Condaford Grange, que pertenecía a los Campfort (de quienes tomó el nombre), en el año 1217 pasó a poder de los Cherrell, cuando este nombre se escribía Kerwell o bien Keroval, según se le antojara al copista. “La historia del traspaso era muy romántica, puesto que el Kerwell que entró en posesión de la propiedad al casarse con una de las Campfort, obtuvo su mano por haberla salvado de un jabalí. Se trataba de un hombre de bienes de fortuna, cuyo padre, un francés de Guyena llegó a Inglaterra después de la Cruzada de Ricardo III. Ella era la heredera de los Campfort. El jabalí fue incluido en el escudo de la familia, pero algunas personas dudaban de que dicho animal hubiese dado origen a la historia. Sea como fuere, los peritos arquitectos habían certificado que algunas partes de la casa databan del siglo doce. Era indiscutible que estuvo rodeada por un foso, pero bajo el reinado de la reina Ana, un Cherrell restaurador, convencido quizá de la aproximación del bilenio, o más posiblemente, molestado por los insectos, hizo desaguar el foso, y en la actualidad pocos indicios quedaban de que hubiese existido.
El difunto sir Conway, hermano mayor del obispo, que fue nombrado caballero en igoi, en ocasión de ser destinado a España, perteneció al servicio_ diplomático. Por consiguiente, dejó la propiedad en grave estado de abandono. Murió en 1904, mientras aún desempeñaba su cargo. El proceso de decadencia continuó bajo su hijo mayor, el actual sir Conway quien, continuamente ausente por razones de servicio, tuvo pocas oportunidades de gozar de la estancia en Condaford hasta después de la gran guerra. Ahora que vivía allí, el pensar que sus antepasados habían tenido su residencia en esta morada desde los tiempos de la Conquista le habla estimulado a hacer cuanto le fue posible para ponerla en orden, de manera que, actualmente, aparecía bien arreglada en su exterior y confortable en su interior, a pesar de que él era casi demasiado pobre para habitarla.
La propiedad contenía excesiva extensión de bosque reservado a la caza y por eso no era productiva. Aunque no estaba hipotecada, rentaba sólo unos pocos centenares de libras al año. Con la ayuda de su pensión de general y las escasas rentas de su esposa (por nacimiento, honorable Elizabeth Frensham); sir Conway podía pagar los impuestos, mantener dos caballos y vivir con tranquilidad en el margen extremo de sus recursos. Su esposa era una de esas mujeres inglesas que aparentemente cuentan poco, pero que, por esta misma razón, cuentan mucho. Era discreta y amable y siempre estaba trabajando en sus tareas. En una palabra, constituía un fuerte soporte; su rostro pálido, reposado, sensitivo y algo tímido, hacía recordar continuamente que la cultura depende sólo en parte de las riquezas o del intelecto. Su marido y sus tres hijos tenían una confianza absoluta en su ternura. Ellos eran de carácter más vivo y en ella hallaban un alivio.
No había acompañado al general a Porthminster y aguardaba su regreso. Estaban a punto de quitar las fundas de cretona de los muebles y, mientras se preguntaba si aquella cretona serviría una temporada más, entró un «scotch terrier» seguido por su hija mayor Elizabeth, más conocida como Dinny. Ésta era esbelta y bastante alta; tenía los cabellos castaños, una nariz imperfecta, una boca boticeliana, los ojos azules como el miosotis y algo separados. En general, su aspecto era el de una flor sobre un alto tallo, que parecía poder quebrarse fácilmente, pero que jamás se rompía. La expresión de su rostro daba a entender que procedía en la vida procurando no considerarla una broma. En realidad, era como una de esas fuentes o pozos naturales de los que no es posible extraer agua sin burbujas. Su tío, sir Lawrence Mont, decía: «Dinny es como la magnesia efervescente». Por aquel entonces contaba veinticuatro años.
– Mamá, ¿tendremos que ponemos de luto por el tío Cuffs?
– No lo creo, Dinny; en todo caso se trataría de un luto muy leve.
– ¿Lo enterrarán aquí?
– Supongo que lo enterrarán en la catedral. En último extremo, eso lo sabrá tu padre.
