Me estiré todo lo que pude, casi sin respirar. ¿Había oído realmente lo que creía haber oído? Los minutos pasaron y la duda se instaló dentro de mí. Hasta que volví a oírlo, lejano e irreal.
Un sordo gemido, una risa aguda.
¡El esqueleto eléctrico!
No estaba lejos del Riverbank Inn. Donde se había alojado Primrose. Donde nunca habían vuelto a verla.
Recordé el rostro hinchado de Primrose, vi las muescas dejadas por los animales submarinos.
¡Me encontraba dentro de una bolsa, amordazada y vendada, junto al río Tuckasegee!
¡Tenía que liberarme!
Me dolía el cráneo a causa del golpe de la piedra. El trapo que me llenaba la boca me impedía respirar y sabía a basura y mugre. La cinta adhesiva me quemaba las mejillas y los labios y disparaba astillas de luz a mi nervio óptico.
Y podía oír el crujido de las cucarachas sobre mi chaqueta de nailon, sentir sus movimientos en el pelo y los téjanos.
Mis pensamientos volaban en mil direcciones diferentes.
Nuevamente, escuché, completamente inmóvil. Al no oír nada que me indicase una presencia humana, comencé a forcejear con las ligaduras, respirando regularmente por la nariz.
El estómago me dio un vuelco y se me secó la boca.
Pasaron milenios. La cinta adhesiva se aflojó un milímetro.
Lágrimas de frustración se deslizaron por debajo de mis párpados aplastados.
¡No llores!
Seguí moviendo los tobillos y las muñecas, tirando y girando, deteniéndome de vez en cuando para comprobar si oía algún sonido fuera de la bolsa.
Las cucarachas se escabullían a través de mi rostro, sentía sus patas plumosas sobre la piel.
¡Fuera!, grité mentalmente. ¡Fuera de aquí!
Continué luchando con las ligaduras. El sudor me mojaba el pelo.
Mi mente planeaba como una ave nocturna y me observaba a mí misma desde las alturas, una larva indefensa en el suelo del bosque. Imaginé la oscuridad que me rodeaba y deseé la seguridad de un refugio nocturno familiar.
Una cafetería abierta las veinticuatro horas. Una cabina de peaje. Una casa en un barrio. Un puesto de enfermera en un pabellón de hospital donde todos duermen. Una guardia en urgencias.
Entonces me acordé.
¡El escalpelo!
¿Podría llegar hasta él?
Levanté las rodillas hasta apoyarlas en el pecho, elevando el borde de la chaqueta todo lo que pude. Luego moví los codos sobre la superficie de nailon, levantando las caderas cada vez que lo hacía. Busqué a ciegas el bolsillo delantero, comprobando el progreso mediante el tacto.
Leyendo mi ropa como si fuese un plano en Braille conseguí localizar el lazo de nailon unido a la lengüeta de la cremallera y conseguí cogerlo con las puntas de los dedos de ambas manos.
Contuve la respiración y presioné hacia abajo.
Mis dedos se deslizaron sobre el nailon.
¡Maldición!
Volví a intentarlo, con el mismo resultado.
Repetí la maniobra una y otra vez, tirando, apretando, pescando, hasta que sentí un calambre en la mano y quise gritar.
Nuevo plan.
Apreté la lengüeta de la cremallera contra el muslo con el dorso de la mano izquierda, doblé la muñeca derecha e intenté enganchar un dedo a través del lazo. El ángulo era demasiado plano.
Doblé la mano un poco más. Era inútil.
Utilizando los dedos de la mano izquierda, hice presión sobre la derecha, aumentando el ángulo posterior. Sentí una punzada de dolor en los tendones del antebrazo.
Cuando ya pensaba que mis huesos se romperían, mi dedo índice encontró el lazo y se deslizó dentro de él. Tiré suavemente. La lengüeta cedió y mis muñecas maniatadas la siguieron hacia abajo. Con la cremallera abierta resultó relativamente sencillo deslizar los dedos de una mano dentro del bolsillo y sacar el escalpelo.
