A la mañana siguiente me desperté temprano, sintiéndome fría y vacía pero sin saber muy bien por qué. Llegó a mí en una oleada densa y horrible.
Primrose estaba muerta.
La angustiosa combinación de pérdida y culpa era casi paralizante y me quedé inmóvil durante largo rato, sin querer tener nada que ver con el mundo.
Entonces Boyd me rozó la cadera con el hocico. Me giré en la cama y le rasqué detrás de las orejas.
– Tienes razón. La autocompasión no es buena.
Me levanté, me vestí y salí a dar un paseo con Boyd. Durante mi ausencia una nota apareció en la puerta de Magnolia. Ryan pasaría otro día con McMahon y no necesitaría el coche. Las llaves que había dejado en su casillero ahora estaban en el mío.
Cuando encendí el teléfono, tenía cinco mensajes. Cuatro periodistas yP amp;T. Llamé al taller y borré el resto.
La reparación estaba llevando más tiempo del previsto. El coche debería estar listo para mañana.
Habíamos pasado de «podría estar» a «debería estar». Me sentí animada.
¿Pero ahora qué?
Una idea surgió desde las profundidades de mi pasado. El refugio preferido de una niña preocupada o inquieta. No podía hacer daño y podría descubrir algo útil.
Y al menos durante algunas horas sería alguien anónimo e inaccesible.
Después de las tostadas y los cereales con leche conduje hasta la biblioteca pública Black Marianna, una caja de ladrillo rojo de una sola planta que se alzaba en la esquina de Everett con Academy. Esqueletos de cartón flanqueaban la entrada, cada uno con un libro entre las manos.
En el mostrador de la entrada principal había un hombre negro, alto y delgado, con varios dientes de oro. Una mujer mayor trabajaba a su lado, estaba grapando una ristra de calabazas anaranjadas encima de sus cabezas. Ambos se volvieron cuando entré.
– Buenos días -dije.
– Buenos días.
El hombre exhibió una amplia sonrisa de metal precioso. Su compañera de pelo color lila me miró con suspicacia.
– Me gustaría consultar algunos ejemplares atrasados del periódico local.
Sonreí de un modo realmente encantador.
– ¿El Smoky Mountain Times? -preguntó la bibliotecaria, dejando su grapadora.
– Sí.
– ¿Como cuánto de atrasados?
– ¿Tienen material de los años treinta y cuarenta?
La arruga de su ceño se hizo más pronunciada.
– La colección comienza en 1895. Entonces era el Bryson City Times. Un semanario. Las publicaciones más antiguas están en microfilm, por supuesto. No puede ver los originales.
– El microfilm será suficiente.
El bibliotecario comenzó a abrir y apilar libros. Vi que tenía las uñas pulidas y la ropa inmaculada.
– El proyector está en la habitación del fondo, junto a la sección de genealogía. Sólo puede utilizar una caja a la vez.
– Gracias.
La bibliotecaria abrió uno de los dos armarios metálicos que había detrás del mostrador y sacó una pequeña caja gris.
– Será mejor que le explique cómo funciona la máquina.
– Por favor, no es necesario que se moleste. Estoy familiarizada con los proyectores de microfilmes. No tendré problemas.
Leí la expresión de su rostro cuando me dio la caja con los microfilmes. Una civil perdida entre las estanterías. Era su peor pesadilla.
Me instalé delante de la máquina y comprobé la etiqueta de la caja: «1931-1937».
Una imagen de Primrose cruzó por mi cabeza y las lágrimas me empañaron los ojos.
Basta. Nada de lamentos.
Pero, ¿por qué estaba aquí? ¿Cuál era mi objetivo? ¿Tenía alguno o simplemente me estaba escondiendo?
No. Tenía una meta.
Aún estaba convencida de que la propiedad con el recinto amurallado era el centro de mis problemas y quería saber más acerca de quién había estado asociado con ella. Arthur me había dicho que le había vendido la tierra a un tal Prentice Dashwood. Pero aparte de eso, y de los nombres que constaban en el fax de McMahon, no estaba segura de qué buscaba.
