CAPITULO VII

El lunes por la noche Adrián meditaba acerca de Chelsea, mientras se iba acercando a los edificios de aquel barrio. Recordaba que, aun en las postrimerías del período victoriano, la vida de sus habitantes era más bien troglodítica. Había personas evidentemente dispuestas a doblar la cabeza y, acá y acullá, algún personaje eminente o del todo histórico. Mujeres de faenas, artistas que esperaban poder pagar el alquiler, escritores que vivían con pocos chelines diarios, señoras dispuestas a desnudarse por un chelín la hora, parejas que estaban madurando para el Tribunal de Divorcio, gente que gustaba de beber en compañía de los adoradores de Turner, Carlyle, Rossetti y Whisteler; algunos publicanos, bastantes pecadores y un reducido número de personas que comían cordero cuatro veces por semana. La respetabilidad habíase ido acumulando gradualmente a lo largo de la ribera del río, donde ahora se estaban construyendo sólidos edificios, e inundaba la incorregible King's Road, emergiendo en las tiendas de arte y de modas.

La casa de Diana se hallaba en Oakley Street. La recordaba como una casa sin ningún carácter que la distinguiese de las demás cuando vivía en ella una familia de «comedores de cordero»; pero durante los seis años de residencia de Diana se había convertido en uno de los nidos más seductores de Londres. Las hermosas hermanas Montjoy estaban esparcidas entre la alta sociedad, y él las había conocido a todas; pero Diana era la más joven, la más graciosa, la más espiritual y la de mejor gusto. Era una de esas mujeres que, con muy poco dinero y sin poner jamás en juego su virtud, logran rodearse de elegancia, hasta el punto de despertar la envidia de los demás.

Desde los dos niños al perro collie (casi el único que quedaba en Londres), desde el clavicordio al lecho de columnitas, desde las cristalerías de Bristol al tapizado de los sillones y a las alfombras, todo parecía irradiar buen gusto y ser motivo de bienestar para su poseedor. Ella también producía una sensación de bienestar, con su figura todavía perfecta, sus ojos negros, límpidos y llenos de vida, su rostro, ovalado de cutis marfileño y su acento ligeramente cantarín. Todas las hermanas Montjoy tenían aquel acento ligeramente cantarín – heredado de la madre, de origen escocés -, y en el curso de treinta años, este acento había tenido su influencia sobre el de la sociedad inglesa.

Cuando Adrián se preguntaba por qué razón Diana, con sus rentas extremadamente reducidas, tenía tanto éxito en sociedad, solía recurrir a la imagen del camello. Las dos jorobas del animal representaban a las dos secciones de la Sociedad (con S mayúscula) reunidas por un puente que, generalmente, no se volvía a cruzar después de haberlo hecho por primera vez. Los Montjoy, antigua familia de propietarios en Dumfriesshire, unidos en el pasado con innumerables familias de la nobleza, tenían un lugar hereditario encima de la joroba anterior. Pero era un sitio algo incómodo, porque, debido a la cabeza del camello, se gozaba de una vista muy limitada.

A Diana la invitaban a menudo en aquellas grandes moradas donde las principales ocupaciones consistían en la caza con perros y escopetas, en el patrocinio de los hospitales, en las funciones de la Corte y en las fiestas de presentación de las jóvenes que debutaban en Sociedad. Pero, como él bien sabía, no solía ir a menudo. Prefería quedarse sentada sobre la joroba posterior, mirando el amplio y estimulante panorama que se extendía más allá de la cola del camello.

– ¡Qué extraña colección de personas había encima de aquella joroba posterior! Muchos, como Diana, llegaban desde la primera joroba, cruzando el puente; algunos subían por la cola y otros le caían encima, llovidos del cielo, o -como la gente a veces suele decir – de América.

