Al abrir los ojos, lo primero que vi fue una hoja de papel debajo de la alfombra.
El reloj marcaba las siete y veinte.
Bajé de la cama, recogí el papel y examiné su contenido. Era un fax con una lista de seis nombres.
Temblando, todavía en ropa interior, comprobé el encabezamiento: Remitente: Oficina del Fiscal General, Estado de Delaware. Destinatario: Agente especial Byron McMahon. Asunto: H amp;F, LLP.
Era la lista de los integrantes de H amp;F. Seguramente McMahon olvidó mencionarlo la noche anterior y deslizó la nota por debajo de la puerta. Leí los nombres. Ninguno me dijo nada.
Sin dejar de tiritar guardé el fax en el bolsillo exterior de la bolsa del ordenador, corrí de puntillas hasta el cuarto de baño y me metí bajo el chorro de la ducha. Al buscar el champú sufrí la primera derrota del día.
¡Maldita sea! Había dejado la bolsa con la compra del supermercado en la camioneta de Luke Bowman.
Llené con agua la botella de champú casi vacía y me lavé la cabeza con un pobre baño de espuma. Después de secarme el pelo y maquillarme, me puse unos pantalones caqui y una blusa blanca de algodón, luego estudié la imagen que reflejaba el espejo.
La mujer del espejo tenía un aspecto suficientemente recatado pero tal vez demasiado informal. Añadí una chaqueta de punto, abotonada hasta el cuello según las instrucciones de Katy. No quería parecer una turista.
Volví a mirarme al espejo. Elegante pero profesional. Bajé rápidamente la escalera.
Demasiado tensa para desayunar, bebí una taza de café, llené el plato de Boyd con los últimos restos de comida que quedaban en la bolsa y cogí mi bolso. Acababa de cruzar la puerta principal cuando me paré en seco.
No tenía coche.
Estaba de pie en el porche de la casa, aunque mi aspecto era bastante bueno, el pánico empezaba a apoderarse de mí, cuando la puerta se abrió de par en par y salió un chico de unos diecisiete años. Llevaba el pelo teñido de azul y rasurado a los lados, dejando una franja que se extendía desde la frente hasta la nuca. La nariz, cejas y lóbulos llevaban más adornos metálicos que una tienda de Harley.
Sin ni siquiera mirarme, el chico bajó el corto tramo de escalera y desapareció al otro lado de la casa.
Segundos más tarde apareció Ryan, soplando el humo que salía de una taza de café.
– ¿Qué hay, cielo?
– ¿Quién coño era ese chico?
– ¿El niño de los clavos? -Probó el café con cuidado-. El sobrino de Ruby, Eli.
– Un aspecto muy agradable. Ryan, detesto hacerlo, pero tengo que encontrarme con Tyrell dentro de veinte minutos y acabo de recordar que no tengo coche.
Metió la mano en el bolsillo y me lanzó sus llaves.
– Puedes llevarte el mío. Yo iré con McMahon.
– ¿Estás seguro?
– Tú no figuras en el contrato de alquiler. Intenta que no te arresten.
En el pasado, los centros de asistencia familiar se establecían en las proximidades del lugar del accidente a fin de facilitar la transferencia de información. Esta práctica fue abandonada, sin embargo, cuando los psicólogos comenzaron a darse cuenta del impacto emocional que significaba para los familiares de las víctimas permanecer tan cerca de la escena de la tragedia.
El Centro de Asistencia Familiar para el vuelo 228 del TransSouth Air se encontraba en el Sleep Inn, en Bryson City. Diez habitaciones habían sido convertidas en otras tantas oficinas reemplazando camas y armarios con escritorios, sillas, teléfonos y ordenadores portátiles. Era allí donde se habían recogido los datos de las víctimas, celebrado las reuniones y era donde las familias habían sido informadas de las identificaciones.
Todo ese proceso ya había concluido. Con la excepción de un par de habitaciones individuales, las que hacía unos días habían estado llenas de parientes rotos por el dolor, personal del NTSB, investigadores del departamento del forense y representantes de la Cruz Roja, habían recuperado su función original.
