Capítulo 24

Cuando llegó la primera visita ya pasaban de las ocho.

Después de dejar a la señora Veckhoff compré un pollo asado en la Roasting Company y recogí a Birdie en la casa de mi vecino. Los tres habíamos compartido el pollo, la cola de Birdie se agitaba como un plumero cada vez que Boyd se movía en su dirección. Estaba lavando los platos cuando llamaron a la puerta.

Pete estaba en el porche con un ramo de margaritas en la mano. Cuando abrí la puerta hizo una profunda reverencia y me entregó las flores.

– En nombre de mi socio canino.

– No era necesario, pero te lo agradezco.

Mantuve la puerta abierta y Pete se dirigió a la cocina.

Boyd levantó las orejas al oír la voz de Pete, apoyó el hocico en las patas delanteras, comenzó a agitar la cola y a dar vueltas alrededor de la cocina. Pete dio unas palmadas y le llamó. Boyd se puso como loco, ladrando y corriendo en círculos. Birdie huyó.

– Basta. Dejará el suelo lleno de arañazos.

Pete se sentó en una silla junto a la mesa y Boyd se acercó a él.

– Siéntate.

Boyd miró a Pete, las cejas bailaban sobre los ojos. Pete puso la mano en el cuarto trasero y el perro se sentó con el hocico apoyado en la rodilla de su amo. Pete comenzó a rascarle detrás de las orejas.

– ¿Tienes cerveza?

– Sin alcohol.

– Perfecto.

Abrí una botella de Hire y la dejé en la mesa delante de él.

– ¿Cuándo regresaste?

Pete se agachó e inclinó la botella para que Boyd pudiese beber.

– Hoy. ¿Cómo te fueron las cosas en Indiana?

– Los investigadores locales de incendios premeditados eran tan sofisticados como los gemelos Bobbsey [15]. Pero el verdadero problema fue el tasador del seguro de responsabilidad civil que representaba al constructor. Su cliente estaba trabajando en la reparación de un techo con un soplete oxiacetilénico exactamente en el lugar donde se inició el fuego.

Limpió la boca de la botella con la mano y bebió un trago.

– Ese cabrón conocía perfectamente la causa y el origen. Nosotros conocíamos la causa y el origen. Él sabía que nosotros lo sabíamos, pero su postura oficial fue que necesitaban una investigación adicional.

– ¿Llegarán a los tribunales?

– Depende de la oferta que hagan. -Volvió a darle un poco de cerveza a Boyd-. Pero no estuvo mal tomarme un respiro del aliento de este chow-chow.

– Adoras a ese perro.

– No tanto como a ti. -Me obsequió con su sonrisa preferida.

– Hmmm.

– ¿Algún progreso con tus problemas con el DMORT?

– Tal vez.

Pete echó un vistazo al reloj.

– Quiero saber toda la historia, pero ahora tengo prisa.

Acabó la botella y se puso de pie. Boyd hizo lo mismo.

– Creo que me iré con el perro.

Observé cuando se marchaban, Boyd bailaba alrededor de las piernas de Pete. Cuando me volví, Birdie estaba atisbando desde el pasillo, con las patas colocadas para una rápida retirada.

«Al fin me libré de él», fue lo que dije. Pero me sentía ofendida. El jodido chucho no se había vuelto ni una sola vez.

Birdie y yo estábamos viendo El sueño eterno cuando volvieron a llamar a la puerta. Yo llevaba una camiseta, bragas y mi vieja bata de franela. Birdie estaba en mi regazo.

Ryan estaba en la escalera de entrada, el rostro ceniciento por la luz del porche. Evité repetir la pregunta habitual. Pronto me diría qué era lo que le había traído a Charlotte.

– ¿Cómo sabías que estaba aquí?

Ryan ignoró la pregunta.

– ¿Pasando la velada sola?

Hice un gesto con la cabeza.

– Bacall y Bogart están en el estudio.

Abrí la puerta, igual que lo había hecho con Pete, y Ryan fue derecho a la cocina. Olía a sudor y a humo de cigarrillo y supuse que había conducido desde el condado de Swain.

– ¿Crees que les molestará si me uno al grupo?

Aunque sus palabras eran despreocupadas, la expresión de su rostro me decía que en su corazón pasaban otras cosas.

