Doctora Brennan,
Soy una mujer mayor e inútil. Nunca tuve un empleo y tampoco desempeñé ninguna función pública. No he escrito ningún libro ni he diseñado ningún jardín. No tengo talento para la poesía, la pintura o la música. Pero durante todos los años de mi matrimonio fui una esposa fiel y obediente. Amaba a mi esposo y le apoyé de manera incondicional. Era el papel que mi educación me había reservado.
Martin Patrick Verckhofffue un buen administrador, un padre amante y un honesto hombre de negocios. Pero, cuando me siento, en la soledad de otra noche de insomnio, las preguntas me invaden. ¿Había otro aspecto en el hombre con el que viví casi sesenta años? ¿Había cosas que no estaban bien?
Le envío un diario que mi esposo guardaba bajo llave. Las esposas tienen una forma especial de hacer las cosas, doctora Brennan, las esposas que están solas y con tiempo libre. Encontré el diario hace varios años, volvía a él una y otra vez, escuchaba, seguía las noticias. Permanecí callada.
El hombre que murió cuando iba al funeral de Pat era Roger Lee Fairley. La nota necrológica incluye la fecha. Lea el diario. Lea los recortes de los periódicos.
No estoy segura de qué significa todo eso, pero su visita me asustó. Estos últimos días he estado mirando dentro de mi alma. Es suficiente. Ya no puedo soportar una noche más sola con el miedo.
Soy vieja, pronto moriré. Pero le pido sólo una cosa. Si mis sospechas resultan ser correctas, no deshonre a nuestra hija.
Le pido disculpas por mi comportamiento el viernes pasado.
Con pesar,
Marion Louise Willoughby Veckhoff
Ardía de curiosidad, comprobé el sistema de seguridad, me preparé una taza de té y llevé todo el material a mi estudio. Después de buscar un bolígrafo y un cuaderno de notas, abrí el diario, saqué un sobre que encontré entre las páginas y vertí el contenido sobre el escritorio.
Numerosos recortes de periódicos se esparcieron sobre la mesa, alguno sin identificación, otros pertenecientes al Charlotte Observer, el Raleigh News amp; Observer, el Winston-Salem Journal, el Asheville Citizen-Jlmes, conocido también como «la Voz de las Montañas», y el Charleston Post and Courier. La mayoría eran notas necrológicas. Unas pocas eran noticia de primera página. Cada una de ellas informaba de la muerte de un hombre eminente.
El poeta Kendall Rollins sucumbió a la leucemia el 12 de mayo de 1986. Entre los que habían sobrevivido a Rollins se encontraba su hijo, Paul Hardin Rollins.
El pelo de la nuca se me erizó. P. H. Rollins estaba en la lista de los integrantes de H amp;F. Apunté su nombre.
Roger Lee Fairley murió cuando su avioneta cayó en Alabama ocho meses antes. Muy bien, eso era lo que la señora Veckhoff había dicho. Apunté el nombre y la fecha. 13 de febrero.
La noticia más antigua describía el accidente de la autopista que había provocado la muerte de Anthony Alien Birkby. Los otros nombres no significaban nada. Los añadí a mi lista, junto con las fechas de sus fallecimientos, aparté los recortes y me concentré en el diario.
La primera entrada correspondía al 17 de junio de 1935, la última a noviembre del 2000. Al pasar las páginas pude comprobar que la caligrafía cambiaba varias veces, eso quería decir que había varios autores. Los últimos treinta años estaban relatados en una letra tensa y apretada, casi demasiado pequeña para que resultara legible.
Martin Patrick Veckhoff lo anotaba todo cuidadosamente en su diario, pensé, regresando a la primera página. Durante las dos horas siguientes avancé lentamente a través de una caligrafía desteñida por el tiempo, mirando de vez en cuando el reloj, distraída al pensar en Lucy Crowe.
En el diario no había un solo nombre. A lo largo de las páginas se utilizaban apodos o códigos. Omega. Ilos. Khaffre. Chac. Inti.