La seguridad tampoco era la de antes. Al llegar al aparcamiento me sorprendió ver a los periodistas hablando y bebiendo café, evidentemente estaban esperando alguna nueva noticia.
Estaba tan concentrada en llegar a tiempo a mi cita con Tyrell que no se me pasó por la cabeza que la noticia era yo. Entonces uno de ellos me enfocó con su minicámara. -Allí está.
Otras cámaras se unieron a la primera. Aparecieron micrófonos y los objetivos sonaron como la grava en una moledora de cemento.
– ¿Por qué movió los restos?
– ¿Manipuló sin autorización los paquetes de las víctimas del desastre?
– Doctora Brennan…
– ¿Es verdad que han desaparecido pruebas de casos investigados por usted? -Doctora…
Las luces de los flashes estallaban en mi cara. Los micrófonos me rozaban la barbilla, la cabeza, el pecho. Los cuerpos se apretaban contra mí, se movían conmigo, como si fuese un alga marina que se enredase en brazos y piernas.
Mantuve la mirada recta, sin reconocer a nadie. El corazón me retumbaba en el pecho mientras luchaba por abrirme paso, un nadador haciendo un último esfuerzo por llegar a la playa. La distancia que me separaba del motel parecía un océano insuperable.
Entonces sentí una mano fuerte que me cogía del brazo y un momento más tarde me encontraba en el vestíbulo. Un policía estatal cerró las puertas acristaladas mientras observaba a la multitud que había quedado fuera. -¿Está bien, señora?
No respondí porque no confiaba en mi voz. -Por aquí, por favor.
Le seguí hasta un grupo de ascensores. El policía esperó con las manos cruzadas y los pies separados mientras subíamos. Mis pies parecían de mantequilla, trataba de ordenar las ideas.
– ¿Cómo se enteró la prensa de esto? -pregunté.
– No sabría decírselo, señora.
En el segundo piso, el policía se dirigió a la habitación 201 y apoyó los hombros contra la pared que había junto a la puerta.
– No está cerrada.
Clavó los ojos en algo que no era yo.
Respiré un par de veces para relajarme, hice girar el pomo y entré en la habitación.
Detrás de un escritorio situado en el otro extremo de la habitación estaba sentado el vicegobernador de Carolina del Norte. De los cien mil millones de pensamientos que en ese momento pasaron volando por mi cabeza, sólo recuerdo uno: el color de Parker Davenport había mejorado desde el día del accidente.
A la izquierda del vicegobernador estaba sentado el doctor Larke Tyrell, y Earl Bliss a su derecha. El forense me miró y asintió con la cabeza. Los ojos del jefe del DMORT evitaron los míos.
– Doctora Brennan, tome asiento, por favor.
El vicegobernador señaló un sillón colocado justo delante de su escritorio.
Cuando me senté, Davenport se apoyó en el respaldo de su sillón y encajó los pulgares en el chaleco. La vista que podía contemplarse detrás de él era realmente espectacular, una postal de las Smoky Mountains en explosivos colores otoñales. Al entornar los ojos por la claridad que entraba a través del amplio ventanal, reconocí de inmediato mi desventaja. Si Tyrell hubiese estado a cargo de aquella reunión, yo hubiese sabido que la disposición de los asientos era una estrategia. No estaba segura de que Davenport fuese tan listo.
– ¿Quiere una taza de café? -preguntó Davenport.
– No, gracias.
Mirando a Davenport me resultaba difícil imaginar cómo había durado tanto tiempo en la función pública. No era ni alto ni bajo, ni oscuro ni claro, ni suave ni brusco. El pelo y los ojos eran de un marrón indefinido, su forma de hablar llana y sin ninguna elocuencia. En un sistema que elige a sus líderes basándose en el aspecto y la elocuencia, Davenport era claramente un perdedor. En resumen, el hombre era insignificante. Pero tal vez fuese ésa su principal virtud. La gente votaba por Davenport y luego se olvidaba de él.
El vicegobernador desenganchó los pulgares del chaleco, se examinó las palmas de las manos y luego me miró.
