Mientras yo estaba reunida con nuestro querido vicegobernador y sus amigos, los propietarios de un pequeño puerto deportivo, encontraban un cadáver.
Como de costumbre desde hacía años, Glenn e Irene Boynton se levantaron al amanecer y comenzaron con las tareas de la mañana, alquilaban equipos, vendían cebos, llenaban las neveras con hielo, bocadillos y latas de bebidas. Cuando Irene fue a inspeccionar una embarcación que había regresado tarde el día anterior, una extraña ondulación en la superficie del agua la llevó hasta el extremo del muelle. La mujer se quedó aterrorizada cuando dos ojos sin párpados le devolvieron la mirada.
Siguiendo las instrucciones que me había dado Lucy Crowe encontré el lago Fontana, luego el estrecho camino de tierra que llevaba hasta el puerto deportivo. Había dejado de llover, aunque encima de mi cabeza las hojas seguían goteando. Me dirigí hacia el lago a través de los charcos mientras los neumáticos levantaban una fina llovizna de agua y barro.
Cuando me acercaba al puerto deportivo vi una grúa, una ambulancia y un par de coches patrulla que iluminaban el aparcamiento con luces giratorias azules, rojas y amarillas. El pequeño puerto se extendía a lo largo de la orilla en el extremo más alejado del terreno. Consistía en una oficina-gasolinera-tienda de artículos diversos, alquilada y en un estado ruinoso, con estrechos muelles de madera que sobresalían del agua a ambos extremos. Una manga de viento ondeaba en una esquina de la construcción, sus brillantes colores daban vida a la brisa en abierto contraste con la lúgubre escena que se desarrollaba debajo.
Un ayudante del sheriff estaba interrogando en el muelle sur a una pareja con pantalones cortos tejanos y cazadoras de algodón con capucha. Sus cuerpos estaban tensos, los rostros del color de la masilla.
Crowe estaba en la escalera que llevaba a la oficina hablando con Tommy Albright, un patólogo del hospital que en ocasiones practicaba autopsias para el forense. Albright era un hombre flaco y arrugado con escaso pelo blanco peinado sobre la coronilla. Llevaba realizando incisiones desde el principio de los tiempos, pero nunca había trabajado con él.
Albright vio que me acercaba y extendió la mano.
Se la estreché y saludé a Crowe con un leve movimiento de la cabeza.
– Tengo entendido que conocía a la víctima.
Albright señaló con la cabeza en dirección a la ambulancia. Las puertas estaban abiertas, se podía ver una brillante bolsa de plástico blanco sobre una camilla plegable. Los bultos me indicaron que la bolsa ya estaba ocupada.
– La sacamos del agua justo antes de que se desatara la tormenta. ¿Quiere echar un rápido vistazo?
– Sí.
¡No! No quería hacer esto. No quería estar aquí. No quería identificar el cuerpo sin vida de Primrose Hobbs.
Caminamos hasta la ambulancia y subimos a la parte trasera. Aun con las puertas abiertas el olor era penetrante. Hice un esfuerzo para tragar.
Albright abrió la cremallera de la bolsa y un olor pestilente nos envolvió, un cóctel nauseabundo de barro estancado, algas, criaturas del lago y tejidos en estado de putrefacción.
– Calculo que llevaba en el agua dos o tres días. El cuerpo no está demasiado devorado.
Contuve el aliento y eché un vistazo al contenido de la bolsa.
Era Primrose Hobbs pero no lo era. Tenía el rostro inflado, los labios hinchados como los de un pez tropical en un acuario. La piel oscura se había desprendido en pequeños trozos, revelando el pálido interior de la epidermis, dándole al cuerpo una apariencia moteada. Los peces o las anguilas le habían devorado los párpados y mordisqueado la frente, las mejillas y la nariz.
– No habrá demasiados problemas para determinar la causa de la muerte -dijo Albright-. Tyrell, por supuesto, querrá una autopsia completa.
Las muñecas de Primrose estaban atadas con cinta adhesiva y vi que tenía un alambre fino incrustado en el cuello.
Sentí que una oleada de bilis me subía hasta la garganta.
