La desaparición de Ferse fue una alegría para el corazón de aquel que tanto sufriera después de su regreso. El hecho de que Adrián se hubiera comprometido a buscarle y, por lo tanto, a poner fin a esa alegría, no era suficiente para destruirla totalmente. Cogió un taxi y fue a buscar a Hilary casi gustosamente, dedicando toda su inteligencia a la solución del problema. El temor a la publicidad impedíale hacer uso de los recursos normales y directos, como son la Policía, la Radio y la Prensa. Su actuación echaría una luz demasiado cruda sobre Ferse. Mientras estudiaba qué otros medios le quedaban, le pareció estar delante de un juego de palabras cruzadas, de los que había resuelto muchos, a su debido tiempo, como todos los hombres de notable intelecto. Era imposible saber, de acuerdo con el relato de Dinny, a qué hora salió Ferse de su casa, dado que pasó mucho tiempo entre los sucesos de la noche y la hora en que las dos mujeres se levantaron. Cuanto más tardara en iniciar sus pesquisas por los alrededores de la casa, menos posibilidades tenía de encontrar al interesado. ¿Tenía que hacer parar el taxi y regresar a Chelsea? Siguiendo hacia St. Agustine's-in-the-Meads cedía más a su instinto que a su razón. Dirigirse a Hilary era para él como una segunda naturaleza y, en ésta tarea, seguramente dos cabezas serían mejor que una sola. Llegó a la Vicaría sin haber forjado ningún plan, salvo informarse vagamente a lo largo del río y en King's Road. No eran aún las nueve y media; Hilary estaba ocupado aún despachando su correspondencia. En cuanto supo la noticia, llamó a su mujer al despacho.
– Pensemos los tres durante unos minutos – propuso -. Luego cada cual dirá su idea.
Los tres permanecieron en triángulo ante el fuego, los dos hombres con la pipa entre los labios y la mujer oliendo una rosa de octubre.
– Bien – dijo Hilary, finalmente – ¿Ninguna idea May?
– Yo creo que si el pobre hombre es como Dinny lo describe, no debéis dejar de buscar en los hospitales – contestó la esposa de Hilary, arrugando la frente -. Yo podría telefonear a los tres o cuatro donde es más posible que le hayan llevado en caso de una desgracia. Pero quizá todavía es demasiado temprano.
– Muy amable por tu parte, querida mía. Estoy seguro de que podemos confiar en tu inteligencia para esta tarea. May salió.
– ¿Adrián?
– Tengo una idea, pero antes quisiera oír lo que piensas tú.
– Bien – repuso Hilary -, a mí me acuden dos cosas a la mente. Está claro que debemos preguntar a la Policía si alguien ha sido extraído del río; la otra hipótesis, y yo creo será la más probable, es la bebida.
– Pero tan temprano no podía encontrar dónde beber. – En los hoteles. Llevaba dinero.
– De acuerdo. Tenemos que intentarlo, a menos que tú no juzgues inútil mi idea…
– Bien.
– He intentado situarme en el lugar del pobre Ferse. Yo pienso, Hilary, que si una condena estuviese suspendida sobre mi cabeza, correría a Condaford, si no a la misma casa, por lo menos a sus alrededores, a los sitios que solía frecuentar siendo muchacho. Un animal herido vuelve a -su guarida.
Hilary asintió.
– ¿Dónde estaba su casa?
– En West-Sussex, bajo las colinas del norte. La estación es Petworth.
– Ah, conozco ese pueblo. Antes de la guerra; May y yo acostumbrábamos a llegamos muchas veces hasta Bignor para hacer excursiones. Podríamos ir a la estación Victoria para ver si alguien que se le parezca ha cogido el tren. Pero antes interrogaré a la policía por lo que atañe al río. Puedo decir que falta uno de mis feligreses. ¿Qué estatura tiene Ferse?
– Un metro setenta, aproximadamente. Es robusto y tiene pómulos y cabeza anchos, maxilar fuerte, cabello oscuro y ojos azul acero. Lleva traje y abrigo azules.
– Bien – dijo Hilary-, preguntaré en cuanto May termine con el teléfono.