– Son personas flexibles.

Me siguió al estudio y nos sentamos en los extremos opuestos del sofá. Apagué el televisor.

– Han identificado a Bertrand.

Esperé.

– Principalmente restos dentales. Y algunos otros… -La nuez de Adán subió y bajó-… fragmentos.

– ¿Petricelli?

Sacudió la cabeza con un gesto breve y tenso.

– Estaban sentados en el lugar donde se produjo la explosión, de modo que Petricelli puede ser aire en este momento. Lo que quedaba de Bertrand fue hallado dos valles más allá del lugar del accidente. -Su voz temblaba ligeramente-. Incrustado en un árbol.

– ¿Tyrell ha entregado el cuerpo?

– Esta mañana. Lo llevaré a Montreal el domingo.

Quería rodearle el cuello con mis brazos, apretar mi mejilla contra su pecho y acariciarle el pelo. Pero no me moví.

– La familia quiere una ceremonia civil, de modo que la SQ organizará un funeral el miércoles.

No lo dudé un segundo.

– Iré contigo.

– Eso no es necesario.

Ryan seguía abriendo y cerrando una mano sobre la otra. Sus nudillos tenían un aspecto duro y blanco, como si fuese una fila de guijarros.

– Jean también era amigo mío.

– Es un viaje muy largo.

Sus ojos estaban brillantes. Parpadeó un par de veces, se inclinó hacia atrás y se frotó la cara con las manos.

– ¿Te gustaría que fuese contigo?

– ¿Qué hay de todo ese rollo con Tyrell? Le conté acerca del fragmento de diente pero nada más.

– ¿Cuánto tiempo llevará hacer el perfil de ADN?

– Cuatro o cinco días. De modo que no hay ninguna razón para quedarme aquí. ¿Quieres que vaya?

Me miró y se formó una arruga en la esquina de su boca.

– Tengo la sensación de que lo harás de todos modos.


Ryan había reservado una habitación en el hotel Adams Mark, cerca del distrito residencial, ya que sabía que tendría que pasar los dos días siguientes ultimando los detalles para el transporte del ataúd con los restos de Bertrand y reuniéndose con McMahon en el cuartel general del FBI. O quizá tenía otras razones. No pregunté.

Al día siguiente investigué los nombres que figuraban en la lista de H amp;F y sólo aprendí una cosa. Fuera del laboratorio, mis habilidades para la investigación son limitadas.

Alentada por mi éxito en Bryson City, pasé una mañana en la biblioteca examinando ejemplares atrasados del Charlotte Observer. Aunque había sido un funcionario público bastante mediocre, el senador estatal Pat Veckhoff había sido un ciudadano modelo. Aparte de eso, descubrí muy poca cosa.

En Internet había escasas referencias a la poesía de Kendall Rollins, el poeta que había mencionado la señora Veckhoff. Eso era todo. Davis. Payne. Birkby. Warren. Eran apellidos comunes que llevaban a laberintos de información absolutamente inútil. En las Páginas Amarillas de Charlotte había docenas de cada uno de ellos.

Aquella noche invité a Ryan a cenar al Selwyn Pub. Parecía reservado y preocupado. No lo atosigué.

El domingo por la tarde, Birdie fue a casa de Pete, y Ryan y yo volamos a Montreal. Lo que quedaba de Jean Bertrand viajaba debajo de nosotros en un ataúd de metal brillante.

En el aeropuerto Dorval nos recibió un encargado de la funeraria, dos ayudantes y cuatro oficiales uniformados de la Süreté de Quebec. Juntos escoltamos el cuerpo hasta la ciudad.

Octubre puede ser un mes espléndido en Montreal, con las agujas de las iglesias y los rascacielos perforando un cielo azul, con las montañas brillando intensamente en el fondo. O puede ser gris y desapacible, con lluvia, aguanieve e incluso nieve.

Ese domingo la temperatura flirteaba con el frío y las nubes, pesadas y oscuras, pendían sobre la ciudad. Los árboles tenían un aspecto negro y desolado, los prados y los paseos estaban cubiertos de una capa blanca. Los arbustos envueltos en arpillera montaban guardia fuera de casas y tiendas, eran momias florales protegiéndose del frío.

