Una escalera de madera conducía directamente desde la cocina hasta el sótano. La sheriff le ordenó al ayudante Anónimo que permaneciera arriba mientras el resto de nosotros bajaba a echar un vistazo.
Bobby abría el camino, yo iba detrás y Crowe cubría la retaguardia. George se quedó esperando en la cocina alumbrando con su linterna como si fuera un foco en una noche de estreno.
A medida que descendíamos, el aire pasó de fresco a helado y la penumbra se convirtió en una boca de lobo. Oí un clic a mi espalda y vi el haz de luz de la linterna de Crowe a mis pies.
Nos reunimos al pie de la escalera, escuchamos.
Ni ruido de patas que se escabullen. Ni de alas que pasan zumbando. Apunté la linterna hacia la oscuridad.
Nos encontrábamos en una gran habitación sin ventanas con techo de madera y suelo de cemento. Tres de las paredes estaban enyesadas mientras que la cuarta la formaba el risco sobre el que se apoyaba la parte posterior de la casa. En el centro de esa pared había una pesada puerta de madera.
Al retroceder unos pasos mi brazo rozó un tejido. Me giré y la luz de la linterna recorrió una fíla de clavijas, de cada una de las cuales colgaba una prenda roja idéntica. Le pedí a George que sostuviese la linterna, descolgué una de las prendas y la mantuve alzada. Era como un sayo con capucha, similar al que usan los monjes.
– ¡Madre de Dios!
Oí que Bobby se enjugaba el rostro. O se persignaba.
Recuperé mi linterna y junto con Crowe examinamos la habitación, iluminada por George y Bobby.
Un recorrido completo del sótano no reveló nada que fuese propio de ese lugar. No había un banco de trabajo. Ningún tablero con herramientas. Tampoco utensilios de jardinería. O una cuba para lavar la ropa. No había telarañas ni excrementos de ratas o grillos muertos.
– Este lugar está jodidamente limpio.
Mi voz resonó contra la piedra y el cemento.
– Miren esto.
George desvió la luz de su linterna hacia donde el enyesado de la pared se unía al techo.
Un monstruo parecido a un oso nos miraba de reojo desde la oscuridad, el cuerpo cubierto de bocas abiertas y sanguinolentas. Debajo del animal había una única palabra: Baxbakua-lanuxsiwae.
– ¿Francis Bacon? -pregunté, más a mí misma que a mis compañeros.
– Bacon pintaba personas y perros gruñendo, pero nada como esto.
La voz de Crowe era sosegada.
George desvió la luz hacia la siguiente pared y descubrimos otros monstruo que nos miraba. Melena de león, ojos saltones, la boca abierta para devorar a un niño sin cabeza que sostenía entre las manos.
– Es una mala copia de una de las pinturas negras de Goya -dijo Crowe-. Las he visto en el Prado, en Madrid.
Cuanto más conocía a la sheriff del condado de Swain, más me impresionaba.
– ¿Quién es ese monstruo? -preguntó George.
– Uno de los dioses griegos.
Un tercer mural describía una balsa con el velamen hinchado por el viento. Hombres muertos y agonizantes cubrían la cubierta y colgaban sobre las aguas.
– Encantador -dijo George.
Crowe no hizo ningún comentario mientras nos acercábamos a la pared de piedra.
La puerta estaba sujeta al muro mediante goznes de hierro forjado, taladrados en la piedra y cubiertos con cemento. Un trozo de cadena unía un tirador circular de hierro forjado con una barra de acero vertical junto al marco. El candado era brillante y parecía nuevo y vi marcas frescas en el granito.
– Esto se ha añadido hace poco tiempo.
– Atrás -ordenó Crowe.
Al retroceder, los haces de nuestras linternas se ampliaron, iluminaron unas palabras talladas encima del dintel de la puerta. Enfoqué la luz de la linterna sobre ellas.
Fay ce que voudras
– ¿Francés? -preguntó Crowe, enganchando su linterna en el cinturón.
