Capítulo 23

Esta vez la bruja de la biblioteca estaba sola.

– Sólo necesito comprobar algunos detalles en el microfilm -dije con la mejor de mis sonrisas.

Su rostro compuso un ménage á trois de emociones. Sorprendida. Recelosa. Inflexible.

– Me resultaría realmente muy útil si pudiese llevarme varias bobinas a la vez. Fue usted tan amable ayer.

Su expresión se suavizó ligeramente. Suspirando sonoramente, fue hasta el armario, cogió seis cajas y las colocó sobre el mostrador.

– Muchísimas gracias -susurré.

Cuando me alejaba hacia la habitación donde estaba el proyector oí el crujido de un taburete y supe que la bruja estaba estirando el cuello en mi dirección.

– ¡Los portátiles están terminantemente prohibidos en la biblioteca! -siseó a mis espaldas.

A diferencia de mi visita anterior, examiné rápidamente el material microfilmado, tomando notas sobre temas concretos.

En menos de una hora tenía todo lo que necesitaba.

Tommy Albright no estaba en su despacho, pero una cansina voz femenina me prometió que le daría el mensaje. El patólogo me llamó antes de que hubiese llegado a los suburbios de Bryson City.

– En 1959 un cherokee llamado Charlie Wayne Tramper murió como consecuencia del ataque de un oso. ¿Crees que se conservará un archivo tan viejo?

– Tal vez sí, tal vez no. Eso ocurrió antes de que centralizáramos los servicios. ¿Qué es lo que necesitas saber?

– ¿Recuerdas el caso? -No podía creerlo.

– Diablos, sí. Fui yo quien tuvo que examinar lo que quedaba de ese pobre tipo.

– ¿Y qué era lo que quedaba?

– Pensaba que ya lo había visto todo, pero Tramper fue el peor. Esos cabrones le arrancaron las entrañas. Y se llevaron la cabeza.

– ¿No pudiste recuperar el cráneo?

– No.

– ¿Cómo lo identificaste?

– Su esposa reconoció el rifle y la ropa.


Encontré al reverendo Luke Bowman recogiendo ramas caídas en el césped que quedaba a la sombra. Llevaba una cazadora de algodón negra, por lo demás iba vestido exactamente como en nuestros encuentros anteriores.

Bowman me observó cuando aparcaba junto a su camioneta, dejó las ramas en una pila que había formado junto al camino y se acercó a mi coche. Hablamos a través de la ventanilla abierta.

– Buenos días, señorita Temperance.

– Buenos días. Hermosa mañana para trabajar al aire libre.

– Sí, señora, ya lo creo que lo es.

De su cazadora colgaban trozos de corteza y hojas secas.

– ¿Puedo preguntarle algo reverendo Bowman?

– Por supuesto.

– ¿Qué edad tenía Edna Farrell cuando murió?

– Creo que la hermana Edna estaba a punto de cumplir los ochenta.

– ¿Recuerda a un hombre llamado Tucker Adams?

Sus ojos se entrecerraron y pasó la punta de la lengua por el labio superior.

– Adams era mayor, murió en 1943 -añadí.

La lengua desapareció dentro de la boca y me señaló con uno de sus dedos deformes.

– Claro que me acuerdo de él. Yo tenía unos diez años cuando ese viejo desapareció de su granja. Ayudé a buscarle. El hermano Adams era ciego y medio sordo, de modo que todo el mundo salió en su busca.

– ¿Cómo murió Adams?

– Todo el mundo supuso que murió en el bosque. Jamás le encontramos.

– Pero en el cementerio de Schoolhouse Hill hay una tumba con su nombre.

– Allí no hay nadie enterrado. La hermana Adams hizo colocar la lápida unos años después de que su esposo desapareciera.

– Gracias. Su información me ha asido de mucha utilidad.

– Veo que los muchachos consiguieron reparar su coche.

– Sí.

– Espero que no le hayan cobrado mucho.

– No, señor. Me pareció un precio justo.


Llegué al aparcamiento del departamento del sheriff justo detrás de Lucy Crowe. Ella aparcó su coche patrulla y luego esperó con las manos apoyadas en las caderas a que yo apagara el motor y cogiera mi maletín. La expresión de su rostro era sombría.

