Capítulo 12

A la mañana siguiente dormí hasta las ocho, alimenté a Boyd y tomé una sobredosis de uno de los desayunos montañeses de Ruby. Mi anfitriona se había encariñado con el perro y la Escritura de aquel día estaba dedicada a los peces del mar, las aves del aire y las cosas que se arrastraban sobre la tierra. Me pregunté si Boyd podía ser considerado como una criatura que se arrastra, pero no dije nada.

Cuando abandoné el comedor Ryan aún no había aparecido. O bien se había marchado muy temprano, tras saquear la cocina, o había pasado de los pasteles calientes, el beicon y el maíz. La noche anterior habíamos regresado del Injun Joe a las once aproximadamente y él había repetido su invitación habitual. Yo le había dejado en el porche delantero, meciéndose solo en el columpio.

Estaba subiendo a Magnolia cuando comenzó a sonar el móvil. Era Primrose que me llamaba desde el depósito.

– Debes haberte levantado con las gallinas.

– ¿Has estado fuera? -preguntó.

– Aún no.

– Hace una mañana preciosa.

– ¿Has recibido el fax?

– Lo he recibido. He estudiado las descripciones y los diagramas y tomado todas las medidas.

– Eres asombrosa, Primrose.

Subí de dos en dos los últimos escalones, corrí a mi habitación y abrí el archivo del caso número 387. Después de tomar nota de las nuevas cifras, comparamos los datos de Primrose con los que yo ya tenía.

– Cada una de tus medidas difiere sólo un milímetro de las mías -dije-. Eres buena.

– No te quepa la menor duda.

Segura de que el error entre los observadores no sería un problema, le agradecí su trabajo y le pregunté cuándo podría conseguir el artículo. Me sugirió que nos encontrásemos en veinte minutos en la entrada del aparcamiento. En su opinión, era mejor que todavía no entrase en el depósito.

Primrose debía de estar controlando el lugar, ya que, tan pronto como dejé la carretera, apareció por la puerta trasera del depósito y comenzó a atravesar el aparcamiento, el bastón en una mano y una bolsa de plástico en la otra.

Entretanto, el guardia se acercó a mi coche, leyó la matrícula y comprobó el número en su lista. Luego negó con la cabeza, levantó la mano en un gesto de prohibido el paso y con la otra me hizo señas para que diese media vuelta y me largara. Primrose se acercó al hombre e intercambió con él unas palabras.

El guardia continuó señalando y negando con la cabeza. Primrose se inclinó más y le dijo algo, una mujer negra mayor a un hombre blanco joven. El guardia puso los ojos en blanco, cruzó los brazos delante del pecho y la observó mientras Primrose continuaba hacia mi coche, un general de cinco estrellas con botas, mono de trabajo y un moño de abuela.

Apoyándose en el bastón, me alcanzó la bolsa a través de la ventanilla de mi lado. Su rostro permaneció serio durante un momento, luego una sonrisa le iluminó los ojos y me dio unas palmadas en el hombro.

– No permitas que este problema te quite el sueño, Tempe. Tú no has hecho ninguna de esas cosas y pronto se darán cuenta.

– Gracias, Primrose. Tienes razón, pero es duro.

– Por supuesto que lo es. Pero estoy contigo.

Su voz era tan sedante como uno de los conciertos de Brandeburgo.

– Mientras tanto, tómatelo con calma, maldita sea.

Luego se volvió y echó a andar hacia el depósito.

Muy pocas veces había oído maldecir a Primrose Hobbs.

Cuando volví a mi habitación, saqué el artículo enviado por fax, busqué el Cuadro IV, comparé las medidas e hice los cálculos matemáticos correspondientes.

El pie se incluía dentro de la clasificación indio norteamericano.

Volví a hacer los cálculos empleando una segunda función. Aunque más próximo al grupo de afroamericanos, el pie seguía incluido en el de los indios norteamericanos.

George Adair era blanco, Jeremiah Mitchell era negro. Eso en cuanto al pescador perdido y al hombre que le había pedido prestada el hacha a su vecino.

