Capítulo 18

Reduje la velocidad y me desvié hacia el arcén. El coche patrulla hizo lo propio hasta detenerse detrás de mí.

El tráfico continuó incesante, gente normal de camino a lugares normales.

Estaba mirando a través del retrovisor cuando la puerta del coche patrulla se abrió y Lucy Crowe salió del vehículo. Mi primera reacción fue de alivio. Luego se puso el sombrero y lo acomodó con cuidado, dando a entender que no me paraba sólo para saludar. Me pregunté si yo también debía bajar del coche, pero decidí quedarme donde estaba.

Crowe se acercó al coche, alta y poderosa enfundada en su uniforme. Abrí la puerta.

– Buenos días -dijo, acompañando el saludo con su clásico movimiento de alzar la cabeza.

La saludé del mismo modo.

– ¿Coche nuevo?

Separó los pies y apoyó las manos en las caderas.

– Prestado. El mío se ha tomado una temporada sabática no prevista.

Lucy Crowe no me pedía el carnet de conducir ni formulaba las preguntas habituales, de modo que supuse que no se trataba de una detención de tráfico. Me pregunté si iba a arrestarme.

– Tengo algo que probablemente no le gustará oír.

La radio que llevaba en el cinturón lanzó un chirrido y Crowe ajustó un botón.

– Daniel Wahnetah apareció anoche.

Apenas pude preguntarle:

– ¿Vivo?

– Completamente. Llamó a la puerta de su hija alrededor de las siete, cenó con la familia y luego se fue a dormir a su casa. Su hija me llamó esta mañana.

Hablaba en voz alta para hacerse oír sobre el ruido del tráfico.

– ¿Dónde estuvo los últimos tres meses?

– En Virginia Occidental.

– ¿Haciendo qué?

– Su hija no me lo dijo.

Daniel Wahnetah no estaba muerto. No podía creerlo.

– ¿Algún progreso con respecto a George Adair o Jeremiah Mitchell?

– Ni una palabra.

– Ninguno encaja realmente con mi perfil. -Mi voz era tensa.

– Supongo que todo esto no la ayuda mucho.

– No.

Aunque nunca me había permitido decirlo, confiaba en que el pie perteneciera a Wahnetah. Ahora no tenía nada.

– Pero me alegro por la familia Wahnetah.

– Son buenas personas.

Observó mis dedos aferrados al volante.

– He oído las noticias.

– He tenido que desconectar el teléfono porque me estaban volviendo loca. Acabo de abandonar una reunión con Parker Davenport y había un circo mediático fuera del Sleep Inn.

– Davenport. -Apoyó un codo sobre el techo del coche -. Un blanco pobre que vive entre negros.

– ¿Qué quiere decir?

Miró hacia la carretera y luego volvió a concentrarse en mí. La luz del sol se reflejaba en sus gafas de aviador.

– ¿Sabía que Parker Davenport nació muy cerca de aquí?

– No, no lo sabía.

Se quedó en silencio un momento, perdida en recuerdos que sólo le pertenecían a ella.

– Me parece que ese hombre no le gusta.

– Digamos que nunca colgaré su poster encima de mi cama.

– Davenport me dijo que el pie ha desaparecido y me acusa de ser la responsable. -Tuve que hacer una pausa para reprimir el temblor de la voz -. También me dijo que una procesadora de datos, que me ayudó a comprobar unas medidas, también ha desaparecido.

– ¿De quién se trata?

– Una mujer negra, mayor, llamada Primrose Hobbs.

– Preguntaré por ahí.

– Usted sabe que todo esto son tonterías -dije-. Lo que no llego a comprender es por qué Davenport va a por mí.

– Parker Davenport tiene sus propias ideas sobre algunas cosas.

Un camión pasó junto a nosotras, envolviéndonos en una ola de aire caliente. Crowe se irguió.

– Iré a hablar con nuestra fiscal de distrito, veré si puedo conseguir esa orden de registro.

En ese momento recordé algo. Aunque Larke Tyrell había citado la invasión ilegal de propiedad cuando me apartó de la investigación, la cuestión de la casa con el recinto amurallado no se había mencionado en la reunión de hoy.

– Estuve buscando a sus propietarios.

– La escucho.

– La propiedad ha pertenecido desde 1949 a un grupo de inversiones llamado H amp;F. Antes de esa fecha pertenecía a Edward E. Arthur, y antes de eso a Víctor T. Livingstone.

Crowe sacudió la cabeza.