– ¿Una mañana dura?

– Unos cabrones robaron un carrito de golf del club de campo y lo dejaron a un par de kilómetros de Conleys Creek Road. Dos crios de siete años encontraron el chisme y chocaron contra un árbol. Uno de ellos se rompió una clavícula y el otro tiene una fuerte contusión.

– ¿Adolescentes?

– Probablemente.

Hablamos mientras nos dirigíamos a su oficina.

– ¿Alguna novedad en el asesinato de Hobbs?

– Uno de mis ayudantes estaba de servicio el domingo por la mañana. Recuerda haber visto a Hobbs entrando en el depósito aproximadamente a las ocho, la recuerda a usted. El ordenador muestra que ella apuntó la salida del pie a las nueve y cuarto y su devolución a las dos.

– ¿Lo conservó con ella todo ese tiempo después de haber hablado conmigo?

– Eso parece.

Subimos la escalera, un zumbido nos indicó que nos franqueaban el paso desde el interior del edificio y atravesamos una puerta con barrotes. Seguí a Crowe por un corredor y pasamos por una sala de trabajo antes de llegar a su oficina.

– Hobbs firmó su salida del depósito a las tres y diez. Un tío del Departamento de Policía de Bryson City hacía el turno de tarde. No recuerda haber visto que abandonaba el depósito.

– ¿Qué me dice de la cámara de vigilancia?

– Esto es lo mejor.

Crowe desprendió la radio del cinturón, la dejó en un armario y se dejó caer en su sillón. Yo me senté en uno de los dos que ocupaban el otro lado del escritorio.

– El chisme dejó de funcionar aproximadamente a las dos de la tarde del domingo y permaneció así hasta las once de la mañana del lunes.

– ¿Vio alguien a Primrose después de que abandonara el depósito?

– No.

– ¿Descubrió alguna cosa en su habitación del motel?

– Esa mujer era una aficionada a los Post-its. Números de teléfono. Horas. Nombres. Un montón de notas, la mayoría de ellas relacionadas con su trabajo.

– Primrose siempre estaba perdiendo las gafas. Las llevaba colgando de un cordel alrededor del cuello. Le preocupaba olvidarse de las cosas. -Sentí una punzada helada en el pecho-. ¿Alguna pista de su paradero el sábado por la tarde?

– Nada.

Uno de los ayudantes entró y dejó un papel sobre el escritorio de la sheriff. Crowe le echó un vistazo y luego volvió su atención hacia mí.

– Veo que ha recuperado el coche.

Mi Mazda era la comidilla del condado de Swain.

– Me marcho a Charlotte pero quiero mostrarle un par de cosas antes de irme.

Le entregué la fotografía robada de los funerales de Tramper.

– ¿Reconoce a alguno de los presentes?

– Que me cuelguen. Parker Davenport, nuestro venerable vicegobernador. Parece que ese idiota tenga quince años. -Me devolvió la foto-. ¿Qué significa?

– No estoy segura.

Luego le entregué el informe de Laslo y esperé mientras lo leía.

– De modo que la fiscal de distrito tenía razón.

– O yo tenía razón.

– ¿Cómo?

– Consideremos este argumento. Jeremiah Mitchell murió después de haberse marchado del Mighty High Tap en febrero pasado. Supongamos que su cuerpo fue conservado en un congelador o una nevera, luego sacado de allí y colocado en el exterior.

– ¿Por qué?

Crowe intentó que el escepticismo no tiñese el tono de su voz.

Saqué las notas que había tomado en la biblioteca, inspiré profundamente y comencé.

– Henry Arlen Preston murió aquí en 1943. Tres días más tarde desapareció un granjero llamado Tucker Adams. Tenía setenta y dos años. El cuerpo de Adams jamás fue hallado.

– ¿Qué tiene eso que ver con…

Levanté una mano.

– En 1949 un profesor de biología llamado Sheldon Brodie murió ahogado en el río Tuckasegee. Un día más tarde Edna Farrell desapareció. Tenía alrededor de ochenta años. Jamás encontraron su cuerpo.