En realidad tenía pocas esperanzas de encontrar alguna información útil, pero me había quedado sin ideas. Se habían presentado cargos contra mí y era necesario que hiciera algo al respecto. No podía regresar a Charlotte hasta que mi coche estuviese reparado y me habían excluido de cualquier otra clase de investigación. Qué importaba. La historia siempre podría enseñarme algo.
Durante su servicio militar, un póster había decorado la oficina de Pete, palabras adoptadas por los abogados no comprometidos con el sistema militar: «La indecisión es la clave de la flexibilidad».
Si la máxima era lo bastante buena para los abogados-oficiales del Cuerpo de Infantes de Marina de Estados Unidos, parecía buena para mí. Buscaría cualquier cosa.
Inserté el microfilm y comencé a pasarlo por el proyector. La máquina era un antiguo modelo accionado a manivela, fabricado probablemente antes de que los hermanos Wright levantaran el vuelo en Kitty Hawk. El texto y las fotografías entraban y salían de la pantalla continuamente. A los pocos minutos sentí que se estaba preparando una buena jaqueca.
Pasé de una bobina a otra, hice varios viajes al mostrador principal. Al llegar a finales de la década de los cuarenta, la bibliotecaria se apiadó de mí y me permitió llevar media docena de cajas a la vez.
Examiné superficialmente actos de beneficencia, lavados de coches, reuniones religiosas y sucesos locales. Los delitos eran en su mayoría insignificantes, infracciones de tráfico, embriaguez y desórdenes públicos, objetos desaparecidos y vandalismo. Se anunciaban nacimientos, fallecimientos y bodas junto con anuncios de ventas de garajes y graneros.
La guerra cobró un generoso tributo en el condado de Swain. Desde 1942 hasta 1945 las páginas del periódico estaban llenas de nombres y fotografías. Cada muerte era una historia destacada.
Algunos ciudadanos se las habían ingeniado para morir en la cama. En diciembre de 1943, el fallecimiento de Henry Arlen Preston fue noticia de primera página. Preston había vivido toda su vida en el condado de Swain, abogado, juez y periodista de media jornada. Su carrera estaba narrada con todo lujo de detalles, destacaban sobre los demás un período en Raleigh como senador del estado y la publicación de una obra en dos volúmenes sobre los pájaros de Carolina del Norte. Preston murió a los ochenta y nueve años, dejó una viuda, cuatro hijos, catorce nietos y veintitrés bisnietos.
Una semana después de la muerte de Preston, el Times informó de la desaparición de Tucker Adams. Una noticia a dos columnas en la página seis. Sin foto.
Esa oscura y pequeña noticia accionó algún resorte dentro de mí. ¿Se había alistado Adams en secreto, para morir luego en el extranjero como uno de nuestros numerosos desconocidos? ¿Había regresado, sorprendiendo a sus vecinos con historias de Italia o Francia, para irse luego a vivir su vida? ¿Se había despeñado? ¿Marchado a Hollywood? Aunque busqué más información sobre esa noticia no encontré ningún otro dato sobre la desaparición de Adams.
El escarpado terreno también había reclamado sus víctimas. En 1939 una mujer llamada Hilda Miner salió de su casa para llevarle a su nieta un pastel de fresas. Nunca llegó a su destino y el recipiente del pastel fue encontrado junto al crecido río Tuckasegee. Hilda fue declarada ahogada, si bien su cuerpo jamás fue hallado. Diez años más tarde, las mismas aguas se tragaron al doctor Sheldon Brodie, un biólogo de la Universidad Estatal de los Apalaches. Un día después de que el cuerpo del profesor apareciera en la orilla, Edna Farrell, aparentemente, se cayó al río. Al igual que Miner, los restos de Farrell jamás fueron recuperados.
