Capítulo 15

Miré el papel, primero con perplejidad y luego tomando conciencia de lo que estaba leyendo.

Ryan acababa de entregarme una fotografía impresa a color. Había tres imágenes, en cada una de ellas se veía un trozo de plástico. En la primera pude descifrar las letras «b-i-o-l-ó-g». En la segunda, una frase inacabada: «rvicio laborat». Un símbolo rojo prácticamente saltaba de la tercera imagen. Había visto docenas de ellos en el laboratorio y lo reconocí al instante.

Miré a Ryan.

– Es un recipiente biológico.

Asintió.

– Que no estaba en el informe.

– No.

– Y todo el mundo piensa que contenía un pie.

– Eso parece.

Boyd me tocó la mano con el hocico y le di el resto del bocadillo. Me miró, como asegurándose de que no había ningún error, luego cogió su botín y optó por alejarse por si, después de todo, se había producido un malentendido.

– De modo que reconocen que el pie no pertenece a ninguno de los pasajeros.

– No exactamente. Pero no descartan esa posibilidad.

– ¿Qué relación tiene esto con la orden? -pregunté a Crowe.

– No ayudará.

Se apartó de la escalera, se quedó de pie con los pies separados y volvió a ponerse el sombrero.

– Pero hay algo que apesta debajo de esa pared e intento averiguar qué es.

Nos obsequió con su característico movimiento de cabeza, se volvió y se alejó por el sendero. Momentos más tarde vimos la cúpula transparente del techo del coche patrulla que descendía por el sinuoso camino de la montaña.

Sentí la mirada de Ryan clavada en la espalda y me volví.

– ¿Por qué vetó ese magistrado la orden de registro?

– Aparentemente el tío es candidato a la Sociedad de la Tierra Plana. Además emitirá una orden por obstrucción si cambio de lugar una célula cutánea.

Las mejillas me ardían de indignación.

Boyd cruzó el porche y olisqueó el aire moviendo la cabeza de un lado a otro. Al llegar al columpio, olió mi pierna, luego se sentó y me miró con la lengua colgando.

Ryan se quitó el cigarrillo de los labios y lo lanzó al prado. Los ojos de Boyd se apartaron ligeramente y luego volvieron a mirarme.

– ¿Has averiguado alguna cosa de H amp;F?

Ryan había ido a su «oficina» para telefonear a Delaware.

– Pensé que la solicitud podría tramitarse con mayor celeridad si procedía del FBI, de modo que le pedí a McMahon que hiciera la llamada. Yo estaré toda la tarde en el lugar donde están reconstruyendo el avión, pero puedo preguntárselo esta noche.

Reconstrucción. Ensamblar nuevamente el avión tal como era antes del accidente. La reconstrucción total significa un tremendo gasto de tiempo, dinero y mano de obra, cosas que al NTSB no le sobraban. No lo hacen en todas las catástrofes, lo hacen a regañadientes cuando el clamor público lo exige. Así ocurrió en el caso del TWA 800 porque los británicos lo habían hecho con el Pan Am 102, y no querían quedar en evidencia.

Con cincuenta estudiantes muertos, la reconstrucción del avión era imprescindible.

Durante las dos últimas semanas los camiones habían transportando los restos del vuelo 228 TransSouth a través de las montañas hasta un hangar alquilado en el aeropuerto de Asheville. Las piezas eran colocadas sobre cuadrículas correspondientes a su posición en el Fokker-100. Aquellas partes que no podían asociarse claramente con alguna sección del avión, eran clasificadas según la posición en la que fueron recuperadas en el lugar del accidente.

Finalmente, cada fragmento sería catalogado y sometido a una serie de pruebas, luego, se ensamblaría alrededor de una estructura de madera y alambre. Con el tiempo, un avión tomaría forma, como un rebobinado a cámara lenta con un millón de fragmentos uniéndose hasta formar un objeto reconocible.