– ¿Estrangulada?
Albright asintió.
– El cabrón pasó el alambre alrededor del cuello y luego hizo fuerza hacia atrás con alguna clase de herramienta. Muy efectivo para cortar la tráquea.
Me cubrí la nariz y la boca con la mano y me incliné sobre el cuerpo. Unas líneas dentadas marcaban un lado del cuello de Primrose, heridas de uñas que debió hacerse mientras luchaba por su vida con las manos atadas.
– Es ella -dije y salté fuera de la ambulancia. Necesitaba aire. Kilómetros y kilómetros de aire fresco y puro.
Corrí hasta el extremo más alejado del desierto muelle y me detuve un momento sujetándome con los brazos el estómago. Una embarcación gimió a lo lejos, el sonido aumentó por un momento y luego se fue apagando. Las olas llegaban a la arena bajo mis pies. Las ranas croaban desde la maleza que bordeaba la playa. La vida continuaba, indiferente a la muerte de una de sus criaturas.
Pensé en Primrose, recordé su andar renqueante durante nuestro último encuentro en el aparcamiento del depósito. Una mujer negra de sesenta y dos años con un título de enfermera, problemas de peso, habilidad con las cartas y debilidad por el pastel de ruibarbo. Sí. Algo sabía acerca de mi amiga.
Mi pecho se estremeció.
Calma.
La respiración era entrecortada.
Piensa.
¿Qué podría haber hecho, sabido o visto Primrose que desatara sobre ella una violencia tan horrible? ¿Acaso la habían asesinado por su relación conmigo?
Otro estremecimiento. Abrí la boca buscando aire. ¿O quizá estaba magnificando la importancia de mi papel? ¿Había sido casual la muerte de Primrose? Nosotros, los estadounidenses, somos los mayores productores mundiales de homicidios. ¿Habrían atado y estrangulado a Primrose Hobbs sólo para robarle su coche? Eso no tenía ningún sentido. Tampoco el estrangulamiento y la cinta adhesiva. Había sido un asesinato perfectamente planeado y ella era la víctima prevista. ¿Pero por qué?
Me volví al oír el ruido de puertas que se cerraban. Los enfermeros subían a la cabina de la ambulancia. Unos segundos más tarde el motor se puso en marcha y el vehículo enfiló el camino de tierra.
Adiós, vieja amiga. Si fui yo la causante de esto, por favor, por favor, perdóname. Me temblaba el labio inferior y lo mordí con fuerza.
No llorarás. Pero, ¿por qué no? ¿Por qué reprimir las lágrimas de dolor por una persona buena y generosa?
Miré hacia la otra orilla del lago. El cielo comenzaba a aclararse y la línea de pinos en la playa lejana se alzaban azules y oscuros contra los primeros rayos rosados del anochecer. En ese momento recordé algo más.
A Primrose Hobbs le encantaban las puestas de sol. Me quedé contemplando el crepúsculo y lloré hasta que me sentí furiosa. Más que furiosa. Sentía una ira incontenible que me quemaba por dentro.
Refrénala, Brennan. Úsala.
Juré solemnemente que encontraría las respuestas, me llené los pulmones de aire y recorrí el muelle hasta reunirme con Crowe y Albright.
– ¿Qué coche conducía? -pregunté.
Crowe consultó su cuaderno de notas.
– Un Honda Civic azul. Del noventa y cuatro. Matrícula de Carolina del Norte.
– No está aparcado en el Riverbank Inn.
Crowe me miró de un modo extraño.
– El coche podría estar de camino a Arabia Saudí en este momento -dijo Albright.
– Le dije que la víctima me estaba ayudando en mi investigación.
– Quiero hablar más tarde de eso con usted. -dijo Crowe.
– ¿Han encontrado algo aquí? -pregunté.
– Aún estamos buscando.
– ¿Huellas de neumáticos? ¿Pisadas?
Me di cuenta de que eran preguntas estúpidas tan pronto como salieron de mi boca. La lluvia seguramente habría borrado cualquier rastro.
Crowe sacudió la cabeza.