Pasaban de las siete cuando dejamos el ataúd con los restos de Bertrand en una funeraria en St. Lambert. Ryan y yo tomamos caminos separados, él hacia su casa en Habitat, yo a mi pequeño apartamento en Centreville.

Al llegar a casa lancé la maleta sobre la cama, encendí la calefacción, escuché los mensajes en el contestador y fui a la nevera. El contestador estaba lleno, titilando con una luz azul como si fuera época de rebajas en los almacenes Kmart. La nevera estaba vacía, paredes blancas impolutas y estantes de vidrio manchados.

LaManche. Isabelle. Cuatro vendedores. Un graduado de McGill. LaManche.

Busqué una cazadora forrada y un par de guantes de lana en el armario del vestíbulo y fui a Le Faubourg en busca de provisiones.

Para cuando hube regresado, el apartamento estaba caliente. No obstante, encendí un fuego en la chimenea, necesitaba más la sensación de bienestar que su calor. Me sentía tan deprimida como lo había estado en Carol Hall, acechada por el espectro de la misteriosa Danielle de Ryan, triste por la perspectiva de los funerales de Bertrand.

Mientras freía escalopes con judías verdes, el aguanieve comenzó a acumularse contra los cristales de las ventanas. Comí junto a la chimenea encendida, pensando en el hombre que había venido a enterrar.

El detective y yo habíamos trabajado juntos durante varios años, cuando las víctimas de asesinatos hacían que nuestros caminos se cruzaran, y había llegado a entender algunas cosas de él. Incapaz de cualquier tipo de ambigüedad, Bertrand veía el mundo en blanco y negro, con los policías a un lado y los criminales al otro lado. Había tenido fe en el sistema, sin dudar jamás de que acabaría por separar a los buenos de los malos.

Bertrand me había visitado aquí, en mi apartamento, la primavera anterior, destrozado por una incomprensible ruptura con Ryan. Lo recordaba sentado en el sofá aquella noche, presa de la ira y la incredulidad, sin saber qué hacer o decir, los mismos sentimientos que ahora abrumaban a Andrew Ryan.

Después de cenar cargué el lavavajillas, avivé el fuego y llevé el teléfono al sofá. Cambié mentalmente al francés, y marqué el número de la casa de LaManche.

Mi jefe dijo que se alegraba de que hubiese regresado a Montreal, aunque las circunstancias eran muy tristes. En el laboratorio había dos casos de antropología.

– La semana pasada encontraron una mujer desnuda y descompuesta, envuelta en una manta en Pare Nicholas-Veil.

– ¿Dónde queda eso?

– En el extremo norte de la ciudad.

– ¿CUM?

La Police de la Communauté Urbaine de Montreal tiene jurisdicción sobre todo lo que sucede en la isla de Montreal.

– Oui. Sargento-detective Luc Claudel.

Claudel. El respetado detective bulldog que trabajaba de mala gana conmigo, seguía convencido de que las antropólogas forenses no eran de mucha ayuda para hacer cumplir la ley. Justo lo que necesitaba.

– ¿Han identificado a la mujer?

– Hay una presunta identificación y han arrestado un hombre. El sospechoso afirma que la mujer se cayó, pero monsieur Claudel no está convencido. Me gustaría que usted se encargase de examinar el trauma craneal.

El francés de LaManche, siempre tan correcto.

– Lo haré mañana.

El segundo caso era menos urgente. Una pequeña avioneta se había estrellado hacía dos años en las proximidades de Chicoutimi, el copiloto nunca fue encontrado. Recientemente había aparecido un segmento de diáfisis en esa zona. ¿Podía determinar si ese hueso era humano? Le aseguré que podía hacerlo.

LaManche me lo agradeció, me preguntó por las tareas de recuperación de cuerpos en el accidente de la TransSouth Air y expresó su pesar por la trágica muerte de Bertrand. No hizo ninguna pregunta sobre mis problemas con las autoridades. Seguramente las noticias habían llegado hasta él, pero era un hombre demasiado discreto como para sacar un tema delicado.

Ignoré los mensajes de los vendedores.

El graduado de McGill hacía tiempo que había conseguido la referencia que necesitaba.

Mi amiga Isabelle había organizado una de sus famosas veladas el sábado anterior. Me disculpé por haber pasado por alto su llamada y su fiesta. Me aseguró que pronto organizaría otra.