Yo había visitado los lugares donde se realizaba este trabajo en otros accidentes y podía imaginarme perfectamente lo pesado que era. En este caso, el proceso se desarrollaría más rápidamente ya que el TransSouth Air 228 no se había estrellado contra el suelo. El avión se había partido en dos en el aire y caído a tierra en grandes trozos.

Pero yo no lo vería. Estaba exiliada. Mi rostro debió reflejar mi abatimiento.

– Puedo postergar la reunión. -Ryan apoyó una mano sobre mi hombro. -Estoy bien.

– ¿Qué piensas hacer esta tarde?

– Voy a sentarme aquí y acabar mi almuerzo con Boyd. Luego cogeré el coche e iré al pueblo a comprar comida para perros, cuchillas de afeitar y champú. -¿Estarás bien?

– Tal vez tenga problemas para encontrar cuchillas de doble hoja. Pero las conseguiré.

– Brennan, cuando quieres puedes ser insoportable. -¿Lo ves? Estoy bien. -Me las arreglé para esbozar una sonrisa-. Vete a tu reunión.

Cuando Ryan se marchó, le di a Boyd las últimas patatas. -¿Alguna marca preferida? -pregunté. No me contestó.

Sospechaba que Boyd comería prácticamente cualquier cosa salvo huevos duros.

Estaba metiendo todos los envoltorios dentro de una bolsa cuando Ruby salió corriendo por la puerta y me cogió del brazo.

– ¡Rápido! ¡Venga rápido! -Qué…

Me arrancó del columpio y me metió en la casa. Boyd saltaba a mi alrededor, mordisqueando mis tejanos. No estaba segura de si era la urgencia de Ruby lo que le excitaba de ese modo o su acceso a un territorio prohibido.

Ruby me llevó directamente a la cocina, donde había una tabla de planchar con un par de Levi's extendidos encima. Debajo había un cesto de mimbre, lleno hasta el borde con ropa arrugada. Alrededor de la habitación, varias prendas perfectamente planchadas colgaban de los pomos de los armarios.

Ruby señaló un televisor blanco y negro de doce pulgadas que había sobre un mostrador al otro lado de la tabla de planchar. Una banda en la parte inferior de la pantalla anunciaba últimas noticias. Un locutor hablaba encima de las palabras que atravesaban la pantalla, el rostro sombrío, la voz serena. Aunque la recepción no era buena, no tuve ningún problema en identificar la figura que aparecía encima de su hombro izquierdo.

La habitación pareció retroceder a mi alrededor. Sólo era consciente de la voz y del paisaje nevado.

… una fuente interna ha revelado que la antropóloga ha sido despedida y que se ha abierto una investigación. Aún no se han presentado cargos y se ignora si la investigación del accidente se ha visto comprometida o si la identificación de las víctimas se ha visto afectada. Cuando nos pusimos en contacto con el doctor Larke Tyrell, forense jefe de Carolina del Norte, no hizo ningún comentario. En otras noticias…


– ¿Es usted, verdad?

Ruby me devolvió a la realidad.

– Sí -dije.

Boyd había dejado de correr alrededor de la cocina y estaba oliendo el suelo junto al fregadero. Levantó la cabeza al oír mi voz.

– ¿Qué está diciendo?

Los ojos de Ruby eran del tamaño de un Frisbee.

Algo se rompió en mi interior y me volví hacia ella como un tsunami.

– ¡Es un error! ¡Un jodido error!

Era mi voz, áspera y aguda, aunque yo no había formado conscientemente las palabras.

En la habitación hacía calor, el olor a vapor y a almidón flotaban en el aire. Me volví y corrí hacia la puerta.

Boyd me siguió, las patas arrugaron la alfombra mientras corríamos por el pasillo. Atravesé la puerta y corrí por el prado, el sonido de las campanillas resonaba detrás de mí. Ruby debió de pensar que estaba poseída por el mismísimo Satanás.

Cuando abrí la puerta del coche, Boyd saltó dentro y se instaló en el asiento trasero, asomada la cabeza por la abertura que había entre los dos asientos delanteros. No me sentía con ánimos para detenerle.

