Capítulo 22

Después de abandonar el cementerio regresé a High Ridge House, dejé a Boyd en su perrera y subí a mi habitación, ignorando que tendría la velada telefónica más agitada desde los tiempos del instituto.

Apenas encendí el aparato recibí una llamada de Pete.

– ¿Cómo está el Gran B?

– Disfrutando de la comida y la fauna de la montaña. ¿Estás de vuelta en Charlotte?

– Colgado en el estado Hoosier [14]. ¿Está poniendo a prueba tu paciencia?

– Boyd tiene una manera muy original de ver la vida.

– ¿Alguna novedad?

Le hablé de Primrose.

– Oh, cariño. Realmente lo siento mucho. ¿Tú estás bien?

– Lo estaré -mentí-. Hay más.

Hice un resumen del interrogatorio al que me había sometido Davenport y enumeré las quejas que el vicegobernador tenía intención de presentar.

– Suena a una jodida jugada de las clases influyentes de la comunidad.

– No intentes impresionarme con la jerga legal.

– Todo esto debe tener una motivación política. ¿Alguna idea de por qué lo hacen?

– A Davenport no le gusta mi peinado.

– A mí sí. ¿Has descubierto alguna otra cosa sobre el pie?

Le hablé de la edad histológica estimada, de la clasificación racial y acerca de los todavía desaparecidos Daniel Wahnetah y Jeremiah Mitchell.

– Mitchell parece el mejor candidato para el pie.

Le describí a Pete la fotografía tomada durante los funerales de Charlie Wayne Tramper y le hablé de la llamada que había hecho a Raleigh.

– ¿Por qué te mentiría Midkiff acerca de una excavación?

– A él tampoco le gusta mi peinado. ¿Debería buscarme un abogado?

– Ya tienes uno.

– Gracias, Pete.

Luego le tocó el turno a Ryan. McMahon y él habían acabado tarde y regresarían al lugar donde estaban montando el avión al amanecer, de modo que pasarían la noche en Asheville.

– ¿Problemas con el teléfono?

– La prensa y la televisión están oliendo sangre, de modo que tuve que apagarlo. Además, pasé la mayor parte del día en la biblioteca pública.

– ¿Aprendiste algo?

– La vida en las montañas es muy dura para la gente mayor.

– ¿Qué quieres decir?

– No lo sé. Por lo visto un montón de ancianos se ahogaron, congelaron o acabaron formando parte de la cadena alimenticia por estos alrededores. Prefiero la llanura, gracias. ¿Qué me dices de la investigación?

– Los tíos encargados de los restos químicos están encontrando algunos vestigios extraños.

– ¿Explosivos?

– No necesariamente. Mañana tendré más información para darte.

– ¿Han encontrado a Bertrand y a Petricelli?

– No.

En ese momento recibí una llamada de Lucy Crowe y me despedí de Ryan. Tenía poco que añadir a lo que ya sabíamos y no había conseguido la orden de registro.

– La fiscal del distrito no quiere parecer más lista que el magistrado sin tener pruebas más sólidas.

– ¿Qué diablos quiere esta gente? ¿A la señorita Escarlata en la biblioteca con un candelabro en la mano?

– Opina que es contradictorio.

– ¿Contradictorio?

– El perfil VFA dice que algo murió durante el verano. Mitchell desapareció en febrero. La señora fiscal está convencida de que la mancha pertenece a un animal. Dice que no se puede arrestar a un ciudadano por sazonar carne en su patio trasero.

– ¿Y el pie?

– Pertenece a una de las víctimas del accidente aéreo.

– ¿Alguna novedad sobre el asesinato de Primrose?

– Parece que Ralph Stover no es ningún paleto. El caballero posee una compañía en Ohio y es dueño de las patentes de varios microchips. En el ochenta y seis, Ralph experimentó una metamorfosis después de haber sufrido un problema cardíaco. Vendió sus posesiones por un montón de pasta y compró el Riverbank. Desde entonces es el propietario de un motel rural.

– ¿Algún antecedente policial?

– Dos infracciones por conducir sin carnet en los años setenta. Aparte de eso, el tío está limpio.

– ¿Todo esto tiene sentido para usted?

– Tal vez vio demasiadas reposiciones de Newheart y soñaba con ser el dueño de una posada en el campo.

La siguiente llamada fue de mi amigo en Oak Ridge. Laslo Sparkes me preguntó si estaría disponible a la mañana siguiente. Quedamos en encontrarnos a las nueve. Bien. Tal vez tuviese más resultados de las muestras de tierra.