Reconocía a un faraón egipcio aquí, una letra griega allá. Algunos apodos me sonaban vagamente familiares, otros no.
Había informes financieros: dinero que entraba, dinero que salía. Reparaciones. Compras. Premios. Faltas. Había descripciones de diferentes acontecimientos. Una cena. Una reunión de negocios. Una velada literaria.
A comienzos de los años cuarenta comenzaba a aparecer otro tipo de entrada. Listas de nombres en clave seguidas de grupos de símbolos extraños. Examiné varios de ellos. Los mismos personajes aparecían año tras año, luego desaparecían y nunca se los volvía a ver. Cuando uno de ellos salía, aparecía uno nuevo.
Los conté. En esas listas nunca había más de dieciocho nombres.
Cuando finalmente me recliné en el sillón el té se había enfriado y sentía el cuello como si hubiese estado colgado de una cuerda secándose al viento. Birdie dormía en el otro sillón.
– Muy bien. Ahora lo haremos al revés.
El gato se estiró en el sillón pero no abrió los ojos.
Utilizando las fechas que había sacado de los recortes de la señora Veckhoff avancé rápidamente a través de las páginas del diario. Cuatro días antes del accidente de circulación de Birkby habían apuntado una lista de nombres en clave. Sinué aparecía por primera vez, pero faltaba Omega. Examiné las listas siguientes. Omega no volvía a ser mencionado en ninguna de ellas.
¿Acaso Anthony Birkby había sido Omega?
Tomé esta hipótesis como referencia y pasé directamente a 1986.
Otra lista de nombres cifrados aparecía pocos días después de la muerte de Kendall Rollins. Maní había reemplazado a Piankhy.
Con el pulso acelerado continué examinando el diario a partir de las fechas de los recortes de periódico.
John Morgan murió en 1972. Tres días más tarde, una lista. Aparecía Arrigatore. Itzmana se desvanecía.
William Glenn Sherman murió en 1979. Cinco días más tarde Veckhoff hizo otra lista. Ometeotl hacía su aparición en escena. Rho era historia.
Cada nota necrológica recortada por la señora Veckhoff era seguida, pocos días más tarde, por una lista de nombres en clave. En cada caso, desaparecía uno de los personajes asiduos y un recién llegado se unía a la lista. Haciendo coincidir los recortes con las entradas del diario establecí una relación entre los nombres en clave y los nombres verdaderos de todos los muertos desde 1959.
A. Birkby: Omega; John Morgan: Itzmana; William Glenn Sherman: Rho; Kendall Rollins: Piankhy.
– ¿Pero qué hay de los años anteriores?
Bird no tenía idea.
– Muy bien, volvamos a hacerlo de la otra manera.
Busqué una página en blanco en mi cuaderno de notas. Cada vez que una entrada mostraba la sustitución de un nombre en código por otro, apuntaba la fecha. No me llevó mucho tiempo.
En 1943, líos fue reemplazado por Omega. ¿Podría haber sido ese el año en que Birkby se unió a H amp;F?
En 1949 Narmer reemplazó a Khaffre.
Entra un faraón y sale otro. ¿Acaso se trataba de alguna clase de secta masónica?
Continué adelante, añadiendo el año para cada lista.
Mil novecientos cincuenta y nueve. 1972. 1979. 1986.
Miré los años. Luego busqué mi maletín, saqué otras notas y las comprobé.
– ¡Hijo de puta!
Miré el reloj: 3.20. ¿Dónde diablos estaba Lucy Crowe?
Decir que dormí mal sería como decir que Cuasimodo tenía problemas de espalda. Pasé la noche dando vueltas en la cama, dormitando pero sin alcanzar el verdadero sueño.
Cuando sonó el teléfono ya me había levantado, separado la ropa que tenía que lavar, barrido el patio, recogido las hojas muertas y bebido una taza de café tras otra.