Crowe cogió una pluma, apoyó la punta en el papel secante del escritorio y la deslizó entre los dedos.

– En 1959 Alien Birkby se mató en un accidente de tráfico en la Autopista 19. Dos días después de ese hecho desapareció Charlie Wayne Tramper. Tramper tenía setenta y cuatro años. Su cuerpo fue recuperado, pero estaba gravemente mutilado y le faltaba la cabeza. La identificación de los restos fue estrictamente circunstancial. -La miré.

– ¿Eso es todo?

– ¿Qué día desapareció Jeremiah Mitchell?

Crowe dejó la pluma, abrió un cajón y sacó un archivo.

– El quince de febrero.

– Martin Patrick Veckhoff murió en Charlotte el doce de febrero.

– Mucha gente muere en febrero. Es un mes horrible.

– El nombre «Veckhoff» está en la lista de componentes de H amp;F.

– ¿El grupo de inversiones que es dueño de esa extraña propiedad cerca de Running Goat Branch?

Asentí.

– Al igual que «Birkby».

Se reclinó en el sillón y se frotó un ojo. Saqué el frasco con el hallazgo de Laslo y lo coloqué delante de ella.

– Laslo Sparkes encontró esto en la tierra que recogimos junto a la pared de piedra en la casa de Running Goat.

Crowe lo estudió sin coger el frasco.

– Es un fragmento de diente. Lo llevo a Charlotte para hacerle la prueba del ADN a fin de establecer si se corresponde con el pie.

En ese momento sonó su teléfono. Crowe lo ignoró.

– Necesita conseguir una muestra de Mitchell.

Dudó un momento. Luego:

– Puedo investigarlo.

– Sheriff.

Los ojos color kiwi se encontraron con los míos.

– Esto puede ser más grande que Jeremiah Mitchell.


Tres horas más tarde, Boyd, y yo cruzábamos Little Rock Road en dirección norte por la I- 85. A lo lejos se levantaba la línea del cielo de Charlotte, como un puesto de saguaro en el desierto de Sonora.

Le señalé a Boyd los edificios más notables. El falo gigante del Bank of America Corporate Center. El edificio de oficinas en forma de jeringa en la plaza que albergaba el Charlotte City Club, con la cubierta verde circular a modo de terrado y las antenas emergiendo desde el centro. El contorno de gramola del One First Union Center.

– Mira eso, muchacho. Sexo, drogas y rock and roll.

Boyd alzó las orejas pero no dijo nada.

Mientras que los barrios de Charlotte pueden ser lugares agradables de una ciudad pequeña, el centro es una ciudad de piedra pulida y cristales coloreados y su actitud ante el crimen es la habitual. El Departamento de Policía de Charlotte-Mecklenburg se encuentra en el Centro de Aplicación de la Ley, una enorme estructura de hormigón en la Cuarta con Mac-Dowell. El DPCM emplea aproximadamente a 1 900 oficiales y a 400 miembros de personal de apoyo, y dispone de su propio laboratorio criminal, sólo superado por el del SBI. No está mal para una población que no alcanza los 600 000 habitantes.

Salí de la autopista, atravesé el centro de la ciudad y aparqué en la zona destinada a los visitantes en el Centro de Aplicación de la Ley.

Los policías entraban y salían del edificio, todos ellos con uniformes azul oscuro. Boyd gruñó levemente cuando uno pasó junto al coche.

– ¿Ves el emblema que llevan en el hombro? Es el nido de un avispón.

Boyd hizo un sonido similar al de un cantante tirolés pero siguió con el hocico pegado al cristal.

– Durante la Revolución, el general Cornwallis encontró unos focos de resistencia tan fuertes en Charlotte que bautizó la zona como un nido de avispones.


Sin comentarios.

– Debo entrar, Boyd. Pero tú tienes que quedarte aquí.

A pesar de no estar de acuerdo, Boyd se quedó en el coche.

Le prometí que regresaría antes de una hora, le di la última barra de chocolate con cereales para emergencias, cerré las ventanillas y lo dejé.

Encontré a Ron Gillman en su oficina de la esquina en el cuarto piso.