La última llamada fue de mi jefe de departamento. Empezó disculpándose por su brusquedad durante nuestra conversación del martes por la noche.

– Mi hija de tres años metió al gato en la secadora después de que se cayera en el váter. Mi esposa acababa de rescatar al pobre animal y todo el mundo estaba histérico. Los niños lloraban. Mi esposa lloraba mientras intentaba que el gato respirara.

– Qué horrible. ¿Se encuentra bien?

– El pobre animal se ha recuperado, pero no creo que vea muy bien.

– Lo superará.

Hubo una pausa. Podía oír su respiración contra el auricular.

– Bien, Tempe, no hay una manera fácil de hacerlo, de modo que me limitaré a decirlo. El rector me pidió que me reuniese hoy con él. Ha recibido una queja formal de tu comportamiento durante la investigación del accidente aéreo y ha decidido suspenderte hasta que se lleve a cabo una investigación a fondo.

Permanecí en silencio. Nada de lo que estaba haciendo en Bryson City estaba bajo los auspicios de la universidad, pero seguía en nómina.

– Con tu sueldo, naturalmente. Dice que no cree una sola palabra de todo esto pero que no tiene otra alternativa.

– ¿Por qué no? -Ya conocía la respuesta.

– Teme la publicidad negativa, siente que debe proteger la universidad. El vicegobernador está dirigiendo personalmente este caso y te aseguro que ha sido como tener un grano en el culo.

– Y, como todo el mundo sabe, la universidad recibe sus fondos del gobierno. -Mi mano aferraba el teléfono con fuerza.

– Intenté todos los argumentos que se me ocurrieron, Tempe. No quiere arriesgarse.

– Gracias, Mike.

– Serás bienvenida en el departamento cuando te apetezca. Podrías presentar un pliego de descargo.

– No. Primero resolveré esto.

Celebré mi ritual habitual de todas las noches con pasta de dientes, jabón, aceite de Olay, crema de manos. Limpia e hidratada, apagué las luces, me acurruqué debajo del edredón y grité con todas mis fuerzas. Luego me abracé las rodillas contra el pecho y, por segunda vez en dos días, comencé a llorar.

Era hora de dejarlo. No soy una desertora, pero tenía que enfrentarme a la realidad. No iba a ninguna parte. No había encontrado nada que fuese lo bastante persuasivo como para conseguir una orden de registro, apenas si había descubierto nada en la casa del bosque o en los periódicos viejos. Había robado material de la biblioteca pública y casi allanado la habitación de un motel.

No merecía la pena. Podía disculparme ante el vicegobernador, renunciar al DMORT y regresar a mi vida normal.

Mi vida normal.

¿Cuál era mi vida normal? Autopsias. Exhumaciones. Víctimas de catástrofes.

Me preguntan continuamente por qué elegí una profesión tan morbosa. Por qué trabajo con cuerpos mutilados y descompuestos.

Con el tiempo y la reflexión he llegado a comprender los motivos. Quiero ser útil tanto a los vivos como a los muertos. Los muertos tienen derecho a ser identificados. A que sus historias tengan un final y a ocupar el lugar que se merecen en nuestros recuerdos. Si murieron a manos de otro ser humano, también tienen el derecho a pedir cuentas a esas manos.

Los vivos también merecen nuestro apoyo cuando la muerte de otro altera sus vidas. El padre desesperado por recibir noticias de un hijo desaparecido. La familia esperanzada por disponer de los restos encontrados en Iwo Jima o Chosin o Hué. Los campesinos desnudos en una tumba colectiva de Guatemala o Kurdistán. Las madres, los maridos, los amantes y los amigos asustados ante la identificación de los cadáveres en las Smoky Mountains. Ellos tienen derecho a la información, a las explicaciones, y también derecho a que las manos asesinas sean llevadas ante la justicia.

Es por esas víctimas y por sus familiares que extraigo de los huesos historias postumas. Los muertos seguirán muertos, cualesquiera que sean mis esfuerzos, pero tiene que haber respuestas y responsabilidades. No podemos vivir en un mundo que acepta la destrucción de la vida sin que haya explicaciones ni consecuencias.

Una violación del código ético, naturalmente, significaría el final de mi carrera en el campo forense. Si el vicegobernador del estado conseguía su propósito, yo no podría seguir ejerciendo mi profesión. Un experto bajo sospecha de falta de ética es un fracaso anunciado en un interrogatorio ante un tribunal. ¿Quién podría confiar en cualquier opinión mía?