Me apoyé en el respaldo de la silla y me froté los ojos. ¿Qué era lo que había dicho el anciano sobre Farrell? Ellos deberían haber hecho algo por ella. ¿Quiénes eran «ellos»? ¿Algo en qué sentido? ¿Se estaba refiriendo acaso al hecho de que el cuerpo de Edna Farrell no había sido recuperado? ¿O no estaba conforme con la calidad del funeral oficiado por Thaddeus Bowman?
En 1959 la fauna reclamó al indio cherokee de setenta y cuatro años llamado Charlie Wayne Tramper. Dos semanas después de su desaparición, el rifle de Charlie Wayne apareció en un remoto valle dentro del territorio de la reserva.
Las huellas de un oso sugirieron la causa de la muerte. El anciano fue enterrado en medio de una gran ceremonia tribal.
Yo había trabajado con víctimas atacadas por osos y sabía qué era lo que había quedado de Charlie Wayne. Aparté su imagen de mi cabeza.
La lista de peligros medioambientales cortesía de la Madre Naturaleza continuaba. En 1972 una niña de cuatro años abandonó un lugar de acampada en Maggie Valley. El pequeño cuerpo fue sacado de un lago al día siguiente. El invierno siguiente dos esquiadores de fondo murieron congelados al ser sorprendidos por una tempestad de nieve. En 1986 un cultivador de manzanas, llamado Albert Odell, salió en busca de hierba mora y nunca regresó.
No encontré ninguna referencia a Prentice Dashwood, a la propiedad de Arthur o a los integrantes del Grupo de Inversiones H amp;F. El dato más actual era una noticia de mayo de 1959 sobre un terrible accidente de circulación en la Autopista 19. Seis heridos, cuatro muertos. Las fotografías mostraban los restos retorcidos de los vehículos. El doctor Anthony Alien Birkby, sesenta y ocho años, de Cullowhee, murió tres días más tarde debido a las múltiples heridas. Tomé nota. Aunque el apellido no era raro, un C. A. Birkby figuraba en la lista del fax de McMahon.
Al mediodía me estallaba la cabeza y el azúcar en sangre había descendido a un nivel incapaz de mantener a un ser vivo. Saqué una barra de chocolate con cereales de mi bolso, le quité el envoltorio y lo comí en silencio mientras seguía pasando una bobina tras otra por el proyector.
Los sucesos de años recientes aún no habían sido microfilmados y, hacia media tarde, pude acceder a las fotocopias. Pero el dolor de cabeza había pasado de una ligera molestia a un dolor importante que cruzaba a través de mis lóbulos frontal, temporal y occipital y latía en un epicentro localizado detrás del ojo derecho.
Mierda.
Estaba examinando diarios del año en curso, leyendo atentamente los titulares y estudiando las fotografías, cuando un nombre me llamó la atención. George Adair. El pescador desaparecido.
La cobertura de la desaparición de Adair era minuciosa, proporcionaba el momento y el lugar exactos de la fatal excursión de pesca, una descripción de la víctima y un relato pormenorizado de la ropa que llevaba, incluyendo su anillo de graduación del instituto y su medalla de San Blas.
Otro relámpago del pasado. El sacerdote de la parroquia. La bendición de las gargantas el día de San Blas. ¿Cuál era la historia? Blas era famoso por haber impedido que un niño muriese asfixiado por una espina de pescado. La medalla tenía sentido. Crowe había dicho que Adair se quejaba de problemas de garganta.
Habían entrevistado al compañero de Adair, al igual que a su esposa, amigos, ex jefe y sacerdote. Una fotografía granulada estaba impresa junto a la historia, la medalla era claramente visible alrededor del cuello.
¿Quién era la otra persona desaparecida que había mencionado Crowe? Busqué en mi dolorido cerebro. Jeremiah Mitchell. Febrero. Retrocedí casi ocho meses e inicié una lectura más cuidadosa. Algunos detalles comenzaron a conectarse.