Me deslicé detrás del volante, inspiré varias veces, esperando pasar página. Mi pulso se normalizó. Comencé a sentirme culpable por el estallido de ira, pero no podía obligarme a mí misma a volver a la cocina para disculparme.

Boyd escogió ese momento para lamerme la oreja.

Al menos el chow-chow no cuestiona mi integridad, pensé.

– Vamos.

Durante el viaje a Bryson City, contesté varias llamadas del móvil, cada una de un periodista. Después de siete «sin comentarios», apagué el aparato.

Boyd cambió de posición, entre el centro del asiento y la ventanilla trasera izquierda, reaccionaba con el mismo gruñido grave ante coches, peatones y otros animales. Después de un rato cesó de dejar constancia de quién era ante todo el mundo y se dedicó a contemplar plácidamente mientras las vistas y los sonidos de las montañas pasaban velozmente a lo lejos.

Encontré todo lo que necesitaba en el supermercado Ingles en el límite sur del pueblo. Herbal Essence y Gillete Good News para mí, Kibbles N' Bits para Boyd. Incluso me abalancé sobre una caja de helados Milkbone.

Animada por haber encontrado las cuchillas de afeitar decidí dar un paseo.

Aproximadamente a cinco kilómetros más allá del límite de Bryson City, Everett Street se convierte en una carretera panorámica que serpentea a través del Parque Nacional de las Great Smoky Mountains sobre la orilla norte del lago Fontana. Oficialmente la carretera se llama Lakeview Drive. Pero la gente del lugar la llama la Carretera a Ninguna Parte.

En la década de los cuarenta, una carretera asfaltada de dos carriles llevaba desde Bryson City, bordeando los ríos Tuckasegee y Little Tennessee, hasta Deal's Gap, cerca de la frontera con Tennessee. Al darse cuenta de que la creación del lago Fontana inundaría la carretera, la Agencia del Valle del Tennessee prometió construir una nueva carretera en la orilla norte. Los trabajos de construcción se iniciaron en 1943 y finalmente se abrió un túnel de 400 metros de largo. Entonces la construcción se interrumpió, dejando al condado de Swain con una carretera y un túnel a ninguna parte y con la autoestima herida por la insignificancia de su posición en el orden universal de las cosas.

– ¿Quieres dar un paseo?

Boyd mostró su entusiasmo apoyando su hocico sobre mi hombro derecho y lamiéndome la cara. Una cosa que admiraba de él era su naturaleza complaciente.

El paseo fue hermoso, y el túnel, un monumento perfecto a la locura federal. Boyd disfrutó corriendo de un extremo al otro mientras yo permanecía en el medio y lo observaba.

Aunque el paseo me animó, la alegría duró muy poco. Justo después de haber abandonado el parque, el motor hizo un ruido extraño. Cuatro kilómetros antes de llegar al pueblo volvió a hacerlo, lo repitió varias veces y luego se estabilizó en un ruido fuerte y persistente.

Aparqué en el arcén, apagué el motor, apoyé ambos brazos en el volante y dejé caer la frente en ellos, mi fugaz mejoría de ánimo dio paso a una sensación de abatimiento y ansiedad.

¿Se trataba de una simple avería o alguien había estado manipulando el motor?

Boyd apoyó el hocico en mi hombro, indicando que él también creía que era una pregunta inquietante y no totalmente paranoica.

Cuando llevábamos varios minutos en esa posición Boyd gruñó sin levantar la cabeza. Lo ignoré, suponiendo que había visto una ardilla o un Chevy. Entonces se irguió sobre sus patas y ladró tres veces, un sonido impresionante en el interior de un Mazda.

Alcé la vista y vi que un hombre se acercaba a mi coche desde el otro lado de la carretera. Era bajo, tal vez un metro sesenta, con el pelo oscuro peinado hacia atrás. Llevaba un traje negro, perfectamente entallado, pero probablemente nuevo a comienzos de la década de los sesenta.

