Al día siguiente se honraba a alguien. Cristóbal Colón, creo. Hacia media mañana se había convertido en una pesadilla.
Conduje hacia el depósito a través de una niebla tan densa que ocultaba las montañas y trabajé hasta las diez y media. Cuando hice una pausa para beber una taza de café, Larke Tyrell estaba en la sala de personal. Esperé a que llenase una taza con lodo industrial y añadiese polvo blanco.
– Hay algo de lo que tenemos que hablar.
– Por supuesto.
– Aquí no. -Me miró durante unos segundos. Esa mirada significaba algo y sentí una punzada de ansiedad.
– ¿De qué se trata, Larke?
– Ven.
Cogiéndome del brazo me condujo fuera de la sala por la puerta trasera.
– Tempe, no sé cómo decirte esto.
Removió el café y unas diminutas nubes iridiscentes se deslizaron a través de la superficie.
– Sólo tienes que decirlo.
Mi voz era tranquila y normal.
– Ha habido una denuncia.
Esperé.
– Me cuesta decirte esto. -Estudió su taza unos momentos y luego volvió a mirarme-. Se trata de ti.
– ¿De mí?
No podía creerlo.
Asintió.
– ¿Qué he hecho?
– La denuncia habla de conducta poco profesional capaz de comprometer la investigación.
– ¿O sea?
– Entrar en el lugar del accidente sin autorización y manipular pruebas.
Le miré sin poder creer lo que acababa de escuchar.
– Y también irrupción ilegal.
– ¿Irrupción ilegal?
Tenía la sensación de que algo se cerraba progresivamente alrededor de mis tripas.
– ¿Estuviste fisgando alrededor de esa propiedad de la que hablamos?
– No fue irrupción ilegal. Sólo quería hablar con los propietarios.
– ¿Intentaste forzar la entrada de la casa?
– ¡Por supuesto que no!
Tuve una imagen fugaz de mí misma tratando de abrir uno de los postigos con una barra de metal oxidado.
– Y la semana pasada obtuve la autorización correspondiente para tener acceso al lugar del accidente.
– ¿Quién te autorizó?
– Earl Bliss me envió allí. Tú lo sabes.
– Verás, ahí está el problema, Tempe. -Larke se frotó la barbilla-. No se solicitó la presencia del DMORT en esa zona.
Estaba aturdida.
– ¿De qué modo he manipulado pruebas?
– Detesto incluso tener que preguntarte esto. -Volvió a frotarse la barbilla-. Tempe…
– Dispara.
– ¿Recogiste algún resto sin anotarlo?
El pie.
– Te hablé de ello.
– No te alteres.
Hice una señal de control.
No dijo nada.
– Si hubiese dejado el pie en ese lugar, hoy sería excremento de coyote. Habla con Andrew Ryan. Él estaba allí.
– Lo haré.
Larke extendió la mano y me pellizcó el brazo.
– Arreglaremos esto.
– ¿Te estás tomando este asunto en serio?
– No tengo alternativa.
– ¿Por qué?
– Tú sabes que tengo a la prensa acosándome. Saltarán sobre este asunto como un sabueso sobre una liebre tuerta.
– ¿Quién presentó la queja?
Hice un esfuerzo para contener las lágrimas.
– No puedo decírtelo.
Bajó la mano y echó un vistazo a la niebla que cubría el bosque. Ahora comenzaba a levantarse, revelando el paisaje de una forma lenta y ascendente. Cuando se volvió tenía una extraña expresión en la cara.
– Pero te diré que hay gente muy poderosa metida en este asunto.
– ¿El dalai lama? ¿ La Junta de Jefes del Estado Mayor?
La ira endurecía mi voz.
– No te enfades conmigo, Tempe. Esta investigación es noticia de primera página. Si hay problemas, nadie querrá hacerse responsable.
– De modo que me reservan en caso de que necesiten un chivo expiatorio.
– No es nada de eso. Es sólo que debo cumplir con los procedimientos adecuados.
Respiré profundamente.
– ¿Y ahora qué?
Me miró fijamente y su voz se suavizó.
– Tendré que pedirte que te marches.