Adrián sabía que para ocupar un puesto sobre aquella joroba era necesaria cierta agilidad en diversos campos, una memoria excelente para poder relatar desenfadadamente cosas leídas y oídas, o bien una capacidad mental natural. De no poseer alguna de estas cualidades, se podía comparecer una primera vez sobre aquella joroba, pero jamás la segunda. Naturalmente, era necesario tener una gran personalidad, pero no debía de ser una personalidad de esas que ocultan su brillantez. La preeminencia en alguna rama de las actividades humanas era cosa deseable, pero sin ser condición sine qua non. Se acogía bien a la sangre azul, siempre que no estuviese acompañada de altanería. El dinero resutaba una buena recomendación, pero su sola posesión no le proporcionaba sitio a uno. La belleza era un pasaporte, si a ella se unía cierta vivacidad: Adrián támbién se había dado cuenta de que el conocer las cosas de arte tenía más valor que el poderlas producir, y que se aceptaban las posiciones burocráticas si no eran demasiado silenciosas' ni excesivamente áridas. Había gente que parecía haber llegado hasta allí mediante una aptitud especial para los manejos «entre bastidores» y para tener las manos metidas en la masa. Pero lo más importante era saber conversar.

Desde aquella joroba posterior se tiraba de innumerables hilos, pero Adrián no estaba seguro de que sirvieran para guiar la marcha del camello, a pesar de lo que pudiesen creer las personas que tiraban de ellos. Sabía que entre ese grupo heterogéneo, cuya razón de vivir eran los constantes banquetes, Diana tenía un puesto seguro. Sabía también que hubiese podido alimentarse sin gastos desde una Navidad a otra y que no hubiera tenido necesidad de pasar ni un fin de semana en Oakley Street. Y le estaba tanto más agradecido por cuanto sabía que ella sacrificaba continuamente todas estas cosas para quedarse con los niños y con él.

La guerra estalló a raíz de su matrimonio con Ronald Perse, y los niños, Sheila y Ronald, nacieron después del regreso de su marido. Por aquel entonces tenían siete y seis años, respectivamente. Adrián nunca dejaba de decirle que eran «unos verdaderos pequeños Montjoy». Desde luego, habían heredado la belleza y la vivacidad de su madre. Pero sólo él sabía que la sombra que velaba su rostro en los momentos de reposo era debida más al temor de que hubiese podido no tenerlos que a cualquier otra cosa inherente a su situación. Y también sólo él sabía que el esfuerzo que representó el tener que vivir con un desequilibrado como Ferse, destruyó en ella todo impulso sexual, de manera tal que, durante aquellos cuatro años de efectiva viudez, no había experimentado ningún deseo de amor. Pensaba que sentía verdadero cariño por él, pero, no ignoraba que hasta aquel momento la pasión faltó del modo más absoluto.

Llegó media hora antes de la cena y subió en seguida al cuarto de los niños, situado en el último piso. La niñera francesa les estaba dando leche y galletas antes de que se fueran a acostar. Cuando Adrián entró, le recibieron con aclamaciones, pidiéndole á voz en grito que continuara contándoles la historia interrumpida la última vez. La niñera,.que sabía lo que sucedería, se retiró. Adrián tomó asiento frente a lo dos pequeños rostros sonrientes y comenzó en el punto en que había quedado.

– De modo que el hombre que tenía el dominio de las canoas. era un individuo enorme, de piel oscura, que había sido elegido por su fuerza, debido a que los unicornios infestaban aquella costa.

– ¡Bah! Los unicornios son animales imaginarios, tío Adrián..

– Pero no en aquella época, Sheila. – Entonces, ¿qué ha sido de ellos?

– No ha quedado más que uno y vive en un lugar donde los hombres blancos no pueden ir, debido a las moscas Bu-Bu. – ¿Qué es la mosca Bu-Bu?

– La mosca Bu-Bu, Ronald, es muy notable porque se introduce en la pantorrilla y en ella funda su familia. ¡Oh!

Los unicornios, como os decía cuando me habéis interrumpido, infestaban aquella costa. Aquel hombre se llamaba Mattagor y con los unicornios solía hacer lo siguiente: después de haberlos atraído hasta la playa con crinibobs…

– ¿Qué son los crinibobs?