El hombre se acercó y alzó los nudillos para golpear el cristal de la ventanilla, pero retrocedió ante la presencia de Boyd.

– Tranquilo, fiera.

Pude ver una vieja camioneta aparcada sobre el arcén al otro lado de la carretera con la puerta del conductor abierta. Parecía vacía.

– Veamos lo que este caballero tiene que decirnos.

Bajé el cristal sólo unos centímetros.

– ¿Está enferma, señora?

La voz era rica y sonora y parecía nacer en lo más profundo de lo que permitía su pequeña estatura. El hombre tenía la nariz aguileña y los ojos vivos y oscuros. Me recordó a alguien, aunque no sabía a quién. Por el tono de su ladrido, podría afirmar que Boyd estaba pensando en Calígula.

– Me parece que he roto una varilla.

No tenía ni la más remota idea de lo que significaba eso, pero parecía coherente con el tipo de ruido que hacía el motor.

– ¿Puedo ayudarla?

Boyd gruñó con desconfianza.

– Voy de camino al pueblo. No tendría inconveniente en dejarla en un taller, señora.

Súbita sinapsis. El hombre se parecía y sonaba como un Johnny Cash en miniatura.

– Si hay algún taller mecánico que pueda recomendarme, llamaré antes y pediré una grúa.

– Sí, por supuesto. Hay uno un poco más arriba de la carretera. Tengo el número en la guantera.

Boyd seguía desconfiando.

– Shhh. -Extendí la mano hacia atrás y le acaricié la cabeza.

El hombre cruzó la carretera hacia su camioneta, buscó en el interior y regresó con una hoja de papel amarillo. Levanté el móvil para que lo viese, bajé el cristal unos centímetros más y acepté el papel.

Parecía una copia al carbón de una factura de reparación. La letra era casi ilegible, pero el encabezamiento identificaba el taller como P amp; T Reparación Mecánica e incluía una dirección y un número de teléfono en Bryson City. Intenté descifrar la firma del cliente pero la tinta estaba desteñida.

Cuando encendí el teléfono, la pequeña pantalla me indicó que tenía once llamadas perdidas. Repasé la lista de números pero no reconocí ninguno de ellos. Marqué el número del taller mecánico.

Cuando atendieron la llamada expliqué mi situación y pedí un servicio de grúa.

¿Cómo pensaba pagar?

Con la Visa.

¿Dónde está?

Le di los datos del lugar.

¿Puede conseguir transporte?

Sí.

Venga aquí y deje el coche. Enviarían una grúa en una hora.

Le dije a la voz en el otro extremo que otro conductor me había recomendado su taller y que sería él quien me llevaría hasta allí. Luego leí el número de la factura, esperando que P o T estuviese apuntándolo.

Una vez hecha la llamada, bajé completamente el cristal de la ventanilla, sonreí a Johnny Cash e hice otra llamada. Hablando en voz alta y clara dejé un mensaje para el teniente-detective Ryan, detallándole mi paradero. Luego miré a Boyd. Él miraba al hombre del traje negro.

Cerré la ventanilla, cogí el bolso y las cosas que había comprado.

– ¿Es posible que la situación se ponga peor?

Boyd levantó las cejas pero no dijo nada.

Dejé las bolsas detrás del asiento, me senté en el medio y le dejé a Boyd la ventanilla. Cuando el buen samaritano cerró la puerta, el perro siguió con la cabeza su movimiento hasta la puerta del conductor. En ese momento pasó una camioneta con un par de faros extra en el techo de la cabina y el interés de Boyd cambió de dirección. Cuando intentó levantarse, le obligué a permanecer sentado.

– Es un buen perro, señora.

– Sí.

– Nadie la molestará con ese grandulón cerca.

– Puede llegar a ser terrible cuando me protege.

Viajamos en silencio. Sonó el teléfono. Comprobé el número e ignoré la llamada. Un momento después, mi salvador habló.

– La he visto en la tele, ¿puede ser?