– ¿Cuándo?
– Ahora.
Esta vez fui yo quien miró la niebla.
A mediodía High Ridge House estaba desierta. Dejé una nota para Ruby, agradeciéndole su hospitalidad y disculpándome por mi brusca partida y por mi indiferencia de la noche anterior. Luego recogí mis cosas, las metí en el Mazda y me alejé levantando una lluvia de grava.
Durante todo el viaje hasta Charlotte me detenía y volvía a arrancar a toda velocidad, chillando en los semáforos y cambiando continuamente de carril en la autopista. Durante tres horas amenacé los parachoques de los otros coches e hice sonar insistentemente la bocina. Hablaba conmigo misma, probando algunas palabras. Detestable. Vil. Perverso. Los otros conductores evitaban mi mirada y me dejaban un montón de espacio.
Estaba furiosa y deprimida al mismo tiempo. La injusticia de una acusación anónima. La impotencia. Durante toda una semana había estado trabajando bajo unas condiciones brutales, viendo, oliendo y sintiendo la muerte. Lo había dejado todo, dedicándome a ese esfuerzo y luego me habían despedido como a un sirviente del que se sospecha que ha robado. Sin juicio. Sin la oportunidad de una explicación. Sin agradecimientos. Recoger y largarse.
Aparte de la humillación profesional, estaba la frustración personal. Aunque habíamos sido amigos durante años, y Larke sabía muy bien que yo era muy escrupulosa con respecto a la ética profesional, no me había defendido. Larke no era un hombre cobarde. Esperaba más de él.
La conducción temeraria había dado resultado. Al llegar a los suburbios de Charlotte mi furia incontenible se había convertido en una fría determinación. Yo no había cometido ninguna acción punible y estaba decidida a limpiar mi nombre. Descubriría cuál había sido la causa de esa denuncia, la invalidaría y acabaría mi trabajo. Y me enfrentaría a mi acusador.
Mi casa vacía en la ciudad hizo pedazos esa determinación. Nadie que me recibiera. Nadie que me abrazara y me dijera que todo saldría bien. Ryan estaba tonteando con una tal Danielle, quienquiera que fuese esa mujer. Ryan me había dicho que no era asunto mío. Katy estaba con alguien, cuyo género no había especificado, y Birdie y Pete estaban en la otra punta de la ciudad. Dejé las cosas en el suelo, me eché en el sofá y lloré desconsoladamente.
Diez minutos más tarde yacía en silencio en el mismo lugar, sintiéndome como un niño que ha tenido un berrinche. No había conseguido nada y me sentía vacía. Me arrastré hasta el cuarto de baño, me soné la nariz y luego comprobé los mensajes telefónicos.
Nada que contribuyera a mejorar mi estado de ánimo. Uno de mis estudiantes. Vendedores. Mi hermana, Harry, llamando desde Texas. Una pregunta de mi amiga Anne: ¿Podríamos reunimos para almorzar ya que Ted y ella se marchaban a Londres?
Genial. Ahora probablemente estaban comiendo en el Savoy mientras yo borraba sus palabras. Decidí ir a recoger a Birdie. Al menos tendría a alguien ronroneando en mi regazo.
Pete sigue viviendo en la casa que compartimos durante casi veinte años. Aunque es una propiedad que vale cientos de miles de dólares, la valla está reparada con un taco de madera y una portería se comba en el patio trasero como un mudo testimonio de los años en que Katy jugaba al fútbol. La casa está pintada, las canaletas del tejado están limpias y la hierba cortada por profesionales. Una chica de servicio se encarga del interior. Pero más allá del mantenimiento doméstico normal, mi ex esposo era un ferviente defensor del laissez faire y el remiendo rápido. No siente ninguna obligación de proteger los valores de la propiedad inmobiliaria. Yo solía preocuparme por las protestas del vecindario. La separación me relevó de esa tarea.
Una cara cubierta de pelo marrón me observó a través de la valla cuando entré en el camino particular. Cuando bajé del coche, se arrugó y profirió un suave «¡rrup!».
– ¿Está en casa? -pregunté, cerrando la puerta.
El perro bajó la cabeza y una lengua color púrpura asomó por la boca.