– Francés antiguo, creo…
– ¿Reconoce las gárgolas?
Una figura decoraba cada esquina del dintel. La masculina llevaba el nombre de «Harpocrates», la femenina el de «Angerona».
– Suena a egipcio.
La pistola de Crowe disparó dos veces y el olor a pólvora llenó el aire del sótano. Se adelantó, dio un tirón a la cadena y ésta se soltó. Cuando levantó el pasador no encontró resistencia ninguna.
Cogió el tirador y la puerta se abrió hacia fuera. Una corriente de aire frío nos envolvió, olía a cavidades profundas, criaturas invisibles y épocas primitivas.
– Tal vez haya llegado el momento de que baje -dijo Crowe.
Asentí y subí los escalones de dos en dos.
Boyd exhibió su habitual entusiasmo por participar, daba vueltas y mordisqueaba el aire. Me lamió la mano y luego bailó a mi alrededor hasta entrar en la casa. En la planta baja no había nada que pudiera alterar su felicidad.
Al comenzar a bajar la escalera sentí que su cuerpo se ponía tenso junto a mi pierna.
Añadí otra vuelta a la correa que envolvía mi muñeca y permití que tirase de mí escaleras abajo y hacia donde se encontraba Crowe.
A escasa distancia de la pared estalló, ladrando y arremetiendo hacia la oscuridad como lo había hecho con la pared derrumbada. Sentí un escalofrío que me recorría la columna vertebral y llegaba hasta el cuero cabelludo.
– Muy bien, manténgalo aquí -dijo Crowe.
Cogí el collar con ambas manos y arrastré a Boyd hacia atrás, dejando que Bobby se hiciera cargo de la correa. Boyd continuaba ladrando y gruñendo e intentaba tirar de Bobby hacia la puerta de la pared. Volví a reunirme con Crowe.
La luz amarilla de mi linterna reveló un túnel similar a una caverna con una serie de nichos a cada lado. El suelo era de tierra, las paredes y el techo de roca sólida. La altura hasta el techo abovedado del túnel era de aproximadamente un metro ochenta, el ancho de un metro veinte. La longitud era imposible de calcular. Más allá de tres pasos era un agujero negro.
Mi pulso no se había normalizado desde que entramos en la casa. Ahora parecía decidido a batir su propio récord.
Avanzamos lentamente, iluminando con nuestras linternas el suelo, el techo, las paredes y los nichos. Algunos no eran más que pequeñas cavidades. Otros eran cuevas de gran tamaño con barrotes de metal verticales y puertas centradas en la entrada.
– ¿Bodegas de vino? -la pregunta de Crowe sonó apagada en el estrecho espacio.
– ¿No debería haber estanterías? -Compruebe esto.
Crowe iluminó un nombre, luego otro, y otro más, cincelados a lo largo del túnel. Los fue leyendo en voz alta mientras continuábamos avanzando.
– Sawney Beane. Inocencio III. Dionisos. Moctezuma… Extraños compañeros de cama. Un papa, un emperador azteca y el mismísimo dios del vino.
– ¿Quién es Sawney Beane? -pregunté. -Que me cuelguen si lo…
La luz de su linterna abandonó la pared y enfocó la nada. Extendió un brazo y me cogió por el pecho. Me quedé inmóvil.
Ahora los haces de luz de ambas linternas iluminaron la tierra a nuestros pies. El terreno no descendía.
Giramos en la esquina del túnel y continuamos nuestro lento avance moviendo las linternas de un lado a otro. Por el sonido del aire deduje que habíamos entrado en alguna especie de cámara. Estábamos circundando la pared del perímetro. Los nombres continuaban. Tiestes. Polifemo. Christie o' the Cleek. Cronos. No reconocí a ninguno que figurase en el diario de Veckhoff.