Ron era un hombre alto, de pelo gris con un cuerpo que sugería baloncesto o tenis. El único defecto era un agujero en la dentadura superior.

Me escuchó sin interrumpir mientras le hablaba de mi teoría acerca de Mitchell y el pie. Cuando terminé de hablar, extendió una mano.

– Echémosle un vistazo.

Se colocó unas gafas con una montura de concha y examinó el diminuto fragmento, haciendo girar el frasco entre los dedos. Luego cogió el teléfono y habló con alguien en la sección de ADN.

– Las cosas se mueven más rápido si la solicitud procede de aquí -dijo, colgando el teléfono.

– Cuanto más rápido, mejor -dije.

– Ya he examinado tu muestra ósea. Eso está hecho y el perfil ha sido incorporado a la base de datos que creamos para las víctimas del accidente. Si obtenemos algún resultado de esto -dijo, señalando el frasco-, también lo incorporaremos a la base de datos y buscaremos algún rasgo común.

– No puedo decirte cuánto te agradezco lo que estás haciendo.

Se reclinó en su sillón y entrelazó las manos detrás de la cabeza.

– Realmente le has metido el dedo en el ojo a alguien importante, doctora Brennan.

– Supongo que sí.

– ¿Alguna idea de quién puede ser?

– Parker Davenport.

– ¿El vicegobernador?

– El mismo.

– ¿Cómo conseguiste irritar a Davenport?

Levanté las palmas y me encogí de hombros.

– Es difícil evitarlo si no eres amable.

Le miré, apesadumbrada. Yo había compartido mi teoría con Lucy Crowe. Pero aquello era el condado de Swain. Aquí estaba en mi casa. Ron Gillman dirigía el segundo laboratorio criminal más importante del estado. Mientras que el cuerpo de policía recibía fondos locales, el dinero llegaba al laboratorio a través de subvenciones federales administradas en Raleigh.

Como el departamento del forense. Como la universidad.

¡Qué diablos!

Le di una versión resumida de lo que le había explicado a Lucy Crowe.

– ¿De modo que el M. P. Veckhoff de tu lista es el senador del estado Pat Veckhoff de Charlotte?

Asentí.

– ¿Y Pat Veckhoff y Parker Davenport están relacionados de alguna manera?

Volví a asentir.

– Davenport y Veckhoff. El vicegobernador y un senador del estado. Eso es muy fuerte.

– Henry Preston era juez.

– ¿Cuál es la relación?

Antes de que pudiese responderle, un hombre apareció en la puerta, el nombre «Krueger» estaba bordado sobre el bolsillo de su bata de laboratorio. Gillman presentó a Krueger como técnico jefe de la sección de ADN. Él, junto con otros analistas, examinaban todas las pruebas de ADN en el laboratorio. Me levanté y nos estrechamos las manos.

Gillman le entregó a Krueger el frasco con el fragmento dental y le explicó lo que yo deseaba.

– Si allí hay alguna cosa, la encontraremos -dijo, levantando el pulgar.

– ¿Cuánto tiempo les llevará?

– Tendremos que purificar, ampliar y documentar el material durante el proceso. Podría darle un informe verbal en cuatro o cinco días.

– Eso sería genial.

Cuarenta y ocho horas sí hubiera sido genial, pensé.

Krueger y yo firmamos los impresos de transferencia de pruebas y se marchó con la muestra. Esperé a que Gillman hiciera una llamada. Cuando colgó el teléfono, le hice una pregunta.

– ¿Conocías a Pat Veckhoff?

– No.

– ¿A Parker Davenport?

– Le he visto algunas veces.

– ¿Y?

– Es un tío popular. La gente le vota.

– ¿Y?

– Es como un enorme grano en el culo.

Saqué la fotografía de los funerales de Tramper.

– Es él. Pero hace muchos años.

– Sí.

Me devolvió la fotografía.

– ¿Cómo te explicas todo esto?

– No tengo ni idea.

– Pero la tendrás.

– La tendré.

– ¿Puedo ayudarte?

– Hay algo que puedes hacer por mí.


