Capítulo 25

Los días siguientes fueron como estar en la montaña rusa de un parque de Six Flags [16]. Después de varias semanas de ascensión lenta, de pronto todo se precipitó. Pero el viaje no tuvo nada de divertido.

Ryan y yo aterrizamos en Charlotte a última hora de la tarde. En nuestra ausencia, el otoño se había apoderado del paisaje y una fuerte brisa agitaba nuestras cazadoras mientras nos dirigíamos hacia el aparcamiento.

Fuimos directamente a la oficina del FBI en la Segunda con Tryon, en el centro de la ciudad. McMahon acababa de regresar de la cárcel, donde había interrogado a Pecan Billie Holmes.

– Anoche, cuando lo metieron entre rejas, Holmes iba de coca hasta las orejas, gritaba y chillaba y ofrecía contarlo todo desde que su equipo de béisbol vendió un partido en cuarto curso.

– ¿Quién es ese tío? -preguntó Ryan.

– Un perdedor de treinta y ocho años, es su tercera detención. Frecuenta a los motoristas de Atlanta.

– ¿Los Ángeles del Infierno?

McMahon asintió.

– No es un miembro activo, tiene la inteligencia de un besugo. El club lo tolera mientras le resulte útil.

– ¿Qué hacía Holmes en Charlotte?

– Quizá había venido a un almuerzo de negocios -dijo McMahon con sorna.

– ¿Sabe realmente Holmes quién dio el soplo de la bomba en el avión? -pregunté.

– A las cuatro de la mañana tuvo un momento de lucidez. Por eso nos telefoneó el oficial que le había arrestado. Cuando llegué a la cárcel, una noche de sueño había apagado el entusiasmo de Holmes por cooperar.

McMahon levantó una jarra de su escritorio, la hizo girar y examinó su contenido como lo haría con una muestra de orina.

– Afortunadamente, en el momento de su arresto esa basura estaba en libertad condicional por vender drogas por todo Atlanta. Pudimos persuadirle de que una confesión completa era lo mejor para sus intereses.

– ¿Y?

– Holmes jura que estaba presente cuando se ideó el plan.

– ¿Dónde?

– En el Claremont Lounge, en el centro de Atlanta. Eso está a unas seis manzanas de la cabina desde donde se hizo la llamada.

McMahon volvió a dejar la jarra sobre el escritorio.

– Holmes dice que estaba bebiendo y esnifando coca con un par de Ángeles llamados Harvey Poteet y Neal Tannahill. Los muchachos hablaban de Pepper Petricelli y el accidente aéreo cuando Poteet decidió que no sería mala idea engañar al FBI dándole una pista falsa.

– ¿Por qué?

– Si Petricelli estaba vivo, el miedo le mantendría la boca cerrada. Si se había estrellado con el avión, la noticia correría. Habla y los colegas te borrarán del planeta. Un plan perfecto.

– ¿Por qué esos mamones iban a hablar de negocios delante de un extraño?

– Poteet y Tannahill estaban esnifando coca en el coche de Holmes. Nuestro héroe estaba fuera de juego en el asiento trasero. O eso creían.

– ¿Así que todo el asunto no fue más que una broma? -pregunté.

– Eso parece.

McMahon movió la jarra más allá del papel secante.

– Metraux se está retractando, ya no está seguro de haber visto a Petricelli -añadió Ryan.

– Menuda sorpresa.

Un teléfono comenzó a sonar en algún lugar del pasillo. Una voz llamó a alguien. Se oyó el ruido de unos tacones que se apresuraban por el pasillo.

– Parece que tu compañero y su prisionero cogieron el avión equivocado.

– De modo que la gente de Sri Lanka está limpia, Simington es candidato a Humanitario del Año y los Ángeles del Infierno no son más que unos bromistas. Estamos de nuevo como al principio, con un avión hecho pedazos y ninguna explicación -dijo Ryan.

– Recibí una llamada de Magnus Jackson cuando me marchaba de Bryson City. Dijo que sus investigadores están recogiendo pruebas de combustión lenta.

– ¿Qué clase de pruebas?

– Modelos de combustión geométrica en los desechos.

– ¿O sea?

– Fuego antes de la explosión.

– ¿Un problema mecánico?

McMahon se encogió de hombros.

– ¿Pueden separar la combustión anterior al accidente de la que se produjo después de la explosión? -pregunté.

– Eso es una estupidez.

McMahon cogió la jarra y se levantó.

– De modo que Pecan puede ser un héroe.

Ryan y yo también nos levantamos.

– Y Metraux no encuentra a quién vender -dijo Ryan.

– ¿No es maravillosa la vida?