Rodeé la casa hasta la puerta principal y llamé al timbre. Nadie respondió.
Volví a llamar. Aún conservaba una llave pero prefería no usarla. Aunque hacía dos años que vivíamos separados, Pete y yo aún nos movíamos con mucha cautela para establecer el nuevo orden entre nosotros. El hecho de compartir las llaves implicaba una intimidad que yo no deseaba aceptar.
Pero era jueves por la tarde y Pete estaría en la oficina. Y yo quería recuperar mi gato.
Estaba revolviendo mi bolso cuando se abrió la puerta.
– Hola, atractiva desconocida. ¿Necesita un lugar donde dormir? -dijo Pete, examinándome de arriba abajo.
Yo llevaba el conjunto caqui y las botas Doc Martens que me había puesto para trabajar en el depósito a las seis de la mañana. Pete estaba impecable con su traje de tres piezas y sus mocasines de Gucci.
– Pensaba que estarías en la oficina.
Me pasé los nudillos bajo el rimel de los párpados y eché un rápido vistazo al interior de la casa. Si veía a alguna mujer me moriría de humillación.
– ¿Por qué no estás en el trabajo?
Pete miró a la izquierda, luego a la derecha, bajó la voz y me hizo un gesto para que me acercara, como si deseara compartir una información secreta.
– Cita con el fontanero.
No quería contemplar qué era lo que estaba tan mal para que el Señor Manitas hubiese tenido que llamar a un experto.
– He venido a buscar a Birdie.
– Creo que está suelto.
Pete retrocedió y entré en el vestíbulo iluminado por la araña de mi tía abuela.
– ¿Quieres una copa?
Lo taladré con una mirada que podría haber perforado el cemento. Pete había sido testigo de muchas de mis actuaciones dignas de un Oscar de la Academia.
– Sabes lo que quiero decir.
– Mejor una coca-cola light.
Mientras Pete buscaba vasos y cubitos de hielo en la cocina, llamé a Birdie. El gato no apareció. Busqué en el salón, en el comedor y en el estudio.
En otro tiempo, Pete y yo habíamos vivido juntos en estas habitaciones, leyendo, hablando, escuchando música, haciendo el amor. Habíamos criado a Katy de bebé a niña y luego a adolescente, redecorando su habitación y adaptando nuestras vidas en cada etapa. Había contemplado cómo florecía y se marchitaba la madreselva a través de la ventana que había sobre el fregadero de la cocina, dando la bienvenida a cada nueva estación. Aquéllos habían sido tiempos de cuentos de hadas, una época en la que el sueño americano parecía real y alcanzable.
Pete volvió a aparecer, transformado de abogado elegante en yuppie informal. La chaqueta y el chaleco habían desaparecido, la corbata colgaba floja del cuello abierto de la camisa, que llevaba arremangada debajo de los codos. Tenía buen aspecto.
– ¿Dónde está Bird? -pregunté.
– Ha estado refugiado en el piso de arriba desde que llegó Boyd.
Me dio una jarra con la inscripción Uz to rnums atkal jaied-zer! escrita a través del cristal. «¡Debemos volver a brindar por eso!», en letón.
– ¿Boyd es el perro?
Asintió.
– ¿Tuyo?
– Ése es un punto interesante. Toma asiento y compartiré contigo la historia de Boyd.
Pete buscó unas galletas en la cocina y se reunió conmigo en el sofá.
– Boyd pertenece a un tal Harvey Alexander Dineen, un caballero que hace poco necesitó de mis servicios como abogado. Completamente sorprendido por su arresto, y careciendo de familia, Harvey me pidió que cuidase de su perro hasta que se aclarase el malentendido con el estado.
– ¿Y tú accediste?
– Me agradó que tuviese confianza en mí.
Pete lamió la sal de una galleta, mordió la mitad y la acompañó con un generoso trago de cerveza.
– ¿Y?
– Boyd está solo un mínimo de diez minutos y un máximo de veinte. Imaginé que tendría hambre.
– ¿Qué es?
– El se cree un empresario. El juez le llamó estafador y criminal de carrera.
– Me refería al perro.