Al quedarse solo delante del fuego, Adrián comenzó a fantasear lector de novelas policíacas, sabía seguir el método francés de la inducción consistente en un golpe psicológico, es decir, disparando a ciegas, mientras que Hilary y May seguían la táctica inglesa consistente en llegar al resultado eliminando posibilidades. Era un excelente sistema, pero, ¿había tiempo para seguirlo? En Londres uno desaparece como una aguja en un pajar y ellos estaban obstaculizados por la necesidad de evitar toda publicidad. Esperaba ansiosamente lo que le referiría Hilary. Era curiosamente irónico el hecho de que él – ¡él! – temiese oír que el pobre Ferse había sido hallado ahogado o atropellado y que Diana era libre.
Cogió un horario de ferrocarriles que estaba sobre el escritorio de Hilary. Salió un tren para Petworih a las 8.5o y otro partía a las 9.56. ¡Faltaba poco! Permaneció en espera, con la mirada fija en la puerta. Era inútil apresurar a Hilary, que era maestro en el arte de ahorrar tiempo.
– ¿Bien? – preguntó cuando la puerta se abrió. Hilary movió la cabeza.
– Nada. Ni los hospitales, ni la Policía. Nadie ha sido hospitalizado y en parte alguna han oído hablar de él.
– Entonces – dijo Adrián -, intentemos la estación Victoria. Hay un tren dentro de veinte minutos. ¿Puedes venir en seguida?
Hilary lanzó una mirada a su escritorio.
– No puedo, pero iré. Hay algo impuro en el modo en que nos apasiona esta persecución. Aguarda, viejo. Voy a avisar a May y coger mi sombrero. Entre tanto, podrías buscar un taxi. Dirígete hacia St. Paneras y espérame allí.
Adrián fue a buscar un coche. Encontró uno que salía de la Euston-Road, le hizo dar media vuelta y se quedó esperando. Poco después apareció Hilary, muy apresurado.
– No estoy entrenado – comentó. Adrián sacó la cabeza por la ventanilla. – A la estación Victoria. Lo más rápido posible. Hilary le deslizó una mano debajo del brazo.
– No he vuelto a dar un paseo contigo desde el día que escalamos el Carmarthen Van, el año después de la guerra.
¿Recuerdas?
Adrián sacó su reloj.
– Temo que perdamos el tren. El tráfico es terrible.
Se quedaron en silencio, zarandeados de un lado para otro por los espasmódicos esfuerzos del taxi.
– Jamás olvidaré – dijo Adrián, repentinamente – que una vez, en Francia, pasé delante de una maison d'aliénés, como ellos las llaman. Era un gran edificio situado detrás de una línea de ferrocarriles, con un largo enrejado de hierro en la parte delantera. Había un pobre diablo, erguido en pie con los brazos levantados y las piernas separadas, agarrado al- enrejado como un orangután. ¿Qué es la muerte comparada con eso? Un poco de buena tierra limpia y el cielo encima nuestro. Quisiera que le hubiesen hallado en el río.
– Todavía pueden encontrarlo. Esta es una caza inútil.
– Faltan tres minutos – murmuró Adrián -. No llegaremos a tiempo.
Pero, como si estuviera animado por el carácter nacional, el taxi adquirió una velocidad extraordinaria y pareció que el tráfico se le desvaneciera delante. Se detuvieron ante la estación con una sacudida.
– Tú te informarás en las ventanillas de primera, yo en las de tercera clase – dijo Hilary, mientras corrían -. Un pastor se impone más
– No – replicó Adrián -. Si se ha marchado, habrá ido en primera clase. Pregunta tú. Si existe alguna duda, recuérdales sus ojos.
Vio el rostro enjuto de Hilary introducirse en la ventanilla y retirarse rápidamente.
– Ha tomado un billete – dijo -. Para este tren. A Petworth. ¡De prisa!
Lis dos hermanos echaron a correr de nuevo, pero cuando llegaron al andén el tren comenzaba a moverse. Adrián hubiese querido continuar corriendo, pero Hilary le cogió del brazo.
– Calma, viejo. No podemos subir. Nos vería y eso lo estropearía todo.
Se encaminaron, cabizbajos, hacia la entrada.
– Has adivinado de un modo realmente maravilloso – - repuso Hilary -. ¿A qué hora llega este tren?
– A las doce veintitrés.
– En tal caso podemos ir en coche. ¿Llevas dinero? Adrián buscó en sus bolsillos.
– Sólo ocho chelines y medio – contestó, tristemente.