Acunando con exquisito cuidado mi presa, giré sobre la espalda y coloqué el instrumento sobre el estómago como si fuese una cuña. Luego quité el pañuelo de papel haciendo girar el escalpelo entre las manos. Orienté la hoja hacia mi cuerpo y comencé a cortar la cinta que me ligaba las muñecas. El escalpelo estaba afilado como una cuchilla de afeitar.
Tranquila. Cuidado. No te trinches la muñeca.
En menos de un minuto tenía las manos libres. Me quité la cinta adhesiva de los labios. Las llamas se extendieron sobre mi rostro.
¡No grites!
Me quité el trapo sucio de la boca, respirando y escupiendo alternativamente. Amordazada por mi propia saliva fétida, corté la cinta que me cubría los ojos.
Otra llamarada cuando piel y algunas pestañas salieron con la cinta adhesiva. Con manos temblorosas me liberé de las ligaduras de los tobillos.
Estaba cortando la bolsa cuando un sonido paralizó mi brazo.
¡El ruido de la puerta de un coche!
¿A qué distancia? ¿Qué debía hacer? ¿Fingir que estaba muerta?
Mi brazo salió disparado, como un pistón movido por su propia voluntad.
Pisadas sobre las hojas secas. Mi mente calculaba.
Cuarenta metros.
Acuchillé la lona. Arriba, abajo. Arriba, abajo.
El crujido de las hojas se oía más cerca.
Veinticinco metros.
Apoyé las botas en la pequeña abertura y apreté con todas mis fuerzas. La rasgadura sonó como un chillido en el profundo silencio del bosque.
Las pisadas sobre las hojas se detuvieron, luego se reanudaron, más rápidas, más precipitadas.
Quince metros.
Diez.
– Quédese donde está.
Me imaginé el arma, sentí las balas penetrando en la carne. No me importaba. Daba lo mismo morir ahora que más tarde. Era mejor luchar mientras hubiese una oportunidad de resistir.
– No se mueva.
Me di la vuelta, cogí los bordes de lona que había rasgado y tiré con ambas manos. Luego asomé la cabeza a través de la abertura, me lancé boca abajo, me puse de pie y me sostuve sobre unas piernas que parecían de mantequilla, tratando de enfocar lo que había delante de mí.
– Señora, está muerta.
Eché a correr alejándome del sonido de la voz.
Manteniendo siempre el gorgoteo del río a mi izquierda, corrí a través de una oscuridad densa como un túnel infinito con un brazo delante del rostro. Los obstáculos saltaban a mi paso sin aviso, obligando a mis pies a seguir un curso zigzagueante.
Una y otra vez tropezaba con alguna forma de escombros planetarios. Una piedra más antigua que la vida misma. Un tronco caído. Una rama muerta. Pero conseguía conservar el equilibrio. El miedo lacerante se había convertido en fuerza y velocidad.
El universo nocturno parecía haberse sumido en un súbito silencio. No oía ni zumbidos ni gorjeos ni sonidos sordos de pisadas de animales, sólo mi respiración agitada. Detrás de mí, pasos, avanzando como si se tratase de alguna bestia gigante del bosque.
El sudor empapaba mi ropa. La sangre golpeaba con fuerza mis oídos.
Mi perseguidor continuaba detrás de mí, sin acercarse ni retroceder. ¿Estaba aprovechando la ventaja de jugar en casa? ¿Era el gato y yo su ratón? ¿Estaba acaso esperando su oportunidad, seguro de que la presa finalmente sería suya?
Me ardían los pulmones, incapaces de absorber aire suficiente. Un dolor agudo me desgarraba el costado izquierdo. A pesar de todo, la ciega necesidad de huir.
Un minuto. Tres. Una eternidad.
Entonces los músculos del muslo izquierdo comenzaron a sufrir calambres. Reduje la velocidad a un medio galope cojo.
El gato también lo hizo.