– ¿Me ha visto?

– No me gusta el silencio, así que pongo la tele cuando estoy solo en casa. No le presto mucha atención, sólo miro la pantalla de vez en cuando. Es como tener compañía. -Sonrió, reconociendo que parecía una tontería-. Pero tengo buena memoria para las caras. Es muy útil para mi trabajo.

Señaló en mi dirección. Vi que su mano era gris e increíblemente suave, como si la carne se hubiese estirado y luego contraído con sólo un vago recuerdo de su forma original.

– Estoy seguro de que la he visto hoy. -La mano volvió apoyarse en el volante. Sus ojos de halcón se desviaron de la carretera hacia mí y luego de nuevo al asfalto-. Usted está con la investigación del accidente aéreo.

Sonreí. O no había escuchado la historia o sólo estaba siendo amable.

Tendió la mano hacia mí.

– Me llamo Bowman.

Se la estreché. Un apretón de acero.

– Temperance Brennan.

– Es un nombre poderoso, jovencita.

– Gracias.

– ¿Es usted antibar?

– ¿Cómo dice?

– Me encuentro entre los que consideran que el alcohol es la causa principal del crimen, la pobreza y la violencia en esta gran nación. El licor fermentado es la mayor amenaza para el núcleo familiar jamás sembrada por Lucifer.

Pronunció «nucular».

De pronto el nombre de Bowman se iluminó en mi cabeza.

– ¿Es usted Luke Bowman?

– Así es.

– ¿El reverendo Luke Bowman?

– ¿Ha oído hablar de mí?

– Me alojo en casa de Ruby McCready en High Ridge House.

Era un dato irrelevante pero parecía seguro.

– La hermana McCready no forma parte de mi rebaño pero es una buena mujer. Lleva una buena casa cristiana.

– ¿Existe un señor McCready?

Había sentido curiosidad por ese detalle pero nunca lo había preguntado.

Ahora los ojos permanecieron fijos en la carretera. Pasaron varios segundos. Pensé que no me contestaría.

– Dejaré esa pregunta sin respuesta, señora. Es mejor dejar que la hermana McCready le cuente la historia como considere adecuado.

¿Ruby tenía una historia?

– ¿Cuál es el nombre de su iglesia?

– La Casa de Dios de la Eterna Luz Sagrada Pentecostal.

La región al sur de los Apalaches es la sede de una secta cristiana fundamentalista conocida como la Iglesia de Dios con Seguidores de los Signos o la Iglesia de la Santidad. Inspirada en pasajes bíblicos, sus partidarios buscan el poder del Espíritu Santo arrepintiéndose de sus pecados y llevando vidas devotas. Sólo entonces puede uno ser ungido y, por lo tanto, ser capaz de seguir los signos. Estos signos incluyen un lenguaje propio, echar fuera a los demonios, curar a los enfermos, manipular serpientes e ingerir sustancias tóxicas.

En las zonas más pobladas, los predicadores establecen congregaciones con carácter permanente. En otros lugares trabajan en un circuito. Los servicios duran horas y la atracción principal suele ser la ingestión de estricnina y la manipulación de serpientes venenosas. Todos los años alguien muere.

La mano deformada adquirió sentido. A Bowman le habían mordido las serpientes más de una vez.

Bowman giró a la izquierda un par de manzanas más allá del supermercado donde yo había hecho las compras, luego hacia la derecha en una calle lateral. El taller de P amp; T estaba situado entre un par de tiendas que ofrecían colocación de cristales y reparación de pequeños aparatos eléctricos. El reverendo frenó y apagó el motor.

El taller era un rectángulo con los lados pintados de azul aluminio y una oficina en un extremo. A través de la puerta abierta vi una caja registradora, un mostrador y un trío de cabezas con gorras.

En el otro extremo del edificio había una zona de trabajo donde una vieja camioneta Chevy estaba colocada sobre un gato hidráulico con las puertas abiertas. Parecía que el coche iba a despegar en cualquier momento.

