Capítulo 11

Después de la reunión, Ryan y yo compramos el almuerzo en el Hot Dog Heaven y nos dedicamos a observar a los turistas que se concentraban en la estación de ferrocarril de las Great Smoky Mountains mientras comíamos. El tiempo era más cálido y a la una y media de la tarde la temperatura alcanzaba casi los veinticinco grados. El sol brillaba en el cielo y el viento era apenas un susurro. Verano indio en el país de los cherokee.

Ryan prometió preguntar por los progresos en la identificación de las víctimas y yo prometí cenar con él esa noche. Cuando se alejó en su coche alquilado me sentí como una ama de casa cuyos hijos han comenzado a asistir al colegio todo el día: una interminable tarde de bostezos hasta que reapareciera la tropa.

Al regresar a High Ridge House, llevé a Boyd a dar otro paseo. Aunque el perro se mostraba encantado, la excursión era en realidad para mí. Me sentía inquieta e irritable y necesitaba un poco de ejercicio físico. Crowe no había llamado y yo no podría consultar los documentos en el tribunal hasta el lunes por la mañana. Como se me había vedado el acceso al depósito y mis colegas me habían declarado persona non grata, cualquier nueva investigación relacionada con el misterioso pie estaba en un punto muerto.

Luego intenté leer pero hacia las tres y media ya no podía más. Cogí el bolso y las llaves y me marché con el coche sin rumbo fijo.

Apenas había abandonado los límites de Bryson City cuando pasé junto a un cartel indicador de la reserva cherokee.

Daniel Wahnetah era cherokee. ¿Vivía en la reserva en el momento de su desaparición? No lo recordaba.

Quince minutos más tarde llegué a la reserva india.

En otros tiempos la nación cherokee dominaba un territorio de 220 000 km2 en Norteamérica, incluyendo regiones que hoy forman parte de ocho estados. A diferencia de los indios que habitaban en las grandes llanuras, tan populares gracias a los productores de westerns, los cherokee vivían en cabañas de troncos, usaban turbantes y habían adoptado el estilo de vestir europeo. Con el alfabeto Sequoyah, su lengua se pudo empezar a transcribir a partir de 1820.

En 1838, en uno de los actos de traición más infames de la historia moderna, los cherokee fueron obligados a abandonar sus hogares y conducidos casi 2 000 kilómetros hacia el oeste en dirección a Oklahoma, en una marcha de la muerte bautizada como Sendero de Lágrimas. Los supervivientes llegaron a ser conocidos como cherokee del Éxodo Occidental. El Éxodo Oriental está compuesto por los descendientes de aquellos indios que se ocultaron y permanecieron en las Smoky Mountains.

Mientras pasaba junto a carteles indicadores de la Aldea India Oconalufte, del Museo de los Indios Cherokee y de la representación al aire libre de la obra Hacia esas colinas, experimenté mi ira habitual ante la arrogancia y la crueldad del ineludible destino. Aunque orientadas claramente hacia el dólar, estas empresas contemporáneas eran también intentos de preservar el legado indígena, y demostraban la tenacidad de otro pueblo sojuzgado por mis nobles antepasados pioneros.

Las vallas publicitarias anunciaban el Casino Harrah y el Hotel Cherokee Hilton, una prueba viviente de que los descendientes de Sequoyah compartían su aptitud para la adopción cultural.

Lo mismo sucedía en el centro de la reserva cherokee, donde las tiendas de camisetas, cuero, cuchillos y mocasines se disputaban el espacio con negocios de regalos y souvenirs, tiendas de chucherías, heladerías y restaurantes de comida rápida. La Tienda India. El Pony Manchado. La Mini Galería Comercial Tomahawk. Los tepee, las típicas tiendas indias, sobresalían de los tejados y tótems pintados de vivos colores flanqueaban las entradas. Una extraordinaria demostración de kitsch aborigen.

Después de varias infructuosas idas y venidas por la autopista 19, aparqué en un pequeño solar situado a varias manzanas de la calle principal. Durante la hora siguiente me uní a la masa de turistas que invadían calles, aceras y tiendas. Contemplé admirada los auténticos ceniceros, llaveros, rascadores de espalda y tamtanes cherokee. Examiné genuinas hachas de guerra de madera, búfalos de cerámica, mantas de tejido acrílico y flechas de plástico y me maravillé ante el sonido de las cajas registradoras. ¿Había habido alguna vez búfalos en Carolina del Norte?