– Vamos a tomar el té, querida. ¡Scaramouch , ven aquí enseguida! ¡No metas la nariz en la comida ¡
– Dinny, ¡no sabes lo preocupada que estoy por Hubert! – También yo, mamá. Ya no es el mismo Hubert de antes. Parece un esbozo de sí mismo hecho por Thom, el pintor. Jamás hubiera debido tomar parte en aquella horrible expedición, mamá. Hay un límite en las opiniones que tenemos en común con los americanos, y Hubert lo ha alcanzado más pronto que ninguna de las personas que yo conozco. Jamás pudo entenderse con ellos. Además, no creo que los paisanos y los militares puedan trabajar juntos.
– ¿Por qué, Dinny?
– Porque los militares tienen una mentalidad estática. Conocen la diferencia que hay entre Dios y Mamón… ¿Nunca te habías dado cuenta?
-Lady Cherrell se había dado cuenta. Sonrió tímidamente y preguntó
– ¿Dónde está Hubert? Vuestro padre estará de regreso de un momento a otro.
– Ha salido con Don a, ver si cazaba un par de perdices para la comida. Apuesto a que se olvidará de matarlas y, en todo caso, estarían demasiado frescas. Se halla en el estado de ánimo en que a Dios le ha plugido sumirle, sólo que en vez de «Dios» debes entender «el diablo». Piensa demasiado en ese asunto, mamá. Sólo una cosa le haría bien: enamorarse. ¿No podríamos encontrarle la muchacha ideal? ¿He de avisar para que nos traigan el té?
– Sí, querida. Además hay que poner flores frescas en esta habitación.
– Voy a buscarlas. ¡Vamos, Scaramouch!
Bajo el sol de septiembre, Dinny vio un picoverde sobre el césped del jardín y se acordó de las palabras de una canción infantil: Si siete pájaros, con siete Picos, Picoteasen la mitad del tiempo, creen ustedes, pensó la señora, que encontrarían es gusano? ¡Qué seco estaba todo! Pero este año las dalias eran magníficas y procedió a cortar unas cuantas. Desde el rojo más obscuro hasta el rosa pálido y el amarillo limón, recorrían toda la gama de colores. Eran flores hermosas y vistosas, pero no se hacían querer. «Lástima – pensó – que las muchachas modernas no sean como las flores y no podamos coger una para Hubert.» Era raro que manifestase sus propios sentimientos; dos de ellos eran realmente profundos y jamás los hubiese revelado a nadie: el cariño que profesaba a su hermano y su amor hacia Condaford. Ambos estaban entrelazados radicalmente. Toda la consistencia de su vida pertenecía a Condaford. Sentía por este lugar una pasión que nadie hubiese sospechado oyéndola hablar de él y tenía un profundo y celoso deseo de que su hermano sintiese la misma devoción. Al fin y al cabo, ella había nacido aquí cuando la casa estaba en mal estado, en plena decadencia y había vivido en ella durante el período de las restauraciones, mientras que para Hubert no habla sido más que un refugio provisional donde pasar sus vacaciones y permisos.
Dinny, a pesar de ser la última persona en el mundo que hablaba de las raíces de su vida o que discutía seriamente en público sobre este asunto, alimentaba una fe íntima en los Cherrell, en sus posesiones y en sus obras. Era una fe que nada podía alterar. Cada animal, cada pájaro, cada árbol de Condafiord, incluso las flores que cogía, eran parte de su propio ser, al igual que la gente humilde que vivía en los alrededores, en Casuchas con los tejados cubiertos de paja, la. iglesia del primer período de la arquitectura inglesa adonde solía ir con regularidad, los amaneceres grises de Condaford que pocas veces veía, los claros de luna, las noches en las que resonaban los gritos de los mochuelos, los dorados rayos del sol sobre los rastrojos, los perfumes, los rumores, la misma caricia del aire. Cuando se hallaba lejos de su casa no decía que la añoraba, pero sufría una gran nostalgia, y cuando estaba en ella jamás decía tampoco cuán feliz se sentía. Si los Cherrell hubiesen tenido que abandonar Condaford, ella no hubiera llorado, pero se hubiese sentido como una planta arrancada de la tierra. Su padre sentía hacia Condaford el cariño indiferente de un hombre que ha visto transcurrir en otros lugares el periodo activo de su vida; su madre, la condescendencia de quien ha cumplido siempre con su deber en un lugar que no era precisamente de su más intimo agrado; su hermana, considerándolo como cosa positiva, le concedía la tolerancia de quien hubiese preferido pasar la vida en un lugar más divertido. En cuanto a Hubert…, ¿qué pensaba? Ella no lo sabía.