Examiné las camionetas y los todoterrenos dejados por los pescadores y los navegantes de fin de semana. Dos fuerabordas de cuatro metros con casco de aluminio flotaban en sus embarcaderos.
– ¿Hay algún amarre permanente en el puerto?
– Es un negocio únicamente de alquiler. -Eso significa que un montón de gente entra y sale todos los días. Un lugar muy concurrido para deshacerse de un cuerpo.
– Los botes de alquiler deben estar de regreso a las ocho de la tarde. Aparentemente las cosas se calman después de esa hora.
Señalé a la pareja con los rostros de masilla descolorida. Ahora estaban solos en el muelle, con las manos en los bolsillos, sin saber qué debían hacer a continuación.
– ¿Son los propietarios de este lugar?
– Glenn e Irene Boynton. Dicen que se quedan aquí todos los días hasta las once de la noche y regresan a las seis de la mañana. Viven un poco más arriba de la carretera.
Crowe hizo una seña hacia el camino de tierra.
– Dicen que vienen coches por la noche. Les preocupa que los chicos se metan con sus botes. Ninguno de los dos ha oído o visto nada en los últimos tres días. Aunque es una información que no tiene valor. Cualquiera se cuidaría muy bien de anunciar que está utilizando tu muelle para enviar un cadáver al fondo del mar.
Sus ojos recorrieron el paisaje y volvieron a concentrarse en mí.
– Pero tiene razón. Ésta sería una mala elección. Aproximadamente a un kilómetro de aquí hay una pequeña carretera que llega hasta la playa. Pensamos que fue allí donde arrojaron el cuerpo.
– Dos, tres días parece demasiado tiempo para que la corriente haya arrastrado el cuerpo hasta aquí -añadió Albright-. Es posible que hayan lastrado el cuerpo.
– ¿Lastrado? -exclamé, furiosa por su insensibilidad.
– Lo siento. Es un viejo término maderero. Se refiere a los tocones sumergidos.
Tenía miedo de hacer la siguiente pregunta.
– ¿La atacaron sexualmente?
– Estaba vestida y llevaba la ropa interior en su sitio. Buscaré rastros de semen, pero lo dudo.
Los tres permanecimos en silencio en medio de la creciente oscuridad. Detrás de nosotros, los muelles crujían y se movían al influjo de las olas. Una brisa fría llegaba desde el mar, en el aire flotaba un inconfundible olor a pescado y gasolina.
– ¿Por qué estrangularía nadie a una mujer mayor?
Aunque hablaba en voz alta, la pregunta era en realidad para mí y no para mis acompañantes.
– ¿Por qué estos cabrones enfermos hacen cualquiera de las cosas que hacen? -contestó Albright.
Les dejé y eché andar hacia el coche de Ryan. La ambulancia y la grúa ya se habían ido, pero los coches patrulla seguían en su sitio, arrojando su titilante luz azul a través del terreno lleno de lodo. Me senté un momento, contemplé los centenares de huellas que habían dejado las pisadas de los enfermeros, los mecánicos, los policías, el patólogo y yo misma. El escenario del último desastre de Primrose.
Hice girar la llave del contacto y regresé a Bryson City con las mejillas bañadas en lágrimas.
Aquella noche, al comprobar los mensajes que tenía en el teléfono, encontré uno de Lucy Crowe. Le devolví la llamada y le conté todo lo que sabía de Primrose Hobbs, acabé con nuestra cita en el aparcamiento del depósito el domingo por la mañana.
– ¿Y ese pie y toda la documentación han desaparecido?
– Eso me dijeron. Primrose fue probablemente la última persona que los vio.
– Parker Davenport le dijo que ella firmó la salida de ese material. ¿Firmó también cuando devolvió el material?
– Buena pregunta.
– Hábleme de la seguridad.
– Todo el personal del DMORT y del Departamento del Forense posee credenciales de identificación, al igual que la gente de su departamento y del Departamento de Policía de Bryson City que trabaja en tareas de seguridad. Un guardia comprueba las credenciales de identificación en la valla que rodea el perímetro del depósito y dentro hay una hoja donde se firma la entrada y la salida del recinto. Todos los días llevas en tu credencial un punto de color diferente que representa un código específico.
