CAPÍTULO XXXV

Durante los días que siguieron, largos e interminablemente lentos, Dinny se quedó en Mount Street para estar dispuesta a afrontar cualquier eventualidad. La mayor dificultad consistía en mantener ocultas las maquinaciones de Jean. Parecía que iba a lograrlo con todos, salvo con sir Lawrence, quien, levantando una ceja, dijo misteriosamente

Pour une gaillarde, c'est une gaillarde! – y, encontrando la límpida mirada de Dinny, añadió: – ¡La verdadera virgen boticeliana! ¿Te gustaría ver a Bobbie Ferrar? Tenemos que almorzar juntos en los sótanos del «Dumourieux», en Drury Lane. Creo que comeremos a base de setas.

Dinny se había hecho tantas ideas sobre Bobbie Ferrar que, al verle, experimentó una gran desilusión. El clavel en el ojal, su modo de arrastrar las palabras, su rostro largo y blando, su mandíbula caída, no le inspiraban confianza.

– ¿Le gustan las setas, señorita Cherrell? – Las francesas, no.

– ¿No?

– Bobbie – dijo sir Lawrence, mirando alternativamente a los dos -, nadie le tomaría a usted por uno de los hombres más astutos de Europa. ¿Va usted a decimos que no llamará a Walter «hombre fuerte» cuando le hable del prefacio?

Bobbie dejó ver un discreto número de sus dientes uniformes.

– Yo no tengo influencia sobre Walter. – ¿Quién la tiene, pues?

– Nadie. Salvo…

– ¿Quién? – Walter. Antes de poderse dominar, Dinny dijo:

– Señor Ferrar, supongo que usted se da cuenta de lo que esto significa. Para mi hermano representa la muerte y para todos nosotros un dolor atroz.

Bobbie Ferrar miró en silencio su rostro sonrosado. En realidad, parecía que, durante la comida, no quisiese admitir ni prometer nada; pero cuando se levantaron de la mesa, mientras sir Lawrence pagaba la nota, le dijo

Señorita Cherrell, ¿le gustaría a usted acompañarme cuando vaya a hablar del asunto a Walter?

– Me gustaría muchísimo.

– En tal caso, que esto quede entre nosotros. Le haré saber el día y la hora.

Dinny juntó las manos y le sonrió.

– ¡Qué tipo tan original! – exclamó sir Lawrence, cuando se hubieron separado -. Realmente tiene un gran corazón. No puede tolerar la idea de que ahorquen a alguien. Sin embargo, presencia todos los procesos por asesinato. Odia las cárceles como si fueran veneno. Nadie lo diría.

– No – dijo Dinny, meditabunda.

– Bobbie – prosiguió sir Lawrence – podría ser el secretario particular de una Cheka, sin que se sospechase su ardiente deseo de meter a todos los jueces en aceite hirviendo. Es único. El Diario ya está en la imprenta y Blythe está redactando el prefacio. Walter regresará el viernes. ¿Has visto a Hubert? – No, pero iré a verle mañana, en compañía de papá.

– Me he abstenido de hacerte hablar, Dinny, pero esos jóvenes Tasburgh están maquinando algo, ¿no es así? Me he enterado casualmente de que Tasburgh no se halla en su buque. – ¿No?

– ¡La perfecta inocencia! – murmuró sir Lawrence -. Bueno, querida mía, no son necesarios ni signos ni miradas, pero espero de todo corazón que no obren antes de que todos los medios pacíficos hayan sido intentados.

– ¡Oh, no, desde luego que no!

– Pertenecen a esa especie de jóvenes que hacen creer en la historia. ¿Jamás se te ha ocurrido la idea de que la historia no es sino la documentación de las acciones de personas que han tomado las riendas en determinada situación, metiéndose a si mismos y a los demás en algún embrollo, y saliendo luego de él? Saben guisar en este restaurante, ¿verdad? Un día u otro, cuando tu tía haya acabado de adelgazar, la traeré aquí.

Y Dinny comprendió que el peligro de las interrogaciones ya había pasado.