– ¿La consiguió? -dije casi chillando.
– Repite el chiste.
– No puedo mantener ocupada la línea, Pete.
– Tienes la modalidad de llamada en espera.
– ¿Por qué me llamas a las siete de la mañana?
– Debo regresar a Indiana para volver a entrevistar a Itchy y Scratchy.
Me llevó un momento reaccionar.
– ¿Los gemelos Bobbsey?
– Los he bajado de categoría. Te llamo para decirte que mandaré a Boyd al Granbar Kennel.
– ¿Qué? ¿Las toallas son demasiado ásperas aquí?
– No quiere abusar.
– ¿Granbar no es asquerosamente caro?
– Sabe que juego en la primera división del derecho, así que Boyd se ha acostumbrado a esperar cierto estilo de vida.
– Yo podría hacerme cargo de él.
– Te gusta ese perro. -Pete quería engatusarme.
– Ese perro es un retrasado mental. Pero no hay ninguna razón para tirar el dinero cuando aún tengo diez kilos de comida Alpo para perro.
– El personal de Granbar se sentirá fatal.
– Estoy segura de que podrán superarlo.
– Te lo llevaré dentro de una hora.
Estaba limpiando el interior del cubo de la basura cuando volvió a sonar el teléfono. La voz de Lucy Crowe estaba tensa por la frustración.
– El magistrado se sigue negando a emitir la orden de registro. No lo entiendo. Habitualmente Frank es una persona razonable, pero esta mañana se puso tan furioso que creí que iba a sufrir un infarto. No insistí porque no quería matar a esa comadreja.
Le dije lo que había encontrado en el diario de Pat Veckhoff.
– ¿Puede hacer una comprobación de los parlamentarios entre el setenta y dos y el setenta y nueve?
– Sí.
Un largo silencio se extendió desde las tierras altas.
– Cuando estábamos en aquel lugar vi una barra metálica en el suelo, delante del porche delantero.
– ¿Y?
Mi herramienta para entrar en la casa.
Otra pausa.
– Si se descubre algún resto en una propiedad que se encuentra dentro de una relativa proximidad del lugar donde se ha estrellado un avión, mi oficina tiene jurisdicción durante el período de recuperación de los cuerpos.
– Entiendo.
– Sólo por motivos relacionados directamente con el accidente. Para buscar supervivientes que pudieran haberse arrastrado hasta ese lugar, por ejemplo. Tal vez muerto debajo de la casa.
– O en el interior del patio.
– Necesitaría una orden de registro para investigar el origen de cualquier objeto sospechoso encontrado en el interior de la propiedad.
– Por supuesto.
– Aún hay dos pasajeros que no han sido encontrados.
– Sí.
– ¿Le parece que esa barra metálica podría ser uno de los restos del avión?
– Podría ser una pieza del suelo de la cabina.
– Eso mismo pienso yo. Creo que será mejor que eche un vistazo.
– Puedo estar allí a las dos.
– Esperaré.
A las tres, Boyd y yo estábamos en el asiento trasero de un jeep, Crowe iba al volante, uno de sus ayudantes llevaba una escopeta. Otros dos ayudantes viajaban detrás de nosotros en un segundo vehículo.
El chow-chow estaba tan agitado como yo aunque por razones diferentes. Viajaba con la cabeza asomada fuera de la ventanilla, la nariz moviéndose como una veleta durante una tormenta tropical. De vez en cuando le empujaba hacia abajo por los cuartos traseros. Se sentaba y volvía a levantarse un segundo después.
La radio no dejaba de escupir datos mientras recorríamos la carretera del condado. Al pasar junto al Departamento de Bomberos de Alarka observé que en la zona de aparcamiento sólo había un camión frigorífico y unos pocos coches. Un coche patrulla de la policía de Bryson City protegía la entrada, el conductor estaba inclinado sobre una revista apoyada en el volante.