Acababa de colgar cuando comenzó a sonar el móvil. Atravesé la habitación a la carrera y logré desenterrarlo, jurándome por enésima vez que buscaría un lugar mejor que mi bolso. Me llevó un momento identificar la voz.

– ¿Anne?

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó.

– Concluyendo un tratado de paz mundial. Acabo de hablar con Koffi Anan.

– ¿Dónde estás?

– En Montreal.

– ¿Por qué demonios has vuelto a Canadá?

Le conté lo sucedido a Bertrand.

– ¿Es por eso que se te oye tan apagada?

– En parte. ¿Estás en Charlotte? ¿Cómo te fue en Londres?

– ¿Qué significa eso? ¿En parte?

– No quieres saberlo.

– Por supuesto que sí. ¿Qué ha pasado?

Me desahogué. Mi amiga escuchó. Veinte minutos más tarde me tomé un respiro, no lloraba pero estaba a punto de hacerlo.

– ¿O sea que la cuestión de la propiedad de Arthur y el pie sin identificar no tiene nada que ver con la cuestión de la denuncia relacionada con el accidente?

– Algo así. No creo que ese pie pertenezca a ninguna de las personas que viajaban en el avión. Tengo que probarlo.

– ¿Piensas que pertenece a ese tal Mitchell que desapareció en febrero?

– Sí.

– ¿Y el NTSB aún no sabe cuál fue la causa del accidente?

– No.

– Y todo lo que sabes sobre esa propiedad es que un tío llamado Livingstone se la dio como regalo de bodas a un tío llamado Arthur, quien a su vez se la vendió a un tío llamado Dashwood.

– Así es.

– Pero la escritura esta a nombre de un grupo de inversiones, no de Dashwood.

– H amp;F. En Delaware.

– Y algunos de los nombres de los integrantes de ese grupo de inversiones coinciden con los nombres de personas que murieron justo antes de la desaparición de algunos viejos locales.

– Eres buena.

– Tomo notas.

– Suena ridículo.

– Sí. ¿Y no tienes idea de por qué Davenport la tiene tomada contigo?

– No.

Nos quedamos en silencio.

– Oímos hablar de un lord en Inglaterra llamado Dashwood. Creo que era amigo de Benjamin Franklin.

– Eso debería resolver el enigma. ¿Cómo te fue en Londres?

– Genial. Pero demasiado tour OJC.

– ¿Tour OJC?

– Otra Jodida Catedral. A Ted le encanta la historia. Incluso me arrastró a visitar unas cuevas. ¿Cuándo regresarás a Charlotte?

– El jueves.

– ¿Adonde iremos para el Día de Acción de Gracias?

Anne y yo nos habíamos conocido cuando éramos jóvenes y estábamos embarazadas, yo de Katy y ella de su hijo, Brad. Aquel primer verano hicimos el equipaje y nos largamos con nuestros bebés al mar durante una semana. Desde entonces, todos los veranos y todos los días de Acción de Gracias habíamos ido a la playa.

– A los chicos les gusta Myrtle. Yo prefiero Holden.

– A mí me gustaría visitar las islas Pawley. Almorcemos juntas. Lo discutiremos y te contaré mi viaje. Tempe, las cosas volverán a su cauce. Ya lo verás.

Me dormí escuchando el sonido del aguanieve, pensando en arena y palmeras, y preguntándome si tenía alguna posibilidad de volver a tener una vida normal.

El Laboratoire de Sciences Judiciaires et de Medicine Légale es el principal laboratorio criminal y médico legal para la provincia de Quebec. Está situado en los dos últimos pisos del Edifice Wilfrid-Derome, conocido por la gente de Montreal como la Süreté du Quebec, o edifico SQ.

A las nueve y media de la mañana del lunes me encontraba en el laboratorio de antropología-odontología, había asistido ya a la reunión de personal y había recogido el impreso de solicitud de Demande d'Expertise en Anthropologie como patóloga asignada a ese caso. Después de determinar que el fragmento óseo del copiloto realmente pertenecía a la pata de un ciervo, redacté un breve informe y regresé al caso de Claudel.