– Está hablando de una época muy anterior a la mía.

– En mi habitación tengo una lista de las personas que forman parte de H amp;F. Tengo que ir a ver cómo está el coche, pero después podría llevarla a su oficina.

– Después de ver a la fiscal de distrito debo ir al lago Fontana. Allí tenemos a un Fox Jodido Mulder que está convencido de haber encontrado a un alienígena. -Miró el reloj-. Debería estar de regreso en mi oficina a las cuatro.

Conduje todo el camino hasta High Ridge House presa de una enorme ansiedad. Para aliviar la tensión le ofrecí a Boyd que saliésemos a correr un rato. También sentí que debía compensar la frugalidad de mi desayuno. Lejos de quejarse, Boyd aceptó con entusiasmo la propuesta.

El camino todavía estaba húmedo por la lluvia que había caído el día anterior y nuestros pies producían sonidos sordos sobre la grava fangosa. Boyd jadeaba y su cola se movía como un abanico. Gorriones y grajos eran las únicas criaturas que alteraban el silencio del lugar.

La vista era otro fresco impresionista, una interminable extensión de valles y colinas pulida por el brillante sol de la mañana. Pero el viento había cambiado durante la noche y ahora era más frío. Cuando entrábamos en una zona de sombra podía sentir la proximidad del invierno y los días más cortos.

El ejercicio me tranquilizó, pero no demasiado. Cuando subía la escalera hacia Magnolia, sentí un nudo en el pecho al recordar la intrusión del lunes. Hoy la puerta de la habitación estaba cerrada y todas mis cosas intactas y ordenadas.

Me duché y me cambié de ropa. Cuando cogí el teléfono comenzó a sonar en mi mano. Contesté con los dedos rígidos. Otro periodista. Colgué y marqué el número de Peter.

Como siempre, un contestador recibió la llamada. Aunque estaba ansiosa por tener una opinión autorizada sobre mi situación legal, sabía que sería inútil intentar localizarle en sus otros números. Pete tenía móvil y teléfono en el coche, pero casi nunca recargaba la batería. Si conseguía hacerlo, olvidaba encenderlo o bien lo dejaba sobre el salpicadero o la cómoda de una habitación.

Frustrada, busqué el fax que me había dejado McMahon, lo metí en el bolso y bajé la escalera.

Me estaba preparando un bocadillo de ensalada de huevo cuando Ruby entró en la cocina con un cesto azul de plástico con ropa para lavar en las manos. Llevaba una blusa blanca, un collar de perlas falsas, pantalón de chándal, calcetines y pantuflas. El moño de la coronilla parecía haber recibido un generoso baño de laca. Su aspecto sugería una salida matinal, seguido de un cambio de opinión de cintura para abajo.

– ¿Puedo ayudarla? -preguntó.

– No, está bien.

Dejó el cesto con la ropa y se acercó al fregadero, las pantuflas chocaban contra los talones.

– Lamento sinceramente lo sucedido en su habitación.

– No tenía nada de valor.

– Alguien debió de entrar en la casa cuando yo estaba en el mercado. -Cogió un paño de cocina, lo olió-. A veces me pregunto dónde iremos a parar. El Señor…

– Son cosas que pasan…

– Jamás habíamos tenido un robo en esta casa. -Se volvió hacia mí con el paño enrollado entre las manos-. No la culpo por estar enfadada.

– No estoy enfadada con usted.

Inspiró brevemente, abrió la boca y la cerró. Tuve la impresión de que estaba a punto de decirme algo y había cambiado de idea, como si temiera el efecto que aquello podría tener sobre su vida. Bien. Yo no me sentía con ánimos para escuchar una confesión.

– ¿Puedo servirle algo de beber?

– ¿Tiene limonada?

Metió el paño de cocina junto con el resto de la ropa sucia y abrió la nevera. Sacó una jarra de plástico, llenó un vaso y lo puso en la mesa junto a mi bocadillo.

– Y todo ese asunto de la televisión.

– Jamás he sido muy popular.

Sonreí. No quería que Ruby viese cuán alterada estaba. Pero mi gesto debió reflejar la tensión que sentía.

– No es divertido. No debería permitir que le hagan esto.

– No puedo controlar a la prensa, Ruby.

Buscó un plato de cartón para el bocadillo.

– ¿Galletas?

– Vale.

Añadió tres Oreos y luego me miró directamente a los ojos.

– «Bendito eres cuando los hombres te injurian y te persiguen y lanzan contra ti toda clase de maldades falsamente.»