Al día siguiente su padre vino a buscarla y se dirigieron a la cárcel. La tarde era ventosa y estaba cargada de la turbia melancolía de noviembre. La vista del edificio le dio la sensación de ser un perro a punto de gruñir. El Director, un oficial, les recibió con gran cortesía y con esa deferencia especial que suelen tener los subordinados para con sus superiores. No ocultó la simpatía que sentía por ellos a propósito ce la situación de Hubert y les concedió un límite de tiempo más largo del que permitían los reglamentos.

Hubert entró sonriendo. Dinny pensó que, de haber estado. sola, él quizás habría dejado entrever sus verdaderos sentimientos, pero que, frente a su padre, estaba decidido a tratar la cosa como si fuera una broma pesada. El general, que había permanecido silencioso y sombrío durante todo el camino, volvióse en seguida hablador y casi irónicamente divertido. Dinny no pudo dejar de notar, teniendo en cuenta la diferencia de edades, el parecido casi increíble que existía entre padre e hijo, tanto en el aspecto como en el continente. Había en ambos algo que jamás se desarrollaría completamente, o, mejor dicho, algo qué hablase desarrollado durante la primera juventud y que nunca más volvería á modificarse. Durante la entrevista, que duró media hora, ni el uno ni el otro hablaron de sus propios sentimientos. Fue un esfuerzo violento de sus almas y, por lo que a su intimidad se refiere, habría podido no tener lugar. Según Hubert, todo estaba perfectamente en orden, y no se sentía en absoluto preocupado; según el general, ya no era más que cuestión de días. Tenía mucho que hablar sobre la India Y sobre la intranquilidad que reinaba en la frontera. S61o cuando se estrecharon las manos, sus rostros mudaron completamente de expresión y sus ojos cambiaron una mirada grave y sencilla. Dinny-le dio un apretón de manos y un beso.

– ¿Y Jean? – preguntó Hubert, muy quedo.

– Está muy bien y te manda sus más cariñosos recuerdos. Dice que no hay que preocuparse.

El temblor de los labios de Hubert se endureció en una forzada sonrisa. Le apretó la mano y se volvió de espaldas.

A la salida, el portero y dos guardias los saludaron respetuosamente. Subieron al coche y no cambiaron una sola palabra durante todo el camino. Aquel suceso era una pesadilla, de la que quizás un día u otro despertarían. Prácticamente, el único consuelo que Dinny tuvo durante aquellos días de espera procedía de tía Em, cuya innata incoherencia apartaba continuamente al pensamiento de su dirección lógica. En realidad, el valor antiséptico de la incoherencia tornábase cada vez más aparente, mientras que la ansiedad aumentaba de día en día. Su tía estaba realmente apenada por la posición de Hubert, pero su mente era demasiado variable y no se detenía lo suficientemente sobre ello como para causarle un verdadero sufrimiento. El día 5 de noviembre llamó a Dinny a la ventana de la salita para que mirara a algunos rapaces que arrastraban un fantoche a lo largo de la Mount Street, desolada bajo el viento y la luz de los faroles.

– El rector está trabajando sobre aquello – dijo -. Hubo un Tasburgh que no fue ahorcado, o decapitado, o lo que hicieran en aquellos tiempos, y él está intentando probar que habría debido serlo. Vendió cubiertos de plata o algo semejante para comprar pólvora, y su hermana se casó con Castesby o con uno x de los otros. Tu padre, yo y Wilmet solíamos hacer un fantoche que figuraba nuestra institutriz. Se llamaba Robbins y tenía los pies muy grandes. Los chicos son muy crueles. ¿Y vosotros?

– Nosotros, ¿qué, tía Em?

– ¿Hacíais fantoches?

– No.

– También íbamos a cantar las canciones de Navidad con las caras ennegrecidas. Wilmet se la ennegrecía con corcho quemado. Era una niña muy alta, con tucas piernas largas y derechas como bastones y alejadas la una de la otra desde el Principio… como las tienen los ángeles. Estas Cosas han pasado un poco de moda. Creo que se debería hacer algo a este respecto. También había horcas. Nosotros teníamos una y ahorcamos a un gatito, Primero lo ahogamos… es decir, nosotros no, los criados.

– ¡Qué horror, tía Em!