Al igual que en el túnel, la cámara contenía numerosos nichos, algunos con barrotes, otros sin puerta. En una situación directamente opuesta a nuestro punto de entrada encontramos una puerta de madera, similar a la que daba acceso al túnel, y asegurada con el mismo sistema de cadena y candado. Crowe superó el escollo del mismo modo que había hecho con el anterior.
Cuando la puerta se abrió hacia adentro, una corriente de aire frío y fétido surgió del interior. Detrás de mí, en la distancia, pude oír los furiosos ladridos de Boyd.
El olor a putrefacción puede verse alterado por la forma de la muerte, algunos venenos pueden endulzarlo con un aroma de pera o de almendra o de ajo según los casos. También se puede retrasar mediante sustancias químicas, aumentadas por la actividad de los insectos. Pero la esencia es inconfundible, una mezcla hedionda e intensa que anuncia la presencia de carne en descomposición.
En ese nicho había algo muerto.
Entramos y nos dirigimos a la izquierda, manteniéndonos pegadas a la pared como lo habíamos hecho en la cámara exterior. A un metro de la entrada la luz de mi linterna descubrió una irregularidad en el suelo. Crowe la vio al mismo tiempo.
Enfocamos nuestras linternas sobre un trozo de tierra oscura y gruesa.
Sin decir nada, le di mi linterna a Crowe y saqué una pala plegable de la mochila. Apoyé la mano izquierda en la pared de piedra, me agaché y rasqué la tierra con el borde de la pala.
Crowe enfundó la pistola, ató el sombrero al cinturón y dirigió la luz de ambas linternas hacia la zona de tierra delante de mí.
La mancha cedió rápidamente, revelando un límite claro entre la tierra recién removida y el suelo duro. El olor a putrefacción aumentaba a medida que iba retirando paletadas de tierra.
Pocos minutos más tarde la pala chocó con algo blando y de color azul claro.
– Parecen unos téjanos.
Los ojos de Crowe brillaban en la oscuridad y su piel tenía un color ambarino bajo la pálida luz amarilla de las linternas.
Seguí la tela desteñida, ampliando la abertura.
Pantalones Levi's alrededor de una pierna cadavérica. Continué cavando hasta encontrar un pie marrón y reseco que formaba un ángulo de noventa grados en el tobillo.
– Esto es todo.
La voz de Crowe hizo que mi mano saltase.
– ¿Qué?
– Éste no es un pasajero del avión.
– No.
– No quiero estropear la escena del crimen. No continuaremos hasta que no disponga de una orden.
No discutí. La víctima que yacía en ese agujero merecía que su historia fuese contada ante un tribunal. No haría nada que pudiese comprometer un posible proceso.
Me levanté y quité la tierra de la pala golpeando la hoja contra la pared. Luego doblé la hoja, guardé la pala en la mochila y cogí mi linterna.
Al pasar de la mano de Crowe a la mía, el haz de luz recorrió el nicho e iluminó algo en el extremo más alejado.
– ¿Qué demonios es eso? -pregunté, tratando de atisbar en la oscuridad.
– Vamonos.
– Deberíamos pegar a su magistrado con todo lo que podamos encontrar.
Me dirigí hacia el punto donde había visto el destello. Crowe vaciló un momento y luego me siguió.
En la base de la pared había un bulto bastante grande. Estaba envuelto en cortinas de baño, una transparente y la otra azul translúcida, y atado con varios trozos de cuerda. Me acerqué y recorrí la superficie con el haz de luz.
Aunque borrosos por las capas de plástico, pude discernir los detalles de la mitad superior. Pelo opaco, una camisa roja a cuadros, manos de un blanco fantasmagórico atadas por las muñecas. Saqué un par de guantes de la mochila, me los puse y giré el bulto.
Crowe se cubrió la boca con la mano.
Un rostro, púrpura e inflamado, los ojos lechosos y a medio cerrar. Labios agrietados, una lengua hinchada y apretada contra el plástico como si fuese una sanguijuela gigante.