No le había dicho nada a Ryan acerca de las insinuaciones de Parker Davenport con respecto a Bertrand y a él. Lo hacía ahora, fuera del hotel Adams Mark. Ryan me escuchó con las manos sobre las rodillas y los ojos mirando al frente.

– Ese jodido cabrón con cerebro de rata.

Las luces de los coches se movían a través de su rostro, distorsionando los planos y las líneas tensos por la ira.

– Esto debería cambiar la investigación.

– Sí.

– Estoy segura de que el hecho de que Davenport me esté acosando no tiene nada que ver contigo o con Bertrand. Esa insinuación no fue más que una nota a pie de página de su verdadero programa.

– ¿Cuál?

– Tengo la intención de averiguarlo.

Ryan tensó los músculos de la mandíbula y los relajó un momento después.

– ¿Quién cono se cree que es?

– Un tío con poder.

Se frotó las palmas en las perneras de los téjanos y luego me cogió la mano.

– ¿Estás segura de que no quieres cenar conmigo?

– Debo recoger a mi gato.

Ryan me soltó la mano, abrió la puerta y bajó del coche.

– Te llamaré por la mañana -dije.

Cerró la puerta con fuerza y se marchó.


De regreso en el Anexo comprobé que en el contestador había cuatro llamadas.

Anne.

Ron Gillman.

Dos personas que colgaron sin dejar ningún mensaje.

Llamé al busca de Gillman. Me devolvió la llamada antes de que acabara de llenar el bol de Birdie.

– Krueger dice que las muestras de ADN coinciden.

Se me encogió el estómago.

– ¿Está seguro?

– Una posibilidad de error entre setenta godzillones. O cualesquiera que sean las medidas que utilicen esos tíos.

– ¿El diente y el pie proceden de la misma persona?

Aún no podía creerlo.

– Sí. Ahora encárgate de conseguir esa orden de registro.

Llamé a la oficina de Lucy Crowe. La sheriff había salido, pero uno de sus ayudantes prometió que le daría mi mensaje.

En la habitación de Ryan no hubo respuesta.

Anne contestó a la primera llamada.

– ¿Ya saben quién puso la bomba?

– Ya sabemos quién no lo hizo.

– Eso ya es un progreso. ¿Qué tal si cenamos juntas?

– ¿Dónde está Ted?

– En una promoción de ventas en Orlando.

Mi alacena hubiese llenado de orgullo a la Madre Hubbard [17]. Y estaba tan ansiosa que sabía que sería una verdadera tortura quedarme sentada en casa.

– ¿En Foster dentro de media hora?

– Nos vemos allí.

Foster's Tavern es un tugurio subterráneo con paneles oscuros y cuero negro fijado con remaches hasta media pared. Una barra de madera tallada envuelve uno de los extremos, un grupo de mesas que conocieron mejores épocas ocupa el otro. Primo carnal del pub de la Avenida Selwyn, la taberna es pequeña, oscura e inconfundiblemente irlandesa.

Anne pidió el cocido Guinness acompañado de una copa de Chardonnay. Ella siempre bebía Chardonnay, aunque con el cocido era una combinación que merecía denunciarla a la policía. Yo pedí cecina con col y una copa de Perrier con lima. Normalmente pido limón, pero el verde me pareció más adecuado.

– ¿A quién has descartado? -preguntó Anne, quitando un diminuto trozo de corcho de su vino.

– En realidad no puedo hablar de ello, pero ha habido otros progresos de los que sí puedo hablarte.

– Has resuelto el enigma de la primitiva temperatura del sistema solar.

Se deshizo de la partícula de corcho. Su pelo parecía más rubio de lo que yo recordaba.

– Eso fue la semana pasada. ¿Te has aclarado el pelo?

– Fue un error. ¿Cuáles han sido esos progresos?

Le expliqué el hallazgo del ADN.

– ¿De modo que tu pie pertenece a quienquiera que se haya desintegrado dentro de esa pared?

– Y no se trataba de ningún ciervo.

– ¿Quién era?

– Apostaría cualquier cosa a que se trataba de Jeremiah Mitchell.

– El cherokee negro.

– Sí.

– ¿Y ahora qué?

– Estoy esperando una llamada de la sheriff del condado de Swain. Con la coincidencia del ADN, conseguir una orden de registro será coser y cantar. Incluso tratándose de ese retrasado mental de magistrado.

– Buena definición.

– Gracias.

Después de cenar decidimos que el día de Acción de Gracias iríamos a Wild Dunes. El resto de la velada Anne lo dedicó a contarme el viaje a Inglaterra. Yo la escuchaba.