A menos que hubiese regresado a la reserva, Daniel Wahnetah parecía la opción más segura.

Comprobé la hora. Las once menos cuarto. Bastante tarde.

La sheriff no estaba en su oficina. No. No la llamarían a su casa. No. No estaban autorizados a dar el número de su busca.

¿Se trataba de una emergencia? Le darían el mensaje de que yo había llamado.

Maldita sea. ¿Por qué no le había pedido a Crowe el número de su busca?

Durante las dos horas siguientes me entregué a una serie de actividades irrelevantes, más dirigidas a aliviar la tensión que a alcanzar un objetivo concreto. Los conductistas lo llaman desplazamiento.

Después de una sesión de lavandería que incluyó lavar las bragas en el lavamanos del cuarto de baño, clasifiqué y organicé el contenido de mi maletín, borré los archivos temporales de mi ordenador portátil, controlé los movimientos del talonario de cheques y dispuse de otro modo la colección de animales de cristal de Ruby. Luego llamé a mi hija, a mi hermana y a mi ex marido.

Pete no contestó y supuse que aún no había regresado de su viaje a Indiana. Katy tampoco contestó y preferí no hacer ninguna suposición. Harry me tuvo al teléfono cuarenta minutos. Estaba dejando su actual trabajo, tenía problemas con la dentadura y estaba saliendo con un hombre de Dentón llamado Alvin. ¿O acaso era Dentón de Alvin?

Estaba probando las opciones de mi teléfono cuando desde el patio me llegó un extraño aullido, como el de un sabueso en una película de Bela Lugosi. Miré hacia abajo a través de la persiana y vi a Boyd sentado en mitad de su improvisada perrera, la cabeza echada hacia atrás, un aullido surgía de su garganta. -Boyd.

Dejó de aullar y miró a su alrededor. A lo lejos, en las montañas, se oyó una sirena.

– Estoy aquí arriba.

El perro levantó la cabeza y la lengua púrpura quedó colgando fuera de la boca.

– Mira hacia arriba, hombre.

Cabeza inclinada.

– ¡Arriba!

Di unas palmadas.

El chow-chow giró, corrió hasta el extremo de la perrera, se sentó y reanudó su serenata a la ambulancia.

Lo primero que llama la atención en Boyd es su cabeza desproporcionadamente grande. Pero cada vez es más evidente que la capacidad craneal del perro no guarda ninguna relación con el tamaño de su intelecto.

Cogí la cazadora y la correa y abandoné la habitación.

La temperatura aún era cálida y agradable, pero el cielo comenzaba a llenarse lentamente de nubes oscuras. El viento batía mi cazadora y las hojas y la pinaza se arremolinaban en el camino de grava.

En esta ocasión subimos primero colina arriba, Boyd abría la marcha, jadeando y tosiendo debido a la presión que ejercía el collar sobre el cuello. Corría de un árbol a otro, olisqueaba la tierra y despedía pequeños chorros de orín, mientras yo contemplaba el valle que se extendía a mis pies, cada uno disfrutaba del paisaje de la montaña a su manera.

Habíamos recorrido aproximadamente un kilómetro cuando Boyd se quedó inmóvil y alzó la cabeza como si tuviese un muelle en el cuello. La piel se le erizó a lo largo del lomo, entreabrió la boca y un gruñido sordo surgió desde el fondo de la garganta, un sonido completamente diferente a la exhibición anterior de la sirena.

– ¿Qué pasa?

Ignoró mi pregunta, y liberándose de la correa se lanzó hacia los árboles.

– ¡Boyd!

Di un puntapié en el suelo y me froté la dolorida palma de la mano.

– ¡Mierda!

Podía oírle moviéndose entre los árboles, ladrando como si estuviese en una misión de vigilancia.

– ¡Boyd, vuelve aquí!

Los ladridos continuaron.