¿Quién estaba fastidiando a quién ahora?, pensé, observando a un muchacho que pagaba siete dólares por una corona de plumas de neón.

A pesar de la cultura de consumo, disfruté de ese alejamiento temporal de mi mundo normal: mujeres con mordeduras en los pechos. Niñas con abrasiones vaginales. Vagabundos con las entrañas llenas de líquido anticongelante. Un pie amputado. Las coronas de plumas de ganso son preferibles a la violencia y a la muerte.

También fue un verdadero alivio apartarme del atolladero emocional de las relaciones incomprensibles. Compré algunas postales. Dulces de mantequilla de cacahuete. Una manzana con azúcar quemado. Mis problemas con Larke Tyrell y mi confusión entre Pete y Ryan se alejaron a otra galaxia.

Al pasar junto a la Tienda de Cuero Boot Hill, sentí un impulso súbito. Junto a la cama de Pete, había visto un par de pantuflas que Katy le había regalado cuando ella tenía seis años. Le compraría unos mocasines para agradecerle que hubiese contribuido a levantarme el ánimo.

O cualquier cosa que hubiese levantado.

Mientras curioseaba entre las cajas, otra idea iluminó mi cerebro: tal vez una genuina imitación de calzado norteamericano indígena alegraría el alicaído espíritu de Ryan por la pérdida de su compañero. Muy bien. Dos por uno.

Pete no era problema. La talla 11D es L en mocasines. ¿Qué diablos usaba Ryan?

Estaba comparando tamaños, preguntándome si una talla XL le iría bien a un canadiense irlandés de un metro ochenta y cinco de Nueva Escocia, cuando una serie de sinapsis se dispararon en mi cerebro.

Huesos de pie. Soldados en el sureste de Asia. Fórmulas para diferenciar los restos asiáticos de los pertenecientes a negros y blancos norteamericanos.

¿Funcionaría?

¿Había tomado las medidas necesarias?

Cogí un par L y otro XL, pagué en la caja y corrí hacia el aparcamiento, ansiosa por regresar a Magnolia para comprobar las notas en mi cuaderno.

Cuando me acercaba a mi coche oí el sonido de un motor, alcé la vista y vi un Volvo negro que se dirigía hacia mí. Al principio mi mente no registró ninguna señal de peligro, pero el coche no alteraba su dirección. Veloz. Demasiado veloz para un aparcamiento.

Mi ordenador mental. Velocidad. Trayectoria.

¡El coche se dirigía velozmente hacia mí!

¡Muévete!

No sabía hacia qué lado lanzarme. Elegí el izquierdo y me di de bruces contra el suelo. Un segundo después el Volvo pasó a escasos centímetros, cubriéndome con una lluvia de polvo y grava. Sentí una ráfaga de viento, el cambio de marchas cerca de mi cabeza y el olor a los gases del tubo de escape me llenó los pulmones.

El ruido del motor se fue apagando.

Estaba tendida en el suelo y escuchaba mi corazón que golpeaba contra la tierra.

Mi mente volvió a conectarse. ¡Mira!

Cuando volví la cabeza el Volvo ya giraba en una esquina. El sol se estaba poniendo y la luz me daba directamente en los ojos, de modo que sólo alcancé a ver fugazmente al conductor. Estaba inclinado hacia adelante y una gorra ocultaba la mayor parte de su rostro.

Me senté en el suelo, sacudí el polvo de mi ropa y eché un vistazo a mí alrededor. Estaba sola.

Me levanté sobre unas piernas que apenas si me sostenían debido al intenso temblor, arrojé las cosas en el asiento trasero, me deslicé detrás del volante y bajé los seguros de las puertas. Luego permanecí un momento masajeando mi hombro dolorido.

¿Qué demonios había pasado?

Durante todo el trayecto hasta llegar a High Ridge House repasé la escena que acababa de vivir en el aparcamiento de la reserva. ¿Me estaba volviendo paranoica o alguien había tratado de atropellarme? ¿Estaría borracho el conductor del Volvo? ¿Era ciego? ¿Era un imbécil?

¿Debería denunciar el incidente? ¿A Crowe? ¿A McMahon?

¿Me había resultado familiar la silueta del conductor? Automáticamente había pensado en «él», ¿pero era un hombre?