Intenté seguir adelante. Pero era inútil. Mis brazos y piernas ya no me respondían.
Mi carrera se convirtió en un trote ligero. Las gotas de sudor caían de mi frente y me quemaban los ojos.
Delante de mí percibí el contorno de una forma oscura. Mi mano extendida chocó contra algo sólido. El codo se dobló y recibí un golpe en la mejilla. El dolor se extendió por la muñeca. La sangre humedeció la palma de la mano y la mejilla.
Con mi mano buena exploré lo que me había cortado el paso. Roca sólida.
Recorrí a tientas el obstáculo.
Más roca.
Se me encogió el corazón.
Había corrido hacia la pared de un risco. Agua a mi izquierda. Bosque tupido a mi derecha.
El gato lo sabía. No tenía escapatoria.
¡No te dejes vencer por el pánico!
Cogí el escalpelo y lo sostuve detrás de la espalda. Luego me volví, apoyándome en la pared de piedra, y me enfrenté a mi atacante.
Habló antes de que pudiese verle.
– Un camino equivocado.
El desconocido respiraba con dificultad y, desde donde me encontraba, podía oler el olor rancio a sudor y furia.
– ¡No se me acerque!
Grité con más coraje del que sentía.
– ¿Por qué habría de hacerlo?
Se burlaba de mí.
Conocía esa voz. Era quien me había llamado al depósito. Pero también la había oído en persona. ¿Dónde?
Se oyó un crujido de hojas y luego un perfil negro se recortó en la oscuridad.
– No dé un paso más -dije casi en un susurro.
– No está en la mejor situación para dar órdenes.
– Si se acerca, le mataré.
Aferré el escalpelo como si fuese una cuerda salvavidas.
– Yo lo llamaría el clásico callejón sin salida.
Más crujido de hojas. El perfil negro se convirtió en un hombre, con el brazo extendido en mi dirección. Hombros anchos, brazos gruesos.
No era Simon Midkiff.
– ¿Quién es usted?
– Seguro que ya lo sabe.
Oí un chasquido cuando quitó el seguro del arma.
– Usted mató a Primrose Hobbs. ¿Por qué?
– Porque podía hacerlo.
– Y planea matarme a mí.
– Será un placer.
– ¿Por qué?
– Su intromisión destruyó un lugar sagrado.
– ¿Quién es usted?
– Kulkulcan.
Kulkulcan. A ése le conocía.
– El dios maya.
– Por qué conformarse con un faraón o algún marica griego.
– ¿Dónde está el resto de la sociedad de chiflados?
– Si no hubiera sido por ese desgraciado accidente aéreo jamás hubiese tropezado con nosotros. Su jodida intromisión puso al descubierto cosas que no tenía ningún derecho a conocer. Y le ha correspondido a Kulkulcan vengarse.
La voz melodiosa estaba ahora teñida de furia.
– Su Hell Fire Club está acabado.
– Nunca estará acabado. Desde el principio de los tiempos las masas mediocres han tratado de eliminar a las personas intelectualmente superiores. Nunca funciona. Las condiciones pueden volvernos inactivos, pero volvemos a surgir cuando el clima cambia.
¿Qué delirio de grandeza estaba escuchando?
– Había llegado mi hora de sumarme a las filas de lo sagrado -continuó, indiferente al hecho de que yo no le había contestado-. Encontré mi ofrenda. Ofrecí mi sacrificio. Honré el ritual que usted ha profanado.
– ¿Jeremiah Mitchell o George Adair?
– Eso es irrelevante. Sus nombres no tienen ninguna importancia. Fui elegido. Estaba preparado. Sólo tuve que seguir el camino.
Deja que continúe hablando, razonó mi mente. Alguien sabrá dónde estás. Alguien estará haciendo algo.
– Kulkulcan es un dios creador. Usted destruye la vida -le dije.
– Los mortales son efímeros. La sabiduría permanece.
– ¿La sabiduría de quién?
– La sabiduría de los siglos, revelada a aquellos que son dignos de recibirla.