– Yo no tengo más que once chelines. ¡Qué contrariedad!Ya sé qué podemos hacer. Cojamos un taxi y acerquémonos a casa de Fleur. Si no tiene el coche fuera nos lo cederá y ella misma o Michael nos acompañarán. Pero es necesario que al llegar allí nos libremos del coche.
Adrián asintió, atontado por el éxito de su inducción. Llegados a South Square supieron que Michael estaba ausente, pero que Fleur se hallaba en casa. Adrián, que no la conocía tanto como Hilary, quedó sorprendido por la rapidez con que se hizo cargo de la situación y sacó el coche. Diez minutos más tarde, efectivamente, estaba en ruta, con Fleur al volante.
– Pasaré por Dorhing y Pulborough – dijo, volviéndose -. A partir de Dorhing, podremos correr a toda velocidad. Pero, tío Hilary, ¿qué haréis si le encontráis?
Ante esta pregunta sencilla, pero necesaria, los dos hermanos se miraron mutuamente. Pareció que Fleur hubiera sentido penetrar en su nuca esa indecisión, porque frenó con una fuerte sacudida frente a un perro en peligro y, volviéndose, dijo
– ¿Queréis pensarlo antes de volver a emprender la marcha?
Mirando su rostro menudo, abierto, como una personificación de la juventud serena y confiada; mirando luego el de su hermano, largo, perspicaz, rugoso, consumido por su experiencia de los hombres y, sin embargo, no endurecido, Adrián dejó que Hilary diera una respuesta.
– Sigamos – decidió éste -. Será necesario sacar partido de todo lo que suceda.
– Cuando pasemos delante de una oficina de Correos -dijo Adrián -, párate, por favor. Quiero enviarle a Dinny un telegrama.
Fleur asintió.
– En todo caso he de pararme para llenar el depósito de gasolina. Hay una oficina de Correos en King's Road.
Y el, automóvil continuó adelante, en medio del tráfico.
– ¿Qué le pondré en el telegrama?… – preguntó Adrián -. ¿He hablar de Petworth?
Hilary movió la cabeza.
– Dile tan sólo que creemos estar sobre la buena pista. Cuando el telegrama fue expedido, faltaban sólo dos horas para que el tren llegara a su destino.
– Hay cincuenta millas de aquí a Pulborough – observó Fleur -. No sé si arriesgarme con la gasolina que me queda. Lo veremos en Dorhing.
Desde ese momento dejó de existir para ellos, a pesar de que el coche era una berlina; toda su atención estaba concentrada en la tarea de conducir.
Los dos hermanos permanecían silenciosos, con los ojos fijos en el reloj y el marcador de velocidades.
– No doy a menudo paseos de recreo – dijo Hilary suavemente -. ¿En qué piensas?
– En qué diantre haremos.
– Si en mi profesión tuviese que pensar las cosas de antemano, al cabo de un mes me habría muerto. En una parroquia de los barrios pobres, se vive algo así como rodeado de gatos salvajes, igual que en la selva. De modo que a uno se le desarrolla una especie de instinto y ha de confiar en él. – ¡Ah! -exclamó Adrián -. Yo vivo entre muertos y no tengo práctica.
– Nuestra sobrina guía bien – manifestó Hilary- Fíjate en su cuello. ¿No es la personificación de la habilidad? El cuello, blanco y redondo, se mantenía graciosamente erguido y causaba una extraordinaria impresión de rápido y eficaz dominio del cuerpo, ejercido por el cerebro.
Durante muchas millas corrieron en silencio.
– Box Hill – dijo Hilary -. Un día me sucedió una cosa que jamás he olvidado y que nunca te he contado. Demuestra lo terriblemente próximos que vivimos al borde del abismo de la locura. – Bajó la voz, y continuó -: ¿Recuerdas a Durcott, aquel alegre sacerdote? Cuando yo estaba en Beaker, antes de ir a Harrow, él era maestro allí. Un domingo me llevó a hacer una excursión a Box Hill. Al regresar, estábamos solos en el tren. Habíamos bromeado un poco, cuando repentinamente pareció cogerle una especie de frenesí y sus miradas se volvieron ávidas y salvajes. Yo no tenía la más mínima idea de qué podía haberle reducido a tal estado y me espanté tremendamente. Luego, al cabo de poco, pareció volverse a dominar. ¡Un trueno en la bonanza! Sensualidad reprimida, naturalmente – una verdadera demencia momentánea -, bastante horrible, por cierto. Por lo demás, era un joven muy simpático. Existen unas fuerzas, mi querido Adrián…
– Demoníacas. Y cuando rompen para siempre la cáscara…¡Pobre Ferse!