– ¿Viste alguna otra cosa aparte de catedrales y monumentos? -pregunté cuando hizo una pausa para respirar.

– Cuevas.

– ¿Cuevas?

– Totalmente extravagante. Este tío llamado Guy Dashwood las hizo excavar en el siglo dieciocho. Quería conseguir una atmósfera gótica, de modo que hizo construir esa sólida estructura de piedra de tres lados alrededor de la entrada. Ventanas, puertas y arcos como de catedral, un portal bordeado de piedra en el centro, y una valla de hierro forjado negro a cada lado. Crea una especie de patio. Elegancia barroca, completada con una tienda de souvenirs, un café con sillas y mesas blancas de plástico para el sediento turista medieval. El lugar fue construido por monjes cistercienses del siglo veinte, pero Dashwood lo compró y restauró para utilizarlo como un refugio rural. Muros góticos, una entrada ruinosa y un lema grabado en el arco superior.

Anne lo dijo con una voz susurrante, moviendo la mano en un semicírculo sobre su cabeza. Anne es agente inmobiliaria y, en ocasiones, describe las cosas con todo lujo de detalles.

– ¿Qué decía el lema?

– Que me maten si lo sé.

Llegó el café. Le añadimos crema y lo removimos.

– El otro día, después de nuestra conversación telefónica, no pude dejar de pensar en ese tío, Dashwood.

– Es un apellido bastante común.

– ¿Cómo de común?

– No puedo darte cifras.

– ¿Conoces a alguien que se llame Dashwood?

– No.

– O sea que es bastante poco común.

Era difícil rebatir ese argumento.

– Francis Dashwood vivió hace doscientos cincuenta años.

Ella estaba encogiéndose de hombros cuando sonó el móvil. Contesté rápidamente, disculpándome con una sonrisa falsa ante los otros clientes. A pesar de que considero que los móviles en los restaurantes son el colmo de la mala educación, no había querido correr el riesgo de perderme la llamada de Lucy Crowe.

Era la sheriff. Hablé con ella mientras me apresuraba a salir del restaurante. Me escuchó sin interrumpirme.

– Creo que es suficiente para conseguir esa orden de registro.

– ¿Qué pasará si ese cabrón se sigue negando?

– Iré ahora mismo a la casa de Battle. Si sigue practicando el obstruccionismo, ya se me ocurrirá algo.

Cuando regresé a la mesa, Anne había pedido otra copa de Chardonnay y sobre el mantel había aparecido una pila de fotografías. Pasé los siguientes veinte minutos admirando instantáneas de Westminster, del Palacio de Buckingham, de la Torre y del Puente de Londres y de todos los museos de la ciudad.

Eran casi las once cuando llegué a Carol Hall. Mientras giraba alrededor del Anexo, los faros iluminaron un gran sobre marrón apoyado en el porche. Aparqué en la parte trasera, apagué el motor y abrí apenas una ventanilla.

Sólo se oían grillos y el ruido del tráfico en Queens Road.

Corrí hasta la puerta trasera y entré en mi apartamento. Me quedé inmóvil y volví a escuchar atentamente, deseando que Boyd estuviera conmigo.

Los únicos sonidos que rompían el silencio eran el zumbido de la nevera y el martilleo del reloj de la abuela en la repisa de la chimenea.

Estaba a punto de llamar a Birdie cuando apareció en la puerta, estirando una pata delantera y luego la otra.

– ¿Há estado alguien aquí, Birdie?

Se sentó y me miró con sus grandes ojos redondos y amarillos. Luego se lamió una pata, la restregó contra la oreja derecha y repitió la maniobra.

– Es evidente que no estás preocupado por los intrusos.

Pasé a la sala de estar, escuché detrás la puerta, luego retrocedí y corrí el pasador. Birdie me observaba desde el vestíbulo. No había señales de ninguna persona. Cogí el sobre y cerré la puerta con llave detrás de mí.

Birdie seguía observándome atentamente.

En el sobre alguien había escrito mi nombre con un trazo agitado y femenino. No había remitente.

– Es para mí, Birdie.

No hubo respuesta.

– ¿Pudiste ver a la persona que lo dejó en la puerta?

Sacudí el sobre.

– Probablemente el equipo de artificieros no haría esto.

Rasgué una esquina y eché un vistazo al interior. Un libro.

Abrí el sobre y saqué un gran diario encuadernado en piel. En la portada habían pegado una nota, escrita en un delicado papel color melocotón por la misma mano que había dibujado mi nombre en el exterior del sobre.

Mis ojos volaron hacia la firma. «Marion Louise Willoughby Veckhoff.»

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