– ¿Y ustedes aseguran su permanencia a través del asesinato ritual?
– El cuerpo no es más que un envoltorio material, carece de todo valor perdurable. Al final lo eliminamos. Pero la sabiduría, la fortaleza, la esencia del alma, ésas son las fuerzas que prevalecen.
Dejé que continuase desvariando.
– La especie más inteligente debe ser alimentada. Aquellos que abandonan esta tierra deben entregar su maná a los que quedan en ella, aumentar la fuerza y la sabiduría de los elegidos.
– ¿Cómo?
– A través de la sangre, el corazón, los músculos y los huesos.
Dios bendito, era verdad.
– ¿Cree realmente que puede aumentar su cociente intelectual comiendo la carne de otras personas?
– Cuando la carne se debilita, también lo hace la fuerza. Pero la mente, el espíritu, el intelecto, esos elementos son transferibles a través de las células de nuestros cuerpos.
Aferré el escalpelo con tanta fuerza que me dolían los nudillos.
– Herodoto hablaba de que los Issedones de Asia Central se comían a sus parientes para crecer fuertes y disciplinados. Estrabón encontró la misma práctica entre los clanes irlandeses. Muchos pueblos conquistadores aumentaban su fuerza comiendo la carne de sus enemigos. Come al débil y serás más fuerte. Es algo tan viejo como el hombre.
Pensé en los huesos de los neandertales, en las víctimas en la cámara ceremonial cerca de Mesa Verde. En los esqueletos que yacían en el depósito.
– ¿Por qué los ancianos?
– Los ancianos poseen las mayores reservas de sabiduría.
– ¿O simplemente porque resultan blancos mucho más fáciles?
– Mi querida señorita Brennan. ¿Preferiría que su carne contribuyese al progreso de los seres elegidos o que fuese comida para los gusanos?
La ira comenzó a fluir dentro de mí, superando el miedo.
– Usted no es más que un maldito cabrón demente y ególatra.
– Oh, vaya, huelo la sangre de un inglés. Esté vivo o muerto, moleré sus huesos para preparar mi pan.
El esqueleto eléctrico gimió en la distancia.
¡Me enfrentaba a la locura! ¿Quién era este hombre? ¿Cómo le conocía?
Comencé a moverme lentamente a lo largo de la pared, sosteniendo el escalpelo con la mano derecha detrás de mí, tanteando la superficie de piedra con la izquierda. Había dado media docena de pasos cuando un poderoso haz de luz salió de la oscuridad, cegándome como a un merodeador en la valla del patio trasero. Levanté un brazo.
– ¿Piensa ir a alguna parte, señorita Brennan?
La luz me permitió ver la parte inferior de su rostro, los labios apretados en un gesto de furia asesina.
¡Debes mantenerte alejada de él!
Me di la vuelta para correr, tropecé con algo y caí a tierra. Mientras intentaba incorporarme, la sombra saltó, redujo la distancia que nos separaba y una mano me cogió del tobillo. Mis pies salieron disparados hacia adelante otra vez y las rodillas chocaron contra el terreno húmedo. El escalpelo se perdió en la oscuridad.
– ¡Maldita perra traidora!
Ahora la voz suave y controlada hervía de furia.
Me revolví y lancé patadas al aire pero no pude librarme de él. Sus dedos eran como garras de acero que se clavaban a través del tejano.
Más aterrada que nunca en mi vida, clavé los codos en la tierra, tratando de arrastrarme hacia adelante, lanzando patadas con mi pierna libre. De pronto, todo el peso de su cuerpo estuvo sobre mí. Una rodilla se clavó en mi espalda y una mano me aplastó la cara contra el suelo. La boca y la nariz se me llenaron de tierra y porquería.
Me debatí salvajemente, pateando y arañando para salir de debajo de mi agresor. Él había dejado caer la linterna y ahora yacía en el suelo, iluminándonos como a una bestia de dos cabezas. Mientras pudiese moverme, él no conseguiría pasar ese garrote con alambre de acero alrededor de mi garganta.