– Al verlos parecen fresas, pero tienen el sabor de las zanahorias. Pues bien, después de haberlos atraído con crinibobs, se deslizaba despacito, despacito detrás de ellos…

– Si estaba delante con los crinibobs, ¿cómo podía deslizarse detrás?

– Ensartaba los crinibobs en unas hebras de fibra y los colgaba entre dos árboles encantados. En cuanto los unicornios comenzaban a roer, salía silenciosamente del matorral en donde se había escondido y los ataba por las colas, de dos en dos.

– ¡Pero hubiesen tenido que darse cuenta de que los ataba por las colas!

– No, porque los unicornios blancos no tienen sensibilidad en la cola. Luego se metía otra vez en el matorral, chasqueaba la lengua y los unicornios escapaban despavoridos en la más terrible confusión.

- Y ¿no se desprendían nunca las colas?

– No, nunca. Y eso era algo muy importante para él, porque amaba a los animales.

– Me figuro que los unicornios no volvían a aparecer por allí.

– Te equivocas, Romy. Les gustaban demasiado los crinibobs.

– ¿Jamás cabalgó en ellos?

– Sí, de vez en cuando saltaba ligeramente sobre el dorso de dos de ellos y se paseaba por la selva, con un pie sobre la grupa de cada uno, riendo alegremente. De este modo, como os podéis imaginar, las canoas estaban seguras bajo su vigilancia. No era la estación de las lluvias, por lo que los devoradores eran menos numerosos, y la expedición estaba a punto de ponerse en camino, cuando…

– ¿Cuando qué, tío Adrián? No te detengas porque haya venido mamaíta.

– Continúa, Adrián.

Pero éste permaneció silencioso, contemplando la visión que avanzaba hacia ellos. Luego, apartando los ojos y posándolos en Sheila, prosiguió

– He de suspender el relato para deciros por qué razón la luna tenía tanta importancia. No podían emprender la expedición hasta que no viesen la media luna avanzar hacia ellos entre los árboles encantados.

– ¿Por qué no?

– Es lo que voy a explicaron. En aquella época, la gente, y especialmente aquella tribu de Phwatabhoys, prestaba gran atención a todo lo que era hermoso. Cosas como mamaíta, o como las canciones de Navidad, o bien como las patitas nuevas, les hacían mucho efecto. Y antes de emprender cualquier cosa, debían de tener un omen.

– ¿Qué es un omen?

– Ya sabéis que un amén es lo que hay al final. Ahora bien, un ornen es lo que hay al principio. Servía para traer suerte y tenía que ser muy bonito. Durante la estación seca, lo que ellos consideraban más hermoso era la media luna; por consiguiente, debían aguardar hasta que avanzase hacia ellos entre los árboles encantados, como habéis visto a mamaíta adelantarse hacia nosotros pasando por la puerta.

– Pero, ¡la luna no tiene pies!

– - Así es. La luna se mueve en el aire como una barca sobre el mar. El hecho es que una noche serena apareció flotando, sutil y maravillosa como ninguna otra cosa en el mundo, y por la expresión de sus ojos comprendieron que la expedición estaba destinada a tener éxito. Entonces se inclinaron delante de ella, diciendo: «- ¡Ornen!, si tú estás con nosotros, cruzaremos el desierto de las aguas y de la arena con tu imagen en nuestros ojos y nos sentiremos contentos por la felicidad que nos viene de ti, por los siglos de los siglos Amén!». Y después de haber dicho esto, subieron en las canoas. Phwatabhoy con Phwatabhoy y Pwataninfa con Pwataninfa, hasta que todos estuvieron dentro. Y la media luna se detuvo al borde de los árboles encantados y los bendijo con la mirada. Pero uno de los hombres se quedó atrás. Era un viejo Phwatabhoy que deseaba a la media luna con tanta fuerza que lo olvidó todo y comenzó a acercarse a ella arrastrándose por el suelo, con la esperanza de tocarle los pies.

– ¡Pero si no tenía, pies!

– Pero él creía que sí, porque la consideraba una mujer hecha de plata y marfil. Y vagabundeó arrastrándose entre los árboles encantados, pero jamás pudo alcanzarla, porque era la media luna.