Maldiciendo al menos a una de las criaturas que se arrastran, abandoné el camino y seguí el rastro de los ladridos. Lo encontré a unos diez metros, corría de un lado a otro, ladrándole a la base de un roble blanco. – ¡Boyd!

Continuó corriendo, ladrando y gruñendo junto al roble. – ¡BOYD!

Se paró en seco y me miró.

Los perros poseen una musculatura facial fija, que hace imposible cualquier expresión. No pueden sonreír, fruncir el ceño o hacer muecas. Sin embargo, las cejas de Boyd hicieron un movimiento que expresaba claramente su incredulidad.

¿Estás loca?

– ¡Boyd, siéntate!

Lo señalé con un dedo y lo mantuve inmóvil

Miró el árbol, luego a mí y se sentó. Sin bajar el dedo, me acerqué a él y cogí la correa.

– Venga hombre, estás loco -dije, palmeándole la cabeza y luego tirando de él para regresar al camino.

Boyd se giró y ladró en dirección al roble, luego se volvió y movió nuevamente las cejas.

– ¿Qué ocurre?

«Rrrrup. Rup. Rup.»

– De acuerdo. Vamos a ver de qué se trata.

Aflojé un poco la correa y me arrastró hacia el árbol. A pocos pasos del tronco comenzó a ladrar y girar alrededor del roble con los ojos brillantes por la excitación. Aparté la vegetación con la bota.

Una ardilla muerta yacía entre los cardos, con las órbitas vacías, el tejido marrón cubría sus huesos como una mortaja de cuero oscura.

Miré al perro.

– ¿Es esto lo que te ha puesto como una fiera?

Saltó sobre las patas delanteras, alzando el cuarto trasero, luego dio dos pequeños saltos hacia atrás.

– Está muerta, Boyd.

Inclinó la cabeza y movió ambas cejas.

– Venga, vamos, sabueso.

El resto del paseo transcurrió sin incidentes. Boyd no encontró más cadáveres y nuestro promedio fue mucho mejor colina abajo. Al coger la última curva me sorprendió ver un coche patrulla aparcado bajo los árboles en High Ridge House, el escudo del Departamento del Sheriff del Condado de Swain se veía claramente en el lateral.

Lucy Crowe estaba en la escalera del porche delantero, con una botella de Dr. Pepper en una mano y el sombrero de las Smoky en la otra. Boyd se dirigió directamente a ella, meneando la cola, la lengua le colgaba como si fuese una anguila púrpura. La sheriff apoyó el sombrero en la barandilla y acarició el pelo del perro. Boyd olisqueó y le lamió la mano, luego se echó en el porche con el hocico apoyado en las patas delanteras y cerró los ojos. Boyd el Aniquilador.

– Bonito perro -dijo Crowe, secándose la mano en las posaderas.

– Lo tengo a mi cargo durante algunos días.

– Los perros son una buena compañía.

– Hum.

Era evidente que nunca había estado con Boyd.

– Estuve hablando con la familia Wahnetah. Daniel aún no ha aparecido.

Esperé mientras bebía un poco de su refresco.

– Dicen que medía casi un metro ochenta.

– ¿Se quejaba de dolores en los pies?

– Aparentemente nunca se quejaba de nada. Tampoco hablaba mucho, le gustaba estar solo e ir a su aire. Pero hay un detalle interesante. Uno de los lugares de acampada de Daniel estaba en Running Goat Branch.

– ¿Dónde está Running Goat Branch?

– A tiro de piedra de su recinto amurallado.

– Es una broma.

– No lo es.

– ¿Estaba allí cuando desapareció?

– La familia no estaba segura, pero fue el primer lugar donde buscaron.

– Yo también tengo un detalle interesante -dije, cada vez más excitada.

Le hablé de la clasificación de función discriminativa que colocaba los huesos del pie encontrado próximos a los indios norteamericanos.

– ¿Puede conseguir ahora esa orden de registro? -pregunté.

– ¿Basada en qué?

Señalé las razones alzando los dedos.