– Doctora Brennan, se han presentado algunas alegaciones muy serias que debo considerar.
– Me alegra que nos hayamos reunido para aclarar todo este asunto.
– Sí.
Davenport se inclinó sobre el escritorio y abrió una carpeta. A su izquierda había una cinta de vídeo. Nadie habló mientras seleccionaba un documento y lo examinaba.
– Vayamos al quid de la cuestión.
– De acuerdo.
– ¿Entró usted en el lugar del accidente de TransSouth Air el cuatro de octubre antes de la llegada del NTSB o de los oficiales del forense?
– Puesto que me encontraba en la zona, Earl Bliss me pidió que me acercase al lugar del accidente.
Miré al jefe del DMORT. Sus ojos seguían clavados en las manos que descansaban sobre su regazo.
– ¿Tenía usted órdenes oficiales para ir allí?
– No, señor, pero…
– ¿Se identificó usted falsamente como un oficial representante del NDMS?
– No, no lo hice.
Davenport comprobó otro de los documentos.
– ¿Interfirió usted a las autoridades locales en los esfuerzos de búsqueda y recuperación?
– ¡Por supuesto que no!
Sentí que una ola de calor me invadía el cuello y subía hasta mis mejillas.
– ¿Ordenó usted al ayudante Anthony Skinner que le quitase la cubierta protectora a una de las víctimas del accidente, sabiendo que existía el riesgo de que sufriese la acción de animales carroñeros?
– Es el procedimiento habitual.
Me volví hacia Earl y Luke. Ninguno de los dos me miraba. Mantén la calma, me dije.
– Se ha alegado que usted rompió el «procedimiento» -Davenport enfatizó la palabra- quitando unos restos antes de que fuesen debidamente anotados.
– Ése fue un caso especial que requería una acción inmediata. Fue una decisión de sentido común, y así se lo expliqué al doctor Tyrell.
Davenport se inclinó aún más hacia adelante y endureció el tono de su voz.
– ¿Robar esos restos también?
– ¿Qué?
– El caso al que nos estamos refiriendo ya no está en el depósito.
– No sé absolutamente nada de eso.
Davenport entrecerró los insulsos ojos marrones.
– ¿De verdad?
Davenport cogió la cinta, fue hasta un aparato de vídeo y la introdujo en la ranura. Cuando pulsó «play», una escena gris y espectral llenó la pantalla y supe al instante que estaba viendo una cinta de vigilancia. Reconocí la carretera y la entrada al aparcamiento del depósito.
Unos segundos más tarde apareció mi coche. Un guardia me hizo señas para que me alejara. Apareció Primrose, habló con el guardia, siguió hasta mi coche y me entregó una bolsa. Intercambiamos unas pocas palabras, luego me dio unas palmadas en el hombro y yo me marché.
Davenport pulsó «stop» y rebobinó la cinta. Cuando regresó a su silla yo miré a los otros dos hombres. Ambos me estudiaban con rostros inescrutables.
– Permítame que resuma la situación -dijo Davenport-. Tras esa cadena de acontecimientos sumamente irregulares, el espécimen en cuestión, el espécimen que usted afirma haberle arrebatado a los coyotes, ha desaparecido.
– ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
Davenport cogió otro de los papeles que guardaba en la carpeta.
– El domingo por la mañana, una procesadora de datos llamada Primrose Hobbs retiró una pieza de tejido humano fragmentado que llevaba el número 387 de un camión frigorífico que contenía casos en proceso de examen. Luego se dirigió a la sección de admisiones y retiró el PVD asociado a esos restos. Más tarde, esa misma mañana, la señorita Hobbs fue vista mientras le entregaba ese paquete en el aparcamiento del depósito. Esa transacción quedó debidamente grabada y registrada y acabamos de verla.
Davenport me taladró con la mirada.
– Esos restos y ese paquete han desaparecido, doctora Brennan, y creemos que están en su poder.
– Yo le sugeriría enérgicamente que hablase con la señorita Hobbs. -Dije eso con toda la frialdad de la que era capaz.