Encontré a Boyd profundamente dormido junto a algunas migajas de cereales. Al oír el sonido de las llaves se levantó de un brinco y comenzó a ladrar. Al comprender que no se trataba de un ataque por sorpresa apoyó una pata sobre cada asiento delantero y meneó la cola. Me deslicé detrás del volante y comenzó a quitarme el maquillaje de un lado de la cara.

Cuarenta minutos más tarde me detuve delante de la dirección que Gillman había encontrado para mí. Aunque la residencia se encontraba a sólo diez minutos del centro de la ciudad, y a cinco minutos de mi urbanización en Carol Hall, me había llevado todo ese tiempo abrirme paso a través de la habitual confusión en Queens Road.

Los nombres de las calles de Charlotte reflejan su personalidad esquizoide. Por un lado la elección de los nombres de las calles era simple: encontraban un nombre y lo exprimían. La ciudad tenía Queens Road, Queen Road West y Queens Road East. Sharon Road, Sharon Lane, Sharon Amity, Sharon View y Sharon Avenue. Yo me había detenido en el cruce de Rea Road y Rea Road, Park Road y Park Road. También había una influencia bíblica: Providence Road, Carmel Road, Sardis Road.

Por otro lado, ninguna denominación parecía adecuada para más que unos pocos kilómetros. Las calles cambian de nombre de forma caprichosa. Tyvola se convierte en Fairview y luego en Sardis. En un determinado punto Providence Road llega a un cruce en el que un brusco giro a la derecha lo mantiene a uno en Providence; si se continúa recto se llega a Queens Road, que inmediatamente se convierte en Morehead; y desviarse a la izquierda significa llegar a Queens Road, que inmediatamente se convierte en Selwyn. La avenida Billy Graham da origen a Woodlawn, luego a Runnymede. Wendower es el origen de Eastway.

Las hermanas Queen son, con diferencia, las peores. A todos los visitantes o recién llegados a la ciudad les doy un método práctico para circular: si llega a cualquier calle llamada Queens, largúese inmediatamente de allí. Es un truco que a mí siempre me ha dado resultado.

Marion Veckhoff vivía en una gran casa de piedra estilo Tudor en Queens Road East. El estuco era color crema, la madera oscura y todas las ventanas de la planta baja exhibían un elaborado trabajo de plomo y cristal. La propiedad estaba rodeada por un seto perfectamente cortado y flores de brillantes colores llenaban los parterres a lo largo del frente y los laterales de la casa. Dos enormes magnolias ocupaban la mayor parte del patio delantero.

Una mujer con un collar de perlas, zapatillas finas y un traje pantalón turquesa estaba regando los pensamientos a lo largo de un sendero de losas que atravesaba el césped de delante. Tenía la piel pálida y el pelo del color del jengibre.

Previa advertencia a Boyd, bajé del coche y cerré la puerta. Grité, pero la mujer pareció no advertir mi presencia.

– ¿Señora Veckhoff? -repetí, acercándome a ella.

Se volvió, salpicándome los pies con el agua de la manguera. Movió la mano y el agua volvió a dirigirse hacia la hierba.

– Ay, querida. Lo siento.

– No se preocupe. -Me aparté del agua que formaba un charco en las losas del sendero-. ¿Es usted la señora Veckhoff?

– Sí, cariño. ¿Eres la sobrina de Carla?

– No, señora. Soy la doctora Brennan.

Sus ojos quedaron ligeramente desenfocados, como si estuviese consultando un calendario por encima de mi hombro.

– ¿He olvidado alguna cita?

– No, señora Veckhoff. Me preguntaba si podría hacerle algunas preguntas acerca de su esposo.

Volvió a fijar su mirada en mí.

– Pat fue senador del estado durante dieciséis años. ¿Es usted periodista?

– No, no lo soy. Tres reelecciones, es todo un logro.

– La función pública le alejó de nuestro hogar durante mucho tiempo, pero amaba su trabajo.

– ¿Adonde viajaba?

– A Raleigh principalmente.

– ¿Sabe si visitaba Bryson City?

– ¿Dónde se encuentra eso, querida?

– En las montañas.

– Oh, a Pat le encantaban las montañas, iba siempre que podía.