– Sí, lo parece, pero en realidad no lo era. Tu padre nos había educado como pieles rojas. Era cómodo para él, porque nos podía atormentar y nosotras no debíamos llorar. ¿También Hubert hacía eso?

– ¡Oh, no!

– Eso se debe a vuestra madre. Es una criatura muy dulce, Dinny. Nuestra madre era una Hungerford. Tendrías que haberlo notado.

– No me acuerdo de la abuela.

– Murió antes de que tú nacieras. Fue en España. Allí los microbios son extraespeciales. También tu abuelo. Poseía unos modales muy buenos. Todos los tenían en aquellos tiempos, ¿sabes? Sólo sesenta años. Vino clarete, juego de los cientos, y un ridículo mechón de pelos debajo del labio inferior. ¿Los has visto alguna vez, Dinny?

– - ¿Las perillas?

– Sí, a la diplomática. Ahora se llevan cuando se escriben artículos de política exterior. A mí me gustan las de las cabras, a pesar de que algunas veces le dan a uno cabezazos,

– ¡Y su olor, tía Em!

– Penetrante. ¿Te ha escrito lean últimamente?

Dinny guardaba en su bolso una carta que había recibido aquella misma mañana.

– No – dijo, Pensando que estaba adquiriendo la costumbre de mentir.

– Este modo de esconderse es una debilidad. Pero todavía estaba en su luna de miel.

Evidentemente, tía Em no estaba enterada de las sospechas de sir Lawrence.

Una vez en su cuarto, Dinny leyó de muevo la carta antes de romperla en pedazos.


«Lista de Correos. Bruselas…

Mi querida Dinny:

Todo marcha a Pedir de boca aquí y yo me divierto enormemente. Dicen que estoy en mi elemento, como un Pato en el agua. Ahora ya no queda mucho que hacer. Muchísimas gracias por tus cartas. Estoy enormemente contenta por la idea del Diario. Creo que esto puede tener buena influencia sobre el oráculo. A Pesar de todo, no podemos dejar de prepararnos piara lo peor. No me dices si Fleur ha tenido suerte. Y, a propósito, ¿podrías enviarme un manual de conversación turca, de esos que llevan la pronunciación figurada? Creo que tu tío Adrián sabría decirte dónde encontrarlo. Aquí no puedo dar con uno. Alan te envía sus más cariñosos recuerdos, y lo mismo hago yo. Sigma informándonos, por telegrama., si es necesario. Afectuosamente tuya,

Jean


¡Un manual de conversación turca! Este primer indicio de la dirección hacia la que estaban trabajando sus mentes hizo trabajar también a la de Dinny. Se acordó de haber sabido por Hubert que hacia el final de la guerra había salvado la vida a un oficial turco con quien habíase mantenido en relación.¡ De modo que el refugio debía de ser Turquía! Pero el proyecto era desesperado. Seguramente no llegarían a eso. ¡No podía ser! De todos modos, a la mañana siguiente fue al museo.

Adrián, a quien no había vuelto a ver desde el día del encarcelamiento de Hubert, la acogió con su habitual y tranquila solicitud y ella tuvo una gran tentación de confiarse a él. Jean debía saber que el pedirle consejo a propósito del manual de conversación turca excitaría seguramente su curiosidad. No obstante se refrenó y se limitó a decir

– Tío, ¿no tienes un manual de conversación turca? Hubert quisiera matar el tiempo refrescando su turco.

Adrián la miró y guiñó el ojo.

– No tiene ningún turco que refrescar. Pero, aquí lo tienes – y sacando un librito de un estante, añadió – ¡Serpiente! Dinny sonrió.

– Conmigo malgastas tu astucia – añadió él -. Sé todo lo que se puede saber.

– ¡Dímelo, tío!

– Hallorsen está metido en eso. -¡Oh!

– Y puesto que mis movimientos dependen de los suyos, he tenido que sumar dos más dos. De ese modo dan cinco, Dinny, no obstante lo cual deseo sinceramente que la suma no sea necesaria. Pero Hallorsen es un buen amigo.

– Lo sé – repuso Dinny, tristemente -. Tío, dime exactamente qué están planeando.