Se informaba de la desaparición de Jeremiah Mitchell en un breve párrafo. El 15 de febrero un hombre negro de setenta y dos años abandonó el Mighty High Tap y se perdió en el olvido. Cualquier persona que tuviese información bla, bla, bla…
Algunas cosas no cambian, pensé, sintiendo una punzada de ira. Un hombre blanco desaparece: historia de primera página. Un hombre negro desaparece: una breve nota en la página diecisiete. O tal vez se tratase de una ley de vida. George Adair tenía un trabajo, amigos, familia. Jeremiah Mitchell era un alcohólico en paro que vivía solo.
Pero alguna vez Mitchell tuvo parientes. A comienzos de marzo apareció una nueva noticia, otra vez un simple párrafo, buscando información y citando el nombre de su abuela, Martha Rose Gist. Me quedé mirando el nombre. ¿Dónde lo había visto antes?
Volví a las cajas y revisé los microfilms por semanas. La necrológica apareció el 16 de mayo de 1952, junto con una breve nota en la columna dedicada a arte. Martha Rose Gist había sido una importante ceramista local. El artículo incluía una fotografía de una pieza de cerámica bellamente decorada, pero ninguna de la artista.
¡Maldita sea!
Después de haber comprobado que en la habitación no había nadie más, conecté el móvil. Seis mensajes. Los ignoré y marqué el número de Crowe, amortiguando el sonido con mi cazadora.
– Sheriff Crowe.
No me molesté en anunciarme.
– ¿Está familiarizada con Sequoyah? -pregunté en un susurro.
– ¿Está en la iglesia?
– En la biblioteca de Bryson City.
– Si Iris la descubre le arrancará la lengua y la meterá en una trituradora.
Deduje que Iris era el dragón de cabellera lila que había conocido en la entrada.
– ¿Sequoyah?
– Sequoyah inventó un alfabeto para la lengua cherokee. Si se queda por esta zona el tiempo suficiente, alguien acabará comprándole un cenicero decorado con los símbolos.
– ¿Cuál era el apellido de Sequoyah? -¿Quiere una respuesta ahora?
– Hablo en serio.
– Guess.
– Esto es importante [13] -siseé.
– Su apellido era Guess. O Gist, depende de cómo lo pronuncie. ¿Por qué?
– La abuela materna de Jeremiah Mitchell era Martha Rose Gist.
– ¿La ceramista?
– Sí.
– No puedo creerlo.
– ¿Sabe lo que significa eso? -No esperé su respuesta-. Mitchell era medio cherokee.
– ¡Esto es una biblioteca!
Las palabras de Iris estallaron al lado de mi oído.
Alcé un dedo.
– ¡Cuelgue inmediatamente!
Iris hablaba tan alto como puede hacerlo un ser humano sin utilizar las cuerdas vocales.
– ¿Se edita algún periódico en la reserva?
– El Cherokee One Feather. Y creo que en el museo hay un archivo fotográfico de la tribu.
– Tengo que colgar.
Colgué el teléfono.
– Tendré que pedirle que se marche.
Iris estaba de pie con las manos apoyadas en las caderas, la protectora de la gestapo del mundo impreso. -¿Quiere que devuelva las cajas a su sitio? -No será necesario.
Tuve que hacer tres paradas hasta encontrar lo que necesitaba. Un viaje a las oficinas del Cherokee One Feather, ubicadas en el Centro del Consejo Tribal, reveló que el periódico se editaba desde 1966. Aunque años antes se había editado otro periódico, The Cherokee Phoenix, el personal actual no disponía de fotografías y tampoco de ejemplares de aquella época.
La Asociación Histórica Cherokee tenía fotografías, pero la mayoría se habían empleado para promocionar la producción teatral al aire libre hacia esas colinas.
Encontré una mina de oro en el Museo de los Indios Cherokee, que se alzaba justo al otro lado de la calle. Cuando repetí mi petición me llevaron a una oficina del segundo piso, me proporcionaron guantes de algodón y me permitieron examinar sus archivos con periódicos y fotografías.
Una hora más tarde tenía la confirmación.