La ira reemplazó a la autocompasión. No me expulsarían de la práctica forense por acusaciones e insinuaciones infundadas. No podía arrojar la toalla. Tenía que demostrar que estaba en lo cierto. Me lo debía a mí misma. Y más aún, se lo debía a Primrose Hobbs y a su pobre hijo.

¿Pero cómo?

¿Qué podía hacer?

Di vueltas en la cama como aquella pobre araña bajo la lluvia que destrozaba su tela. Mi mundo estaba siendo atacado por fuerzas mucho más poderosas y carecía del poder necesario para resistir.

Finalmente conseguí conciliar el sueño pero no supuso alivio ninguno.

Cuando estoy agitada mi cerebro convierte los pensamientos en collages psicodélicos. Durante toda la noche, un montón de imágenes inconexas flotaron en mi cabeza entrando y saliendo.

Me encontraba en el depósito provisional, clasificando partes del cuerpo. Ryan pasaba velozmente junto a mí. Le llamaba preguntándole qué había pasado con el pie. Pero él seguía su camino. Intentaba alcanzarle, pero mis pies se negaban a moverse. Seguía gritando, extendía los brazos pero él se alejaba cada vez más.

Boyd corría alrededor de un cementerio con una ardilla muerta colgando de su boca.

Willow Lynette Gist y Jonas Mitchell posaban para una fotografía de boda. La novia cherokee llevaba en las manos el pie que yo había rescatado de los coyotes.

El juez Henry Arlen Preston intentaba darle un libro a un hombre mayor. El anciano comenzaba a alejarse pero Preston le seguía, insistiendo en que aceptara el regalo. El anciano se volvía y Preston dejaba caer el libro al suelo. Boyd lo cogía y echaba a correr por un largo camino de grava. Cuando conseguía sujetarle y quitarle lo que llevaba en la boca, ya no se trataba de un libro sino de una lápida de piedra con el nombre de «Tucker Adams» grabado en la pulida superficie, y 1943, el año en que ambos murieron, uno de ellos un eminente ciudadano y el otro un hombre anónimo.

Simon Midkiff sentado en una silla en el taller de P amp; T. Junto a él había un hombre con largas trenzas grises y una cinta para el pelo cherokee.

– ¿Por qué estás aquí? -me preguntaba Midkiff.

– No puedo conducir -contestaba-. Ha habido un accidente. Han muerto muchas personas.

– ¿Birkby ha muerto? -preguntaba trenzas grises.

– Sí.

– ¿Han encontrado a Edna?

– No.

– Tampoco me encontrarán a mí.

El rostro de trenzas grises se convertía en el de Ruby McCready, luego en los rasgos hinchados de Primrose Hobbs.

Comencé a gritar y me incorporé en la cama. Mis ojos buscaron el reloj. Las cinco y media.

Aunque la habitación estaba helada, tenía la espalda empapada de sudor y el pelo pegado a la frente. Aparté el edredón y corrí de puntillas al cuarto de baño a beber un poco de agua. Me miré al espejo y me pasé el vaso frío por la frente húmeda.

Regresé al dormitorio y encendí la luz. La ventana aún estaba opaca por la tenue oscuridad que anuncia el amanecer. En las esquinas del cristal, el frío formaba telas de araña heladas.

Me puse calcetines y un suéter, cogí el cuaderno de notas y me instalé en la mesa. Después de partir en tres varias hojas, comencé a apuntar las imágenes de mi sueño.

Henry Arlen Preston. El pie de los coyotes. El anciano de trenzas grises con el tocado cherokee. ¿Era Charlie Wayne Tramper? Escribí el nombre seguido de un signo de interrogación. Edna Farrell. Tucker Adams. Birkby. Jonas y Willow Mitchell. Ruby McCready. Simon Midkiff.

A continuación añadí lo que sabía de cada uno de esos personajes.

Henry Arlen Preston: fallecido en 1943. Ochenta y nueve años. Abogado, juez, escritor. Pájaros. Padre de familia.

Pie de los coyotes: varón mayor. Antepasados indios. Altura aproximada metro ochenta. Muerto el último verano. Encontrado cerca de la propiedad Arthur/H amp;F. ¿Pasajero de TransSouth Air?

Charlie Wayne Tramper: cherokee. Fallecido en 1959. Setenta y cuatro años. Ataque de un oso. Midkiff y Davenport asistieron a sus funerales.

Edna Farrell: fallecida en 1949. Seguidora de la Santidad. Ahogada. Restos nunca recuperados.