Les llegó la voz de Fleur.
– El coche comienza a fallar un poco – dijo -. He de poner gasolina, tío Hilary. Hay una estación de servicio por aquí cerca.
– Está bien.
El coche se detuvo frente al poste de gasolina.
– Siempre es lento el camino hasta llegar a Dorhing – dijo Fleur, desperezándose -. Ahora podremos correr más. Hemos hecho sólo treinta millas y afín nos queda una hora larga. ¿Habéis pensado…?
– No – contestó Hilary, interrumpiéndola -. Nos hemos abstenido de ello como de un veneno.
Los ojos de Fleur, con el blanco tan claro, le lanzaron una de aquellas miradas directas que convencían inmediatamente a la gente de que era una mujer con inteligencia.
– ¿Le queréis devolver a casa en coche? En vuestro lugar, yo no lo haría.
Y, sacando de su bolso una polvera, comenzó a retocarse los labios y a empolvarse la recta naricita.
Adrián la observaba con una especie de temor respetuoso no había entrado apenas en contacto con la juventud moderna. No le impresionaron sus pocas palabras, pero sí lo que en ellas estaba implícito. Traducidas cruelmente, significaban lo siguiente: «Dejadle abandonado a su destino. Vosotros nada podéis hacer.» ¿Llevaba razón? ¿Se estaban dejando llevar por el instinto humano que induce a entrometerse en los asuntos de los demás y a posar una sacrílega mano sobre la Natura leza? Sin embargo, debían enterarse de lo que hacia Ferse y de lo que podía hacer, por el bien de Diana. Incluso por su propio bien tenían que cuidar de que no cayese en malas manos. En el rostro de su hermano vagaba una débil sonrisa. Él, al fin y al cabo, pensó Adrián, conocía a la juventud y estaba en condiciones de decir hasta dónde podía llegar la serena y cruel filosofía de los jóvenes.
Partieron nuevamente, pasando entre el tráfico de las largas calles de Dorhing.
– Al fin libres – dijo Fleur, volviendo la cabeza -. Si queréis cogerle de veras, le cogeréis – y se lanzó a toda velocidad.
Durante el siguiente cuarto de hora volaron, pasando por delante de unos bosquecillos de matorrales amarillentos, de campos y de trechos de terrenos públicos cubiertos de retama y punteados de patos y viejos caballos.
Luego el automóvil, que hasta entonces había corrido regularmente, comenzó a rechinar y traquetear.
– ¡Un neumático pinchado! -anunció Fleur, volviendo otra vez la cabeza. Paró el coche y todos se apearon. Uno de los neumáticos posteriores estaba completamente deshinchado.
– ¡A trabajar! – dijo Hilary, quitándose la americana -. Prepara el gato, Adrián; yo bajaré el neumático de recambio.
La cabeza de Fleur había desaparecido en la caja de los útiles, pero oyeron que decía
– Demasiados ayudantes. Es mejor que me lo dejéis a mí. Adrián, que no entendía nada de coches, y que frente a cualquier mecanismo sentíase impotente, se apartó de buena gana y les observó a los dos con admiración. Eran fríos, veloces y eficientes, pero el gato estaba defectuoso.
– Siempre sucede lo mismo cuando uno lleva prisa – se lamentó Fleur.
Pasaron veinte minutos antes de que volviesen a ponerse en marcha.
– No es posible llegar a tiempo – dijo Fleur-, pero, si realmente lo queréis, encontraréis sus huellas. La estación está un poco más allá del pueblo.
Atravesaron a toda velocidad Billingshurst, Pulborough y el puente de Stopham.
– Es mejor que vayamos directamente a Petworth – propuso Hilary -. Si tiene intención de volver a Londres, le encontraremos.
– ¿He de pararme si le vemos?
– No, continúa adelante y luego retrocede.
Pero pasaron por Pehvorth y recorrieron, sin encontrarlo; los dos kilómetros que había desde la estación.
– El tren ha llegado hace más de veinte minutos – dijo Adrián -. Vamos a informarnos.