Dispuse los huesos sobre mi mesa de trabajo siguiendo un orden anatómico, realicé un inventario esquelético, luego comprobé los indicadores de edad, sexo, raza y altura para ver si coincidían con la presunta identificación de la mujer. Esto podría ser importante, ya que la víctima carecía de dentadura y no existían informes dentales.

Hice una pausa a la una y media y di buena cuenta del pan con queso cremoso, plátano y galletas mientras contemplaba desde la ventana de mi oficina cómo navegaban los veleros debajo de los coches que cruzaban el puente Jacques Cartier. A las dos estaba concentrada de nuevo en los huesos y, hacia las cuatro y media, había terminado mi análisis. La víctima podría haberse destrozado la mandíbula, la órbita y el pómulo, y haberse aplastado la cabeza como consecuencia de una increíble caída. Desde un globo aerostático o desde un rascacielos, por ejemplo.

Llamé a Claudel y le di mi opinión: era un homicidio. Cerré la oficina con llave y me fui a casa.

Pasé otra noche sola, cociné un muslo de pollo, miré una reposición de Doctor en Alaska y leí algunos capítulos de una novela de James Lee Burke. Era como si Ryan se hubiese evaporado del planeta. A las once estaba dormida.

El día siguiente lo pasé analizando a la mujer apaleada: fotografiando mis hallazgos sobre el perfil biológico y fotografiando, dibujando, describiendo y explicando los modelos de heridas en el cráneo y la cara. A última hora de la tarde había completado el informe y lo dejé en la secretaría. Me estaba quitando la bata del laboratorio cuando Ryan apareció en la puerta de mi oficina.

– ¿Necesitas que te lleven al funeral?

– ¿Cómo lo llevas? -pregunté, cogiendo mi bolso del último cajón del escritorio.

– No entra mucho el sol en el despacho.

– No -dije, mirándole a los ojos.

– Estoy completamente atascado con el caso Petricelli.

– Ya. -Mis ojos no se apartaban de los suyos.

– Parece que ahora Metraux no está tan seguro de haber visto a Pepper.

– ¿Por lo de Bertrand? Se encogió de hombros.

– Esos cabrones serían capaces de vender a su madre para salir de aquí.

– Peligroso.

– Como beber del grifo en Tijuana. ¿Quieres que te lleve?

– Si no es mucha molestia.

– Te recogeré a las ocho y cuarto.


Puesto que el sargento detective Jean Bertrand había muerto en el cumplimiento de su deber fue enterrado con todos los honores del estado. La Direction des Communications de la Süreté du Quebec había informado a todos los cuerpos policiales de Norteamérica, utilizando el sistema CPIC en Canadá y el sistema NCIC en los Estados Unidos. Una guardia de honor flanqueaba el ataúd en la funeraria. Desde allí, los restos de Bertrand fueron escoltados hasta la iglesia y luego al cementerio.

Aunque esperaba una gran concurrencia me asombró la enorme cantidad de personas que acudió a los funerales. Además de la familia y los amigos de Bertrand, sus compañeros de la SQ, miembros del CUM y muchos del laboratorio médico legal, parecía que cada departamento de policía de Canadá, y muchos de Estados Unidos, habían enviado representantes. Medios de comunicación franceses e ingleses enviaron periodistas y equipos de televisión.

Hacia el mediodía, los restos de Bertrand yacían en la tierra del cementerio de Notre-Dame-des-Neiges y Ryan y yo bajábamos en coche por el sinuoso camino que llevaba desde la montaña hasta Centreville.

– ¿Cuándo sale tu avión? -preguntó, giró en Cóte-des-Neiges y continuó por St. Mathieu.

– Mañana a las once y cuarto.

– Te recogeré a las diez y media.

– Si aspiras a conseguir el puesto de chófer el sueldo es miserable.

El chiste murió antes de que yo acabara de decirlo.

– Voy en el mismo vuelo.

– ¿Por qué?

– Anoche la policía de Charlotte detuvo a un delincuente de Atlanta llamado Pecan Billie Holmes.

Sacó del bolsillo un paquete de Du Maurier, golpeó ligera mente un cigarrillo contra el volante y luego se lo llevó a los labios. Después de encenderlo con una mano, inhaló profundamente y expulsó el aire por la nariz. Bajé el cristal de mi ventanilla.

– Parece que este Pecan tenía muchas cosas que decir acerca de cierto soplo telefónico al FBI.

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