Tucker Adams: nacido en 1871. Desaparecido y luego muerto, 1943.

Anthony Alien Birkby: fallecido en 1959. Accidente de circulación. C. A. Birkby en la lista de componentes de H amp;F.

Jonas Mitchell: afroamericano. Casado con Willow Lynette Gist. Padre de Jeremiah Mitchell.

Willow Lynette Gist: hija de Martha Rose Gist, ceramista cherokee. Madre de Jeremiah Mitchell. Muerta de tuberculosis, 1930.

Aunque no había aparecido en mi sueño, decidí incluir también a Jeremiah Mitchell. Afroamericano cherokee. Nacido en 1929. Solitario. Desaparecido en febrero pasado.

Ruby McCready: viva y en buen estado de salud. Esposo Enoch fallecido en 1986.

Simon Midkiff: doctorado por la Universidad de Oxford, 1955. Universidad de Duke, 1955 a 1961. Universidad de Tennessee, 1961 a 1968. Asistió a los funerales de Tramper en 1959. Conocía a Davenport (o, al menos, se encontraba en el mismo funeral). Mintió cuando dijo que trabajaba para el Departamento de Recursos Culturales.

Cuando acabé de apuntar todos los datos extendí las hojas sobre la mesa y las estudié detenidamente. Luego comencé a ordenarlas siguiendo diferentes criterios, empezando por el género. Los dos montones estaban desequilibrados, el más pequeño contenía sólo a Edna Farrell, Willow Lynette Gist y Ruby McCready. Decidí crear una ficha para Martha Rose Gist. Nada parecía relacionar a las cuatro mujeres.

Luego lo intenté por razas. Charlie Wayne Tramper y el linaje Gist-Mitchell fueron a parar a un montón, junto con el pie de los coyotes. Comencé a trazar un cuadro y uní a Jeremiah Mitchell con el pie.

Edad. Nuevamente me asombró la cantidad de gente mayor. Aunque Henry Arlen Preston se las había ingeniado para morir en la cama, una circunstancia apropiada, tal vez, para un distinguido juez, muy pocos de la lista había disfrutado del mismo lujo. Tucker Adams, setenta y dos. Charlie Wayne Tramper, setenta y cuatro. Jeremiah Mitchell, setenta y dos. Decidí crear una ficha para el pescador desaparecido, George Adair, sesenta y siete. Todos eran mayores.

La luz de la ventana estaba cambiando de negro a amarillo. Decidí hacer una clasificación por fechas de nacimiento. Nada. Lo intenté con las fechas de sus fallecimientos.

El juez Henry Arlen Preston había muerto en 1943. Según lo que podía leerse en su lápida, Tucker Adams también había fallecido en 1943. Recordé el artículo en primera plana que había aparecido sobre Preston y la breve nota interior dando cuenta de la desaparición de Tucker Adams menos de una semana más tarde. Coloqué ambas fichas juntas.

A. Birkby había muerto en 1959. Charlie Wayne Tramper lo hizo ese mismo año. ¿Cuándo se había producido el accidente que le costó la vida a Birkby? El mismo mes de la desaparición de Charlie Wayne.

Vaya.

Coloqué ambas hojas juntas.

Edna Farrell había muerto en 1949. ¿No se había ahogado alguien más el día anterior?

Sheldon Brodie, profesor de biología en la Universidad Estatal de los Apalaches. El cuerpo de Brodie pudo ser encontrado. No así el de Edna.

Hice una ficha para Brodie y la coloqué junto con la correspondiente a Edna Farrell.

Miré los tres montones que había hecho con las improvisadas fichas. ¿Se trataba acaso de una pauta? ¿Alguien muere o es asesinado a los pocos días de que se haya producido otra muerte? ¿Estaban muriendo a pares?

Comencé una lista de preguntas.

¿La edad de Edna Farrell?

Otra persona muerta ahogada antes que ella. Pastel de fresas. ¿Edad? ¿Fecha?

¿Causa de la muerte de Tucker Adams?

Jeremiah Mitchell, febrero. George Adair, septiembre. ¿Otros?

La habitación tenía el color del sol naciente y podía oír el canto de los pájaros a través de la ventana cerrada. Un rectángulo de luz caía sobre la mesa, iluminando mis preguntas y notas garabateadas.

Miré las fichas emparejadas y sentí que había algo más. Algo importante. Algo que mi inconsciente no había tenido tiempo de colocar en el collage.