Adrián calló y, por un momento, no se oyó ruido alguno. Luego dijo

– Continuaremos la próxima vez.

Y salió de la habitación. Diana se le reunió en la antesala. – Adrián, tú me corrompes a los niños. ¿No sabes que no debe permitirse que las fábulas y los cuentos de hadas lleguen a perjudicar su interés por las máquinas? En cuanto has salido, Ronald me ha preguntado: «-Mamaíta, ¿de veras cree el tío Ronald que tú eres la media luna?»

– Y tú, ¿qué le has contestado?

– Algo muy diplomático. Son listos como las ardillas.

– ¡Bien! Cántame «Waterboyu antes de que lleguen Dinny y su acompañante.

Mientras cantaba ante el piano, Adrián la miraba con adoración. Tenía una voz muy buena y cantaba bien aquella melodía extraña y atormentada. Las últimas notas acababan de desvanecerse en el aire, cuando la doncella anunció

– La señorita Cherrell y el profesor Hallorsen.

Dinny entró con la cabeza erguida y una expresión en los ojos que, en opinión de Adrián, no auguraba nada agradable. De ese modo miraban los escolares cuando estaban a punto de burlarse de un novato. Hallorsen la seguía con los ojos radiantes de salud y, en la pequeña Balita, su figura parecía inmensa. Adrián le presentó a Dinny y él se inclinó profundamente.

¿Es hija suya, señor Conservador?

– No; mi sobrina. Es hermana del capitán Hubert Cherrell.

– . ¿De veras? Honradísimo de conocerla, señorita Cherrell. Adrián se dio cuenta de que sus miradas, habiéndose encontrado, parecían hallar dificultad en separarse. Dirigiéndose a Hallorsen, preguntó

– ¿Qué tal se encuentra en el Piedmont, profesor?

– La cocina es buena. Pero hay demasiados americanos. – ¿Van siempre juntos, como las golondrinas?

– Dentro de quince días todos habremos levantado el vuelo.

Dinny había llegado desbordante de feminidad inglesa y el contraste entre la aplastante irradiación de salud de Hallorsen y el aspecto de sufrimiento de Hubert le causó inmediatamente una sensación de resentimiento. Tomó asiento al lado de aquella personificación del varón victorioso con la intención de pincharle la epidermis con toda especie de flechazos. Pero Diana la empeñó en seguida en una conversación, y antes de acabar el primer plato (consomé con ciruelas secas) cambió de proyecto a consecuencia de una rápida ojeada que le dirigió. Después de todo, era un forastero y un huésped, y ella era una muchacha de educación refinada. Era necesario despellejar al gato sin que chillara. No le lanzaría flechazos, sino que trataría de engatusarle con dulces y melosas sonrisitas. Esto resultaría mucho más considerado con respecto a Diana y su tío y, a la larga, sería un método de guerrilla bastante. más eficaz. Con una astucia digna de su causa, aguardó a que se hubiese sumergido en las profundas aguas de la política inglesa, que parecía considerar como una seria manifestación de la actividad humana; luego, volviendo hacia él su mirada boticeliana, dijo

– Deberíamos hablar de la política americana con la misma gravedad, profesor. Pero de fijo que no es una cosa tan seria, ¿verdad?

– Quizá tenga usted razón, señorita Cherrell. Para los hombres políticos de todo el mundo rige la misma regla: No Vigas en el poder lo que dijiste en la oposición. O, de decirlo, deberás llevar a cabo lo que los demás han juzgado imposible. Yo creo que la única y verdadera diferencia que existe entre loe partidos estriba en lo siguiente: que en el Autobús Nacional un partido está sentado y el otro de pie agarrándose a las correas que cuelgan del techo.

– En Rusia lo que ha quedado del otro partido yace debajo de los asientos, ¿no es así?

– El defecto de nuestro sistema político, y también del suyo, profesor – interrumpió Adrián -, consiste en que muchas reformas latentes en el sentido común del pueblo no tienen la posibilidad de ser llevadas a la práctica, porque los hombres políticos elegidos por breves períodos no dan ocasión a que surja un jefe, puesto que temen perder el poder que han conseguido.