– Ése fue, como debe usted suponer, nuestro primer movimiento. Lamentablemente, la señorita Hobbs no se ha presentado a trabajar esta semana.
– ¿Dónde está?
– No lo sabemos.
– ¿Se marchó del hotel?
– Doctora Brennan, me hago cargo de que usted es una antropóloga forense de fama internacional. Sé que ha trabajado con el doctor Tyrell en el pasado, así como con investigadores de todo el mundo. Me han dicho que sus credenciales son intachables. Todo eso contribuye a que su comportamiento en este asunto sea aún más desconcertante.
Davenport se volvió hacia sus acompañantes como si buscase apoyo.
– Ignoramos por qué razón se ha obsesionado con este caso, pero es obvio que su interés ha ido mucho más allá de lo que podríamos considerar profesional o ético.
– No he hecho nada ilegal.
Earl habló por primera vez.
– Tal vez tus intenciones sean buenas, Tempe, pero retirar sin autorización los restos de una víctima demuestra muy poco criterio.
Bajó la mirada y quitó una partícula inexistente de sus pantalones.
– Y es un delito -añadió Davenport.
Me dirigí al jefe del DMORT.
– Earl, tú me conoces. Sabes que yo jamás haría eso.
Antes de que Earl pudiese contestar, Davenport cambió el papel que tenía en la mano por un sobre marrón y sacó dos fotografías de su interior. Echó un vistazo a la más grande, la dejó sobre el escritorio y luego la empujó hacia mí con un dedo.
Por un momento pensé que se trataba de una broma.
– ¿Es usted, doctora Brennan, verdad?
Ryan y yo estábamos comiendo frankfurts delante de la estación de ferrocarril de las Great Smoky Mountains.
– Y el teniente detective Andrew Ryan de Quebec.
Lo pronunció «quibec».
– ¿Qué relevancia tiene esto, señor Davenport?
Aunque me ardía la cara, mi voz era helada.
– ¿Cuál es exactamente la relación que usted mantiene con este hombre?
– El detective Ryan y yo hemos trabajado juntos durante años.
– Pero, ¿me equivoco al afirmar que esa relación va más allá del ámbito estrictamente profesional?
– No tengo intención de responder absolutamente ninguna pregunta relacionada con mi vida privada.
– Comprendo.
Davenport empujó la segunda fotografía a través del escritorio.
Estaba demasiado sorprendida para poder hablar.
– Veo por su reacción que conoce al caballero que aparece en la fotografía junto al detective Ryan.
– Jean Bertrand era el compañero de Ryan. -Una corriente eléctrica atravesaba cada una de las células de mi cuerpo.
– ¿Sabía usted que este sujeto Bertrand está siendo investigado en relación al accidente de la TransSouth Air?
– ¿Adonde quiere ir a parar con todo esto?
– Doctora Brennan, yo no tendría que decirle esto. Su… – simuló no encontrar la palabra adecuada- colega está vinculado a uno de los principales sospechosos. Usted misma ha actuado… -nuevamente la cuidadosa búsqueda del término preciso- irregularmente.
– No he hecho nada ilegal -repetí.
Davenport ladeó la cabeza e hizo un movimiento con la boca, un gesto que no era una sonrisa y tampoco una mueca. Luego suspiró, indicando la pesada carga que este asunto significaba para todos nosotros.
– Tal vez, como ha sugerido el señor Bliss, su único delito haya sido un error de juicio. Pero en las tragedias de esta naturaleza, con tanta atención de los medios de comunicación y tantas familias destrozadas, es de suma importancia que todos los implicados eviten incluso la apariencia de deshonestidad.
Esperé. Davenport comenzó a reunir los papeles.
– Hemos enviado informes de mala conducta sospechosa al Sistema Médico para Desastres Nacionales, la Junta Americana de Antropología Forense y el Comité de Ética de la Academia Americana de Ciencias Forenses. El decano de su universidad también será debidamente informado.
Un frío helado me recorrió el cuerpo.
– ¿Acaso soy sospechosa de haber cometido un delito?