Acerqué la linterna al descubrir un objeto ovalado en la base de la garganta. Un pendiente. Saqué el cuchillo y corté el plástico. El siseo del gas al escapar de su encierro estuvo acompañado de una espantosa fetidez a descomposición. Sentí que se me revolvía el estómago pero continué con mi tarea.
Conteniendo el aliento, rasgué el plástico con la punta del cuchillo.
Una silueta masculina era claramente visible en una pequeña medalla de plata, los brazos cruzados piadosamente en la garganta. Las letras grabadas formaban un halo alrededor de la cabeza. Orienté la linterna para poder leer el nombre.
San Blas.
Habíamos encontrado al pescador desaparecido con problemas de garganta.
George Adair.
Esta vez propuse un camino diferente. Crowe estuvo de acuerdo. Después de dejar a Bobby y George para que protegieran el lugar, la sheriff y yo nos dirigimos a Bryson City y sacamos a Byron McMahon del salón de High Ridge House donde estaba viendo un partido de fútbol americano por televisión. Juntos preparamos una declaración jurada, que el agente especial del FBI llevó directamente a un juez federal en Asheville.
En menos de dos horas, McMahon llamó a Crowe. Se había emitido una orden de registro basándose en la probabilidad de un asesinato y en la posible implicación de tierras federales, debido a la estrecha proximidad de una reserva y de un parque nacionales al lugar de los hechos.
A mí me correspondió llamar a Larke Tyrell.
Encontré al forense en su casa y, por el ruido de fondo, supuse que estaba mirando el mismo partido de fútbol.
Aunque las palabras de Larke fueron cordiales me di cuenta de que mi llamada le había intranquilizado. No perdí tiempo en aliviar su ansiedad o en disculparme por lo intempestivo de la hora.
El forense escuchó mientras yo le explicaba la situación. Unos minutos más tarde acabé el relato. El silencio fue tan prolongado que pensé que se había cortado la comunicación.
– ¿Larke?
Cuando volvió a hablar, el tono de su voz había cambiado.
– Quiero que tú te hagas cargo de esto. ¿Qué necesitas?
Se lo dije.
– ¿Puedes llevarlo al depósito provisional?
– Sí.
– ¿Quieres personal?
– ¿Quién está aún allí?
– Maggie y Stan.
Maggie Burroughs y Stan Fryeburg eran investigadores forenses de la Oficina del Forense Jefe en Chapel Hill, enviados a Bryson City para procesar los datos relativos al accidente del vuelo 228 de TransSouth Air. Ambos se habían graduado en mi taller de recuperación de cuerpos en la universidad y los dos eran excelentes en su trabajo.
– Diles que estén preparados a las siete.
– De acuerdo.
– Esto no tiene nada que ver con el accidente del avión, Larke.
– Lo sé. Pero se trata de cadáveres en mi estado. Se produjo otra larga pausa. Alcancé a escuchar la voz de un locutor y los gritos de ánimo de la multitud.
– Tempe, yo…
No le puse las cosas fáciles.
– Todo esto ha ido jodidamente lejos. Luego la línea quedó libre.
¿Qué cono significaba eso?
Yo tenía otras cosas de qué preocuparme.
Al día siguiente me levanté al amanecer y estaba en casa de Arthur a las siete y media. La escena del crimen se había transformado de la noche a la mañana. Ahora uno de los ayudantes de la sheriff Crowe estaba de guardia en la puerta cubierta de kudzu y había otros en las puertas delantera y trasera. Se había activado un generador y todas las luces de la casa estaban encendidas.
Cuando llegué, George estaba ayudando a McMahon a meter libros y papeles en varias cajas de cartón. Bobby estaba cubriendo la repisa de la chimenea con polvo blanco. Cuando me dirigía hacia la cocina, McMahon me guiñó un ojo y me deseó buena suerte.