– Un indio norteamericano desapareció en su condado. Tengo en mi poder un pie que coincide con ese perfil. Esa parte del cuerpo fue recuperada en una zona muy próxima a un lugar frecuentado por su desaparecido.

Ella arqueó una ceja y luego realizó su propia operación con los dedos.

– Una parte de un cuerpo que podría estar relacionada o no con un desastre aéreo. Un viejo que podría estar muerto o no. Una propiedad que podría o no estar relacionada con cualquiera de esas situaciones.

Y la corazonada de una antropóloga que podría o no ser la semilla del diablo. No lo dije.

– Al menos podemos ir a ese lugar de acampada y echar un vistazo -dije.

Ella lo pensó un momento y luego miró su reloj.

– Eso sí puedo hacerlo.

– Déme cinco minutos.

Hice un gesto hacia Boyd.

Ella asintió.

– Ven.

Alzó la cabeza y movió las cejas.

Un destello en mi mente. La ardilla muerta. Mi trabajo me vuelve especialmente sensible al hedor de la putrefacción, y sin embargo no había sido capaz de detectar un rastro. Boyd había salido disparado diez metros antes de haber llegado donde se encontraba la ardilla.

– ¿Podríamos llevar al perro? -pregunté-. No está entrenado para encontrar cadáveres, pero es muy bueno descubriendo carroña.

– Irá en el asiento de atrás.

Abrí la puerta y lo llamé con un silbido. Boyd se lanzó dentro del coche.

Habían pasado once días desde que el avión de la Trans-South Air había explotado en el aire y había caído en las montañas de Carolina del Norte. Todos los restos habían sido trasladados al depósito y lo que quedaba del avión se estaba transportando montaña abajo. La operación de recuperación de restos estaba concluyendo y el cambio era evidente.

Ahora la carretera del condado estaba abierta, aunque un ayudante del sheriff protegía la entrada a la carretera del Servicio Forestal. Los familiares de las víctimas y la prensa se habían marchado y sólo un puñado de vehículos permanecía en la zona del mirador.

Crowe apagó el motor donde acababa la carretera, aproximadamente un kilómetro más allá del límite de acceso a la zona del accidente. A la derecha se alzaba una enorme formación de granito. Crowe ajustó la radio al cinturón, cruzó el camino de grava y echó a andar colina arriba, estudiando cuidadosamente la línea de los árboles.

Até la correa al collar de Boyd y la seguimos. Mantenía al perro lo más próximo a mí que podía. Cinco minutos después, la sheriff se desvió a la izquierda y desapareció entre los árboles que cubrían el terraplén. Aflojé un poco la correa y Boyd me arrastró siguiendo el rastro de Crowe.

La tierra ascendía de forma pronunciada, se nivelaba y luego se precipitaba hacia el valle. A medida que nos alejábamos de la carretera, el bosque se volvía más frondoso y todo el paisaje parecía ser el mismo. Pero las señales dejadas por la familia Wahnetah tenían sentido para Lucy Crowe. Encontró el sendero que habían descrito y, desde allí, un estrecho camino polvoriento. No podía decir si se trataba del mismo sendero para el acarreo de madera que pasaba junto al lugar del accidente o bien otro similar.

A Crowe le llevó cuarenta minutos encontrar la cabaña de Daniel, levantada entre pinos y hayas a orillas de un pequeño arroyo. Yo probablemente hubiese pasado sin verla.

El campamento tenía el aspecto de haber sido abandonado a toda prisa. La cabaña era de madera, el suelo de tierra, el techo de chapa acanalada, se extendía en la parte delantera para cubrir un banco de madera que había junto a la puerta. Una mesa de madera y otro banco ocupaban la parte izquierda de la choza, a la derecha había un tocón. En los alrededores se veían pilas de botellas, latas, neumáticos y otros desperdicios.

– ¿Cómo cree que llegaron esos neumáticos hasta aquí? -pregunté.

Crowe se encogió de hombros.