Martha Rose Standingdeer había nacido en 1889 en el Término de Qualla. Se casó con John Patrick Gist en 1908 y dio a luz a una niña, Willow Lynette, al año siguiente.
A los diecisiete años, Willow contrajo matrimonio con Jonas Mitchell en la Iglesia de Sión AME en Greenville, Carolina del Sur. La fotografía de la boda muestra a una muchacha de rasgos delicados con un sombrero provisto de un velo, un vestido estilo imperio y un ramillete de margaritas en la mano. A su lado se ve a un hombre con la piel mucho más oscura que la de la novia.
Estudié la foto. Aunque flaco y de facciones comunes, Jonas Mitchell poseía un extraño atractivo. Hoy podría haber posado como modelo de los anuncios de Benetton.
Willow Mitchell dio a luz a Jeremiah en 1929 y murió de tuberculosis el invierno siguiente. Después de esa fecha no encontré ninguna mención de su esposo o de su hijo.
Me apoyé en el respaldo, procesando lo que había encontrado.
Jeremiah Mitchell era al menos medio indio. Cuando desapareció tenía setenta y dos años. El pie seguramente era de él.
Mis dotes de deducción comenzaron a funcionar de inmediato. Las fechas no coincidían.
Mitchell había desaparecido en febrero. El perfil VFA proporciona un intervalo postmortem de seis a siete semanas, eso situaba el momento de la muerte a finales de agosto o principios de septiembre.
Tal vez Mitchell sobrevivió a la noche del Mighty High Tap. Tal vez se marchó, luego regresó y murió a la intemperie seis meses más tarde.
¿Se marchó?
De viaje.
¿Un alcohólico de setenta y dos años sin coche ni dinero?
Suele suceder.
Ja, ja. ¿Murió a la intemperie en pleno verano?
Me quedé sentada, confusa y frustrada por un millón de hechos que no podía relacionar.
Deseé que las fotografías fuesen más condescendientes con el dolor de cabeza y pasé a examinar el otro archivo.
Nuevamente, pequeñas cosas llamaron mi atención.
Había examinado cincuenta o sesenta carpetas, cuando una instantánea en blanco y negro de ocho por diez despertó mi interés. Un ataúd cubierto de flores. Personas que acompañaban al muerto, algunos vestidos con trajes holgados y otros con la vestimenta típica cherokee. Eché un vistazo al reverso. Una etiqueta amarillenta desteñida por el tiempo identificaba el acontecimiento con tinta: Funeral de Charlie Wayne Tramper. 17 de mayo, 1959. El anciano que había desaparecido y había sido atacado por un oso.
Recorrí los rostros con la mirada y me detuve en uno de dos jóvenes que estaban apartados de la multitud. Mi sorpresa fue tan grande que me quedé boquiabierta.
Aunque cuarenta años más joven, el rostro era inconfundible. En 1959 estaría a punto de llegar a los treinta, recién llegado de Inglaterra. Profesor de arqueología en la Universidad de Duke. Una superestrella académica que pronto comenzaría a declinar.
¿Por qué estaba Simón Midkiff en el funeral de Charlie Wayne Tramper?
Mis ojos se deslizaron hacia la derecha y esta vez mi asombro fue audible. Simon Midkiff se encontraba junto a un hombre que más tarde ocuparía el cargo de vicegobernador del estado.
Parker Davenport.
¿O no era él? Examiné sus rasgos. Sí. No. Este hombre era mucho más joven, más delgado.
Dudé un momento, miré a mi alrededor. Hacía cincuenta años que nadie había husmeado en este archivo. No era robar. Devolvería la fotografía en un par de días, no le hacía daño a nadie.
Metí la foto en mi bolso, devolví la carpeta a su cajón y me marché.
Una vez fuera del edificio llamé a Información de Raleigh, pedí el número del Departamento de Recursos Culturales y esperé mientras pasaban la llamada. Cuando una voz respondió, pregunté por Carol Burke. Se puso al teléfono en menos de diez segundos.