Un viejo Pinto y dos furgonetas estaban aparcadas fuera de la oficina. No vi ninguna grúa.

Cuando Bowman bajó del coche, Boyd comenzó lo que yo sabía que no era un gruñido provocado por el Pinto. Seguí su mirada y descubrí un perro negro y marrón detrás de la puerta de la oficina. El gruñido se hizo más profundo.

Maldita sea. ¿Por qué no había traído la correa?

Aferré con fuerza el collar de Boyd, abrí la puerta y ambos bajamos del coche. Bowman se acercó a nosotros con un trozo de cuerda.

– Tenga esto -dijo- Flush tiene malas pulgas.

Le di las gracias y até la cuerda al collar de Boyd. Él no apartaba la vista del otro perro.

– Puedo quedarme con el perro mientras usted habla con el mecánico.

Miré a Boyd. Él miraba fijamente a Flush, pensando en el filete que tenía al lado.

– Gracias. Es una buena idea.

Atravesé el taller y entré en la oficina evitando a Flush. Movió una oreja pero no levantó la vista. Tal vez los pitbull son tranquilos porque saben que pueden matar a cualquiera que les provoque. Esperaba que Boyd se quedase tranquilo y a una distancia prudencial.

La oficina exhibía los típicos detalles de buen gusto que uno puede apreciar en todos los talleres mecánicos. Un calendario con una foto del Gran Cañón. Una máquina de tabaco. Una caja de vidrio con linternas, mapas y una variada selección de artículos para el automóvil. Tres sillas de cocina. Un pitbull.

Un par de tíos ocupaban dos de las sillas. En la tercera estaba sentado un hombre de mediana edad con un mono de trabajo manchado de grasa. Los hombres dejaron de hablar cuando entré, pero ninguno se levantó del asiento.

Imaginé que el más joven de ellos era P o T, me presenté y pregunté por la grúa.

Me contestó que estaba de camino y que regresaría en unos veinte minutos. Le echaría un vistazo a mi coche tan pronto como acabase con el Chevy.

¿Cuánto tiempo le llevaría?

No podía decirlo pero me ofreció la silla si quería esperar.

El aire en la oficina estaba saturado de olores. Gasolina, aceite, humo de cigarrillos, tíos, perro. Opté por esperar fuera.

Me reuní nuevamente con Luke Bowman, le agradecí su amabilidad y recuperé mi perro. Boyd tiraba de la cuerda, cada fibra de su cuerpo concentrada en el pitbull. Flush estaba dormido o bien se hacía el muerto, esperando que el chow-chow decidiera acercarse.

– ¿Estará bien si se queda sola?

– El coche llegará en cualquier momento. Y hay un detective de camino. Si la reparación lleva tiempo, él me llevará de regreso a High Ridge House. Pero gracias otra vez. Ha sido mi salvador.

El teléfono volvió a sonar. Comprobé el número e ignoré la llamada. Bowman me observaba. Parecía no querer irse.

– La hermana McCready aloja en su casa a unos cuantos tíos encargados de la investigación del accidente, ¿verdad?

– Algunos se hospedan allí.

– Ese accidente es un asunto muy feo.

Se rascó la nariz y sacudió la cabeza.

No dije nada.

– ¿Tienen alguna idea de qué fue lo que hizo que el avión se cayera?

Bowman debió advertir algo en la expresión de mi rostro.

– Usted no escuchó mi nombre de Ruby McCready, ¿verdad, señorita Temperance?

– Salió en una de nuestras reuniones.

– Señor Dios Todopoderoso.

Los ojos oscuros parecieron volverse más oscuros por un instante. Luego bajó la barbilla, volvió a levantarla y se hizo un ligero masaje en las sienes.

– He pecado y mi Salvador quiere que confiese.

Oh, no.

Cuando Bowman volvió a mirarme, sus ojos estaban húmedos. Su voz se quebró cuando pronunció la siguiente sentencia.

– Y el Dios Nuestro Señor la ha enviado para que sea testigo.

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