– Boyd es un chow-chow. O al menos la mayor parte de él lo es. Necesitaríamos un análisis de ADN para aclarar el resto.
Comió la otra mitad de la galleta.
– ¿Has estado saliendo con algún cadáver interesante últimamente?
– Muy gracioso.
Mi rostro debió confirmarle que no lo era.
– Lo siento. Las cosas deben ser duras allí arriba.
– Estamos trabajando en ello.
Hablamos de trivialidades durante unos minutos, luego Pete me invitó a cenar. La rutina de costumbre. Él preguntaba, yo decía que no. Pero hoy tenía la mente en las palabras de Larke, la aventura londinense de Anne y Ted y en mi apartamento vacío.
– ¿Cuál es el menú?
Alzó las cejas en un gesto de absoluta sorpresa.
– Linguini con salsa vongole.
Una de las especialidades de Pete. Almejas enlatadas sobre tallarines demasiado cocidos.
– ¿Por qué no saco unos filetes mientras tú te encargas del fontanero? Cuando las cañerías vuelvan a funcionar podemos asar la carne.
– Se trata del lavabo de arriba.
– Lo que sea.
– A Bird le hará bien comprobar que somos amigos. Creo que aún se siente culpable.
Ése era Pete.
Boyd se reunió con nosotros durante la cena, sentado a un lado de la mesa, los ojos clavados en los filetes y tocándonos ocasionalmente las rodillas con la pata para recordarnos su presencia.
Pete y yo hablamos de Katy, de viejos amigos y de los viejos tiempos. Me explicó algunos de sus litigios actuales y yo describí uno de mis casos recientes, un estudiante al que encontraron colgado en el granero de su abuela nueve meses después de que hubiera desaparecido. Me hacía bien comprobar que habíamos llegado a un punto en el que era posible mantener una conversación normal. El tiempo volaba y Larke y su queja se alejaban cada vez más de mis pensamientos.
Después de un postre de fresas sobre helado de vainilla, llevamos el café al estudio y encendimos el televisor para ver las noticias. Hablaban del accidente de la TransSouth Air.
En el mirador había una mujer de expresión abatida, las Great Smoky Mountains se extendían a su espalda, y hablaba, de un torneo en el que treinta y cuatro deportistas jamás competirían. Informó de que aún se ignoraba la causa del accidente, si bien ya era casi seguro que se había producido una explosión en el aire. Hasta el momento se había conseguido identificar a cuarenta y siete víctimas y la investigación continuaba sin interrupción las veinticuatro horas del día.
– Me parece una buena idea que te hayan dado un respiro -dijo Pete.
No contesté.
– ¿O acaso te enviaron ahí en misión secreta?
Sentí un temblor en el pecho y no aparté la mirada de mis Doc Martens.
Pete se acercó a mí y me alzó la barbilla con el índice.
– Eh, cariño. Era sólo una broma. ¿Estás bien?
Asentí, sin atreverme a hablar.
– No pareces estar muy bien.
– Estoy bien. En serio.
– ¿Quieres hablarme de ello?
Supongo que quería hacerlo porque las palabras comenzaron a brotar solas. Le hablé de los días en el lugar del accidente, de los coyotes y de mis intentos de determinar el origen del pie, de la denuncia anónima y de mi despido. Le hablé de todo lo que había pasado, excepto de Andrew Ryan. Cuando acabé mi relato, tenía los pies debajo de las nalgas y apretaba con fuerza un cojín contra el pecho. Pete me miraba fijamente.
Durante un momento ninguno de los dos abrió la boca. El reloj de pared retumbaba en la pared del estudio y me pregunté absurdamente quién se encargaría de darle cuerda.
Tic. Tac. Tic. Tac
– Bueno, ha sido divertido -dije extendiendo las piernas.
Pete me cogió la mano sin dejar de mirarme.
– ¿Qué piensas hacer?
– ¿Qué puedo hacer? -contesté irritada apartando la mano.
Me sentía incómoda por todo lo que había explicado y temía lo que sabía vendría a continuación. Pete siempre daba el mismo consejo cuando estaba irritado con los demás. «Que los jodan.»