– Carol Burke.
– Carol, soy Tempe Brennan.
– Justo a tiempo. Estaba a punto de marcharme. ¿Estás planeando excavar otro cementerio?
Entre sus muchas tareas, el Departamento de Recursos Culturales de Carolina del Norte es responsable de la preservación del patrimonio cultural. Cuando se propone algún proyecto que necesita fondos, permisos, licencias o tierras estatales o federales, Carol y sus colegas ordenan estudios y excavaciones a fin de determinar si lugares históricos o prehistóricos se verán amenazados por las obras. Proyectos de construcción de autopistas, aeropuertos, redes de alcantarillado… sin su autorización no se mueve ni una sola piedra.
Carol y yo nos conocimos cuando la arqueología era mi ocupación principal. Gente de negocios de Charlotte contrató mis servicios en dos ocasiones para que ayudara a establecer unos cementerios históricos en un nuevo asentamiento. Carol había supervisado ambos proyectos.
– Esta vez no. Necesito información.
– Haré lo que pueda.
– Siento curiosidad por la zona en la que Simon Midkiff está excavando para vosotros.
– ¿Actualmente?
– Sí.
– En este momento Midkiff no está haciendo ningún trabajo para nosotros. Al menos ninguno del que yo esté enterada.
– ¿No está trabajando en el condado de Swain?
– Creo que no. Espera un momento.
Para cuando volvió a ponerse al teléfono, yo había llegado al coche de Ryan y había abierto la puerta.
– No. Midkiff no ha trabajado para nosotros desde hace dos años y no es probable que lo haga en el futuro porque aún nos debe un informe de su último trabajo.
– Gracias.
– Ojalá todos las solicitudes que recibo fuesen así de simples.
Acababa de cortar la comunicación cuando el teléfono volvió a sonar. Un periodista del Charlotte Observer. Un recordatorio de mi reciente notoriedad. Corté sin hacer ningún comentario.
En mi cabeza latían un millar de vasos craneales. Nada tenía sentido. ¿Por qué había mentido Midkiff? ¿Por qué habían asistido Davenport y él a los funerales de Tramper? ¿Ya se conocían entonces?
Necesitaba una aspirina. Necesitaba comer. Necesitaba un interlocutor objetivo.
Boyd.
Después de tragarme dos aspirinas, recogí al chow-chow y nos marchamos. Boyd viajaba con la cabeza asomada por la ventanilla del acompañante, olfateando el aire, girando y estirándose para captar cualquier olor discernible. Al observarlo en el Burger King pensé en la ardilla muerta y luego en la pared de la casa de piedra. ¿Qué era lo que su antiguo dueño le había entrenado a encontrar?
De pronto, tuve una idea. Un lugar para merendar al aire libre y comprobar unos cuantos nombres.
El cementerio de Bryson City está situado en Schoolhouse Hill, mirando al Veteran's Boulevard de un lado y a un valle montañoso del otro. El viaje me llevó siete minutos. Boyd no entendía la causa de la demora y seguía oliendo y lamiendo la bolsa con la comida. Cuando entré en el cementerio, la bandeja de cartón estaba tan mojada que tuve que sostenerla con ambas manos.
Boyd me arrastró de una lápida a otra, orinando sobre varias de ellas y arrojando trozos de tierra hacia atrás con sus patas posteriores. Finalmente, se detuvo ante una columna de granito rosado, se volvió y aulló.
Sylvia Hotchkins
Entró en este mundo el 12 de enero de 1945.
Se marchó de este mundo el 20 de abril de 1968.
Se la llevaron demasiado pronto en la primavera de su vida.
El sesenta y ocho fue un año muy difícil para todos nosotros, Sylvia.
Segura de que disfrutaría de la compañía, me instalé en la base de un gran roble cuya sombra se proyectaba sobre la tumba de Sylvia y ordené a Boyd que se sentase junto a mí. Obedeció con los ojos fijos en la bandeja que tenía en las manos.