– La gente que realmente me importa sabe perfectamente que estas acusaciones son falsas.

Mantén la calma.

– Entonces tal vez necesite controlar a alguna otra persona.

Apoyó el cesto contra la cadera y abandonó la cocina sin mirar atrás.

Necesitaba una conversación más racional, así que salí al porche para comer con Boyd. No me decepcionó. El chow-chow olió las galletas y luego observó sin hacer ningún comentario mientras yo comía el bocadillo y consideraba mi situación.

Cuando llegué al taller me enteré de que el problema de mi coche no era nada grave, pero necesitaba una bomba de agua nueva. La letra ausente, ya fuese P o T, se había marchado a Asheville e intentaría conseguir la pieza de recambio. Suponiendo que no hubiese ningún problema imprevisto, la reparación estaría terminada la tarde siguiente.

Tal vez. Comprobé que el Pinto, el Chevy y las dos furgonetas seguían exactamente en el mismo lugar que el día anterior.

Miré la hora. Las dos y media. Crowe aún no habría regresado de su misión en el lago Fontana.

¿Y ahora qué?

Pedí un listín telefónico y me dieron una edición de 1996, con las puntas rotas o dobladas y llena de manchas de grasa. Se necesitaban las dos manos para separar las páginas.

Aunque no había ninguna entrada correspondiente a la Casa de Dios de la Eterna Luz Sagrada Pentecostal, encontré una dirección correspondiente a L. Bowman en Swayney Creek Road. P o T conocía ese cruce pero no pudo darme más información. Le di las gracias y regresé al coche de Ryan.

Siguiendo las instrucciones de P o T me dirigí hacia las afueras del pueblo. Tal como me había dicho, Swayney Creek acababa en la Autopista 19 entre Ela y Bryson City. Me detuve en una estación de servicio para preguntar la dirección de la casa de Bowman.

El empleado era un crío de unos dieciséis años con el pelo negro y grasiento, con la raya en medio y metido detrás de las orejas. Unas manchas blancas salpicaban la raya como copos de nieve en un arroyo turbio.

El chico dejó el cómic que estaba leyendo y me miró, entrecerrando los ojos como si fuesen demasiado sensibles a la luz. Cogió un cigarrillo que quemaba en un plato de metal ondulado, dio una calada y señaló con la barbilla en dirección a Swayney Creek.

– Cae a unos cuatro kilómetros al norte.

El humo salió junto con la respuesta.

– ¿De qué lado?

– Busque un buzón verde.

Cuando me marchaba sentí sus ojos pequeños clavados en mi espalda.

Swayney Creek era una delgada lengua negra que descendía abruptamente una vez que se abandonaba la autopista. El camino continuaba aproximadamente un kilómetro, luego se nivelaba y atravesaba un estrecho tramo ocupado por un bosque de coniferas. A un lado corría un arroyo de aguas tan claras que podía ver perfectamente las piedras que cubrían el fondo.

Continué hacia el norte y apenas vi señales de presencia humana. Luego el camino torcía hacia el este, ascendía ligeramente y alcancé a divisar un claro entre los árboles con un buzón verde oxidado a la derecha. Al acercarme leí el nombre «Bowman» tallado en una placa que colgaba de dos cortos trozos de cadena debajo de la caja.

Giré hacia el polvoriento camino y comencé a ascender, esperaba que fuese el Bowman que andaba buscando. Pinos, abetos y cicutas se alzaban hacia el cielo dejando que la luz apenas se fíltrase entre sus frondosas ramas. Unos treinta metros más adelante, la casa de Bowman se alzaba como un centinela solitario que protegía el camino forestal.

El reverendo vivía en una cabaña que había conocido mejores tiempos, con un porche en un extremo y un cobertizo en el otro. Había leña suficiente para calentar un castillo medieval. A ambos lados de la puerta principal había ventanas cubiertas por marquesinas de color turquesa y, en aquella penumbra, parecían tan fuera de lugar como los Arcos Dorados en una sinagoga.

El patio delantero estaba a la sombra y en el suelo se extendía una espesa alfombra de hojas y pinaza. Un sendero de grava lo cruzaba y unía la puerta con un rectángulo de grava en el extremo del camino.

Aparqué junto a la camioneta de Bowman, apagué el motor y conecté el teléfono. Antes de que pudiese bajar del coche, se abrió la puerta de la casa y el reverendo apareció en el porche. Vestía nuevamente de negro, como si quisiera recordarse incluso a sí mismo la sobriedad de su vocación.