Decidí que durante la cena le preguntaría a Ryan qué opinaba de todo este asunto.

Una vez en la cocina de Ruby, me preparé una taza de té y la bebí lentamente. Cuando subí a Magnolia, mis nervios se habían calmado y las manos ya no temblaban. Hice una llamada a la Universidad de Charlotte, sin esperar realmente que alguien me contestara. Mi ayudante levantó el auricular a la primera.

– ¿Qué estás haciendo en el laboratorio un sábado?

– Clasificando.

– Muy bien. Aprecio tu dedicación, Alex.

– La clasificación de piezas forma parte de mi trabajo. ¿Dónde estás?

– Bryson City.

– Pensé que ya habías acabado allí. Quiero decir, que tu trabajo había acabado. Quiero decir… -Se interrumpió, insegura de lo que debía decir.

Su desconcierto me confirmó que las noticias de mi despido habían llegado a la universidad.

– Te lo explicaré todo cuando regrese.

– Resiste, querida.

Sin convicción.

– Escucha, ¿puedes buscar el ejemplar de mi libro que hay en el laboratorio?

– ¿La edición del ochenta y seis o la del noventa y ocho?

Yo había sido la editora de un libro de técnicas forenses que se había convertido en un importante manual de consulta en su campo, principalmente gracias al excelente trabajo de los autores que había conseguido reunir para la obra, pero también había un par de capítulos míos. Después de doce años se había actualizado con una segunda edición completamente nueva.

– La primera.

– Espera un segundo.

Un momento después estaba nuevamente al aparato.

– ¿Qué necesitas?

– Hay un capítulo que habla de las diferencias que se pueden establecer entre la población según el calcáneo. Búscalo.

– Lo tengo.

– ¿Cuál es el porcentaje de clasificación correcta cuando se comparan los huesos del pie de población mongoloide, negra y blanca?

Hubo una larga pausa. Podía imaginar a Alex examinando el texto, la frente arrugada, las gafas deslizándose por la nariz.

– Justo por debajo del ochenta por ciento.

– No es mucho.

– Pero espera. -Otra pausa-. Eso se debe a que las diferencias entre los blancos y los negros no son tan evidentes. Los mongoloides podrían distinguirse con una precisión que oscila entre el ochenta y tres y el noventa y nueve por ciento. No está nada mal.

– Muy bien. Ahora dame la lista de medidas.

Mientras apuntaba las cifras que me daba Alex sentí una opresión en el pecho.

– Ahora comprueba si hay un cuadro con los cocientes de función discriminativa canónica sin normalizar correspondientes a indios, blancos y negros norteamericanos.

Necesitaría esas cifras para compararlas con los cocientes que obtuviese del pie desconocido.

Pausa.

– Cuadro cuatro.

– ¿Podrás enviarme ese artículo por fax?

– Claro.

Le di el nombre de Primrose Hobbs y el número de fax habilitado en el depósito provisional de Bryson City. Cuando hube colgado, saqué las notas que había tomado del caso número 397.

Cuando marqué otro número y pregunté por Primrose Hobbs una voz me dijo que no estaba allí, pero me preguntó si quería su número en el Riverbank Inn.

Primrose también contestó a la primera. Era mi día de suerte.

– Hola, querida, ¿cómo estás?

– Estoy bien, Primrose.

– No permitas que esas calumnias te afecten. Dios hará lo que tenga que hacer, y el sabe que es pura palabrería.

– Yo no.

– Un día nos sentaremos, jugaremos una partida de póquer y nos reiremos de todo esto.

– Lo sé.

– Aunque debo decir que, a pesar de ser una mujer inteligente, Tempe Brennan, eres la peor jugadora de póquer con la que nunca me he sentado en una mesa.

Lanzó su carcajada profunda y ronca.

– No soy muy buena para los juegos de cartas.

– Y que lo digas.

Nuevamente la carcajada.

– Primrose, necesito que me hagas un favor.

– Sólo tienes que pedirlo, cariño.

Le di una versión resumida de la historia del pie y Primrose accedió a ir al depósito el domingo por la mañana. Leería el fax, me llamaría y yo la guiaría a través de las medidas que faltaban. Volvió a comentar los cargos que había contra mí y sugirió algunas localizaciones anatómicas donde Larke Tyrell podía metérselos.

Le agradecí su lealtad y colgué.