– ¿Por qué?
– En caso de que alguien consiga manipular la credencial, no tiene forma de saber qué color utilizarán ese día.
– ¿Y después del trabajo?
– Ahora probablemente en el depósito hay una dotación más reducida, en su mayor parte personal encargado de archivos e informática, y algo de personal médico. Por la noche no queda nadie, excepto su ayudante o un policía de Bryson City.
Recordé al vicegobernador y la cinta de vídeo.
– En la puerta principal hay una cámara de vigilancia.
– ¿Qué puede decirme de los ordenadores?
– Cada usuario VIP posee una contraseña y sólo un número restringido de personas puede entrar o borrar los datos.
– Suponiendo que Hobbs lo hubiese devuelto, ¿dónde hubiese estado ese pie?
– Al acabar cada jornada todo el material se lleva a camiones frigoríficos con un cartel de «sin procesar», «en proceso» o «identificado», según cada caso. Todos y cada uno de los casos se localizan mediante un sistema de búsqueda informático.
– ¿Sería muy difícil entrar en el sistema?
– Hay crios del instituto que han conseguido entrar en el sistema informático del Pentágono.
Oía una conversación distante, como voces que se filtran a través de un agujero en el espacio.
– Sheriff, creo que Primrose Hobbs fue asesinada a causa de ese pie.
– O podría tratarse de un espécimen biológico.
– Una mujer examina un objeto que es motivo de disputas, ese objeto desaparece y la mujer es encontrada muerta tres días más tarde. Si no hay relación entre ambos hechos que baje Dios y lo vea.
– Estamos considerando todas las posibilidades.
– ¿Se sabe por qué nadie informó de su desaparición?
– Por lo visto una parte de la operación se está trasladando a Charlotte. Cuando Hobbs no se presentó en el depósito el lunes, sus compañeros pensaron que había ido allí. Los tíos de Charlotte supusieron que aún se encontraba en Bryson City. Ella solía llamar por teléfono a su hijo los sábados, de modo que él no podía saber que algo andaba mal.
Me pregunté por el hijo de Primrose. ¿Estaba casado? ¿Tendría hijos? ¿En el ejército? ¿Gay? ¿Estaban unidos madre e hijo? En ocasiones, mi trabajo me convierte en la portadora de las noticias más terribles. En una sola visita, las familias quedan hechas pedazos, sus vidas alteradas para siempre. Pete había dicho que la mayoría de los oficiales de marina en la época de la guerra de Vietnam preferían entrar en combate con el enemigo que visitar un hogar de Estados Unidos para entregar una notificación de muerte. Compartía esos sentimientos de todo corazón.
Imaginé el rostro del hijo, inexpresivo al principio, confundido. Luego, al asimilarlo, la angustia, la tristeza y el dolor de una herida abierta. Cerré los ojos, en ese momento compartía su desesperación.
– Me dejé caer por el Riverbank Inn.
La voz de Crowe me devolvió a la realidad.
– Después de marcharme del puerto fui a hablar un rato con Ralph y Brenda -dijo-. Reconocieron que no habían visto a Hobbs desde el domingo, pero no lo consideraron extraño. Durante su estancia en el motel se había marchado dos veces sin avisar, de modo que esta vez supusieron que se había vuelto a marchar.
– ¿Marcharse adónde?
– Pensaron que había ido a visitar a su familia.
– ¿Y?
– Su habitación indicaba otra cosa. Todo seguía allí, el cepillo de dientes, el hilo dental, la crema para la cara, las cosas que una mujer lleva cuando viaja. Su ropa seguía en el armario, la maleta estaba abierta debajo de la cama. En la mesilla de noche encontramos la medicación que tomaba para la artritis.
– ¿Bolso? ¿Llaves del coche?
– Nada. Parece que se marchó de la habitación por su cuenta, pero no pensaba pasar la noche fuera.
Crowe escuchó con atención cuando le describí mi visita al motel, sin escatimar ningún detalle excepto mis intentos de irrumpir por la fuerza en la habitación de Primrose.