El empleado había recogido el billete de un señor con abrigo azul y bombín. No, no llevaba equipaje y se había dirigido hacia las colinas. ¿Cuánto tiempo hacía? Quizá media hora.
Volvieron rápidamente al coche y se encaminaron hacia las colinas.
– Recuerdo – dijo Hilary -, que un poco más adelante hay una bifurcación que conduce a Sutton. Queda por saber si ha ido por ese lado o bien si ha continuado subiendo. Lo preguntaremos. Pueden haberle visto, dado que por ahí hay muchas casas.
Apenas pasada la vuelta había una pequeña oficina de correos y un cartero se acercaba en bicicleta por la carretera de Sutton
Fleur detuvo el coche, rozando la acera.
– ¿Ha visto usted dirigirse hacia Sutton a un señor con abrigo azul y bombín?
– No señorita, no he visto ni un alma.
– Gracias. ¿He de continuar hacia las colinas, tío? Hilary consultó el reloj.
– Si mal no recuerdo, hay casi dos kilómetros de aquí a la cumbre de la colina situada cerca de Duncton Beacon. Hemos recorrido diez kilómetros desde la estación, y él llevaba, digamos, veinticinco minutos de ventaja. Por lo tanto, una vez llegados a la cumbre tendríamos casi que haberle alcanzado. Desde arriba veremos la carretera frente a nosotros y podremos avistarle. Si no lo encontramos, eso significará que ha subido a la colina, pero… ¿por qué camino?
– Habrá ido hacia su casa – dijo Adrián en voz baja. – ¿Hacia el este? – preguntó Hilary -. Adelante, pues, Fleur, y no demasiado de prisa.
Fleur dirigió el coche por la carretera que conducía a las colinas.
– Hurgad en mi abrigo y encontraréis tres manzanas. Las he cogido al salir de casa.
– ¡Qué cabeza! -exclamó Hilary -. Pero las querrás para ti.
– No. Yo estoy adelgazando. Puedes dejarme una.
Los dos hermanos, comiendo una manzana cada uno, miraban atentamente los bosques que bordeaban la carretera.
– Demasiado 'espesos – repuso Hilary -. Marchará por donde esté más descubierto. Si le ves, Fleur, párate en seguida.
Pero no le vieron, y subiendo cada vez más lentamente, llegaron a la cumbre. A la derecha estaba la punta redonda de Duncton Beacon, coronada de hayas, y a la izquierda los Downs abiertos. Por la carretera que extendíase delante de ellos no había nadie.
– Nadie en frente – dijo Hilary -. Debemos decidir algo.
– Sigue mi consejo, tío Hilary. Déjame que os vuelva a llevar a casa.
– ¿Tú qué dices, Adrián? Adrián movió la cabeza.
– Yo continuaré – decidió. – Perfectamente. Voy contigo.
– ¡Mirad! – exclamó Fleur de repente, indicando con la mano.
A una distancia de cinco metros aproximadamente, en un escarpado sendero que tenía su origen en el lado izquierdo de de la carretera, yacía un objeto oscuro.,
– Me parece que es su abrigo.
Adrián saltó del coche y corrió hacia el objeto. Regresó trayendo un abrigo colgado del brazo.
– Ya no cabe duda – dijo -. O bien se ha parado aquí para descansar y lo ha perdido inadvertidamente, o bien se ha cansado de llevarlo. Sea como fuere, es una mala señal. Vamos, Hilary.
Dejó el abrigo en el coche.
– ¿Ordenes para mí, tío Hilary?
Has estado magnífica, querida mía. ¿Quieres estarlo un poco más y aguardarnos aquí una hora? Si al cabo de ese tiempo no hubiésemos regresado, baja y bordea lentamente las colinas por la carretera de Sutton Bugnor y West Burton; entonces, si no nos ves por ninguna parte a lo largo de ese camino, pasa por la carretera que atraviesa Pulborough y regresa a Londres. Si te sobra un poco de dinero, nos lo podrías prestar. Fleur sacó el portamonedas.
– Llevo tres libras. ¿Os bastarán dos?
– Las aceptamos con gratitud – contestó Hilary -. Adrián y yo jamás tenemos dinero. Creo que somos la familia más pobre de Inglaterra. Adiós, querida, y gracias. ¡Ahora, a lo nuestro, viejo!