Pasé los cuatro días siguientes como si fuese una minera, descendiendo al sótano al amanecer, subiendo al mediodía para tomar un bocadillo y una taza de café, para bajar luego otra vez hasta el anochecer. Habían instalado otro generador y numerosas lámparas para iluminar mi mundo subterráneo, de modo que no distinguía la noche del día.
Tommy Albright llegó a la casa en la mañana del día uno. Después de examinar y fotografiar el bulto con el cadáver que yo estaba segura de que correspondía a George Adair, envió el cuerpo al Hospital Regional Harris en Sylva.
Mientras Maggie trabajaba en la mancha de descomposición en el interior de la pared del patio, Stan me ayudaba a fotografiar el suelo del sótano. Luego exhumamos la sepultura del nicho, expusimos lentamente el cadáver y registramos la posición del cuerpo y el contorno de la tumba, mientras examinábamos cada partícula de tierra.
La víctima yacía boca abajo sobre una manta de lana gris, un brazo doblado debajo del pecho, el otro alrededor de la cabeza. El estado de descomposición era avanzado, los órganos se habían licuado, la cabeza y las manos se habían esqueletizado hacía tiempo Cuando los restos estuvieron completamente exhumados y documentados, comenzamos su traslado. Al transferir el cadáver a una bolsa advertí que la pernera izquierda del pantalón estaba doblada y la pierna estaba amputada debajo de la rodilla.
También noté fracturas concéntricas en la región temporoparietal derecha del cráneo. Unas grietas lineales cubrían los lados de la hendidura central, convirtiendo la zona en una tela de araña de huesos fragmentados.
– Realmente alguien se ensañó con este tío.
Stan había dejado de tamizar la tierra para observar el estado del cráneo.
– Sí.
Como sucedía siempre, la ira crecía en mi interior. La víctima había recibido un golpe que le había destrozado el cráneo y luego había sido arrojada a un agujero como el estiércol. ¿Qué clase de monstruo era capaz de hacer algo semejante?
Otro pensamiento atravesó mi furia.
Este cadáver había sido enterrado a pocos centímetros de la superficie. Aunque putrefacto, aún quedaba bastante tejido blando, lo que indicaba que la muerte era relativamente reciente. ¿Habría debajo otras víctimas más antiguas? ¿En otros nichos? Mantuve los ojos y la mente bien abiertos.
Maggie se reunió con nosotros en el sótano el día dos, después de haber excavado un cuadrado de tres metros a una profundidad de treinta centímetros alrededor y debajo de la mancha en la pared desmoronada del patio de la casa. Aunque el trabajo era aburrido, sus esfuerzos fueron recompensados. En el cedazo aparecieron dos dientes aislados.
Mientras Stan acababa de tamizar la tierra de la sepultura del nicho, Maggie y yo escudriñamos cada centímetro del suelo del sótano buscando objetos enterrados y diferencias en la densidad de la tierra. Encontramos ocho localizaciones sospechosas, dos en el nicho original, dos en la cámara principal y cuatro en un túnel sin salida en la parte oeste de la cámara.
A última hora de la tarde excavamos una zanja de experimentación en cada localización. De los puntos sospechosos en la cámara principal sólo conseguimos tierra estéril. En los otros seis puntos encontramos huesos humanos.
Les expliqué a Stan y Maggie cuál sería el procedimiento. Yo solicitaría la colaboración del departamento del sheriff para continuar con las fotografías y el tamizado de la tierra. Stan continuaría trabajando en el nicho. Maggie y yo comenzaríamos con las localizaciones del túnel.
Dirigía a mi equipo con objetividad profesional, la tranquilidad de mi voz y mi expresión impasible contradecían mi corazón desbocado. Era mi peor pesadilla. ¿Pero qué era esa pesadilla? ¿Cuántos otros cadáveres encontraríamos bajo tierra y por qué se encontraban allí?