Adrián movió la cabeza.

– Ni ellos mismos pueden decirlo con precisión, hasta que no sepan cómo habrá de ser trasladado Hubert. Todo cuanto sé es que los bolivianos de Hallorsen volverán a Bolivia, en vez de ir a los Estados Unidos, y que se está construyendo un cajón muy extraño, bien acolchado y bien ventilado, para guardarlos. – ¿Quieres decir los huesos bolivianos?

- O, posiblemente, unas copias de ellos. También están haciéndolas.

Dinny le miraba, temblorosa.

– Las copias – añadió Adrián – las hace un hombre que cree estar reproduciendo unos siberianos, y no sabe que son para Hallorsen. Han sido pesadas muy cuidadosamente y han dado un total de ciento cincuenta y dos libras, lo cual se aproxima peligrosamente al peso de un hombre. ¿Cuánto pesa Hubert? – Ciento cincuenta y cuatro libras, más o menos.

– Exactamente. – Continúa, tío.

– Habiendo llegado a este punto, no tengo inconveniente en exponerte mi teoría, cualquiera que sea su valor. Hallorsen y su. cajón lleno de copias viajarán en el mismo buque en que viajará Hubert. En un puerto cualquiera de apaña o Portugal, Hallorsen bajará del barco con el cajón dentro del cual estará Hubert. Habrá buscado el medio de quitar las copias y de tirarlas por la borda. Los huesos auténticos le estarán esperando y con ellos llenará el cajón cuando Hubert haya llegado hasta un aeroplano. Y aquí es cuando entran en escena Jean y Alan. Emprenderán el vuelo hacia… bueno, hacia Turquía, según puedo juzgar por el manual de conversación turca que me has pedido. Si he de decirte la verdad, antes de qué vinieras sentía curiosidad por saber adónde irían. El hecho es que Hallorsen llenará el cajón con los huesos auténticos, para satisfacer a las autoridades. En cuanto a la desaparición de Hubert, se atribuirá a que ha caído al mar o, en todo caso se producirá un misterio. La cosa, naturalmente, me parece bastante desesperada.

– Pero, ¿y si no se pararan en ningún puerto?

– Es casi seguro que se detendrán en alguna parte; pero, en caso contrario, tendrán preparada otra medida, de la que harán uso acercándose al barco. O, en último extremo, podrán intentar el truco del cajón a su llegada a América del Sur. En realidad, yo opino que eso sería lo más seguro, a pesar de que excluya el vuelo.

– Pero, ¿por qué se expone-e1 profesor Hallorsen a correr un riesgo tan grande?

– ¿Eres tú quien me lo pregunta, Dinny? – Es demasiado. No quiero que lo haga. – Pues bien, querida, yo sé que tiene la sensación de haber metido a Hubert en éste embrollo y que su idea es que debe sacarlo de él. Además, tienes que recordar que pertenece a una nación que está convencida de ser sumamente enérgica y que r'; cree ha de tomarse la justicia por su propia mano. Pero es el último hombre que sacaría un provecho de un favor. Y, final?: mente, es una carrera a tres piernas que está corriendo con el joven Tasburgh, que a su vez está empeñado en la misma empresa. De modo que para ti lo mismo da.

– Pero yo no quiero deberles nada a ninguno de los dos. Sencillamente, no se debe llegar a eso. Además, ¿crees tú que Hubert se prestará a ello?

Adrián contestó gravemente

– Creo que ya ha consentido, Dinny. De otro modo habría pedido un fiador. Cuando le hayan entregado a los bolivianos, probablemente no tendrá la sensación de quebrantar la Ley británica. Supongo que entre todos le han convencido de que no quieren correr un riesgo demasiado grande. Sin duda, se siente asqueado de todo y está dispuesto a cualquier cosa. No se te olvide que ha sido tratado con mucha injusticia y que está recién casado.

– Sí -admitió Dinny, con voz nuevamente serena-. Y tú. Tío ¿Qué tal están tus asuntos?

La respuesta de Adrián no fue menos serena

– Me diste un buen consejo y pienso irme en cuanto todo se haya arreglado.

Загрузка...