Abrí la puerta con cuidado y asomé la cabeza. En la penumbra alcancé a divisar un catre, una silla de jardín de aluminio y una mesa plegable que servía de base a un hornillo de acampada oxidado y una colección de platos y vasos de plástico. Un equipo de pesca, un cubo, una pala y una linterna colgaban de varios clavos en la pared. En el suelo había varias latas de queroseno. Eso era todo.

– ¿Habría dejado el viejo su equipo de pesca si pensaba marcharse?

Otro encogimiento de hombros.

Al no tener un plan definido, Crowe y yo decidimos separamos. Ella buscó a lo largo de la orilla del arroyo mientras yo examinaba la zona del bosque próxima a la cabaña. Mi compañero canino olisqueaba todo y orinaba feliz entre los árboles.

Al regresar a la cabaña, até la correa a la pata de la mesa, abrí la puerta de par en par y puse una piedra a modo de tope. En el interior, el aire olía a moho, queroseno y moscatel. Los ciempiés se deslizaban por todas partes mientras examinaba los objetos y, en un momento dado, un mosquito subió por mi brazo. No encontré nada que pudiese indicar dónde había ido Daniel Wahnetah o cuándo se había marchado. O por qué.

Crowe reapareció mientras yo investigaba el contenido de la pila de desperdicios. Después de haber examinado docenas de botellas de vino, latas de galletas y latas de carne estofada Dinty Moore, abandoné la búsqueda y me reuní con la representante de la ley.

El viento hacía susurrar los árboles. Las hojas navegaban a través del suelo en una colorida regata y una esquina del techo de chapa ondulada subía y bajaba produciendo un sonido chirriante. Aunque el aire era denso y pesado, alrededor de nosotras el movimiento era constante.

Crowe sabía lo que yo estaba pensando. Sin decir nada sacó del interior de su cazadora un pequeño atlas con lomo de espiral y buscó algo pasando las páginas.

– Muéstreme dónde es -dijo, alcanzándome el pequeño ejemplar.

El mapa que había elegido era un primer plano de la zona del Condado de Swain donde nos encontrábamos en ese momento. Utilizando curvas de nivel, la carretera del condado y los senderos de acarreo de madera, localicé el lugar del accidente. Luego calculé la posición de la casa con el recinto amurallado y señalé el lugar.

– Aquí.

Crowe estudió la topografía que rodeaba mi dedo índice.

– ¿Está completamente segura de que hay una estructura allí?

Percibí un matiz de duda en su voz.

– Sí.

– Está a menos de dos kilómetros.

– ¿Andando?

Ella asintió con un movimiento ligeramente más lento de lo habitual.

– Que yo sepa no hay ninguna carretera, de modo que podríamos ir a través del bosque.

– ¿Puede encontrar la casa?

– Puedo encontrarla.

Pasamos una hora abriéndonos paso a través de árboles y matorrales, subiendo una colina y bajando otra, siguiendo una huella que estaba clara para Crowe pero que para mí era completamente invisible. Entonces, en un viejo pino, con el tronco gastado y lleno de nudos, salimos a un sendero que hasta yo fui capaz de reconocer.

Un momento después llegamos a un muro alto que me resultaba vagamente familiar de mi visita anterior. Todos mis sentidos se agudizaron mientras recorríamos la piedra cubierta de moho. Un grajo lanzó un graznido, un chirrido agudo y estridente que me puso los pelos de punta. Aquí había algo. Lo sabía.

Boyd continuaba olisqueando y recorriendo el lugar, indiferente a mi tensión. Envolví la correa alrededor de la palma, sujetando con fuerza el collar.

A pocos metros, el muro hacía un giro de noventa grados. Crowe rodeó la esquina y yo la seguí, sujetaba la correa con tanta fuerza que sentía las uñas clavadas en la palma de la mano.

La línea de árboles acababa a poca distancia del final del muro. Crowe se detuvo en el borde del bosque y Boyd y yo nos reunimos con ella.