Crowe continuó hasta el final de la carretera asfaltada, luego cogió el camino del Servicio Forestal donde yo había dejado mi coche hacía ahora tres semanas. Ignoró el atajo que llevaba hasta el lugar del accidente, continuó casi un kilómetro y giró en otro camino destinado al transporte de madera. Después de ascender durante lo que parecieron kilómetros, Crowe se detuvo, estudió el bosque a ambos lados del camino, avanzó, repitió el proceso y luego se apartó del camino. El vehículo de apoyo nos seguía de cerca.
El jeep saltaba y se precipitaba hacia adelante mientras las ramas arañaban el techo y los laterales. Boyd escondió la cabeza como si fuese una tortuga y yo aparté rápidamente el brazo del borde de la ventanilla. El perro sacudía la cabeza de derecha a izquierda, salpicando de saliva a todo el mundo. El ayudante sacó un pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y se secó el cuello pero no dijo nada. Traté de recordar su nombre. ¿Era Craig? ¿Gregg?
Luego los árboles parecieron retroceder dando paso a un camino estrecho y cubierto de lodo. Diez minutos más tarde, Crowe frenó, bajó del jeep y abrió lo que parecía ser un matorral muy tupido. Cuando continuamos nuestro camino pude comprobar que se trataba de un portalón, totalmente cubierto de kudzu y hiedra. Un momento más tarde la casa de Arthur apareció ante nosotros.
– Que me cuelguen -dijo el ayudante-. ¿Figura este lugar en el manual 911?
– Figura como abandonado -dijo Crowe-. No sabía que estaba aquí.
Crowe se detuvo delante de la casa e hizo sonar dos veces la bocina. No apareció nadie.
– Hay una especie de patio al lado. -Crowe señaló con la cabeza en esa dirección-. Diles a George y Bobby que cubran esa entrada. Nosotros entraremos por delante.
Ambos salieron del jeep, quitando simultáneamente los seguros de sus armas. Mientras el ayudante se dirigía hacia el segundo vehículo, Crowe se volvió hacia mí.
– Usted se queda aquí.
Quise discutir pero su expresión me dijo que era inútil.
– En el jeep. Hasta que yo la llame.
Puse los ojos en blanco pero no abrí la boca. Sentía que el corazón me golpeaba el pecho y me moví de un lado a otro incluso más que Boyd.
Crowe volvió a hacer sonar largamente la bocina mientras escudriñaba las ventanas superiores de la casa. El ayudante se reunió nuevamente con ella llevaba el Winchester colgado a través del pecho. Se acercaron a la casa y salvaron los pocos escalones del porche.
– Departamento del Sheriff del condado de Swain. -Sus palabras sonaron metálicas en el aire diáfano de la montaña-. Policía. Por favor, respondan.
Golpeó la puerta.
Nadie salió.
Crowe dijo algo. Su ayudante separó las piernas y alzó la escopeta mientras la sheriff comenzaba a golpear la puerta con su bota. Pero no cedió.
Crowe volvió a hablar. Su ayudante le contestó sin apartar el cañón de la escopeta de la puerta cerrada.
La sheriff regresó al jeep, el sudor le humedecía el mechón de color zanahoria que escapaba de su sombrero. Buscó algo en la parte trasera y regresó al porche llevando una palanca en la mano.
Insertó la punta entre dos postigos y aplicó todo el peso de su cuerpo. Una exhibición más poderosa que mi intento de allanamiento.
Crowe repitió el movimiento, añadió un gemido a lo Monica Seles. Uno de los paneles cedió ligeramente. Deslizando la barra metálica dentro de la abertura, la sheriff volvió a hacer presión con toda su fuerza y el postigo acabó por abrirse, golpeando con violencia contra la pared.
Crowe bajó la palanca, se afirmó en el suelo y rompió la ventana de una patada. El cristal saltó en pedazos y centelleó bajo el sol mientras cubría el porche de diminutos fragmentos. Crowe volvió a golpear la ventana una y otra vez, agrandando la abertura. Boyd la estimulaba con insistentes ladridos.