– ¿Acompañaba usted a su esposo en sus viajes?

– Oh, no, no. Tengo artritis y…

Su voz se desvaneció como si no estuviese segura de cómo seguir.

– La artritis puede ser muy dolorosa.

– Sí, así es. Y aquellos viajes Pat los disfrutaba con los muchachos. ¿Le molesta si acabo de regar las plantas?

– Por favor.

Caminé junto a ella mientras recorría los parterres con la manguera.

– ¿El señor Veckhoff viajaba a las montañas con sus hijos? -Oh, no. Pat y yo tenemos una hija. Ella está casada. Él iba con sus compañeros. -Se echó a reír, un sonido a medias entre una tos y un ataque de hipo-. Él siempre decía que era para escapar de sus mujeres, para recuperar energía.

– ¿Viajaba a las montañas en compañía de otros hombres?

– Estaban muy unidos, eran amigos desde el instituto. Echan terriblemente de menos a Pat. A Kendall también. Sí, estamos envejeciendo…

Nuevamente su voz se fue apagando hasta el silencio.

– ¿Kendall?

– Kendall Rollins. Fue el primero en irse. Kendall era poeta. ¿Conoce usted su obra?

Sacudí la cabeza, por fuera parecía tranquila. Por dentro el corazón latía con fuerza. El nombre «Rollins» figuraba en la lista de H amp;F.

– Kendall murió de leucemia a los cincuenta y cinco años.

– Era muy joven. ¿Cuándo fue eso, señora?

– En mil novecientos ochenta y seis.

– ¿Dónde se alojaban su esposo y sus amigos cuando iban a las montañas?

Su rostro se puso tenso y la piel debajo del ojo izquierdo dio un brinco.

– Tenían una especie de cabaña. ¿Por qué me hace todas estas preguntas?

– Hace unos días un avión se estrelló cerca de Bryson City y estoy tratando de averiguar todo lo que pueda acerca de una propiedad que hay en la zona. Es posible que su esposo haya sido uno de los dueños.

– ¿Ese asunto tan terrible con todos esos estudiantes?

– Sí.

– ¿Por qué tiene que morir la gente joven? Un hombre joven murió cuando volaba para asistir al funeral de mi esposo. Tenía cuarenta y tres años.

Sacudió la cabeza.

– ¿De quién se trataba, señora?

Apartó la mirada.

– Era el hijo de uno de los amigos de Pat, vivía en Alabama, de modo que nunca le conocí. A pesar de todo, me rompió el corazón.

– ¿Sabe cómo se llamaba?

– No.

Sus ojos no querían encontrarse con los míos.

– ¿Conoce los nombres del resto de amigos de su esposo que visitaban la cabaña?

Comenzó a mover la manguera.

– ¿Señora Veckhoff?

– Pat nunca hablaba de esos viajes. Yo lo respetaba. Necesitaba privacidad después de estar tanto tiempo en público.

– ¿Ha oído hablar alguna vez del Grupo de Inversiones H amp;F?

– No.

La señora Veckhoff seguía concentrada en la fina lluvia que salía de la manguera, de espaldas a mí, pero la tensión en sus hombros era evidente.

– Señora Veck…

– Es tarde. Debo entrar.

– Me gustaría averiguar si su esposo tenía algún interés en esa propiedad.

Cerró el paso del agua, dejó la manguera sobre la hierba mojada y se alejó rápidamente por el sendero de losas.

– Gracias por su tiempo, señora. Lamento haberla molestado.

Se volvió con la puerta medio abierta, tenía apoyada en el pomo una mano venosa. Desde el interior de la casa llegó el sonido apagado de unas campanillas.

– Pat siempre decía que hablo demasiado. Yo lo negaba, le decía que era simplemente una persona amable. Ahora creo que probablemente estuviese en lo cierto. Pero la soledad a veces pesa demasiado.

La puerta se cerró y oí el ruido de un pestillo.

De acuerdo, señora Veckhoff. Sus respuestas fueron pura basura, pero fueron una basura encantadora. Y muy instructivas.

Saqué una tarjeta de mi bolso, apunté mi dirección y numero de teléfono y la metí en el quicio de la puerta.

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