Maggie y yo estábamos cavando en la primera de las dos alteraciones que presentaba el túnel cuando en la entrada apareció una figura, a medio camino entre nosotras y la luz que brillaba en la cámara principal. No alcanzaba a distinguir la silueta y me pregunté si un miembro del equipo de transporte venía a preguntarnos alguna cosa.
Un paso y lo supe.
Larke Tyrell se dirigió hacia mí, con pasos decididos y el porte erguido. Me levanté pero no le saludé.
– He intentado llamarte al móvil.
– La prensa me obligó a desconectarlo.
No insistió con esa tema.
– ¿Cuál es el recuento?
– Hasta ahora, dos cuerpos descompuestos y dos esqueletos. Hay presencia de huesos en al menos otras cuatro localizaciones.
Su mirada se desvió de mi rostro a los fosos donde Maggie y yo estábamos desenterrando esqueletos, todos tenían los miembros flexionados.
– Parecen sepulturas prehistóricas.
– Sí, pero no lo son.
Su mirada volvió a fijarse en mí.
– Tú lo sabrías.
– Sí.
– Tommy envió los dos cadáveres descompuestos al hospital Harris, pero no querrán destinar su sala de autopsias a esta investigación. Ordenaré que todo el material sea transferido al depósito provisional y que esa instalación se mantenga operativa todo el tiempo que consideres necesario.
No dije nada.
– ¿Lo harás?
– Por supuesto.
– ¿Tienes todo bajo control?
– Eso parece.
– Espero tu informe.
– Tengo una bonita caligrafía.
– Pensé que te gustaría saber que han identificado al último de los pasajeros de TransSouth Air.
– ¿Petricelli y los estudiantes en los asientos 22A y B?
– Petricelli, sí. Y uno de los estudiantes.
– ¿Sólo uno?
– Hace dos días el joven que debía ocupar el asiento 22B llamó a su padre desde Costa Rica.
– ¿No estaba en el avión?
– Cuando se encontraba en la sala de espera un tío le ofreció mil pavos por su tarjeta de embarque.
– ¿Por qué no se presentó antes?
– Estaba en medio de la selva y completamente incomunicado, no se enteró del accidente hasta que no regresó a San José. Luego estuvo dudando un par de días antes de llamar a casa porque sabía que la fiesta había acabado por echar el semestre por la borda.
– ¿Quién es el pasajero sustituto?
– El cabrón con menos suerte del universo.
Esperé.
– Un contable de Buckhead. Le encontramos a través de una huella dactilar del pulgar.
Me miró durante un momento que pareció interminable. Aguanté su mirada. La tensión entre nosotros era evidente.
– Éste no es el lugar, Tempe, pero es necesario que hablemos. Soy un hombre justo, pero he actuado injustamente contigo. Ha habido muchas presiones.
– Denuncias.
Aunque Maggie continuaba con los ojos fijos en el suelo, el ritmo de su rascador se alteró perceptiblemente. Sabía que estaba escuchando.
– Incluso la gente sensata toma decisiones imprudentes.
Después de decir eso, se marchó.
Nuevamente me pregunté qué quería decir. ¿Las decisiones imprudentes de quién? ¿Mías? ¿De él? ¿De alguna otra persona?
Las siguientes cuarenta y ocho horas transcurrieron con rascadores y pinceles y huesos humanos. Mi equipo cavaba y registraba los hallazgos mientras los ayudantes de Crowe sacaban la tierra y la tamizaban. Ryan me traía café y donuts y noticias del accidente aéreo. McMahon me traía información de las operaciones que se realizaban arriba. Le entregué el diario de la señora Veckhoff y le expliqué mis notas y teorías durante las pausas para almorzar.
Olvidé los nombres grabados en la piedra. Olvidé las extravagantes caricaturas que nos observaban en silencio desde las paredes y los techos. Olvidé las extrañas cuevas y cámaras subterráneas en las que estaba trabajando.
En total, recuperamos ocho cuerpos, el último de ellos en Halloween.
Al día siguiente supimos quién había volado en pedazos el avión de TransSouth Air.