Un poco más adelante y hacia la izquierda divisé otro recinto amurallado, la pared de piedra se alzaba oscura y cubierta de musgo unos metros atrás. Ya estaba orientada. Nos habíamos acercado a la propiedad desde la parte posterior; la casa se alzaba delante de nosotras, su parte posterior se apoyaba contra el risco. El muro que habíamos estado rodeando circundaba una zona más grande que yo no había advertido durante mi primera visita. El patio se encontraba dentro del recinto mayor.

– Que me cuelguen.

Crowe se agachó y quitó el seguro de su arma.

Llamó en voz alta como lo había hecho yo unos días antes. Volvió a gritar.

Con los ojos y los oídos alerta nos aproximamos a la casa y subimos lentamente el breve tramo de escalera. Los postigos continuaban cerrados y las ventanas cubiertas con cortinas. Me asaltó el mismo presentimiento que había tenido la primera vez.

Crowe se colocó a un lado de la puerta y me hizo un gesto con la mano. Cuando Boyd, y yo estuvimos detrás de ella, llamó a la puerta con fuerza. No hubo respuesta.

Volvió a llamar y esta vez se identificó. Silencio.

Crowe alzó la vista y echó un vistazo alrededor.

– No hay líneas telefónicas. Tampoco tendido eléctrico.

– Teléfono móvil y generador.

– Podría ser. O puede que esté abandonado.

– ¿Quiere echar un vistazo al patio?

– No sin una orden de registro.

– Pero, sheriff…

– Sin una orden de registro no entraremos a ninguna parte.

– Me miró sin pestañear. Vamos. La invitaré a un Dr. Pepper.

En ese momento comenzó a caer una ligera llovizna. Escuché las gotas que rebotaban en el tejado de chapa mientras la frustración me consumía. Ella tenía razón. Sólo era una corazonada. Pero cada célula de mi cuerpo me decía que algo muy importante estaba al alcance de la mano. Algo maligno.

– ¿Podría llevar a Boyd alrededor de la propiedad, a ver si se le ocurre algo?

– Mantenga al perro fuera de los muros y no habrá problemas. Comprobaré si existe algún acceso para vehículos. Si alguien viene a este lugar, seguramente lo hará en coche.

Durante quince minutos Boyd y yo examinamos la zona de bosque al oeste de la casa, como lo había hecho durante mi primera visita. El perro no mostró ninguna reacción significativa. Aunque comenzaba a sospechar que el descubrimiento de la ardilla muerta había sido un golpe de suerte, decidí que haría un último reconocimiento, recorriendo el borde del bosque hasta el límite con el segundo recinto. Ése era territorio virgen.

Estábamos a unos veinte metros del muro cuando Boyd alzó la cabeza. Su cuerpo se puso tenso y los pelos del lomo volvieron a erizarse. Movió el hocico, olisqueó el aire y luego gruñó como sólo lo había oído hacer una vez, un gruñido profundo, salvaje y viscoso. Luego se lanzó hacia adelante, tosiendo y ladrando como si estuviese poseído.

Trastabillé, apenas capaz de sujetarlo.

– ¡Boyd! ¡Ven aquí!

Clavé los tacos de las botas en la tierra húmeda y sujeté la correa con ambas manos. El perro continuaba tirando, la musculatura tensa, las patas delanteras rascando la tierra en un lento avance.

– ¿Qué ocurre?

Ambos lo sabíamos.

Dudé un momento mientras el corazón golpeaba mis costillas. Luego solté la correa y dejé que cayera al suelo.

Boyd salió disparado hacia el muro de piedra y estalló en un frenesí de ladridos, aproximadamente a dos metros al sur de la esquina posterior del muro. Vi que en ese lugar la argamasa se estaba desmoronando y que una docena de piedras habían caído a tierra, dejando una abertura entre el suelo y los cimientos del muro.

Corrí hacia Boyd, me agaché junto a él y examiné la abertura. El suelo estaba húmedo y descolorido. Al darle la vuelta a una de las piedras que habían caído del muro vi una docena de diminutos objetos marrones.

Al instante supe lo que Boyd había encontrado.

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