Mi mano tocó algo duro y dentado y mis dedos se cerraron, alrededor del objeto. Giré el torso y lancé un golpe a ciegas.
Oí el ruido sordo de la piedra al impactar con el hueso, luego el sonido metálico del acero contra el granito.
– ¡Puta!
Lanzó el puño contra mi oreja derecha. Un castillo de fuegos artificiales estalló en mi cabeza.
Mi agresor aflojó la presión y buscó a tientas el arma. Lancé el codo hacia atrás con todas mis fuerzas y lo alcancé en el borde de la mandíbula. Se le partieron los dientes y su cabeza se sacudió con violencia hacia atrás.
Un chillido como el de un animal herido.
Empujé con desesperación y su rodilla se deslizó de mi espalda. En menos de un segundo me puse de rodillas y me arrastré hacia la linterna. Él recuperó la vertical y nos lanzamos sobre ella al mismo tiempo. Yo llegué primero.
Moví el brazo describiendo un amplio arco y le aticé en la sien. Un ruido sordo, un gemido y cayó hacia atrás. Apagué la linterna, corrí hacia los árboles y me oculté detrás del tronco de un grueso pino.
No me moví. No parpadeé. Intenté razonar.
No te muevas entre los árboles. No le vuelvas la espalda. Tal vez cuando él se mueva puedas deslizarte por un lado, correr hacia el motel y pedir ayuda.
Calma total, alterada sólo por el jadeo de mi agresor. Pasaron los segundos. O tal vez fueron horas. El golpe en la cabeza me había dejado mareada, era incapaz de calcular el tiempo, el espacio o la distancia.
¿Dónde estaba él?
Una voz que llegaba a ras de tierra.
– He encontrado el arma, señorita Brennan.
Un disparo resonó en la quietud de la noche.
– Pero ambos sabemos que no la necesito ahora que su perro está fuera de combate.
Su voz me llegaba como si estuviese hablando debajo del agua.
– Haré que pague por esto. Y ya lo creo que me lo pagará.
Oí que se levantaba.
– Tengo un collar que quiero mostrarle.
Respiré profundamente, tratando de aclarar mi cabeza. Venía hacia mí con el garrote para estrangularme con el alambre de acero.
Con el rabillo del ojo alcancé a vislumbrar algo que brillaba. Me volví. Tres haces de luz se movían en mi dirección. ¿O estaba alucinando?
– ¡Quieto!
Una voz femenina áspera y ronca.
– ¡Suéltela!
Un hombre.
– ¡No se mueva!
Una voz masculina diferente.
La boca de una pistola escupió fuego en la oscuridad justo delante de mí. Sonaron dos disparos.
Desde la dirección de las voces devolvieron los disparos. Una bala rebotó en una piedra con un sonido inconfundible.
Un ruido sordo, aire expulsado. El sonido de un cuerpo que se desliza por la pared de piedra.
Pies que corren.
Manos en mi garganta, mi muñeca.
– … pulso es fuerte.
Rostros encima de mí, nadando como un espejismo en una acera de verano. Ryan. Crowe. El ayudante Anónimo.
– … ambulancia. Está bien. Nuestros disparos no la alcanzaron.
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Hice un esfuerzo para sentarme.
– Tiéndase.
Una suave presión en los hombros.
– Tengo que verle.
Un círculo de luz se deslizó hacia el risco donde mi atacante permanecía sentado, inmóvil, las piernas extendidas delante, la espalda apoyada en la pared de piedra. Lentamente, el haz de luz iluminó los pies, las piernas, el torso, el rostro. Yo sabía quién era.
Ralph Stover, el propietario no tan feliz del Riverbank Inn, el hombre que no me permitió entrar en la habitación de Primrose. Miraba hacia un punto fijo de la noche, la barbilla hacia delante, el cerebro escurriéndose lentamente y formando una mancha en la roca que había detrás de su cabeza.