Me sorprendió.
– Tu jefe del DMORT aclarará ese asunto de haber entrado en el área del accidente. El pie es fundamental para el resto. ¿Había alguien en ese lugar cuando lo recogiste?
– Había un policía cerca de allí.
Clavé la mirada en el cojín.
– ¿Local?
Sacudí la cabeza.
– ¿Vio los coyotes?
– Sí.
– ¿Sabes quién es?
Desde luego.
Asentí.
– Eso debería aclararlo todo. Asegúrate de que ese policía hable con Tyrell y le describa la situación. -Se echó hacia atrás-. La cuestión de la irrupción ilegal será más difícil.
– Yo no entré ilegalmente en ninguna parte -dije acaloradamente.
– ¿Crees que ese pie es muy importante?
– Creo que no coincide con ninguno de los pasajeros de la lista. Por esa razón estaba echando un vistazo cerca de la casa.
– Por la edad.
– En parte. También parecía estar más descompuesto.
– ¿Puedes probar la edad?
– ¿A qué te refieres?
– ¿Estás completamente segura de que ese pie pertenece a una persona mayor?
– No.
– ¿Existe alguna otra prueba que pueda establecer con mayor exactitud tu cálculo de la edad?
Pete, el abogado.
– Comprobaré la histología una vez que se hayan examinado las muestras.
– ¿Cuándo será eso?
– La preparación de las diapositivas está llevando…
– Ve allí mañana mismo. Consigue esas diapositivas. No te marches hasta que no tengas la talla de camisa de ese tío y el nombre de su corredor de apuestas.
– Podría intentarlo.
– Hazlo.
Pete tenía razón. Me estaba comportando como una novata.
– Luego identifica al hombre del pie y méteselo a Tyrell por el culo.
– ¿Cómo hago eso?
– Si el pie no procedía del avión, debe pertenecer a alguien de por allí.
Esperé.
– Comienza por averiguar a quién pertenece esa propiedad.
– ¿Y cómo hago eso?
– ¿El FBI ha examinado el lugar?
– Están participando en la investigación del accidente, pero hasta que no exista una prueba tangible de sabotaje, el FBI no está oficialmente a cargo del caso. Además, considerando mi situación actual, dudo que compartan sus teorías conmigo.
– Entonces investiga por tu cuenta.
– ¿Cómo?
– Comprueba el título de propiedad y los registros de impuestos en el tribunal del condado.
– ¿Puedes echarme una mano?
Tomé notas mientras Pete hablaba. Cuando acabó, mi determinación había vuelto. Basta de lamentos y autocompasión, examinaría ese pie hasta conocer todos los detalles de la vida de su dueño. Luego averiguaría de dónde procedía, le añadiría una identificación y lo pegaría en la frente de Tyrell.
– Te lo agradezco mucho, Pete.
Me incliné y le besé en la mejilla. Sin dudarlo, Pete me atrajo hacia él. Antes de que pudiese apartarme, me devolvió el beso en la mejilla, luego otro, luego sus labios se deslizaron por el cuello, la oreja y la boca. Pude oler la familiar mezcla de sudor y Aramis, y un millón de imágenes se agolparon en mi cerebro. Sentía los brazos y el pecho que había conocido durante veinte años, que alguna vez sólo me habían abrazado a mí.
Me encantaba hacer el amor con Pete. Siempre había sido así, desde aquel terremoto mágico en su diminuta habitación en la Clarke Avenue en Champaign, Illinois, hasta los últimos años, cuando se volvió más lento, más profundo, una melodía que yo conocía tan bien como las curvas de mi propio cuerpo. Hacer el amor con Pete era algo abarcador. Era pura sensación y abandono absoluto. Y eso era lo que necesitaba ahora. Necesitaba eso que era familiar y consolador, la aniquilación de mi conciencia, la detención del tiempo.
Pensé en mi apartamento silencioso y vacío. Pensé en Lárice y su «gente poderosa», en Ryan y la desconocida Danielle, en la separación y la distancia. Entonces la mano de Pete se deslizó hacia mis pechos.
Que los jodan a todos, pensé. Luego no pensé en nada más.