Crowe se apartó de la ventana y escuchó. Al no oír ningún movimiento en el interior de la casa, asomó la cabeza y volvió a llamar. Luego desenfundó el arma y desapareció en la oscuridad. Su ayudante la siguió.
Siglos más tarde la puerta del frente se abrió y Crowe salió al porche. Me hizo un gesto para que me acercara.
Le coloqué la correa a Boyd con movimientos torpes y la aseguré alrededor de la muñeca. Luego saqué una pequeña linterna de mi mochila. La sangre golpeaba con fuerza debajo de mi garganta.
– ¡Tranquilo!
Apunté un dedo hacia su morro húmedo.
Boyd prácticamente me arrastró fuera del jeep y hacia el porche.
– El lugar está vacío.
Intenté descifrar la expresión de Crowe, pero estaba impasible. No había sorpresa, disgusto o intranquilidad. Era imposible adivinar su reacción o emoción.
– Será mejor dejar al perro aquí.
Até a Boyd a la barandilla del porche. Encendí la linterna y la seguí al interior de la casa.
El aire no apestaba a humedad como yo esparaba. Olía a humo y moho y a algo dulce.
Mi lóbulo olfativo examinó su base de datos. Iglesia.
¿Iglesia?
El lóbulo separó la información en sus componentes. Flores. Incienso.
La puerta de enfrente se abría directamente a un salón que ocupaba todo el ancho de la casa. Desplacé lentamente el haz de luz de derecha a izquierda. Había sofás, sillones y algunas mesas, reunidos en grupos y cubiertos con sábanas. Dos de las paredes estaban cubiertas con estanterías del suelo hasta el techo.
Una chimenea de piedra ocupaba la pared norte de la habitación y un espejo decoraba la pared opuesta. En el cristal empañado alcancé a ver la luz de mi linterna que se deslizaba entre las formas amortajadas, nuestras dos imágenes se movían lentamente con ella.
Avanzamos con cautela, tomamos la casa habitación por habitación. Las motas de polvo danzaban en el pálido haz amarillo y alguna polilla lo cruzaba ocasionalmente como un animal sorprendido por los faros de un coche en una carretera. Detrás de nosotros, el ayudante mantenía alzada la escopeta. Crowe llevaba la pistola aferrada con ambas manos y pegada a la mejilla.
El salón daba a un estrecho corredor. Una escalera a la derecha, un comedor a la izquierda, la cocina justo delante de nosotros.
En el comedor sólo había una mesa rectangular muy lustrada y sillas a juego. Las conté. Ocho a cada lado y una en cada extremo de la mesa. Dieciocho.
La cocina estaba al fondo con la puerta abierta.
Fregadero de porcelana. Bomba de agua. Cocina y nevera que habían vivido más cumpleaños que yo. Señalé los aparatos eléctricos.
– Debe haber un generador.
– Probablemente abajo.
Oí voces en el piso de abajo y supe que los ayudantes estaban en el sótano.
En el piso superior un pasillo recorría el centro de la casa. Cuatro habitaciones pequeñas partían de la arteria principal, cada una con dos literas de fabricación casera. Una pequeña escalera de caracol comunicaba el extremo del pasillo con un desván en el tercer piso. Debajo de los aleros había otros dos catres.
– ¡Caramba! -dijo Crowe-. Esto parece los dibujos animados de Spin y Marty cuando están en el rancho Triple R.
A mí me recordaba a la secta de la Puerta del Cielo en San Diego. Pero me mordí la lengua.
Ya estábamos regresando cuando George o Bobby apareció en la escalera principal en el extremo más alejado del pasillo. El hombre estaba agitado y transpiraba profusamente.
– Sheriff, tiene que ver lo que hay en el sótano.
– ¿De qué se trata, Bobby?
Una gota de sudor se desprendió de la frente y bajó por la cara. La enjugó con un gesto nervioso.
– Que me cuelguen si lo sé.