Bowman no sonrió, pero su expresión se relajó al reconocerme. Salí del coche y recorrí el sendero hacia la casa. A cada lado crecían pequeñas setas marrones.

– Lamento molestarle, reverendo Bowman. Me dejé la bolsa de la compra en su camioneta.

– Así es. Está en la cocina. -Dio un paso hacia atrás-. Por favor, adelante.

Pasé junto a él y accedí a un interior oscuro con un fuerte olor a beicon quemado.

– ¿Quiere beber algo?

– No, gracias. No puedo quedarme.

– Por favor, siéntese.

Señaló una pequeña sala de estar llena de muebles. Parecía como si hubiesen sido comprados todos juntos para luego disponerlos como en una exposición. Sólo que más juntos.

– Gracias.

Me senté en un sofá tapizado con una tela marrón parecida al terciopelo, el centro de un grupo de tres piezas aún cubiertas con plástico. Aunque el tiempo era fresco, las ventanas estaban abiertas y las cortinas de tela escocesa marrón a juego con los muebles se hinchaban con la brisa.

– Iré a buscar sus cosas.

El reverendo desapareció y se abrió una puerta, me llegaron claramente las voces, los sonidos y los aplausos de un concurso de la televisión. Eché un vistazo a mi alrededor.

No había objetos personales en la habitación. No había fotos de boda o de graduación. Ni una sola instantánea de los niños en la playa o del perro jugando a destrozar sombreros. Las únicas imágenes pertenecían a personas rodeadas con un halo. Reconocí a Jesús y a un tío que pensé que podía ser Juan Bautista.

El reverendo Bowman regresó unos minutos después. La funda de plástico crujió cuando me levanté.

– Gracias.

– Ha sido un placer, señorita Temperance.

– Y gracias otra vez por su ayuda ayer.

– Me alegra haber podido ayudarla. Peter y Timothy son los mejores mecánicos del condado. Hace años que les llevo mis camionetas.

– Reverendo Bowman, hace mucho tiempo que usted vive en esta zona, ¿verdad?

– Toda la vida.

– ¿Sabe usted algo acerca de una casa con paredes de piedra y un patio cerca del lugar donde cayó el avión?

– Recuerdo que mi padre hablaba de un campamento cerca de Running Goat Branch, pero nunca de una casa.

Tuve un presentimiento. Cambié el bolso de lado, saqué el fax de McMahon y se lo enseñé a Bowman.

– ¿Alguno de los nombres de esta lista le resulta familiar?

Dobló el papel y lo leyó. Le observé atentamente pero no se produjo ningún cambio en su expresión.

– Lo siento.

Me devolvió el fax y volví a guardarlo en el bolso.

– ¿Alguna vez ha oído hablar de un hombre llamado Víctor Livingstone?

Bowman sacudió la cabeza.

– ¿Edward Arthur?

– Conozco a un Edward Arthur que vive cerca de Sylva. Durante un tiempo perteneció a la congregación, pero hace años que abandonó el movimiento. El hermano Arthur solía afirmar que había sido conducido ante el Espíritu Santo por el mismísimo George Hensley.

– ¿George Hensley?

– El primer hombre que trabajó con serpientes. El hermano Arthur decía que se habían conocido cuando el reverendo Hensley estuvo en Grasshopper Valley.

– Comprendo.

– El hermano Arthur debe rondar ya los noventa años.

– ¿Aún vive?

– Igual que la palabra sagrada de Dios.

– ¿Era miembro de su iglesia?

– Fue uno de los fieles de mi padre, uno de los hombres más devotos que ha respirado el aire del Señor. El ejército le cambió. Cuando acabó la guerra conservó la fe durante algunos años, luego simplemente dejó de seguir los signos.

– ¿Cuándo fue eso?

– Aproximadamente en el cuarenta y siete o el cuarenta y ocho. No. No es correcto. -Señaló con un dedo deformado-. El último servicio al que asistió el hermano Arthur fue cuando falleció la hermana Edna Farrell. Lo recuerdo bien porque mi padre había estado rezando por la renovación de la fe del hombre. Aproximadamente una semana después del funeral, mi padre visitó al hermano Arthur y se lo encontró rezando ante el cañón de una escopeta. Después de eso, lo dejó.

– ¿Cuando murió Edna Farrell?

– En mil novecientos cuarenta y nueve.

Edward Arthur le había vendido su tierra al Grupo de Inversiones H amp;F el 10 de abril de 1949.

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