– Mi tía May decía que por qué no ha de suprimirse el paro mediante un esfuerzo nacional para el saneamiento de los barrios pobres. De esa forma se matarían dos pájaros de un tiro – murmuró Dinny.

¡Ah, ésa sí que sería una buena idea! – exclamó Hallorsen, volviendo hacia ella su rostro radiante.

Hay demasiados poderes complicados en ello – dijo Diana -. Los propietarios de casas o las asociaciones de constructores son demasiado fuertes para lograr hacerlo.

– Además existe también la cuestión monetaria – añadió Adrián.

– ¡Pero eso es algo fácilmente solucionable! Vuestro Parlamento podría asumir los poderes necesarios para un proyecto nacional de esa envergadura. ¿Qué habría de malo en un empréstito? El dinero volvería; no sería como un empréstito de Guerra, en el que todo se consume en pólvora. ¿Cuánto cuestan los subsidios de paro?

Nadie supo contestarle.

– Supongo que el ahorro pagaría el interés de un empréstito bastante elevado.

– Se trata sencillamente – repuso Dinny con voz meliflua – de tener un poco de fe espontánea. Es en esto en lo que nos superan ustedes los americanos.

Por el rostro de Hallorsen pasó la sombra de un pensamiento, como si hubiese querido decir: ¡Es usted una gata, señorita!

– Bueno, es cierto que cuando vinimos a Francia a luchar trajimos con nosotros un buen plato de fe espontánea. Pero la perdimos toda. 1a próxima vez alimentaremos nuestros hogares.

- ¿Era tan espontánea su fe la última vez?

– Me temo que sí, señorita Cherrell. De cada veinte de nosotros no había ni uno que pensara que los alemanes pudiesen hacemos algún daño a semejante distancia.

– Acepto el reproche, profesor.

– ¡Oh! ¡No hay nada de eso! Ustedes juzgan a América desde Europa.

– Existía Bélgica, profesor – repuso Diana -. También nosotros comenzamos con fe espontánea.

– Perdone usted, señora, ¿pero fue de veras el destino de Bélgica lo que les conmovió?

Adrián, que con la punta de un tenedor dibujaba circunferencias sobre el mantel, levantó la mirada.

– Hablando por cuenta propia, sí, señor. No creo que ejerciera influencia sobre los Círculos Militares o Navales, sobre los- grandes hombres de negocios o, incluso, sobre gran parte de la sociedad, política o no. lista sabía que, de haber una guerra, estábamos comprometidos con Francia. Pero para la gente sencilla como yo, para las dos terceras partes de la población que ignora los hechos, o sea para las clases trabajadoras en general, era muy distinto. Era como ver – ¿cómo se llama? – al Hombre Montaña de Gulliver precipitarse sobre el más pequeño peso mosca del ring, mientras éste permanecía firme en su puesto y se defendía como un héroe.

– Bien – dicho, señor Conservador.

Dinny se sonrojó. ¡Había generosidad en aquel hombre! Pero, como teniendo conciencia de haber traicionado a Hubert, dijo con voz áspera

– He leído que también Roosevelt se conmovió ante aquel espectáculo

Muchos de entre nosotros se conmovieron, señorita; Pero estábamos lejos, y para que la fantasía se excite es necesario que las cosas estén cerca.

– Sí, y después de todo, como ha dicho usted hace poco, intervinieron al final.

Hallorsen miró fijamente su rostro ingenuo, se inclinó y permaneció silencioso. Pero cuando finalizó la velada y llegó el momento de despedirse, dijo

– Mucho me temo, señorita, que tenga usted motivos de rencor hacia mí.

Dinny sonrió, sin contestar.

– No obstante, espero tener la oportunidad de volverla a ver.

– Oh, ¿por qué?

– Pienso que quizá podría hacer que usted cambiara la opinión que se ha formado de mí.

– Yo quiero mucho a mi hermano, profesor.

– Persisto en la idea de que tengo más razones que él para estar enojado.

