinny, que no tenía la menor idea de ello, contestó valientemente
– Por seis meses. Pero supongo que, si viene al caso, podré recuperarlo antes, ¿verdad?
– ¡Oh, sí! ¿Ha dicho quinientas? -Si le parece bien.
– Si está usted satisfecho, señor Bondy – dijo el segundo caballero -, yo lo estoy.
Dinny levantó los ojos para mirar al señor Bondy. ¿Estaba quizá a punto de decir: «No, ella ha mentido»? Pero, no. Posó su labio inferior sobre el superior, le hizo una reverencia, y dijo
– Perfectamente.
«¿Quién sabe – pensó Dinny – si creen siempre lo que oyen, o si jamás lo creen? Supongo que, en realidad, eso les debe dar exactamente lo mismo. Ellos cogen la joya y yo, mejor dicho, Jean, debemos tener confianza en ellos.»
El segundo caballero se apoderó de la joya y, sacando un registro-caja, comenzó a escribir. El señor Bondy, entre tanto, se fue hacia una caja de caudales.
– ¿Desea billetes, señora? – Gracias.
El segundo caballero, que tenía bigote y patillas blancos y los ojos ligeramente bizcos, le pasó el libro.
– Su nombre y señas, señora.
Mientras escribía el nombre de la señora Blox y el número de la casa de la Mount Street, la palabra «¡Socorro!» le pasó por la mente, y cerró la mano izquierda para ocultar el dedo que hubiera debido ostentar una sortija. Sus guantes eran tan adherentes que no dejaban ver la deseada protuberancia circular. – Si usted reclama el objeto, nosotros pretenderemos 55o libras el día 28 del próximo mes de abril. A partir de esta fecha, a menos que no recibamos noticias suyas, el objeto será puesto en venta.
– Sí, desde luego. Pero, ¿y si lo rescatara antes?
– En tal caso, la suma dependerá del tiempo. Los intereses son del veinte por ciento; por lo tanto, dentro de un mes, digamos, nosotros pediremos solamente 5o8 libras, 6 chelines y 8 peniques.
– Comprendo.
El primer caballero le tendió un pedazo de papel.
– El recibo, señora.
– ¿Podrá ser rescatada la joya por cualquier persona que presente este recibo, en el caso de que no pudiera venir yo personalmente
– Sí, señora.
Dinny puso el recibo en su bolso y se quedó escuchando al señor Bondy, que estaba contando los billetes de Banco encima de la mesa. Contaba agradablemente y los billetes también producían un simpático crujido. Los cogió, los metió dentro del bolso y se levantó.
Muchísimas gracias.
– No hay de qué, señora; el placer ha sido nuestro. Encantados de haberla servido. ¡Hasta la vista!
Dinny se inclinó y se dirigió lentamente hacia la puerta. Por entre las pestañas semicerradas, vio que el primer caballero hacía un guiño.
Cerró el bolso y bajó la escalera como en sueños.
«Quién sabe si habrán creído que voy a tener un hijo – pensó – o si es sólo para jugar en las carreras.»
Sea como fuere, venía el dinero y eran las diez menos cuarto exactas. Probablemente la Agencia Cock le cambiaría el dinero, o por lo menos le diría dónde encontrar divisas belgas.
Empleó una hora y tuvo que visitar varios lugares antes de cambiar la mayor parte de la suma en moneda belga, de forma tal, que cuando entró en el andén de la Estación Victoria tenía calor. Anduvo lentamente al costado del tren, mirando a cada vagón. Ya había recorrido casi sus dos terceras partes, cuando una voz la llamó
– ¡Dinny!
Mirando a su alrededor, vio a Jean en la portezuela de un departamento.
– ¡Ah, hola, Jean! He corrido como una loca. ¿Tengo la nariz brillante?
– Tú jamás estás acalorada, Dinny.
– Bien, ya lo he hecho todo. Aquí está el resultado: quinientas libras, todo en moneda belga.
– ¡Magnífico!
– Y el recibo. Cualquiera puede recobrar la joya con él. El interés es del veinte por ciento, calculado día por día; pero a partir del 28 de abril, la joya será puesta en venta, a menos que no se haya rescatado antes.
– ¡No importa! Tengo que subir. Bruselas, Lista de Correos. ¡Adiós! Saluda cariñosamente a Hubert y dile de mi parte que todo marcha bien.
Echó los brazos al cuello de Dinny, la estrechó y se precipitó en el tren, que se puso en marcha casi en seguida. Dinny se quedó agitando la mano en dirección de aquel rostro luminoso vuelto hacia ella.