Cuando saqué una hamburguesa, se irguió de un salto.
– Siéntate.
Se sentó. Le quité el papel y le di la hamburguesa. Se levantó, separó los diversos componentes, luego se comió la carne, el panecillo y la guarnición de tomate y lechuga por ese orden. Cuando hubo terminado, con el hocico todavía manchado con ketchup, concentró su atención en mi Whopper.
– Siéntate.
Se sentó. Volqué algunas patatas fritas en la tierra y comenzó a cogerlas cuidadosamente de modo que no se hundiesen en la hierba. Le quité el papel a la Whopper e introduje una pajita en la bebida.
– Bien, la situación es ésta.
Boyd me miró y luego volvió a concentrarse en las patatas.
– ¿Por qué había asistido Simon Midkiff al funeral de un indio cherokee de setenta y cuatro años atacado por un oso en 1959?
Ambos comimos y pensamos en ello.
– Midkiff es un arqueólogo. Podría haber estado estudiando a los cherokee de la Partida Oriental. Quizá Tramper era su guía e historiador.
La atención de Boyd se desvió hacia mi hamburguesa. Le di más patatas.
– Muy bien. Acepto esa posibilidad.
Mordí un trozo de carne, lo mastiqué y lo tragué.
– ¿Por qué estaba Parker Davenport allí?
Boyd me miró sin levantar la cabeza de las patatas fritas.
– Davenport se crió cerca de aquí. Probablemente conocía a Tramper.
Boyd sacudió las orejas adelante y atrás. Se acabó la última patata frita y miró las mías. Le arrojé unas cuantas más.
– Tal vez Tramper y Davenport tenían amigos comunes en la reserva. O quizá Davenport ya estaba empezando su carrera política en aquella época.
Arrojé otra media docena de patatas fritas. Boyd volvió al ataque.
– A ver cómo te suena esto. ¿Se conocían Davenport y Midkiff en aquellos días?
Boyd levantó la cabeza. Sus cejas se movieron y la lengua quedó colgando fuera de la boca.
– Y si era así, ¿cómo?
Levantó nuevamente la cabeza y observó mientras terminaba la hamburguesa. Le di el resto de las patatas y se las comió mientras yo bebía la coca-cola light.
– Y ahí va lo mejor, Boyd.
Recogí los papeles e hice una pelota junto con los restos de la bolsa. Al ver que no quedaba más comida, Boyd se echó de lado, suspiró sonoramente y cerró los ojos.
– Midkiff me mintió. Davenport quiere mi cabeza clavada en un palo. ¿Hay alguna relación?
Boyd no tenía respuesta para eso.
Me senté con la espalda apoyada en el tronco del roble, absorbiendo el calor y la luz. La hierba olía a recién cortada, las hojas estaban secas y quemadas por el sol. En un momento dado Boyd se levantó, dio cuatro vueltas y volvió a sentarse a mi lado.
Unos minutos más tarde, un hombre llegó a la cima de la colina llevando a un collie sujeto con una larga correa. Boyd se levantó y comenzó a ladrar, aunque no hizo ningún movimiento agresivo. El sol del atardecer estaba suavizando a la mujer y a la bestia. Cogí la correa y me puse de pie.
Caminamos entre las tumbas mientras el sol se ocultaba en el horizonte. Aunque no había encontrado ninguna relacionada con la lista de H amp;F, y ningún Dashwood tampoco, sí había algunos nombres familiares. Thaddeus Bowman. Víctor Livingstone y su hija, Sarah Masham Livingstone. Enoch McCready.
En ese momento recordé las palabras de Luke Bowman y me pregunté qué había provocado la muerte del esposo de Ruby en 1986. En lugar de respuestas estaba encontrando más preguntas.
Pero uno de los misterios estaba resuelto. Una persona desaparecida había sido encontrada. Al volverme para abandonar el cementerio, tropecé con una lápida sencilla en una esquina del extremo sur. En ella había una simple inscripción.
Tucker Adams
1871-1943
R.I.P.