– Debemos considerar todas las posibilidades, cuidadosa e imparcialmente.
En ese momento algo estalló dentro de mí. Me puse de pie con los puños cerrados, sintiendo que las uñas se me clavaban en las palmas de las manos.
– En esta reunión no hay absolutamente nada que sea imparcial, señor Davenport, y usted no tiene ninguna intención de tratarme con justicia, a mí o al detective Ryan. Aquí pasa algo que está mal, muy mal, y me han elegido como una especie de chivo expiatorio.
Las lágrimas me quemaban el interior de los párpados. Es la luz que entra por la ventana, me dije. ¡Ni se te ocurra llorar!
– ¿Quién ha convertido esta reunión en un circo publicitario?
Las mejillas de Davenport se sonrojaron, pareciendo extrañamente fuera de lugar en su tez blanda e insulsa.
– No tengo ni idea de cómo ha podido enterarse la prensa de esta reunión. La filtración no ha salido de mi oficina.
– ¿Y la fotografía de vigilancia? ¿De dónde ha salido esa orden?
Davenport no contestó. En la habitación se hizo un silencio sepulcral.
Abrí las manos y respiré profundamente. Luego empalé a Davenport con la mirada.
– Hago mi trabajo escrupulosamente y éticamente, me preocupo tanto por los muertos cuanto por los vivos, vicegobernador Davenport -no alteré el tono de mi voz-, no acostumbro desviarme del procedimiento. El doctor Tyrell lo sabe y el señor Bliss también lo sabe.
Mis ojos buscaron a Larke, pero apartó la mirada. La atención de Earl continuaba concentrada en sus pantalones. Me volví hacia Davenport.
– No sé qué es lo que está pasando o por qué está pasando, pero lo descubriré.
Le señalé con un dedo para enfatizar cada palabra.
– Yo. Lo descubriré.
Después me di la vuelta y salí de la habitación, cerrando suavemente la puerta a mi espalda. El policía me acompañó por el corredor, bajó conmigo en el ascensor y juntos atravesamos el vestíbulo del motel.
En el aparcamiento se produjo una repetición de mi llegada. Aunque mi escolta defendía uno de los flancos, me abordaban por todos los demás. Las cámaras rodaban, los micrófonos oscilaban a centímetros de mi cara y los flashes estallaban por todas partes. Me acribillaban a preguntas. Empujando hacia adelante, con la cabeza gacha y los brazos apretados contra el pecho, me sentía más atrapada que ante la manada de coyotes.
Al llegar al coche de Ryan, el policía contuvo el asalto extendiendo ambos brazos mientras yo abría la puerta. Luego empujó a la multitud hacia atrás y yo pude salir del aparcamiento y enfilar la carretera.
Mientras conducía, el calor abandonó lentamente mi rostro y mi pulso se normalizó, pero en mi cerebro bullían un millón de preguntas. ¿Cuánto tiempo había estado bajo vigilancia? ¿Podía eso explicar el registro de mi habitación? ¿Hasta dónde pensaban llegar? ¿Por qué?
¿Regresarían?
¿Quiénes eran «ellos»?
¿Dónde diablos estaba ese pie? ¿Alguien realmente lo había robado? Y si así había sido, ¿con qué propósito?
¿Cómo sabían que había desaparecido? ¿Quién quería ese pie el lunes? ¿Por qué?
¿Dónde estaba Primrose Hobbs?
La oficina del vicegobernador del Estado no solía estar incluida en el circuito de investigación del desastre. ¿Por qué mostraba Davenport tanto interés en este asunto?
¿Tendría que enfrentarme realmente a una presentación de cargos criminales? ¿Debería buscar asesoramiento legal?
Estaba completamente absorbida en estas preguntas, conducía de forma automática, veía y reaccionaba a las cosas que me rodeaban, pero no de forma consciente. No sé cuánto tiempo llevaba conduciendo cuando una estridente sirena hizo que mirara hacia atrás por el retrovisor.
Un coche patrulla estaba pegado a mi parachoques trasero con los faros destellando como un cartel de neón.