– ¿Por qué supone que Ralph entró en su habitación?
– Su intuición puede haber sido acertada. Curiosidad. O tal vez sabe más de lo que dice. Tal vez quería sacar algo de la habitación. Aún no lo sé, pero estaremos vigilando al señor Stover. También hablaremos con cualquiera que conociera a la víctima, buscaremos testigos que pudieran haberla visto durante el tiempo que estuvo desaparecida. Ya conoce la rutina.
– Reunir a los sospechosos habituales.
– En el condado de Swain no son muchos.
– ¿Había alguna cosa en su habitación que aclarase adónde podría haber ido? ¿Una dirección? ¿Un mapa? ¿Algún comprobante de peaje?
Se oyó un zumbido en la línea.
– Encontramos dos números junto al teléfono.
Mientras leía los dígitos se me hizo un nudo en el estómago.
El primero de los números correspondía a High Ridge House. El segundo al móvil que llevaba sujeto en el cinturón.
Una hora más tarde estaba acostada en la cama tratando de clasificar y evaluar la información que tenía.
Hecho: el pie misterioso no pertenecía a Daniel Wahnetah. Posibilidad: el pie procedía de un cadáver en la casa amurallada. La mancha de tierra contenía ácidos grasos volátiles. Algo se había descompuesto en ese lugar. Posibilidad: el pie procedía del vuelo 228 de TransSouth Air. Recipientes con muestras y otras partes del cuerpo con problemas habían sido recuperadas cerca del lugar del accidente.
Hecho: el pie y el dossier completo habían desaparecido. Posibilidad: Primrose Hobbs había conservado ese material. Posibilidad: Primrose Hobbs había devuelto el material, que luego fue sustraído por otra persona.
Hecho: los restos de Jean Bertrand y Pepper Petricelli no habían sido identificados. Posibilidad: ninguno de ellos estaba en el avión. Posibilidad: tanto el detective como su prisionero estaban a bordo del aparato y sus cuerpos fueron pulverizados por la explosión.
Hecho: Jean Bertrand era ahora un sospechoso.
Hecho: un testigo afirmaba haber visto a Pepper Petricelli al norte del estado de Nueva York. Posibilidad: Bertrand se había pasado al otro bando. Posibilidad: Bertrand había sido asesinado.
Hecho: me habían acusado de robar pruebas. Posibilidad: ya no confiaban en mí debido a mi relación con Andrew Ryan, el compañero de Jean Bertrand en la Süreté de Quebec. Posibilidad: me habían escogido como chivo expiatorio para impedir que participase en la investigación. ¿Pero qué investigación, el accidente del avión o la casa amurallada? Posibilidad: yo corría peligro. Alguien había intentado arrollarme con un coche y había registrado mi habitación.
Una punzada de temor. Contuve el aliento, escuchando. Silencio.
Hecho: Primrose Hobbs había sido asesinada. Posibilidad: su muerte había sido un acto de violencia fortuito. Más probablemente: su muerte estaba relacionada con el pie desaparecido.
Hecho: Edward Arthur obtuvo la propiedad de Running Goat Branch en 1933 a través de su matrimonio con Sarah Livingstone. Alquiló el lugar como sitio de acampada, luego construyó una cabaña, le vendió la tierra en 1949 a un hombre llamado Prentice Dashwood, pero el título de la propiedad quedó registrado a nombre del Grupo de Inversiones H amp;F, Sociedad Limitada. Arthur no había construido ningún patio y tampoco había levantado paredes de piedra. ¿Quién era Prentice Dashwood?
Encendí la lámpara de la mesilla de noche, busqué el fax de Delaware que me había dejado McMahon y regresé a la cama tiritando. Me metí debajo de las mantas y releí la lista de nombres.
W. G. Davis, F. M. Payne, C. A. Birkby, F. L. Warren, P. H. Rollins, M. P. Veckhoff.
El único nombre que me resultaba remotamente familiar era el de Veckhoff. Un tío de Charlotte llamado Pat Veckhoff había sido senador de Carolina del Norte durante dieciséis años. Murió súbitamente el pasado invierno. Me pregunté si habría alguna relación con el M. P. Veckhoff que figuraba en la lista.