Laslo estaba devorando galletas y salsa de carne cuando llegué al restaurante Everett Street. Pedí tortitas de maíz, zumo y café. Mientras comíamos, Laslo me habló de la conferencia a la que asistiría en la Universidad de Carolina del Norte-Ashevillé. Yo le hablé de los problemas de Lucy Crowe para conseguir una orden de registro.

– De modo que esos buenos chicos se muestran escépticos -dijo, haciendo una seña a la camarera para indicarle que había terminado.

– Y las chicas. El fiscal de distrito es una mujer.

– Entonces esto tal vez no nos ayude.

Sacó un papel de su maletín y me lo dio. Mientras lo leía la camarera volvió a llenar las tazas de café. Cuando acabé de leer el documento levanté la vista.

– Básicamente el informe coincide con lo que me dijiste el lunes en el laboratorio.

– Sí. Excepto la parte que se refiere a las concentraciones de ácidos caproico y heptanoico.

– La conclusión es que esas cantidades parecen inusualmente elevadas.

– Así es.

– ¿Y qué significa eso?

– Habitualmente los niveles elevados de los AGV de cadenas más largas significan que el cadáver ha estado expuesto al frío, o que experimentó un período de decreciente actividad de insectos y bacterias.

– ¿Altera eso de alguna manera tu cálculo del tiempo transcurrido desde la muerte?

– Sigo pensando que la descomposición comenzó a finales del verano.

– ¿Entonces cuál es el significado?

– No estoy seguro.

– ¿Pero es algo normal?

– En realidad no.

– Genial. Eso servirá para convertir a los incrédulos.

– Tal vez esto nos resulte más útil. -Sacó de su maletín un pequeño frasco de plástico-. Encontré esto cuando estaba filtrando el resto de la muestra de tierra que me trajiste.

El recipiente contenía una pequeña astilla blanca, del tamaño de un grano de arroz. Quité la tapa del frasco, coloqué el diminuto objeto en la palma de la mano y lo examiné con cuidado.

– Es un fragmento de la raíz de un diente -dije.

– Eso fue lo que yo pensé, de modo que no lo traté con ninguna sustancia, sólo le quité la tierra.

– ¡Joder!

– Eso fue lo que pensé.

– ¿Lo examinaste bajo el microscopio?

– Sí.

– ¿Qué aspecto tenía la pulpa?

– Estaba a rebosar.

Laslo y yo firmamos los impresos para poder quedarme con las pruebas, volví a tapar el frasco y lo metí dentro de mi maletín.

– ¿Puedo pedirte un último favor?

– Por supuesto.

– Si mi coche ya está reparado, ¿podrías ayudarme a devolver el que estoy conduciendo y luego llevarme hasta el taller donde dejé el mío?

– No hay problema.

Cuando llamé al taller de P amp; T se había producido el milagro: la reparación estaba terminada. Laslo me siguió hasta High Ridge House, me llevó a P amp; T y luego siguió viaje a Asheville para asistir a la conferencia. Después de una breve discusión sobre bombas y manguitos con una de las letras, pagué la factura y me puse al volante.

Antes de abandonar el taller, encendí el teléfono, busqué un número en la agenda y pulsé «marcar».

– Laboratorio Criminal del Departamento de Policía de Charlotte-Mecklenburg.

– Con Ron Gillman, por favor.

– ¿Quién le llama, por favor?

– Tempe Brennan.

Ron se puso al teléfono pocos segundos después.

– La tristemente célebre doctora Brennan.

– Te has enterado.

– Oh, sí. ¿Te tomaremos las huellas y formularemos los cargos contra ti aquí?

– Muy divertido.

– Supongo que no lo es. Ni siquiera preguntaré si hay algo de cierto. ¿Estás consiguiendo que se aclaren las cosas?

– Lo estoy intentando. Tal vez necesite un favor.

– Dime.

– Tengo un fragmento de diente y necesito un perfil de ADN. Luego quiero que compares ese perfil con otro que tú realizaste de la muestra de un hueso procedente del accidente del avión de TransSouth Air. ¿Puedes hacerlo?

– No veo por qué no.

– ¿Cuándo?

– ¿Es urgente?

– Mucho.

– Le daré prioridad. ¿Cuándo puedes entregarme la nueva muestra?

Miré el reloj.

– A las dos.

– Llamaré ahora al departamento de ADN para agilizar el trámite. Te veré a las dos.

Puse el coche en marcha y me incorporé al tráfico. Antes de abandonar Bryson City tenía que hacer un par de cosas más.

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