– Espero que dentro de poco pueda usted demostrar esas razones.

– En sus palabras hay algo de amargura. Dinny irguió la cabeza.

Se retiró a su dormitorio, mordiéndose los labios, de puro irritada. No había ni encantado ni combatido al enemigo, y en vez de estar decididamente llena de animosidad, sus sentimientos hacia él eran muy confusos.

Su estatura le otorgaba un dominio desconcertante.

– Es como uno de esos personajes de película, ron pantalones de piel – pensó – que raptan a las semidesesperadas cowgirls. Tiene el aire de creer que estamos sentados sobre el cojín de su silla de montar. ¡ La Fuerza Primitiva en traje de etiqueta y chaleco blanco! Un hombre fuerte, aunque no silencioso.

Su habitación daba a la calle y desde la ventana veía los plátanos del Embankment, el río y la inmensidad de la noche estrellada.

– Quizá -dijo en voz alta – no te irás de Inglaterra tala pronto como te figuras.

Se volvió y vio a Diana en el umbral

– Bueno, Dinny, ¿qué te parece nuestro amigo-enemigo? – Una mezcla de Tom Mix y del gigante matado por Jack. – A Adrián le agrada.

– Tío Adrián vive demasiado en compañía de huesos. La vista de la sangre roja se le sube a la cabeza.

– Sí, se dice que generalmente las mujeres sucumben ante este tipo de «hombre-macho». Pero, a pesar de que al principio tus ojos lanzasen llamaradas verdes, te has portado bien.

– 'Siento deseos de lanzarlas afín más verdes, ahora que le he dejado marcharse sin un rasguño.

– ¡No te importe! Ya tendrás otras ocasiones. Adrián ha conseguido que mañana vaya invitado a Lippinghall.

– ¿Qué?

– No tienes más que meterle en un conflicto con Saxenden, y el juego de Hubert estará hecho. Adrián no te lo ha querido decir por temor a que dejaras traslucir tu alegría.

El profesor desea conocer la caza inglesa. ¡Pobre hombre! No tiene la más mínima idea de que está a punto de entrar en el antro de la leona. Tu tía Emily se mostrará deliciosa con él.

– ¡Hallorsen! – murmuró Dinny -. Debe tener sangre escandinava.

– Dice que su madre nació en la antigua Nueva Inglaterra, pero que se casó fuera de la línea directa de sucesión. Su nombre patronímico es Wyoming. ¡Bonito nombre!

«Las grandes extensiones abiertas.» Dime, Diana, ¿qué hay en la expresión «hombre-macho», que me pone tan furiosa? – Bueno, es como estar en una habitación con un jarrón de girasoles. Pero los «hombres-machos» no están confinados en las grandes extensiones abiertas. Hallarás a uno de ellos en Saxenden.

– ¿De veras?

– Sí. Buenas noches, querida. ¡Y que ningún «hombremacho» perturbe tus sueños!

Cuando Dinny se hubo desvestido, volvió a coger el Diario y leyó otra vez un párrafo que habla señalado: «Esta noche me siento muy débil, como si hubiese perdido toda la linfa vital. Sólo logro darme ánimos casando en Condaford. ¡Quién sabe lo que diría el viejo Foxham si me viese curar a las mulas! Lo que he inventado para su cólico haría salir pelos a una bola de billar, pero lo cura estupendamente. La Provi dencia tuvo un momento feliz cuando creó el interior de una mula. Esta noche he soñado hallarme en casa, a la entrada del bosque, y los faisanes se me venían encima como un torrente. Ni siquiera para salvarme hubiese logrado disparar mi escopeta: me dominaba una especie de parálisis horrible. Pensaba continuamente en el viejo Haddon y en sus palabras: "¡Adelante, señorito Bertie! Apriete fuerte los talones y agárrese a la cabeza". ¡Buen viejo Haddon! Era un tipo. La lluvia ha pasado. Por vez primera desde hace diez días el tiempo es seco. Y brillan las estrellas.


A ship, an isle, a sickle moon,

Wit feuw but zoith how splendid starsll [3]


¡Si pudiese dormir!…»

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