Ryan escogió el Injun Joe's Chili Joint para cenar. Yo elegí el Misty Mountain Café, que ofrecía nouvelle cuisine y unas vistas espectaculares de Balsam Mountain y de Maggie Valley. Ya que una razonable discusión no conseguiría resolver la cuestión, lanzamos una moneda al aire.

El Misty Mountain parecía más un hotel de una estación de esquí que un café, construido con troncos, con techos altos, chimeneas y cristal por todas partes. Cuando llegamos nos informaron de que nuestra mesa no estaría lista hasta dentro de noventa minutos, pero podían servirnos el vino inmediatamente en el patio.

En cambio Joe nos instaló sin demora. Incluso cuando gano, pierdo.

Un solo vistazo me bastó para saber que el público que acudía a le joint era muy diferente del café. Media docena de televisores transmitían un partido de fútbol americano y en la barra se acomodaba un nutrido grupo de hombres con gorras deportivas. Parejas y grupos ocupaban las mesas y los reservados, ataviados con ropa vaquera y botas, la mayoría de ellos pedía a gritos un buen corte de pelo o un afeitado. Mezclados con la multitud había numerosos turistas vestidos con anoraks de brillantes colores, y unos cuantos rostros que reconocí de la investigación del accidente.

Dos hombres se ocupaban de la barra, abrían las botellas, picaban hielo y servían bebidas de una fila de botellas alineadas delante de un espejo manchado. Los dos tenían la piel pálida y el pelo castaño y fino acababa en una coleta sujeta con un pañuelo de colores. No parecían pieles rojas pero tampoco vestían de Armani. Uno llevaba una camiseta con la inscripción «Johnsons Brown Ale», el otro parecía seguidor de algún grupo llamado Bitchin Tits [7].

En una especie de escenario que había en la parte trasera, al otro lado de una mesa de billar y de varias máquinas tragaperras, los miembros de una banda preparaban el equipo de música, dirigidos por una mujer vestida con pantalones de cuero negro y maquillada como Cruella Deville. Cada pocos segundos podíamos oír los leves golpes amplificados de su dedo sobre el micrófono, luego contaba de uno a cuatro. Las pruebas de sonido apenas si destacaban sobre el ruido de fondo producido por las alternativas del partido y la música de las máquinas tragaperras.

No obstante, la banda parecía disponer de suficiente potencia acústica para llegar a Buenos Aires. Le sugerí a Ryan que pidiésemos la cena.

Ryan echó un vistazo alrededor del salón e hizo un gesto con la mano alzada. Una cuarentona, con el pelo encrespado y un bronceado fuera de temporada, se acercó a la mesa. Sobre el pecho izquierdo llevaba una placa de plástico con su nombre. Tammi. Con «i».

– ¿Qué va a ser?

Tammi apoyó el lápiz sobre el bloc de notas.

– ¿Podría traerme la carta, por favor?

Tammi suspiró, buscó dos cartas en la barra y las arrojó sobre la mesa. Luego me miró con indulgente paciencia.

«Click. Click. Click. Ding. Ding. Ding. Ding.»

Mi decisión no llevó mucho tiempo. Injun Joe ofrecía nueve tipos de chile, cuatro hamburguesas, un Frankfurt y montañas de carne picada y sazonada.

Yo pedí el Climbing Burger y una coca-cola light.

– He oído que aquí preparan un chile de muerte.

Ryan exhibió ante Tammi un montón de dientes blancos.

– El mejor del oeste.

Tammi exhibió ante Ryan incluso más dientes.

«Tap. Tap. Tap. Tap. Uno. Dos. Tres. Cuatro.»

– Debe resultar difícil atender a tanta gente al mismo tiempo. No sé cómo lo hace.

– Encanto personal. -Tammi alzó la barbilla y adelantó una cadera.

– ¿Cómo está el Walkingstick Chili?

– Caliente. Como yo.

Hice un esfuerzo para reprimir un chiste.

– Lo probaré. Y una botella de Carolina Palé.

– Eso está hecho, vaquero.

«Click. Click. Click. Click. Ding. Ding. Ding. Ding. Ding.»

«Tap. Tap. Uno. Dos. Tres. Cuatro.»

Esperé hasta que Tammi estuviese fuera del alcance del oído, lo que, considerando el ruido ambiente, eran aproximadamente dos pasos.

– Menuda elección.