Apagué la luz y permanecí en la oscuridad buscando alguna conexión entre las cosas que sabía. Era inútil. Las imágenes de Primrose seguían alterando mi concentración.
Primrose sentada delante de su ordenador, con las gafas en la punta de la nariz. Primrose en el aparcamiento. Primrose en el escenario de un accidente aéreo, 1997, Kingston, Carolina del Norte. Primrose al otro lado de una mesa de cartas, jugando al póquer. Primrose en Charlotte. La cafetería del Hospital Presbiteriano. Yo estaba comiendo una pizza vegetal hecha con guisantes y espárragos de lata. Recordaba que la pizza sabía fatal, pero no por qué había conocido a Primrose allí.
Primrose metida en una bolsa de plástico.
¿Por qué, Dios mío?
¿Fue cuidadosamente escogida, investigada, acechada y luego asesinada como parte de un complicado pían? ¿O fue elegida por casualidad? El impulso de alguna mente enferma. El primer Honda azul. La cuarta mujer que salga del centro comercial. El próximo negro. ¿La muerte formaba parte del plan o las cosas se complicaron, fuera de control hasta alcanzar una situación irreversible?
La violencia contra las mujeres no es un fenómeno reciente. Los huesos de mis hermanas cubren la historia y la prehistoria. La tumba masiva en Cahokia. El cenote sagrado en Chichén Itzá. La muchacha de la edad de hierro en la ciénaga, el pelo rapado, con los ojos vendados y atada.
Las mujeres están acostumbradas a ser precavidas. Caminar más rápido al oír pasos a su espalda. Mirar a través de la mirilla antes de abrir la puerta. Colocarse junto a los botones en un ascensor vacío. Temer a la oscuridad. ¿Fue Primrose simplemente una más del desfile de víctimas femeninas?
¿A quién intentaba engañar? Conocía el motivo. No tenía absolutamente ninguna duda.
Primrose había sido asesinada porque respondió a una solicitud. Mi solicitud. Ella había aceptado un fax, tomado medidas y proporcionado datos. Ella me había ayudado y, al hacerlo, había amenazado a alguien.
Yo la había implicado en la investigación y alguien la había asesinado por ello. La culpa y la pena me pesaban físicamente, me aplastaban el pecho.
¿Pero de qué modo había representado Primrose una amenaza? ¿Había descubierto alguna cosa que yo ignoraba? ¿Había comprendido la importancia de ese hallazgo o no se había dado cuenta de su importancia? ¿La habían silenciado por lo que sabía o por lo que alguien temía que pudiese descubrir?
¿Y qué pasaba conmigo? ¿Representaba yo también una amenaza para algún chiflado homicida?
Mis pensamientos fueron interrumpidos por un suave gemido que llegaba desde abajo. Aparté las mantas, me puse tejanos y una camiseta y las náuticas. Luego recorrí la casa de puntillas y salí por la puerta trasera.
Boyd estaba sentado junto a su perrera, la nariz apuntaba hacia el cielo estrellado. Al verme se levantó de un salto y comenzó a menear la mitad posterior del cuerpo. Luego corrió hacia la valla metálica y adoptó una postura de bípedo. Apoyándose en las patas delanteras estiró el cuello y lanzó una serie de aullidos.
Extendí la mano y le acaricié la cabeza. Me lamió la mano, mareado de excitación.
Cuando entré en su recinto y le puse la correa, Boyd se volvió hiperactivo, girando sobre sí mismo y levantando tierra con las patas.
– Tranquilo. -Apunté un dedo hacia su hocico-. Esto va contra las reglas.
Me miró con la lengua colgando, las cejas bailaban sobre los ojos brillantes. Le llevé a través del prado y entramos en la casa.
Momentos más tarde ambos yacíamos en la oscuridad, Boyd en la alfombra junto a mi cama. Le oí suspirar cuando apoyó el hocico sobre las patas delanteras.
Me dormí con la mano apoyada en su cabeza.