Regresó a la salita con las manos llenas de dalias y la cabeza calentada por los rayos del sol, que estaba ocultándose ya. Su madre estaba en pie cerca de la mesa de té.
– El tren viene con retraso – dijo -. Quisiera que Clara no corriera demasiado.
– No veo la relación entre ambas cosas, mamá.
Pero la veía claramente. Su madre siempre estaba intranquila cuando su padre llegaba a deshora.
– Mamá, creo que Hubert debería enviar a los periódicos su versión sobre lo sucedido.
– Ya veremos qué dice tu padre. Seguramente habrá hablado con tío Lionel.
– Ya oigo el coche – dijo Dinny.
El general entró poco después con su hija menor. Clara era el miembro más animado de la familia. Tenía los cabellos cortos, sedosos y oscuros, el rostro pálido y expresivo y los labios rosados y brillantes. Los ojos castaños poseían una mirada viva y penetrante y su frente era baja y muy blanca. Su expresión la hacía aparentar más de sus veinte años, puesto que era tranquila, además de atrevida. Tenía una figura noble y andaba con mucha distinción.
– Mamá, este pobrecillo no ha almorzado – dijo.
.- Ha sido un viaje horrible, Liz, Lo único que he tomado después del desayuno ha sido un vaso de whisky con seda y una galleta.
.- Voy a prepararte una yema de huevo batida con azúcar y vino, querido – anunció Dinny, y salió de la habitación.
El general besó a su mujer.
– El viejo tenía un aspecto realmente noble, querida mía, pero, aparte Adrián, todos le vimos después de muerto. Tendré que volver pura los funerales. Supongo que será una gran ceremonia. Gran hombre, el tío Cuffs. Hablé con Lionel a propósito de Hubert; no supo decirme qué deberíamos hacer. Pero yo he pensado en ello.
– ¿De veras, Con?
– Lo esencial es saber si las autoridades darán importancia o no a la interpelación hecha en la Cámara. Podrían invitarle a presentar su dimisión. Esto sería fatal. Resultaría mucho mejor si lo hiciese por iniciativa propia. A primeros de octubre tendrá que pasar la revisión médica. ¿No podríamos manejar las cosas son que él se enterase? El muchacho tiene mucho orgullo. Yo podría hablar con Topsham y tú podrías hacer que Follauby se interesase en el asunto, ¿verdad?
Lady Cherrell hizo una mueca.
– Ya lo sé – admitió el general -. Es una cosa antipática, pero la persona que nos haría falta es Saxenden. Lo único que no sé es cómo llegar hasta él.
– Dinny podría sugerimos algo.
¿Dinny? Sí, me figuro que es la que «tienes más cerebro de todos nosotros, excepto tú, querida.
– ¿Yo? – dijo lady Cherrell -. Yo no tengo cerebro.
– ¡Qué tontería! ¡Oh! Ahí viene.
Dinny se acercó con un vaso lleno de un líquido espumoso. Dinny, estaba diciéndole a tu madre que deberíamos ponemos en contacto con lord Saxenden para hablarle de la situación de Hubert. ¿Podrías sugerimos el modo de conocerle? – Quizá mediante algún vecino suyo en el campo. ¿Sabéis de alguno?
– Sus posesiones lindan con las de Wilfred Bentworth.
– Entonces, todo está arreglado. El tío Hilary se encargará de ello, o bien el tío Lawrence.
– ¿Cómo?
– Wilfred Bentworth es el presidente del comité de tío Hilary para la conversión de los pobres. Un poco de juicioso nepotismo, querido.
– ¡Hum! Hilary y Lawrence estaban en Porthminster… ¡Si lo hubiese sabido!
– ¿Quieres que les hable yo, papá?
– ¡Por San Jorge! Sí que me gustaría que lo hicieras, Dinny. Detesto tener que insistir sobre nuestros asuntos.
– Sí, querido. Es una tarea de mujeres, ¿verdad?
El general miró a su hija con expresión de duda. Jamás sabía con seguridad cuándo estaba hablando en serio.
– Aquí está Hubert – dijo Dinny rápidamente.