– Uno debe mezclarse con la población autóctona.

– Esta mañana te mostrabas bastante crítico con la población autóctona.

– Uno debe pulsar al hombre común -dijo Ryan.

– Y a la mujer -«Tap. Tap»-. Vaquero.

Tammi regresó con una cerveza, una coca-cola light y un millón de kilómetros de dientes. La envié de regreso a la cocina con una sonrisa.

– ¿Alguna novedad desde esta mañana? -pregunté cuando se hubo marchado.

– Parece que Haskell Simington puede no ser el pájaro que pensábamos. Resulta que el tío vale un montón de pasta, de modo que una póliza de dos millones para su esposa no es algo tan inusual. Además de valer megadólares, el tío ha nombrado a sus hijos como beneficiarios de su fortuna.

– ¿Eso es todo?

Ryan esperó a que pasara otra prueba de sonido.

– El grupo de estructuras informó de que tres cuartas partes del avión habían sido retiradas de la montaña en camiones. Están montándolo nuevamente en un hangar cerca de Asheville.

«Tap. Tap. Tap. Uno. Scriiiiiiiich. Dos. Tres. Cuatro.»

Los ojos de Ryan se desviaron hacia un televisor que había detrás de mi cabeza.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo. ¿A qué vienen las huellas de garras anaranjadas?

– Es un juego particular de Clemson.

Me interrogó con la mirada.

– No tiene importancia.

Tammi regresó después de tres ensayos.

– Le he puesto una ración extra de queso -dijo con los labios fruncidos, inclinándose hacia Ryan para ofrecerle una vista espectacular de su escote.

– Me encanta el queso.

Ryan le ofreció otra de sus sonrisas cegadoras y Tammi mantuvo la posición.

«Tap. Tap. Uno. Dos. Tres. Cuatro.»

Eché un vistazo a los pechos de Tammi y ella los apartó de mi línea de visión.

– ¿Alguna cosa más?

– Ketchup.

Cogí una patata frita.

– ¿Algún comentario sobre mi visita de esta mañana al cuartel general?

Cuando levanté mi hamburguesa un cordón umbilical de queso la mantuvo unida al plato.

– El agente especial McMahon dijo que estabas muy bien en téjanos.

– No vi a McMahon por allí.

El panecillo derramaba unos pedazos de carne pastosos sobre el queso.

– Él sí te vio a ti. Al menos desde atrás.

– ¿Cuál es la posición del FBI con respecto a mi despido?

– No puedo hablar por todo el Departamento, pero sé que McMahon no aprecia demasiado al vicegobernador de tu estado.

– No estoy del todo segura de que Davenport se encuentre detrás de la queja.

– Lo esté o no, McMahon no tiene tiempo para él. Dice que Davenport tiene el cerebro en el culo. -Ryan se llevó una cucharada de chile a la boca y lo tragó con un poco de cerveza-. Los irlandeses somos poetas en el fondo.

– Pues el que tiene el cerebro en el culo puede hacer que te devuelvan a Canadá.

– ¿Cómo te fue la tarde?

– Visité la reserva india.

– ¿Viste a Tonto [8]?

– ¿Por qué sabía que me preguntarías eso? -Metí la mano en mi bolso y saqué los mocasines-. Quería que tuvieses un recuerdo de mi tierra natal.

– ¿Para compensar la forma en que me has tratado últimamente?

– Te he tratado como a un colega.

– Un colega al que le gustaría lamerte los dedos de los pies.

Sentí un cosquilleo en el estómago.

– Abre el paquete.

Lo hizo.

– Son muy monos.

Apoyó el tobillo sobre la otra rodilla y cambió uno de los zapatos náuticos por un auténtico mocasín indio. Una rubia que estaba sentada a la barra interrumpió el movimiento de quitarle la etiqueta a su Coors para observar la maniobra de Ryan.

– ¿Los hizo el propio Toro Sentado?

– Toro Sentado era un indio sioux. Estos mocasines probablemente los hizo Wang Chou Lee.

Ryan repitió la operación con el otro pie. La rubia dio unos golpecitos en el codo de su acompañante.

– Tal vez no quieras usarlos aquí.

– Por supuesto que sí. Me los ha regalado una colega. ¿Has conocido a algún aborigen interesante?

Quise decirle que no.

– De hecho, sí.

Alzó la vista con unos ojos lo bastante azules como para armonizar con un pueblo lleno de finlandeses.

– O, mejor dicho, podría haber conocido.

Le conté el incidente que había tenido con el Volvo.

– Dios santo, Brennan. Cómo…

– Lo sé. Cómo me meto en estas situaciones. ¿Crees que debería preocuparme por ello?

Esperaba que me dijese que no.

«Ding. Ding. Ding. Ding.»

«Tap. Tap. Uno. Dos. Tres. Cuatro.»

Chile.

Cerveza.

Fragmentos de conversaciones.

– Los deconstruccionistas dicen que nada es real, pero he descubierto una o dos verdades en la vida -dijo Ryan-. La primera es que cuando te ataca un Volvo debes tomártelo en serio.

– No estoy segura de que ese tío quisiera arrollarme. Tal vez no me vio.

– ¿Fue eso lo que pensaste en aquel momento?

– Eso me pareció.

– Segunda verdad: las primeras impresiones sobre un Volvo son generalmente correctas.

Acabamos de comer y Ryan estaba en el lavabo cuando vi que Lucy Crowe entraba en el local y se dirigía hacia la barra. Vestía su uniforme y su aspecto era amenazador.

Le hice señas pero Crowe no me vio. Me levanté y volví a agitar la mano. Una voz gritó detrás de mí.

– No me dejas ver el partido. Siéntate o cámbiate de sitio.

Ignoré la sugerencia y agité ambos brazos. Crowe me vio y levantó el índice derecho. Mientras me sentaba, el barman le acercó un vaso y luego se inclinó para susurrarle algo.

– ¡Eh, muñeca!

Un paleto despreciado nunca es agradable. Decidí seguir ignorando sus comentarios y él continuó con sus burlas.

– Eh, tú, la del numerito del molino.

El paleto parecía entusiasmado y decidido a seguir con su juego hasta que vio que Lucy Crowe se dirigía hacia mi mesa. Comprendió su error, tomó la cerveza de un trago y volvió a concentrarse en el partido.

Ryan y Crowe llegaron al reservado al mismo tiempo. Al ver el calzado de Ryan, la sheriff me miró.

– Es canadiense.

Ryan dejó pasar el comentario y se sentó.

Crowe dejó la botella de Seven Up en la mesa y se unió a nosotros.

– La doctora Brennan tiene una historia que desea compartir -dijo Ryan, mientras sacaba el paquete de cigarrillos.

Le lancé una mirada cargada de dinamita. Hubiese preferido toda una vida de inspecciones de hacienda antes que explicarle a Lucy Crowe el incidente con el Volvo.

Me escuchó sin interrumpirme.

– ¿Apuntó el número de la matrícula?

– No.

– ¿Puede describir al conductor?

– Llevaba una gorra.

– ¿Qué clase de gorra?

– No podría decirlo.

Sentí que la humillación me encendía las mejillas.

– ¿Había alguna otra persona presente cuando ocurrió?

– No. Lo comprobé. Mire, todo este asunto podría haber sido sólo un accidente. Tal vez sólo se trataba de un crío en el Volvo de papá.

– ¿Es eso lo que cree? -Sus ojos color apio estaban clavados en los míos.

– No. No lo sé.

Apoyé las manos en la mesa, las retiré y un poco de cerveza se derramó sobre los téjanos.

– Mientras estaba en la reserva se me ocurrió algo que nos podría ser útil -dije, cambiando de tema.

– ¡Oh! ¿Ah, sí?

Describí la investigación del hueso del pie y les expliqué cómo podían utilizarse las medidas para determinar la raza del sujeto.

– Con este método incluso podría saber sus preferencias políticas.

– Mañana hablaré con los familiares de Daniel Wahnetah. -Agitó el hielo de su Seven Up-. Pero he descubierto algunos hechos interesantes relacionados con George Adair.

– ¿El pescador desaparecido?

Crowe asintió.

– El año pasado Adair visitó a su médico una docena de veces. Siete de esas visitas se debieron a problemas de garganta. Las otras cinco por dolores en los pies.

– Es un buen dato.

– Y aún hay más. Hacía sólo una semana que Adair había desaparecido cuando su inconsolable viuda viajó a Las Vegas con su vecino.

Esperé mientras bebía el Seven Up.

– El vecino es el mejor amigo de George Adair.

– ¿Y su compañero de pesca?

– Exacto.

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